Una apología rivadaviana, de Juan María Gutiérrez


Bernardino Rivadavia, el primer presidente argentino, nació en Buenos Aires el 20 de mayo de 1780. Sin haber finalizado sus estudios, se incorporó durante las invasiones inglesas a las milicias con el grado de capitán en el cuerpo de «gallegos» donde tuvo una destacada actuación.

En 1809, teniendo 29 años, se casó con la hija del octavo virrey del Río de la Plata, Joaquín del Pino: se trataba de Juana del Pino y Balbastro, una muy distinguida joven de la sociedad porteña, con quien tendría cuatro hijos.

Participante secundario del Cabildo Abierto del 22 de Mayo de 1810, votó contra la continuidad del virrey. Alcanzó un destacado rol en el proceso patriota, al ser designado secretario de Gobierno y Guerra del primer Triunvirato de 1811. Allí hizo sentir fuertemente su influencia, incluyendo la disolución de la Junta Grande y la transformación del Triunvirato en autoridad máxima.

La llegada de San Martín y Alvear a Buenos Aires, en 1812, y la creación de la Logia Lautaro, se convirtieron en un escollo para el poder de Rivadavia, al que se sumaría la palabra y la acción de Bernardo de Monteagudo desde la Sociedad Patriótica, todo lo cual alimentó el derrocamiento del primer Triunvirato. Tras esta derrota, Rivadavia desapareció por dos años de la escena política, hasta que el Director Supremo, Gervasio Posadas, le encargó en 1814 junto a Manuel Belgrano una misión diplomática en Europa con el objeto de obtener apoyos para la revolución. El fracaso de la misión fue rotundo. Rivadavia permaneció en Londres hasta 1820, llegando a tiempo para el nuevo orden impuesto por el gobernador bonaerense Martín Rodríguez. Con éste, las guerras civiles posrevolucionarias y la llamada “anarquía del año 20” parecían quedar atrás.

Pronto Buenos Aires conocería “la feliz experiencia”, una serie de reformas impulsadas por el ministro Rivadavia, influido de ideas liberales, que intentaron modificar la estructura del Estado bonaerense, incluyendo su relación con el poder eclesiástico, sancionando entre otras medidas la fundación de la Universidad de Buenos Aires, el Colegio de Ciencias Morales y la reforma eclesiástica, que implicaba desde la expropiación de importantes bienes hasta la supresión de los fueros privados. Debió por ello enfrentar algunas conspiraciones. Al mismo tiempo, Rivadavia se destacó también por suprimir los cabildos y dictar una novedosa ley electoral, al tiempo que contrató el recordado y denostado empréstito con Baring Brothers, que hipotecó todas las tierras públicas de la provincia, aplicó el sistema de «enfiteusis» que terminó beneficiando a los grandes propietarios y firmó un tratado de libre comercio con Gran Bretaña.

Una de las políticas de mayor importancia fue la convocatoria a la Convención Constituyente de 1824, que, entre otras decisiones, abrió el camino para que fuera designado como primer presidente de las Provincias Unidas. Ya en esta última posición, su tendencia a la centralización, identificada como unitarismo, se hizo patente con la ley de Capital del Estado. Fracasado su proyecto de reorganización del país, Rivadavia renunció el 27 de junio de 1827. Se terminaba lo que ha sido conocido como la “feliz experiencia”. Pocos días después, el poder nacional quedaba disuelto cobrando nuevos impulsos la guerra civil y las autonomías provinciales.

Rivadavia se retiró definitivamente de la vida pública. En 1829 partió hacia Francia. Cinco años más tarde, intentó volver, pero le fue negado el ingreso. Con sus hijos mayores sumados a la causa federal, Rivadavia viajó a Colonia y posteriormente a Brasil. Luego de enviudar, en 1842 partió hacia Cádiz. El 2 de septiembre de 1845, murió pidiendo que su cuerpo «no volviera jamás a Buenos Aires». Sin embargo sus restos fueron repatriados en 1857 y desde 1932 descansan en el mausoleo levantado en su honor en Plaza Miserere.

En la semana de su fallecimiento, recordamos a Rivadavia con un texto de uno de sus “biógrafos panegiristas”. El texto de Juan María Gutiérrez que presentamos es una de las versiones más apologéticas de una administración teñida de claroscuros.

Fuente: Juan María Gutiérrez, Apuntes biográficos de escritores, oradores y hombres de estado de la República Argentina, Buenos Aires, Imprenta de Mayo, 1860, págs. 63-90.

Disueltas las autoridades nacionales, cayeron las provincias antes unidas en una especie de aislamiento oscuro y estéril. En todos los puntos del vasto territorio argentino dejó de existir el gobierno fundado en la razón y en la ley. Las calles y plazas de la capital misma se convirtieron en teatro de una desgreñada guerra civil, y sobre la superficie social aparecieron esas influencias de baja extracción que cobran albedrío pernicioso cuando las riendas gubernativas pasan a cada instante de una mano a otra mano por falta de una bien intencionada que las rija con energía y tino.

Forzoso era de en medio de este caos hacer brotar la luz; evocar el orden del seno de la anarquía, y construir el poder administrativo con los escombros de la autoridad derribada por la demagogia. Esta fue la obra difícil que el pueblo de Buenos Aires; en un momento feliz de reposo, encomendó a la persona de un guerrero de la independencia.

Todos los amigos del orden se asilaron alrededor de la silla del gobernador D. Martín Rodríguez. La campaña, reducida a una frontera estrecha y mal defendida, trajo también su contingente de fuerza en apoyo del nuevo magistrado en quien confiaba para dar más ámbito a su pingüe industria especial y para garantir las propiedades rurales contra la rapacidad de los bárbaros. La esperanza pintábase en todos los semblantes. La masa del pueblo dotada de esa adivinación de lo futuro que está negada al individuo, preveía que comenzaba una época nueva, y que las promesas de la revolución iban a tener en los hechos más realidad que en las columnas gárrulas de las gacetas. Fatigados estaban los ciudadanos de glorias militares y de venganzas domésticas; ansiaban por el reposo de la paz y por la dulce satisfacción de poder amarse como hermanos.

Bajo el influjo de esta disposición de los ánimos, nada recomienda tanto el mérito y el carácter del Sr. Rivadavia como el nombramiento que invocando “el voto público de sus conciudadanos» hizo en él el gobernador Rodríguez para desempeñar el Ministerio de gobierno, por decreto del 19 de julio de 1821. “La importancia de sus servicios y la extensión de sus luces” eran otras tantas calidades, que según el mismo gobernador le señalaban para ser llamado a aquel importante destino.

(…)

Nueve días después de su aceptación del ministerio, y a primera vez que en este carácter se presentó en la Sala de Representantes, fue para pronunciar la siguiente declaración que establece un programa tan lacónico como bello. “El gobierno quiere constituirse en protector de todas las seguridades y en un conservador de todas las garantías.”

La Providencia vínole en auxilio para que pudiera dar cumplimiento a los votos de su política conciliadora. El ministro sabía aprovechar los instantes oportunos, y sabía también que cuando la generosidad no es simulada tiene eco inmediatamente en el corazón argentino.

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Para apreciar bien el mérito de los trabajos que distinguen a la administración que rigió al país desde mediados de 1821 hasta el 9 de mayo de 1824, sería preciso trazar un cuadro detenido de la situación de las cosas, del estado de la cultura pública y de las propensiones generales de la opinión, anteriores a aquel brillante período. Dice con propiedad un escritor inglés, testigo de aquellos trabajos, que nada es tan capaz de hacer el elogio cumplido de los talentos del primer ministro del general Rodríguez como la comparación del estado del país entre las fechas en que se encierran los tres años durante los cuales desempeñó aquel empleo el Sr. Rivadavia. A pesar de la dócil voluntad que se sentía en la población para obedecer a un buen gobierno, existía una fuerza secreta que desviaba y detenía su acción; fuerza formada principalmente por las aspiraciones envidiosas apoyadas en hábitos rancios y en preocupaciones que una prensa sin doctrina social había irritado sin corregir.

Comprendió el Sr. Rivadavia que en situación semejante debía el gobierno administrar y doctrinar a un tiempo, y que la autoridad a la cual levanta siempre los ojos el pueblo, debía presentarse como modelo de los que la obedecían. Comprendía también que en una república, más que bajo cualquiera otra forma de gobierno, necesita la autoridad revestirse de la firmeza moral que nace de las virtudes cívicas y de la conciencia de los deberes, y adquirir respeto y prestigio, no por la popularidad que se compra a precio de concesiones y debilidades que acaban por suprimir a la autoridad misma, sino por la bondad de sus medidas, por la razón y el acierto de ellas y por la valiente constancia para sostenerlas, a pesar a veces de la opinión pública cuando se pervierte o extravía.

El ministro del general Rodríguez no confió en sí solo: más que en él y en sus hábiles compañeros puso su confianza en la verdad del sistema representativo que francamente había aceptado y acababa de estudiar al natural en las instituciones de la Inglaterra.

(…)

Sus atrevidas reformas habrían hecho fracasar al gobierno, si sus proyectos no se hubiesen convertido en ley por el voto de los ciudadanos a quienes acataba toda lo sociedad. En una palabra, el Sr. Rivadavia que no temía ni envidiaba la superioridad de nadie, y que se consideraba en un puesto merecido, por el testimonio de su propia conciencia, trató de que los poderes públicos se colocasen a la altura de sus miras, y las personas que los componían al nivel de su ilustración y de su altísima moralidad.

El Sr. Rivadavia, usando de dos voces de su predilección, era “eminentemente gubernamental”. Y, añadiremos, uno de los argentinos más demócratas, tomando esta palabra en su hermoso y genuino significado.

El brazo de este hombre de estado no manejó sino los verdaderos resortes de los gobiernos libres. Los hilos secretos e ingeniosos con que se traman las redes políticas son demasiado tenues para que no se rompiesen en sus manos de Hércules. La libertad, la publicidad, el respeto por la dignidad de las personas, la consistencia de las relaciones sociales por medio de la instrucción y de la mejora moral de los individuos, y, según su bella expresión, la confianza en el imperio del bien… Tales eran aquellos resortes.

No somos nosotros los que lo aseguramos a título de biógrafos panegiristas: son deducciones de sus propios actos administrativos. El Sr. Rivadavia nos ha legado un precioso cuerpo de doctrina social y gubernativa en los considerandos de los decretos que firmó, en los mensajes del Ejecutivo a las Cámaras. Quería ser obedecido más que por la fuerza del mandato por la del convencimiento obrado por el raciocinio que precedía a sus disposiciones.

Traigamos a la memoria algunas de sus máximas:

“La publicidad es la mejor garantía de la buena fe de los actos, mayormente en aquellos cuya decisión está sujeta a una arbitrariedad necesaria”.

“No hay instituciones que contribuyan tanto a la civilización de un pueblo, como las que inducen entre los individuos respeto recíproco en maneras y en expresiones”.

“No hay medio ni secreto para dar permanencia a todas las relaciones políticas y sociales como el de ilustrar y perfeccionar tanto a los hombres como a las mujeres, a los individuos como a los pueblos”.

“La ilustración pública es la base de todo sistema social bien reglado, y cuando la ignorancia cubre a los habitantes de un país, ni las autoridades pueden con suceso promover su prosperidad, ni ellos mismos proporcionarse las ventajas reales que esparce el imperio de las leyes”.

“Todo premio adjudicado al verdadero mérito, sino es un tributo de rigorosa justicia, es seguramente un resorte de los que más ventajosamente promueven la perfección moral”.

“Es cierto que la opinión pública, especialmente en los países inexpertos, se extravía de suyo, es a veces sorprendida y frecuentemente resiste a la acción del poder; pero en todos esos casos sosteniéndose esta sobre la masa de los intereses u obrando al frente de la corriente por medio de la instrucción, de la libertad y de la publicidad, el triunfo es tanto más cierto y glorioso cuanto que se reviste el imperio del bien”.

Cerraremos esta incompleta página de un verdadero libro de oro con un pensamiento que muestra toda la liberalidad de las miras de aquel excelente estadista:

“Es preciso, decía, que los pueblos se acostumbren a ser celosos de sus prerrogativas”.

En el momento mismo en que desde la altura del mando emitía este principio, ponía en manos del pueblo los medios para que conociese la extensión y la naturaleza de esa prerrogativa, encargando la traducción del libro de su amigo M. Daunau, De las garantías individuales a uno de nuestros más serios literatos de aquella época.

Esta traducción, publicada en crecido número de ejemplares, ha sido uno de los libros en que hemos aprendido a leer y a pensar muchos hombres hoy maduros, o más bien dicho, una generación entera.

Consiste, pues, la principal gloria del Sr. Rivadavia en haber colocado la moral en la región del poder como base de su fuerza y permanencia, y en comprender que la educación del pueblo es el elemento primordial de la felicidad y engrandecimiento. Sobre estas columnas fundó una administración que todavía no conoce rival en estos países, y parte de cuyas creaciones, como puntos luminosos, han lucido hasta en las negras horas del gobierno bárbaro que por tantos años mantuvo detenido el carro del progreso argentino.

Apenas ocupó el puesto de ministro, erigió la Universidad mayor de Buenos Aires con fuero y jurisdicción académica, como estaba acordado por reales cédulas desde el año 1778. Fue este su primer paso en la tarea de fundar establecimientos de enseñanza alta y primaria, bajo un sistema general, oportuno para desarrollar la educación pública al abrigo del sosiego y del nuevo orden que sucedía a la anarquía.

Inmediatamente después fundó las escuelas gratuitas bajo el sistema rápido y económico de Lancaster, no sólo en los barrios de esta ciudad sino en los más apartados pueblos de campaña, confiando la inspección general de todas ellas a un sacerdote recomendable por su ilustración y conocido por su generosa filantropía.

(…)

Pero su pensamiento original, y más fecundo fue el de apoderarse, a favor del bien público, de las hermosas cualidades del corazón femenino. Sabía el Sr. Rivadavia — son palabras suyas — que la naturaleza al dar a la mujer distintos destinos y medios de prestar servicios, dio también a su corazón y a su espíritu calidades que no posee el hombre, quien, por más que se esfuerce en perfeccionar las suyas se alejará de la civilización si no asocia a sus ideas y sentimientos la mitad preciosa de su especie. La Sociedad de Beneficencia se ha defendido en épocas de retroceso social por la propia importancia de sus tareas, y ha podido educar dos generaciones de madres morales e instruidas que han dado entre caricias los primeros consejos y las primeras lecciones a centenares de ciudadanos. La Sociedad de Beneficencia es una escuela normal donde se forman excelentes y dignas matronas que se sucederán unas a otras practicando el bien y ejerciendo la insigne magistratura de la mejora de sexo, mientras exista esta ciudad que la respeta y ama. La anciana moribunda les dirige las últimas bendiciones desde el lecho de la misericordia, y la tierna niña en el albor y fuerza de la vida, desde el banco de sus labores, eleva también sus puros agradecimientos a esas segundas madres que les dio la patria por la mano venerable de Rivadavia.

Cuadro demasiado extenso seria el que comprendiese todos los pormenores de las reformas emprendidas en la administración de Rodríguez. Ellas abrazaron desde la economía interior de las oficinas hasta los actos ejercidos por el pueblo en razón de su soberanía; desde las prácticas forenses hasta los hábitos parlamentarios; desde la política del cuartel del soldado hasta la clasificación de las recompensas a que eran acreedores los jefes del ejército.

Como la reforma tuviese la inflexible intención de desarraigar abusos e introducir economía en la aplicación de la renta pública, no pudo ponerse en práctica sin lastimar intereses, personas y corporaciones que se sublevaron contra sus tendencias. Estas reformas fueron sancionadas por los representantes del pueblo. Por fortuna los legisladores de entonces tenían en el ejecutivo un brazo fuerte para hacer cumplir la ley, y una voluntad que no se arredraba en presencia de las dificultades. El Mensaje del año 23, hablando de la reforma, se expresa en estos términos: “Esta obra ardua ha sido ordenada con valentía por las dos legislaturas precedentes, y el gobierno para ejecutarlo ha debido vencer grandes resistencias y chocar con sentimientos personales y preocupaciones comunes”. Estas palabras demuestran las resistencias halladas para obrar el bien y acelerar la marcha de la civilización. Dejan traducir al mismo tiempo cuáles debieron ser las luchas diarias, sostenidas por los hombres colocados al frente del movimiento regenerador. Disculpable habría sido que se manifestasen engreídos por el triunfo y agriados por las ofensas recibidas en retribución de beneficios tan importantes. Nada de eso. Una severa templanza rebosa en todo aquel documento, modelo de filosofía política. En él se explican y se absuelven los errores de la opinión y se esperanza hasta en la exaltación de las pasiones para llegar al blanco a que se dirigía el gobierno, así que esas pasiones entrasen al cauce que la ley acababa de señalarlas. El Mensaje continúa así: “Establecidos ahora los fundamentos del sistema representativo, es forzoso que la conducta del gobierno sea conservadora. El tiempo debe consolidar lentamente lo que acaba de construirse con tantas fatigas y peligros: él tranquilizará los ánimos agitados de las pasadas contiendas: las pasiones sublevadas se amansarán gradualmente y servirán también bajo el imperio de instituciones saludables”.

(…)

El Sr. Rivadavia renunció el cargo de Presidente y cesó en sus funciones a fines de julio de 1827.

Al descender de la presidencia, el Sr. Rivadavia dirigió una carta autógrafa a cada uno de sus ministros, dándoles gracias por la cooperación que habían prestado a su gobierno, y asegurándoles de la aprobación que le merecía la conducta de los empleados en los tres departamentos de la administración. Las contestaciones de los señores Agüero, Cruz y Carril son un testimonio de los sentimientos nobles y afectuosos que el magistrado había sabido despertar en aquellos hombres notables. En momentos en que declinaba el valimiento del gobernante, y en que ya se divisaba delante de él el camino lóbrego que iba a recorrer en el resto de sus días, no pueden ser tachadas de lisonjeras las expresiones con que los ministros contestaron al Sr. Rivadavia. El de Hacienda se expresaba así: “La administración de V. E, deja descubierto el secreto y en él la garantía que faltaba a los intereses sociales. No más el saqueo y la violación de las propiedades particulares serán en nuestra patria suficientemente escudados con los nombres de patriotismo y de obligación (…) La más grata recompensa que me queda es haberme empleado en el servicio de la nación, bajo las órdenes del hombre público que en la historia de la América española ocupará el lugar más distinguido, por su constante empeño en propagar la civilización de los verdaderos principios con que, en menos tiempo, y excusando mil calamidades, los moradores de estas regiones puedan llegar a la ventura social, y las diversas secciones del continente elevarse a un grado de prosperidad prodigiosa”.

La nación pasaba por una verdadera crisis. El carácter provisorio que imponía al nuevo presidente la ley de 5 de julio, la reunión próxima de una convención nacional; la disolución del Congreso así que se tuviere conocimiento oficial de la instalación de aquella; la guerra civil que alzaba la rebelión por una parte, y por otra la guerra extranjera, colocaban al país en una situación que se agravaba con la decadencia del comercio y los excesos del agio y con el mal éxito de las negociaciones diplomáticas entabladas para terminar la contienda con el Imperio. Las pasiones políticas se hallaban exaltadas. El Gobierno Nacional caía enlutando el corazón de unos y vistiendo con colores alegres las ambiciones de otros. Los numerosos amigos de un orden de cosas que databa desde 1821, se sentían sin apoyo y se consideraban entregados por la renuncia del Sr. Rivadavia a las consecuencias de una reacción que comenzando por las formas había de llegar hasta las ideas.

Para calmar estos temores y para templar el ardor de los partidos, revistiéndose el Sr. Rivadavia de esa grave tranquilidad que mostró tantas veces en los momentos críticos, dirigió al país las siguientes palabras que se deslucirían con cualquier comentario: “Argentinos: No emponzoñéis mi vida haciéndome la injusticia de suponerme arredrado por los peligros, o desanimado por los obstáculos que presenta la magistratura que me habéis conferido. Yo hubiera arrostrado sereno aun mayores inconvenientes, si hubiera visto por término de esta abnegación la seguridad y la ventura de la patria. Consagradle enteramente vuestros esfuerzos, si queréis dar a mi celo y a mis trabajos la más dulce de las recompensas. Ahogad ante sus aras la voz de los intereses locales, de la diferencia de partidos y sobre todo, la de los afectos y odios personales, tan opuestos al bien de los estados como a la consolidación de la moral pública… Abrazaos como tiernos hermanos y acorred como miembros de una misma familia a la defensa de vuestros hogares, de vuestros derechos, del monumento que habéis alzado a la gloria de la nación. Tales son los deseos que me animarán en la oscuridad a que consagro mi vida; tales los que me consolarán de la injusticia de los hombres; tales, en fin, los que me merecerán un recuerdo honroso de la posteridad”.

(…)

Apartado el Sr. Rivadavia de la vida pública, la privada fue para él en lo sucesivo y hasta el fin de sus días, una perpetua expatriación. Para comprender las tribulaciones de su espíritu, bastará transcribir las siguientes palabras escritas por él en París en Mayo de 1853: “Son estos los momentos más tristes de mi vida. Un amigo me instruye sobre la extrema degradación y miseria de mi desventurada patria. No he recibido una sola letra que me consuele sobre la situación de mi esposa e hijos, ni recuerdos de mis amigos, sin embargo no puedo dejar de pensar constantemente en esa República Argentina que se arruina y degrada cada vez más. Ni sería digno ni posible separar mi ánimo de la contemplación de tan cara y amada patria…”.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar