Rosas y las mujeres


Fuente: Mansilla, Lucio V., “Rozas. Ensayo histórico-psicológico”, en La Cultura Argentina, Buenos Aires, 1925.

Rozas, por lo mismo que no era sensual, debía casarse joven, y se casó. Muchas mujeres, variedad, no necesitaba. No era de naturaleza fogosa, era sencillamente un neurótico obsceno. La frase picaresca o cruda lo complacía, el ademán lascivo lo embriagaba, y más allá no iba por impulso. Una mujer era para él, ya maduro, asunto de higiene, ni más ni menos. Sus modos de expresión y de acción, sin rebozo, bufones a veces, contribuyeron grandemente, por el partido que de ello sacaron sus enemigos, a desacreditar en extremo su casa y a mirar en Palermo una especie de Trianón. Pagaban justos por pecadores; pues, por razones de parentesco, de amistad, de necesidad, de prudencia y de política, aquella mansión veraniega era frecuentada cotidianamente por avalanchas de familias, de gentes abigarradas, en las que había, como se comprende, de todo: excelente, bueno, malo, y así-así. Ni aun queriendo se forma un partido con pura canalla social. Y Rozas no quería eso aunque sus procedimientos, ya afianzado en la silla curul del mando, produjeran efectos contrarios. La oclocracia puede gobernar; pero entonces impera sólo la plebe.

No era el caso de Rozas, con ministros honestos como Arana e Insiarte, y tesoreros como Ezcurra y Urquiza (Juan J.,) y presidente del Banco de la provincia como Escalada, y empleados de aduana como Marcó del Pont y Lavalle.

Fue su esposa doña Encarnación de Ezcurra, y nominalmente y en efecto, la encarnación de aquellas dos almas fue completa. A nadie quizá amó tanto Rozas como a su mujer, ni nadie creyó tanto en él como ella; de modo que llegó a ser su brazo derecho, con esa impunidad, habilidad, perspicacia y doble vista que es peculiar a la organización femenil. Sin ella quizá no vuelve al poder. No era ella la que en ciertos momentos mandaba; pero inducía, sugestionaba y una inteligencia perfecta reinaba en aquel hogar, desde el tálamo hasta más allá; hasta donde las opiniones, los gustos, las predilecciones, las simpatías, las antipatías y los intereses comunes debían concordar. (…).

Rozas en los primeros tiempos de su gobierno no vivía aislado. Su aislamiento vino después de la muerte de su mujer. Salía, circulaba; hasta de noche era fácil hallarlo sólo por barrios apartados. El mismo parece que hacía su policía tomándole el pulso a la ciudad.

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