Universidades para la nación argentina, por Natalia Bustelo

(Fragmento del libro Todo lo que necesitás saber sobre la Reforma Universitaria)


Hasta principios del siglo XX, en nuestro país solo la elite dominante tenía acceso a las universidades, que eran un instrumento esencial de control ideológico y garantizaban la continuidad del sistema, educando, en los mismos valores de sus padres, a los futuros dirigentes de un país al que consideraban una propiedad privada. En 1918 en la Argentina existían solamente tres universidades nacionales: la de Córdoba, fundada en 1613, la de Buenos Aires, fundada en 1821 y la de La Plata, de 1890. La matrícula de las tres juntas llegaba por aquel entonces a catorce mil alumnos.

Pero en 1918 la universidad argentina vivió una transformación histórica que convirtió al estudiante en un nuevo actor social. La Reforma universitaria de aquel año se extendió a toda América Latina.

Recordamos aquel episodio con un fragmento del libro Todo lo que necesitás saber sobre la Reforma Universitaria, de la historiadora Natalia Bustelo, que traza en este ensayo un recorrido de las ideas, palabras, publicaciones y los protagonistas del movimiento reformista.

Fuente: Natalia Bustelo, Todo lo que necesitás saber sobre la Reforma Universitaria, Buenos Aires, Editorial Paidós, págs. 17-22.

Desde 1880 la Argentina se mostraba como una pujante república que, bajo la dirección de una élite oligárquica laica, lograría asemejarse a los Estados Nación más modernos. En ese proceso la Universidad de Buenos Aires y la de Córdoba tenían un rol clave: eran las encargadas de formar a los médicos, ingenieros y abogados que guiarían la modernización. Los futuros profesionales iniciaban entonces una serie de reclamos con los que emergían la juventud estudiosa y la demanda de una reforma universitaria. Pero, a diferencia del movimiento estudiantil que se iniciaría en 1918, aquella juventud y su reforma estaban lejos de cuestionar la organización del país en una República oligárquica.

El despuntar del siglo XX insistía en el futuro excepcional de la Argentina. La mayoría de los países latinoamericanos no lograba calmar los conflictos vinculados a la organización de sus Estados Nación. Nuestro país, en cambio, avanzaba en la consolidación de una República oligárquica. La élite político-económica que gobernaba la Argentina desde 1860 debía hacer frente a la creciente conflictividad social y política. Pero eso no le impedía mostrar su capacidad para superar la profunda crisis económica y política de 1890, ni tampoco proseguir la construcción de una República laica que en el plano político negaba la ampliación democrática mientras que lograba una importante modernización económica. Esta modernización se estructuraba en nuevas formas de desigualdad y opresión capitalistas, ya que los pilares de la economía comenzaban a ser la masiva llegada de trabajadores europeos, la agricultura latifundista –que desplazaba a las comunidades originarias y al campesinado al tiempo que profundizaba la desigualdad entre las regiones–, la inversión externa y la inserción del mercado local en el mundial.

El desarrollo del país requería también la regulación de tres actividades clave: la medicina, la ingeniería y la abogacía. La Universidad de Buenos Aires y la Universidad de Córdoba, sobre todo sus facultades de derecho, funcionaban desde hacía varias décadas como los ámbitos de sociabilidad de la élite política que se formaba en la nueva república pero coronaba su formación con el “viaje iniciático” a Europa. Las universidades además eran las únicas habilitadas para expedir matrículas profesionales.

La primera Universidad fundada en el territorio argentino fue la de Córdoba. Organizada en sus inicios por los jesuitas, ofreció desde 1613 estudios teológicos y sumó a comienzos del siglo XIX la carrera de derecho. En 1864 la élite liberal que comenzó a gobernar la provincia cerró la Facultad de Teología y modernizó la de Derecho. Pero muchos profesores seguirían imprimiendo una impronta clerical a los estudios legales, lo que sería una de las denuncias centrales de los reformistas de 1918.

En confluencia con la élite liberal, las presidencias de Domingo F. Sarmiento (1868-1874) y de Nicolás Avellaneda (1874-1880) y el rectorado de Manuel Lucero (1874-1978) buscaron desarrollar la actividad científica en la Universidad de Córdoba, para lo que dispusieron la contratación de científicos alemanes y la creación de una Facultad de Ciencias Exactas y Naturales encargada de estudios geológicos y de flora y fauna. Como señala el historiador Pablo Buchbinder en su Historia de las universidades argentinas, se inició entonces la prolongada discusión –que llega a nuestros días– sobre el perfil de estas instituciones: una parte importante de la élite gobernante bregaba porque se consolidaran como formadoras de los profesionales liberales mientras que una fracción pequeña apostaba a universidades orientadas a la investigación científica.

Los proyectos cordobeses de Sarmiento, Avellaneda y Lucero no prosperaron, pero en los años siguientes la llamada Generación del 80 no sólo impulsó un cientificismo positivista que ordenaba lo social desde claves biológicas sino que además realizó un “pacto laico” con la Iglesia Católica que le permitió la centralización del sistema educativo y profesional. El Parlamento sancionó

una serie de leyes que reglamentaron un sistema educativo estatal, laico, extensivo a varones y mujeres y, en el nivel primario, de carácter gratuito y obligatorio. Ese tipo de educación primaria debía asegurar a la nueva República tanto la alfabetización de su población como la trasmisión de los valores que la élite gobernante señalaba como “civilizados”.

La fundación de escuelas que acompañó a la sanción de esas leyes logró que la tasa de analfabetismo bajara fuertemente. Pero la cantidad de estudiantes de nivel medio y superior recién crecería a comienzos del siglo XX cuando se ensanchaba el sector social que podía financiar esos estudios. La legislación que regulaba la educación universitaria fue aprobada en 1886. La llamada Ley Avellaneda establecía unas pocas condiciones que estas instituciones nacionales debían tomar como base para darse sus estatutos. Cada facultad sería gobernaba por un Consejo Académico. Este decidía los ingresos de los profesores y enviaba miembros para formar, junto a los decanos, el Consejo Superior, que gobernaba la universidad. Sólo un tercio de los consejeros podía ser profesor, todos los miembros ejercían el cargo de modo vitalicio, eran elegidos por sus pares y debían ser confirmados por el Poder Ejecutivo. El cuestionamiento a la condición vitalicia estuvo en el centro de los reclamos estudiantiles de los primeros años del siglo XX hasta que en 1906 los estudiantes de la Universidad de Buenos Aires consiguieron una nueva disposición que estableció que los consejeros debían ser profesores y su mandato era renovable. Pero desde varios años antes de la promulgación de la Ley Avellaneda la juventud formulaba sus reclamos a las autoridades universitarias y se hacía visible en las calles.

El 13 de diciembre de 1871 el joven Roberto Sánchez se suicidó luego de ser reprobado injustamente en un examen de la Facultad porteña de Derecho. Al entierro asistieron más de dos mil estudiantes. Al año siguiente doscientos de ellos se reunieron en asamblea para fundar la Asociación 13 de Diciembre, crear una Junta Revolucionaria pro Reforma Universitaria y comenzar a editar los periódicos 13 de Diciembre y El Estudiante. En su primer manifiesto la Asociación denunciaba: “La mayor parte de los catedráticos dan leccio­nes particulares en sus casas habitaciones, lecciones a precio de oro, a las que asisten los discípulos de la Universidad que quieren propiciarse la buena voluntad del catedrático para el examen próximo”. Durante 1872 la Asociación elevó distintos petitorios a las autoridades universitarias para reformar los estatutos y el régimen de exámenes y consiguió, además de la renuncia de varios profesores cuestionados por su escasa formación, que el gobernador de Buenos Aires, Mariano Acosta, le aclarara al rector universitario, Juan María Gutiérrez, algo que debería ser obvio entonces y en nuestros días: “Dar lecciones o repasos a los alumnos matriculados en la Universidad, sea en otros colegios o en sus propias casas, recibiendo por ello un estipendio o compensación” estaba prohibido para los catedráticos. Las páginas de El Estudiante aclaraban que los jóvenes de la Asociación no se ocupaban de polí­tica, sino de las “aspiraciones tendientes al perfeccionamiento de la enseñanza, a la introducción de los buenos sistemas, a la vulgarización de las verdades científicas y al progreso de la literatura”. Dios, patria, familia y bello sexo eran señalados como sus valores.

Las autoridades universitarias repudiaron las protestas e intentaron evitarlas anunciando que sus partícipes serían sancionados con la inhabilitación para inscribirse en las materias –o incluso con la expulsión de la universidad–. Pero, a pesar de la reacción de las autoridades, las protestas no cuestionaron el lugar de las universdades en la República oligárquica ni denunciaron, como lo harían las huelgas de 1903, la falta de autoridad moral de los profesores. Se trataba de una juventud –compuesta, en su mayoría, por hijos de familias patricias– que con esos reclamos asumía tempranamente su condición de élite conductora de la República y sus instituciones. Y la prueba más clara de ello es que poco después Estanislao Zeballos y otros líderes de la Asociación se erigirían en destacados miembros de esa Generación del 80 que gobernó el país hasta 1916.

Para que los pocos estudiantes de ingeniería expresaran conjuntamente sus reclamos deberían pasar algunos años. A la incipiente organización de derecho siguió la de los estudiantes de medicina, quienes en 1875 fundaron el Círculo Médico Argentino, una iniciativa que, al igual que la Asociación 13 de Diciembre, fue liderada por un futuro miembro de la Generación del 80, el joven José María Ramos Mejía. En sus inicios el Círculo congregó a la mitad de los estudiantes, emprendió campañas en la prensa contra algunos cursos y otras cuestiones gremiales y fundó una biblioteca. En 1877 sumó la edición de los Anales del Círculo Médico Argentino y poco después, cuando sus miembros fundadores habían dejado la condición de estudiantes, el Círculo se convirtió en una asociación de profesionales y expresó los reclamos corporativos de los médicos. Los profesionales del derecho se congregarían en el Centro Jurídico y de Ciencias Sociales desde 1882. Ya en el siglo XX las asociaciones estudiantiles encargadas de los reclamos gremiales se convertirían en Centros de Estudiantes que tramitaban su personería jurídica para tener más audibilidad ante el gobierno universitario.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar