Voltaire contra los fanáticos, por Fernando Savater (Fragmento)


El 7 de enero de 2015 dos encapuchados yihadistas ingresaron en las oficinas parisinas del semanario satírico francés Charlie Hebdo al grito de “Al·lahu-àkbar” (Dios es [el] más grande) y asesinaron a doce personas además de herir de gravedad a otras cuatro. Entre los fallecidos se encontraban el reconocido dibujante francés Jean Cabut y el director de la revista, Stéphane Charbonnier.

El periódico había satirizado el extremismo de todas las religiones, pero lo que desató la furia de los radicales fue la publicación de las caricaturas sobre Mahoma y el islam, donde se representaba la brutalidad de esa religión.

Cuatro días después del atentado, el 11 de enero, unas dos millones de personas se dieron cita en París en repudio de los atentados, entre ellas más de 40 líderes mundiales. Las manifestaciones se replicaron en toda Francia y se extendieron por todo el mundo bajo el lema Je suis Charlie  (Yo soy Charlie).

Los ataques impulsaron al filósofo español Fernando Savater a publicar Voltaire contra los fanáticos, un libro que se propone ser “un homenaje y un arma de combate contra el fanatismo terrorista actual”. Además de incluir sus reflexiones sobre este genial escritor, uno de los máximos exponentes de la Ilustración que dedicó toda su vida a combatir siglos de intolerancia y dogmatismo, Savater incluye una antología de frases organizadas por temas todavía vigentes: abusos, fanatismo, pueblo, mal, libertad de conciencia, etc.

Compartimos en esta ocasión, un fragmento del libro de Savater y algunas de las frases destacadas, entre ellas esta reflexión sobre el fanatismo y la forma de combatirlo: “La única arma que existe contra este monstruo es la razón. La única manera de impedir a los hombres ser absurdos y malvados es ilustrarles. Para hacer execrable el fanatismo no hay más que pintarlo. Sólo los enemigos del género humano pueden decir: “Ilustráis demasiado a los hombres, insistís demasiado en escribir la historia de sus errores”. Pues ¿cómo pueden corregirse esos errores sino mostrándolos?»

Fuente:Fernando Savater, Voltaire contra los fanáticos, Buenos Aires, Ariel, 2015, págs., 31-40, 47, 48, 60, 61, 70,71, 79 y 81.

Voltaire y la filosofía

Ne nous fions qu’á nous; voyons tout par nos yeux. Ce sont la nos trépieds, nos oracles, nos dieux
Œdipe, 1718

Cuando se trata de Voltaire, la controversia está siempre garantizada, aun sobre los menores detalles de carácter o de oficio y radical hasta lo inmisericorde: ¿fue un gran literato o un chapucero hábil y desenfadado? ¿El abanderado de las audacias revolucionarias del siglo de las luces o el último conservador de las formas clásicas y las tradiciones del Gran Siglo? ¿Magnánimo y generoso o cicatero y vengativo? ¿Valiente hasta la imprudencia o cobarde cuando había peligro real para él… y hasta cuando no lo había? Etcétera. Incluso los mayores estudiosos de su vida y su obra vacilan entre tan opuestas calificaciones y a fin de cuentas parecen acogerlas más o menos todas, arriesgándose a la contradicción y a la incomodidad de la paradoja. Con no menor fundamento que André Gide, también Voltaire hubiera podido elegir este blasón: «Los extremos me tocan».

Uno de estos aparentes dilemas, de los más insolubles, es el de su relación con la filosofía. ¿Fue Voltaire un filósofo o más bien un adversario satírico de la filosofía? ¿Cómo puede ser que este siglo filosófico, donde al parecer los filósofos pululan, parezca históricamente liderado por el más dudoso y sin duda el menos original de todos ellos? Muchos libros célebres sobre el inasible inquilino de Ferney, sean de estudio o de divulgación (pienso, por ejemplo, en la deliciosa biografía de André Maurois, el primer Voltaire de mi vida), incluyen un capítulo titulado «La filosofía de Voltaire». Ahora bien, ¿hubo realmente tal cosa? Y si la hubo, ¿cuál fue?

Pero quizá en este tema concreto la verdadera confusión no estribe en las contradicciones volterianas sino más bien en la ambigüedad de la propia noción de filosofía, sobre todo en la Francia del siglo XVIII. Para nosotros, filosofía equivale a contemplación y especulación, quizá incluso metafísica. Pero no es posible concebir a nadie menos contemplativo que Voltaire, sólo le interesan de verdad las cuestiones referidas a la acción humana: sea la acción científica que transforma la realidad material en que vivimos, sea la acción moral que enmienda y reforma las instituciones sociales que nos organizan. La especulación sobre los vastos temas del universo o la trascendencia le impacientan pronto y le aburren en cuanto se acaban las posibilidades de ejercer una burla ingeniosa sobre quienes se enfrascan en ellos. Rápidamente se refugia en un cáustico escepticismo, pero lo medular de sus dudas no se centra tanto en las cuestiones mismas que se plantean de manera tan laboriosa y poco concluyente sino sobre el interés práctico que puede tener perder el tiempo dando vueltas a lo que, sea como fuere, no podemos remediar ni puede remediarnos. De ahí lo despectivo de sus comentarios casi blasfemos sobre Platón, Aristóteles, Malebranche o el propio Descartes, por no mencionar ya a los maltratados sabios teólogos del medievo. Y no hace falta recordar que su cuento más célebre es una respuesta satírica basada en la experiencia histórica a las elucubraciones optimistas de la teodicea leibniziana.

¿Metafísica? Bueno, también Voltaire compuso un Tratado de metafísica en 1734 y trabajó corrigiéndolo y ampliándolo hasta el 38, en pleno periodo de Cirey. No estaba destinado a la publicación y sólo unos cuantos lo conocieron antes de su aparición póstuma. En realidad, este tratadito tiene mucho más de desengaño de la metafísica que de metafísica positiva: Voltaire pasa revista a varios temas tradicionales de la filosofía primera sólo para demostrar hasta qué punto es imposible o absurdo llegar a conclusiones definitivas sobre ellos. En la mayoría de los casos, su mentor intelectual es John Locke, a quien leyó durante su estancia en Inglaterra por indicación de lord Bolingbroke. De él toma sobre todo su rechazo de las ideas innatas («Si hay algo demostrado fuera de las matemáticas, es que no hay ideas innatas en el hombre»), la convicción de que todo conocimiento nos llega por la vía de los sentidos y su defensa de la tolerancia religiosa. En general, se trata de una filosofía preventiva, destinada a parar los golpes del dogmatismo y a frenar en seco a los fanáticos. Los dos últimos capítulos del libro, dedicados a la moral y la sociedad, son los más audaces: sostienen una visión casi materialista o al menos muy naturalista de su asunto, dejando claro que el fundamento de la distinción entre lo bueno y lo malo no es otro que la utilidad social.

¿Y por qué deberíamos buscar este provecho colectivo? Por cuestión de amor propio bien entendido, un motivo fundamentalmente repulsivo para los jansenistas y otras ramas renunciativas y penitenciales de la religión. Aborrecen el amor propio y todas las pasiones que de él derivan, cuando al hombre le es tan imposible prescindir de él como de la sangre que circula por sus venas: y pedirle que renuncie a ese amor propio y a sus pasiones por miedo a los abusos ocasionales que de ellos se derivan sería como tratar de sacarle toda la sangre del cuerpo para que no tuviese peligro de apoplejía… Por lo demás, la afinidad con el bien no depende de renunciar a querernos a nosotros mismos sino tener un gusto naturalmente bien dispuesto o bien educado para querernos como es debido: “Un espíritu recto es persona decente por la misma razón que quien no tiene el gusto depravado prefiere los excelentes vinos de Nuits al vino de Brie, y las perdices de Mans a la carne de caballo”. Para quien no posea esta buena disposición se han inventado las leyes penales, “lo mismo que las tejas fueron inventadas contra el granizo y contra la lluvia”.

Cuando leemos estas consideraciones escépticas y sensatas, aunque poco metafísicas y nada especulativas o contemplativas, nos parece estar leyendo a un precedente de Bertrand Russell en vez de a un heredero de Descartes, por no volver a mencionar al denostado padre Malebranche. O sea, por decirlo con lenguaje más actual, a un filosofó anglosajón y no a uno continental: empirista, partidario de poner como ejemplo superior de conocimiento las ciencias experimentales y no la teología, defensor de que la filosofía mantenga más bien un perfil bajo y crítico, así como de que prefiera persuadir utilizando la ironía prosaica en lugar de la declamación altisonante.

Esta impresión se refuerza aún más si consideramos la obra que mejor recoge y expone el pensamiento de Voltaire: El filósofo ignorante (1766). Apareció en Francia en pleno auge del atroz asunto del caballero de La Barre, cuando la vigilancia policial contra las publicaciones subversivas era máxima, circunstancia que dificultó su difusión pero en cambio aumentó el interés morboso con que fue acogida. Sin embargo, la mayoría de los lectores se sintieron decepcionados por esta nueva muestra de filosofía preventiva, es decir, a la defensiva contra dogmas de altos vuelos y fanatismos inquisitoriales. A unos les irritó tanta prudencia y sinuosidad, a otros un escepticismo general que consideraron desmoralizador. Sin embargo la obra no carece de planteamientos positivos: por ejemplo, que la naturaleza humana es igual en todas partes y por tanto también debe serlo la moral. La idea de lo justo y lo injusto precede a toda legislación instituida: varían de aquí para allá lo lícito y lo prohibido, pero se mantienen estables lo bueno y lo malo. En defensa de este planteamiento hard, Voltaire se atreve incluso a enmendarle la plana a su admirado maestro Locke, que señaló la antropofagia como un argumento en contra de la universalidad natural de las ideas morales. Según Voltaire, Locke se habría dejado engañar por los relatos fabulados de algunos viajeros poco escrupulosos… Más avisado que él en este punto, Montaigne ya señaló en su día que es menos malo comerse a los muertos al modo de los primitivos que devorar a los vivos, como ocurre en nuestros países civilizados. En cuanto a su omnipresente escepticismo, Voltaire lo justifica como una muestra de honradez intelectual. Tal como escribe por esa época a su confidente Mme. du Deffand: “Los fabricantes de sistemas no saben más que yo, pero todos ellos se hacen los importantes y yo no quiero serlo. Confieso francamente mi ignorancia”.

A fin de cuentas, si hubiera que señalar un criterio último que rige lo que Voltaire considera aceptable y rechazable en el campo de la filosofía sería sin duda el de utilidad. Para él, los auténticos filósofos —opuestos a los visionarios, embaucadores y charlatanes de toda laya— son aquellos estudiosos que colaboran al bienestar de los hombres y a la armonía de las sociedades. En tiempos de Séneca, filósofo no era quien escribía libros sobre cuestiones más o menos abstrusas sino el que vivía de acuerdo con la filosofía, es decir, de manera sobria y consciente, controlando sus pasiones y sin dejarse arrastrar por las concupiscencias políticas o sociales. Por aquel entonces los filósofos no necesitaban obra escrita sino la reputación de vivir como es debido. En cierto modo, también para Voltaire el verdadero filósofo es el buen ciudadano, aunque no haya leído a los clásicos ni especulado jamás sobre la inmortalidad del alma o las pruebas de la existencia de Dios. Eso sí, su concepción no es tan individualista como la de aquellos sabios de la Roma antigua pues exige en su modelo ideal una preocupación activa por mejorar la condición colectiva de los hombres y no sólo rectitud en la guía de su conducta personal.

Según Voltaire, la filosofía auténtica combate los dogmas porque éstos sirven de base para los fanatismos persecutorios, descarta escépticamente las especulaciones metafísicas sin fundamento empírico porque favorecen enconadas rivalidades y obstaculizan el desarrollo del conocimiento científico, preconiza la tolerancia porque sin ella es imposible que florezcan en la sociedad las nuevas ideas y los nuevos estilos de comportamiento. En todo momento refuerza la confianza en la autonomía racional de pensamiento que está al alcance de todos aunque sólo llega a ser eficazmente desarrollada por los más ilustrados… que nunca son mayoría. Por ello se opone también a los planteamientos políticos más radicales y subversivamente democráticos: para él, lo importante es quién legislará con mayor acierto y no con mejor derecho, como se preguntan los revoluciona­rios. Su controvertida relación con Dios también está regida por estos mismos principios, aunque a tantos les resulte difícil comprenderla. Los ateos, al negar a Dios, renuncian a una idea que puede resultar muy útil como fundamento de la universalidad de la naturaleza humana y por tanto de la benevolencia moral rectamente entendida. Por supuesto, tratar de esclarecer losentresijos de la voluntad y eternidad de Dios es una tarea tan imposible como dañina, porque favorece las querellas entre teólogos y las guerras de religión. Aún peores tomar el nombre de Dios en vano para justificarprohibiciones puritanas oprivilegios de poderosos amigos de la injusticia. Quien quiera estudiar lo que nos conviene saber de la divinidad no tiene más que fijarse en los procedimientos de la naturaleza y en las normas básicas de la convivencia social. En cuanto a la inverificable inmortalidad del alma, en la que tan difícil resulta creer racionalmente, tampoco resulta una cuestión prioritaria: puesto que los beneficios de una moral adecuada se comprueban en la sociedad y en nuestra vida cotidiana, podemos dejar tranquilamente aparcada la decisión intelectual de si hay o no castigos y recompensas ultramundanas. Bayle o Spinoza fueron grandes buscadores de la verdad, pero lo importante es fomentar costumbres sanas porque los pueblos no se rigen por especulaciones metafísicas sino por los hábitos establecidos.

¿Fue Voltaire optimista o pesimista? También el criterio de utilidad nos puede ayudar a resolver este dilema que ha hecho correr mucha tinta de los comentaristas. Pero antes hay que distinguir entre el terreno filosófico y el puramente personal. La concepción que tiene Voltaire del filósofo, como ya se ha apuntado, es militante: filosofar es combatir prejuicios y defender cuanto beneficie a la sociedad. Ahora bien, la indignación es un motor de la acción humana y la militancia filosófica debe saber despertarla y encauzarla en el sentido adecuado. Un pensamiento demasiado optimista respecto a los absurdos y supersticiones del pasado, frente a los que muestra una comprensión determinada por la necesidad geográfica o histórica —como es por ejemplo destacado el de Montesquieu—, carecerá del impulso revolucionario imprescindible para combatir sus secuelas aún vigentes. Cuando miramos hacia atrás, el pesimismo es tonificante para lanzarnos rumbo al futuro y romper amarras: a veces la sombra empuja más de lo que la luz atrae. Pero cuando el pesimismo se aplica al presente o, aún peor, se convierte en algo intemporal, metafísicamente ligado a la condición humana, ya no favorece la cólera revolucionaria sino la resignación o la desesperación, ambas igualmente inútiles para propiciar cambios y repudiar injusticias. Es el caso de Pascal, quien “contempla el mundo entero como una reunión de malvados y desdichados, creados para la condenación, entre los cuales sin embargo Dios ha elegido desde toda la eternidad algunas almas, es decir, una de cada cinco o seis millones, para ser salvadas”. En este caso el pesimismo es paralizante y fatal, una cadena más que liga entre sí todas las que ya padecemos y nos impide romperlas. Por lo tanto, la filosofía militante debe ser revulsivamente pesimista cuando mira hacia el pasado pero tónicamente optimista en lo que se refiere al presente y a lo que podemos conseguir en el porvenir.

Hasta aquí las obligaciones públicas del filósofo, que Voltaire asumió con bastante más disciplina que otras tareas y hasta con cierto heroísmo en algunos casos. Pero, en lo más íntimo y personal, ¿fue realmente optimista o pesimista? Parece arriesgado negar el optimismo de quien se atrevió a decir: “El Paraíso terrestre está donde yo estoy”. Sin embargo, la lección final de Candido justifica el optimismo tan escasamente como don Quijote las novelas de caballerías. Y en tono aún más privado escribió a Mme. du Deffand (en agosto de 1764, poco más o menos cuando comenzaba a componer El filósofo ignorante):“Todos somos como prisioneros condenados a muerte que se distraen unos momentos en el patio de la prisión, hasta que el verdugo viene en su busca”. Pascal no había dicho otra cosa, aunque uno y otro sacaron de esa desoladora constatación muy distintas conclusiones.

Sarcasmos y agudezas
(Antología de frases de Voltaire)

Abusos
Nunca podremos destruir los abusos que por desgracia se consideran necesarios para el mantenimiento de los Estados y que gobiernan casi toda Europa. Tales abusos son el patrimonio de tantos hombres poderosos que son ya mirados como leyes fundamentales. Casi todos los príncipes son educados en un profundo respeto por esos abusos. Sus nodrizas y sus preceptores les ponen en la boca el mismo freno que el franciscano o el recoleto ponen en la del carbonero o la lavandera. Lo más que podrá hacerse será ilustrar poco a poco a la juventud que puede tener un día alguna intervención en el gobierno, inspirándoles subrepticiamente máximas más sanas y más tolerantes.
(Al marqués de Condorcet, 27 de enero de 1776)

Conquistadores
Los verdaderos conquistadores son los que saben hacer leyes. Su poderío es estable; los otros son torrentes que pasan.
(Essai sur les mœurs, París, Classiques Garnier, Bordas, 1990. Vol, I, pág. 390)

Corregirse
Hay que seguir corrigiéndose aunque tenga uno ochenta años. No me gustan los viejos que dicen: ya tengo esa costumbre. ¡Pues bueno, viejo chalado, cámbiala por otra, rehace tus versos si los has escrito y tu mal humor si lo tienes! Combatamos contra nosotros mismos hasta el último momento.
(Al cardenal de Bernis, 21 de julio de 1762)

Dominio
Sólo hay tres maneras de subyugar a los hombres: la de civilizarles proponiéndoles leyes, la de emplear la religión para apoyar esas leyes, en fin la de degollar a una parte de la nación para gobernar a la otra; no conozco cuarta fórmula. Las tres exigen circunstancias favorables. Es preciso retroceder a la antigüedad más remota para encontrar ejemplos de la primera y aun ésos son sospechosos. Carlomagno, Clodoveo, Teodorico, Alboino, Alarico, se sirvieron de la tercera; los papas emplearon la segunda.
(Essai sur les mœurs, París, Classiques Garnier, Bordas, 1990. Vol, I, pág. 311)

Fanatismo (4)
La única arma que existe contra este monstruo es la razón. La única manera de impedir a los hombres ser absurdos y malvados es ilustrarles. Para hacer execrable el fanatismo no hay más que pintarlo. Sólo los enemigos del género humano pueden decir: “Ilustráis demasiado a los hombres, insistís demasiado en escribir la historia de sus errores”. Pues ¿cómo pueden corregirse esos errores sino mostrándolos?
(Essai sur les mœurs, París, Classiques Garnier, Bordas, 1990. Vol, II, pág. 931)

Filosofía
En fin, gracias en nuestros días a la filosofía,
Que ilumina al menos parte de Europa,
Los mortales, más instruidos, son menos inhumanos;
El acero se ha embotado, las hogueras se apagaron.
(Mélanges, París, Bibliothèque de la Pléiade, NRF, 1965, pág. 283.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar