Un agente sueco escribe sobre la declaración de la independencia de las provincias unidas


Desde la conformación del primer gobierno patrio sin injerencia de España, se había desatado una larga guerra independentista, de la cual muy pocos se animaban a vaticinar cómo terminaría; no sólo por las dificultades económicas a que había que hacer frente y la tenaz resistencia por parte de los ejércitos realistas; también porque no eran pocas las diferencias internas respecto a cómo organizar el nuevo país, todavía inexistente. Las rivalidades se dirimían en golpes de mando, encarcelamientos, campañas militares, etc.

Aun así, sin consensos definidos y con grandes turbulencias, el proceso independentista avanzaba. En 1815, tras la deposición de Alvear como Director Supremo ocurrida el 15 de abril, el director interino Ignacio Álvarez Thomas, envió una circular a las provincias invitándolas a realizar la elección de diputados para un congreso general que se reuniría en Tucumán.

Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes y la Banda Oriental decidieron no enviar representantes. Tampoco asistirían diputados de Paraguay y del Alto Perú, con excepción de Chichas o Potosí, Charcas (Chuquisaca o La Plata) y Mizque o Cochabamba.

Pronto comenzaron a ser electos en las provincias los diputados que se reunirían en Tucumán para inaugurar un nuevo congreso constituyente. Entre las instrucciones que las provincias -no todas- daban a sus diputados, se encontraba la de “declarar la absoluta independencia de España y de sus reyes”.

El 24 de marzo de 1816 fue finalmente inaugurado el Congreso en Tucumán. El porteño Pedro Medrano fue su presidente provisional y los diputados presentes juraron defender la religión católica y la integridad territorial de las Provincias Unidas. Entretanto, el gobierno no podía resolver los problemas planteados: la propuesta alternativa de Artigas, los planes de San Martín para reconquistar Chile, los conflictos con Güemes y la invasión portuguesa a la Banda Oriental, entre otros.

Finalmente, cuando San Martín llamaba a terminar definitivamente con el vínculo colonial, una comisión de diputados, integrada por Gascón, Sánchez de Bustamante y Serrano, propuso un temario de tareas conocido como “Plan de materias de primera y preferente atención para las discusiones y deliberaciones del Soberano Congreso”.

El 9 de julio de 1816, el mismo día en que se aprobó el temario, se resolvió considerar como primer punto el tema de la libertad e independencia de las Provincias Unidas. Los diputados no tardaron en ponerse de pie y aclamar la Independencia de las Provincias Unidas de la América del Sud de la dominación de los reyes de España y su metrópoli.Diez días más tarde, a propuesta del diputado por Buenos Aires Pedro Medrano, se agregó a la liberación de España la referente a “toda dominación extranjera”, y el 25 se adoptó oficialmente la bandera celeste y blanca.

A continuación transcribimos el testimonio de Jean Adam Graaner, un agente sueco que escribió a su país sobre este trascendental acontecimiento. En los fragmentos seleccionados, Graaner da cuenta del riesgo que corrían los patriotas al declarar la independencia, ya que “quienes prestaban juramento a la patria, contaban con una muerte segura, si el país volvía a caer bajo la dominación española”, y expresa: “Están dispuestos a vencer o morir”.

Fuente: Jean Adam Graaner (Agente sueco), Las provincias del Río de la Plata en 1816 (Informe dirigido al príncipe Bernadotte). Traducción y notas de José Luis Busaniche, Buenos Aires, Librería y Editorial El Ateneo, 1949, págs. 18-19, 59-66 y 85-109.

a América Meridional, al parecer, quiere por fin salir de su prolongado letargo, y animada por el ejemplo brillante de los florecientes Estados del Norte, hace esfuerzos por sustraerse a la tutela europea, que la ha sostenido en su infancia pero que le resulta una traba en su adolescencia. Salida apenas de las tinieblas del despotismo civil y espiritual, e ignorando todavía la justa aplicación de sus fuerzas propias, es menester perdonarla si cae de error en error hasta que, finalmente, una experiencia duramente adquirida, le muestre el camino de sus intereses verdaderos.

Riquezas inagotables, clima saludable y suave, fertilidad sin igual, ríos inmensos o navegables hasta 400, 500 ó 600 leguas hacia el interior (o que en todo caso pueden hacerse aptos para la navegación), mares tranquilos y sin escollos, puertos seguros y de fácil acceso, navegación abierta por igual a las Indias Orientales, a Europa y al África, sin contar las islas, tan fértiles como apreciadas, del Pacífico, que no esperan para civilizarse sino relaciones sostenidas de comercio con el continente de la hasta ayer América española: tales son las grandes ventajas de estos países sobre los de la parte norte del continente, con los cuales la Naturaleza se ha mostrado menos pródiga, pero a los que ha dotado de habitantes industriosos y emprendedores. Sin embargo, es incontestable que la indolencia de los habitantes de esta provincias del sur, se origina menos en su falta de inteligencia que en su antiguo gobierno y en su sistema funesto de monopolio unido al despotismo de los sacerdotes, que, mediante supersticiones casi increíbles en Europa, han tratado y tratan todavía de sofocar o retardar todos los esfuerzos del entendimiento humano. (…)

Comenzó sus trabajos el congreso con mucho celo, pero dentro de una gran confusión. Con todo, poco a poco los congresistas fueron desarrollando sus ideas. En los discursos alternaban los nombres de Solón, Licurgo, la República de Platón, etc. El Contrato Social, el Espíritu de las Leyes, la constitución inglesa y otras obras de ese género, fueron consultadas y estudiadas, citadas y documentadas con gran entusiasmo por los doctores en leyes, en tanto que los sacerdotes condenaban a los filósofos antiguos como a ciegos paganos y a los escritores modernos como a herejes apóstatas impíos. Es verosímil que los eclesiásticos –muy preponderantes en las primeras sesiones- tuvieran como plan el establecimiento de un gobierno rigurosamente jerárquico, tomando como buen pretexto, que el célebre régimen teocrático de los jesuitas del Paraguay, formado en parte sobre el modelo de los incas, era el más benéfico entre todos los conocidos hasta entonces, pero parecieron olvidar que una hermosa constitución supone costumbres puras e inocentes, igualdad absoluta de fortunas y de condición, renuncia voluntaria a toda ambición de títulos y preferencias exteriores, respeto absoluto por los jefes y por las leyes establecidas, en una palabra, un número infinito de cualidades y virtudes, de que no solamente los criollos están desprovistos sino quizá todo hombre educado en las delicias y los vicios de la sociedad civilizada 1.

Por fin, el congreso nombró una comisión, compuesta de tres de sus miembros, encargada de presentar un plan para ajustar a él sus trabajos.

Este proyecto fue presentado a la Asamblea Nacional y obtuvo inmediata sanción. (…)

Para las materias de menor importancia o tocantes a casos particulares, la Asamblea debía nombrar una comisión especial.

Después se procedió a nombrar un jefe del poder ejecutivo, porque el Director Álvarez había sido nombrado con carácter provisorio. El coronel Pueyrredón, diputado por San Luis, obtuvo todos los sufragios y se instaló como Director Supremo del Estado. Es el primer director elegido por los representantes de la Nación. Le fueron acordados plenos poderes para dirigir las operaciones militares, para tratar con las cortes extranjeras y velar por la seguridad interior y exterior del estado, y en general para ejecutar las resoluciones del congreso.

Como dicho jefe es en la actualidad el primer ciudadano del nuevo estado y en verdad uno de sus hombres más ilustrados, no creo fuera de propósito dar algunas ideas sobre su persona y  carácter.

El señor Juan Martín de Pueyrredón es hijo de francés y su padre era nativo del Bearn. Murió el padre en Buenos Aires, donde dejó una familia particularmente estimada. Su viuda volvió a Francia, adonde fue con este hijo menor, quien pasó allí algunos años. Tiene ahora (Pueyrredón) unos cuarenta años, más o menos, su físico es interesante y sabe combinar admirablemente bien su seriedad española con la urbanidad francesa.

Más político que soldado, trata de ganarse la voluntad de todos los partidos y de unir las facciones opuestas por medios pacíficos, y en esto ha obtenido un resultado superior a cuanto podía esperarse. Ha sabido hasta reprimir el espíritu de aristocracia de diferentes jefes de la fuerza armada, sin que ellos lo hayan advertido y con esto se ha ganado la confianza de todos sus conciudadanos. Sin compartir ni aprobar las supersticiones y los prejuicios de sus compatriotas, hace como que se presta a ellos y al mismo tiempo trata de anularlos.

Ha sido miembro del gobierno de Buenos Aires y a consecuencia de la revolución contra Alvear se le desterró al distrito de San Luis, encantados por la afabilidad de sus maneras y por su patriotismo, le eligieron, aunque era extraño a la provincia, por su representante al congreso de Tucumán.

A fines del mes de junio del año pasado, entró (el congreso) a deliberar sobre la declaración de independencia de las Provincias Unidas y animados por la instigación del nuevo director –que parecía conducir secretamente la marcha del Congreso-, sus miembros publicaron por acta solemne, el 9 de julio, la resolución adoptada de declarar y constituir la nación libre e independiente de España, del Rey Fernando, de sus sucesores, y de toda potencia extranjera.

Esta declaración fue recibida con el mayor entusiasmo y solamente después de tal acontecimiento ha podido advertirse actividad en las diferentes ramas de la administración de los negocios públicos con la esperanza de ver algún día estas provincias organizadas en cuerpo de nación. Y la razón es muy natural. Los hombres que fluctuaban hasta entonces entre los intereses de la metrópoli y los de la patria, sin osar declararse abiertamente, ni por una ni por otra, se encontraron ahora obligados a decidirse, y de haberse negado a prestar el juramento de independencia, hubieran perdido sus empleos y sus fortunas y habrían sido desterrados.

Al mismo tiempo, quienes prestaban juramento a la patria, contaban con una muerte segura, si el país volvía a caer bajo la dominación española. En esta situación desesperada, y no obstante la dolorosa experiencia que se tenía de la inflexible justicia vengativa de los españoles de América, han preferido exponerse a un peligro eventual, antes que sacrificar sus propios intereses, su fortuna o sus empleos. Por eso están dispuestos a vencer o morir.

El 25 de julio fue el día fijado para la celebración de la independencia en la provincia de Tucumán.

Un pueblo innumerable concurrió en estos días a las inmensas llanuras de San Miguel. Más de cinco mil milicianos de la provincia se presentaron a caballo, armados de lanza, sable y algunos con fusiles; todos con las armas originarias del país, lazos y boleadoras. La descripción de estas últimas me obligaría a ser demasiado minucioso, pero tengo ejemplares en mi poder.

Las lágrimas de alegría, los transportes de entusiasmo que se advertían por todas partes, dieron a esta ceremonia un carácter de solemnidad que se intensificó por la idea feliz que tuvieron de reunir al pueblo sobre el mismo campo de batalla donde dos años antes, las tropas del general español Tristán, fueron derrotadas por los patriotas 2. Allí juraron ahora, sobre la tumba misma de sus compañeros de armas, defender con su sangre, con su fortuna y con todo lo que fuera para ellos más precioso, la independencia de la patria.

Todo se desarrolló con un orden y una disciplina que no me esperaba. Después que el gobernador de la provincia dio por terminada la ceremonia, el general Belgrano tomó la palabra y arengó al pueblo con mucha vehemencia prometiéndole el establecimiento de un gran imperio en la América meridional, gobernado por los descendientes (que todavía existen en el Cuzco), de la familia imperial de los Incas.

Las únicas potencias extranjeras con que estas provincias han mantenido algunas comunicaciones públicas o secretas desde que se hizo la revolución, han sido España, Brasil, Inglaterra y los Estados Unidos de la América del Norte.

Sin entrar a examinar los derechos en que estas provincias puedan fundar su separación de la metrópoli, hay que decir que se han conducido de manera muy inconsecuente para con su antiguo soberano y no con la franqueza y buena fe que, si bien quizás, no debe esperarse de la política de cortes y gabinetes, tenemos derecho a esperar, sin duda, de un pueblo entero que expresa su voluntad y designios por el órgano de sus representantes.

En la época en que España estaba ocupada por los franceses, no cesaron de expresarse votos ardientes de la más absoluta obediencia hacia el soberano, el infortunado Rey Fernando, y se declaró que solamente por la escasa confianza que inspiraba el consejo de regencia de Cádiz –tan mal defensor de los derechos del monarca- no se prestaba obediencia a ese consejo, sospechado de estar en connivencia con los enemigos del Estado. Pero cuando, más tarde, el gobierno español recobró su forma anterior y el rey reasumió sus derechos, continuaron desobedeciendo sin alegar ninguna razón y sin atreverse a declarar abiertamente los motivos y la finalidad de la insurrección.

Así y todo, cuando se considera el despotismo cruel con que los agentes principales del Rey de España trataron a estas provincias desde el primer momento de la revolución, y la dureza inexorable con que rechazaron toda propuesta de reconciliación que no tuviera por base la sumisión absoluta y a discreción, nos sentimos inclinados a creer que el temor, o más bien la desesperación extrema, es lo que ha forzado a estas provincias a abrazar un plan de independencia que, probablemente, no hubieran concebido jamás en el comienzo de la revolución. Más aun, me atrevo a presumir que si la corte de Madrid hubiera querido acceder a tratar con sus súbditos, o por lo menos a escuchar moderadamente los propósitos de sus negociadores que se limitaron a pedir derechos de representación y de comercio, iguales o casi iguales a los derechos de los españoles europeos, se hubiera ahorrado mucha sangre y estas provincias devastadas que hoy muestran las huellas de las calamidades  por la guerra civil, hubieran hoy, como consecuencia del comercio libre y bien fomentado, contribuido a la opulencia de la metrópoli y a su propio enriquecimiento.

Ahora ya es demasiado tarde y la suerte de estos países parece decidida, aun en el caso de que los españoles pudieran conquistar algunas ciudades o provincias. Sus habitantes han sufrido demasiado, se han sacrificado por demás durante estos últimos diez años, para detenerse ahora en su carrera. Han visto claro, en lo que respecta a los derechos imprescriptibles del ciudadano, y aman a su patria, hasta por los sacrificios que a ella les ha costado. En fin, el cetro de hierro que domina a España, la suerte deplorable de Cartagena, los patíbulos de Chile, el exterminio de los habitantes de La Paz, etc., han llevado el terror a todos los espíritus y reunido a todas las facciones; de ahí que en todas partes se han empeñado en prestar juramento de fidelidad a la patria, comprometiéndose solemnemente por Dios y la Santa Cruz a sostener su independencia, a costa “de la vida, haberes y fama”. (…)

Al volver a mi patria, he sabido que el antiguo Virreinato de Chile, ha sido, por fin, liberado de la opresión tiránica de los españoles por el bravo general San Martín con la ayuda de los habitantes del país. De tal manera, esta gran obra ha sido, por fin, consumada y, loado sea Dios, la suerte de América ya no ofrece dudas.

Referencias:
1 Suposiciones sin fundamento. Nadie pensaría en régimen de los jesuitas y huelgan las reflexiones consiguientes. (N. del T.)
2 Debió decir “cuatro años antes”. (N. del T.)

Fuente: www.elhistoriador.com.ar