Richard Nixon

Richard Nixon

Fuente: Revista Primera Plana, Nº 317, 21  de enero de 1969, págs. 52-54.

El 8 de agosto de 1974 Richard Nixon, entonces presidente republicano de Estados Unidos, renunciaba a su cargo al verse involucrado en el “caso Watergate”. El escándalo estalló en 1972 cuando cinco hombres fueron sorprendidos y detenidos en el Comité Nacional del Partido Demócrata, ubicado en el complejo Watergate de Washington D.C. Intentaban obtener archivos de aquella fuerza política sobre las relaciones comerciales del hermano del presidente con el millonario Howard Hughes. Poco después, fueron acusados de haber entrado en la oficina para robar documentos, pinchar teléfonos e instalar micrófonos. Tras una larga investigación, el  4 de agosto, Nixon reconoció su participación en el encubrimiento de los hechos relacionados con la entrada en la oficina demócrata y cuatro días más tarde presentaba su renuncia a la primera magistratura. A continuación reproducimos una entrevista realizada poco antes de asumir la presidencia, en enero de 1969.

Entrevista a Richard Nixon

Esta semana, el lunes 20, asume su cargo el 37º Presidente de los Estados Unidos, en un momento de crisis para el mundo entero, incluida la primera potencia. A comienzo de enero, Richard Milhous Nixon, quien acaba de cumplir 56 años, recibió al periodista inglés Kenneth Harris: en esa entrevista, Nixon habló sobre su vida y sus ideas, con una libertad que nuca se había permitido.

Usted nació en California, en el seno de una familia de cuáqueros.

Nací en una pequeña localidad rural llamada Yorba Linda, a 48 kilómetros de Los Ángeles, en California. La familia de mi madre era cuáquera, se llamaba Milhous y había dejado el condado de Kildare, Irlanda, en 1729. Mi padre también era irlandés. Su familia era metodista, pero al casarse con mi madre se convirtió en cuáquero.

Cuando nací, mi padre poseía una explotación agrícola de naranjales y limonero o, si usted quiere, era un hortelano. Había conducido tranvías en Columbus, Ohio. Pero como se había llenado de sabañones al manejar siempre sobre una plataforma al aire libre, se fue a manejar tranvías a la California del Sur, donde nunca hiela. Allí se encontró con mi madre.

Mi padre no alcanzaba a vivir con su explotación de frutales. Entonces, en 1922, cuando yo tenía 9 años, invirtió algunas de sus pequeñas economías en un almacén y en una estación de servicio situados en el pueblito de Whittier, más al Oeste. Hoy es un barrio de Los Ángeles.

¿Tuvo usted una infancia relativamente cómoda?

No. Fue muy dura. Cuando éramos niños, mi madre se levantaba al alba para cocinar las tortas que luego vendía en el almacén. Mi padre apenas lograba no perder dinero. Y nosotros, los muchachos, teníamos que darle una manito. Ayudábamos a preparar las comidas para que nuestros progenitores pudieran trabajar en el almacén. Y durante el tiempo libre trabajábamos para los granjeros del lugar. Cuando fuimos lo bastante crecidos nos hicimos cargo de la estación.

Luego, mi hermano mayor, Harold, a quien quería mucho, se enfermó de tuberculosis. Le dije que tuve una infancia feliz pero también he conocido las penurias que salpican la vida de la mayoría de las gentes. Mi madre llevó a Harold a Arizona, donde el clima era más seco. Para pagar la pensión de los dos, trabajaba en oficios muy humildes, tales como el de cocinera y lavandera. Mi padre pagó al médico sus honorarios con la venta de la mitad del terrenito donde estaba construido el almacén. Durante ese tiempo, mi hermano más joven, Arthur, murió de meningitis tuberculosa a los 7 años. Cuando Harold volvió siempre estaba enfermo, pero teníamos la esperanza de que se curaría. Un día, cuando parecía que estaba mejor, me pidió que lo acompañara a la ciudad para comprar un regalo a mi madre. Una mezcladora eléctrica. Lo llevé, compró la batidora, lo traje de vuelta y me fui a la escuela. Quince minutos más tarde, un profesor vino a buscarme y me dijo que debía regresar a la casa porque Harold acababa de morir. Mis padres dieron prueba de un gran coraje. Adoptaron la actitud del cuáquero convencido de su fe. Recuerdo que mi madre decía durante el entierro que a veces es difícil comprender los designios de la Providencia pero que ella sabe lo que hace.

Yo no poseo esa resignación de mis padres y no participo totalmente de esta filosofía. Pero su paciencia, su coraje, su voluntad de no dejarse abatir, sea cual fuere la tensión física  emocional, son una de las cosas más hermosas que jamás he visto. Y eso me sostuvo, por cierto, en los momentos difíciles. Y me sostendrá siempre.

¿Usted dice que no tiene la resignación de sus padres?

Más precisamente la de mi madre. Ella guardaba todo en su interior con un control admirable. Papá algunas veces nos castigaba pegándonos. Mamá, nunca. Pero un día en que mi hermano fue sorprendido haciendo una cosa prohibida vino hacia mí y me dijo: “Mamá sabe todo. Pero dile por favor que me pegue. No la dejes hablar”. Ella nos hablaba suavemente y eso era peor que un suplicio.

¿Fue en la Universidad de Whittier donde usted decidió hacerse político?

¡Oh, no! Si usted habla con algunos camaradas míos de esa época le dirán que yo era un muchacho muy reservado, muy introvertido, como para que se pudiera pensar en que me convertiría en un político. No. Enseguida tuve la sensación de que me gustaría ser un abogado.

¿Qué le atraía en esa profesión?

Siempre fui un buen “discutidor”. Aun cuando era muchachito me gustaba hablarles a las gentes, disputar, marcar los puntos, salir a la palestra. Pensaba que en la profesión de abogado era donde mejor se utilizaba el arte del debate. A los 10 años, una de mis tías me hizo un regalo de cumpleaños: un libro de historia norteamericana. Estaba lleno de héroes. No había militares. Todos los héroes parecían ser abogados.

En 1933, al salir de la Universidad de Whittier, elegí el foro y obtuve una beca en la Universidad de Duke,  en Carolina del Norte. Jamás hubiera podido ir a la Universidad de Duke sin esa beca. Para mí fue una gran suerte. Tenía miedo de no poder recibirme de abogado. Al ver mi aire de preocupación y las horas extras que empleaba en trabajar, mis amigos me bautizaron con el sobrenombre de Gloomy Gus (Gus el Siniestro). Pero llegué, a pesar de todo, a ser lo que quería. Mi madre, como mi abuela de 87 años, recorrieron 4.300 kilómetros en automóvil para asistir a la entrega de mi diploma.

Intenté entrar en un gran estudio de abogados neoyorquinos. Pero a pesar de haber egresado de Duke con un puntaje destacado, fracasé. Era un extranjero, no conocía a nadie en esos estudios y la lucha resultó dura. Luego deposité, sin éxito, una solicitud para abogado consejero en el FBI. Entonces volví a Whitter y me instalé, con mi traje bien planchado de sarga azul, como miembro de uno de los más viejos estudios de la ciudad, que contaba con 25 mil habitantes.

¿Se interesaba en la política?

No. Precisamente, no. En aquel momento mi ambición se limitaba a convertirme en el muchacho del lugar que había triunfado y, sobre todo, a convencer a una muchacha llamada Pat Ryan de que se casara conmigo. Pat había llegado a Whitter como maestra de escuela. Nos casamos en junio de 1940, nos instalamos en un garaje y continuamos trabajando los dos. Necesitábamos dinero.

Me ocupaba de muchas actividades locales. Interpretaba pequeños papeles en una compañía de teatro de aficionados. Allí fue donde encontré a mi mujer. Yo pertenecía a la reciente Cámara de Comercio. Usted bien sabe lo que eso significa. Como ocurre a menudo, las gentes del lugar me dijeron: “¿Por qué no hace política?” En 1940, inspirado por Wendell Wilkie, pronuncié en la localidad varios discursos para apoyarlo. Luego llegó la guerra y me alisté en la Marina.

¿Cómo cuáquero hubiera podido ser un objetor de conciencia?

Hubiera podido serlo. En un sentido estricto debería haberlo sido. Mi tío lo había sido durante la Primera Guerra Mundial. Pero yo sabía lo que estaba en juego en la Segunda Guerra. Entonces decidí incorporarme.

¿Cómo entró en la política?

Por una invitación. Y fue una invitación muy agradable. En 1945 en mi circunscripción, una nueva ola de republicanos intentaba hacer triunfar sus puntos de vista contra los de los viejos republicanos establecidos en la región. Eran, si usted quiere, jóvenes republicanos aficionados que se levantaban contra los profesionales.

En mi circunscripción, un comité de selección, compuesto por alrededor de cien miembros, rechazó varias candidaturas y luego se puso de acuerdo para proclamar a un hombre llamado Walter Dexter, Director de Enseñanza en California. Dexter no quería presentarse. Pero se acordó de uno de sus alumnos de la Universidad de Whittier, pensando que sería un buen candidato. El viejo alumno era yo. Entonces, los republicanos me llamaron a Baltimore, donde yo estaba disponible. Hablé con Pat y ella me respondió: “Acepta”.

En alguna parte he leído que usted derrotó a un demócrata muy asentado, agitando, durante esa campaña electoral, el espantajo del comunismo.

Se ha exagerado un poco. Como muchos republicanos, insistí sobre el hecho de que los dirigentes políticos norteamericanos, hombres de Estado, Senadores, Diputados y aun los Alcaldes, no debían aceptar el vasallaje de los grupos sometidos a la influencia e los hombres políticamente hostiles a los Estados Unidos y que no deberían tener con ellos ningún lazo conocido y oculto. Durante mi campaña señalé, en numerosas oportunidades, el hecho de que mi adversario se beneficiaba con la investidura del Comité de Acción Política de la gran central sindical CIO. Ese comité incluía a muchos comunistas notorios. Públicamente debatí con mi adversario y lo interrogué sobre el caso. Las preguntas directas que le dirigía sobre la política y las afiliaciones de algunos de sus sostenedores fueron consideradas por varios de sus partidarios como una ofensa. No las eran…Gané esta elección y, en enero de 1947, partí para Washington como uno de los representantes de California a la Cámara baja.

Para algunos, usted aprobó la caza de brujas iniciada por el senador Joseph McCarthy. Para otros, usted contribuyó a vencerlo. ¿Cuál es la verdad?

¿Recuerda el clima de 1952? ¿Hasta qué punto los Estados Unidos vivían preocupados por el comunismo? Otros países también se sentían comprometidos ante la subversión comunista. Pero muchos republicanos como yo se preocupaban por los efectos negativos que podría provocar una mala orientación de esta inquietud. Yo pensaba que el senador McCarthy compartía precisamente ese resquemor. La cuestión era saber qué haría él. ¿Había que desanimarlo – a él y a otros como él – o alentarlo diciéndole que hacía más mal que bien?

Durante la campaña de 1952, cuando yo postulaba la vicepresidencia, persuadí al senador McCarthy de que no me ayudase. Desde el momento en que empezó a preguntárseme sobre McCarthy, respondí que para desembarazarnos de lo que se llamaba maccarthysmo era preciso llevar al poder una administración republicana capaz de resolver con rapidez y eficacia el problema de la infiltración comunista en el gobierno: era algo que las autoridades demócratas no habían conseguido.

En los dos años siguientes, el senador McCarthy adoptó posiciones cada vez más extremas y emprendió su célebre investigación sobre el Ejército. Dije públicamente que hubo hombres a quienes alabé en el pasado por su trabajo para desenmascarar a los comunistas; pero después esos hombres se pusieron a hablar a tontas y a locas y emplearon métodos discutibles, creándonos un problema mayor que la causa en la cual creían.

A menudo el Senador McCarthy decía: “¿Para qué preocuparse por ser justos cuando estamos disparando sobre ratas?”. Cierto día, en la televisión, me mostré de acuerdo con la idea de que los traidores eran ratas. Pero ya que se disparaba contra ratas, era necesario apuntar con justicia y no de cualquier manera. Porque cuando se apunta de cualquier manera se corre el peligro de errarle a las ratas y de alcanzar a una persona que también intenta matar ratas.

A partir de entonces, el senador enderezó sus ataques contra la administración Eisenhower: la colocó en el mismo saco que a las administraciones de Roosvelt y Truman, a las que llamaba “las décadas de la traición”. Rápidamente perdió terreno.

¿Cuál fue su experiencia más dura como vicepresidente?

Ya que es forzoso elegir sólo una, voy a decidirme por mi entrevista con Kruschev durante mi viaje a Moscú, en 1959. Usted probablemente recuerde lo que luego se llamó “el debate en la cocina”. Kruschev y otros dirigentes soviéticos se me acercaron de improviso mientras yo visitaba, antes de que fuera inaugurada, la exposición norteamericana en el parque Sokolniki. Debo decir que desde nuestra conversación en el Kremlin, Kruschev no había sido amistoso ni razonable.

En la exposición pasamos ante un estudio que exhibía un nuevo sistema de televisión. El encargado de hacer las demostraciones nos preguntó si queríamos registrar algo sin preparación previa. Mi sorpresa fue enorme cuando Kruschev aprovechó la ocasión para continuar el diálogo privado que habíamos iniciado poco antes en el Kremlin. Él había criticado vivamente un llamado que lanzó el Congreso norteamericano al instituirse una Semana de las Naciones Cautivas; durante esa semana, el pueblo de los Estados Unidos rogaría por la liberación de los países sometidos. Kruschev se había arrojado con toda su alma contra esta proposición.

Me dije que no podía dejarle el campo libre, y como yo no temía el debate, cuando el volvió sobre el tema ante la cocina de una casa modelo norteamericana – el centro de la exposición – le respondí con el tono más conciliador que pude, explicándole que interpretaba mal los móviles y los sentimientos de la gente que había apoyado esa resolución. Le dije también algunas verdades sobre las formas de vida y la política exterior de los Estados Unidos. Ya que era un debate, debatí. Pero permanecí en calma y dije lo que había que decir.

Cuando vimos la grabación, debo decir que Kruschev recibió una pésima impresión, quizá no a causa de lo que dije yo sino de lo que él había dicho. Se había mostrado grosero hasta el insulto, y sus acusaciones carecían de fundamento. Por mi parte fui prudente y hablé razonablemente. A partir de entonces, su actitud hacia mí evolucionó. Empezó a respetarnos más. Pero si se juzgan los actos ulteriores de Kruschev no tengo ningún motivo para estarle reconocido. En una declaración radial, en 1967, narró un diálogo que había mantenido con el Presidente Kennedy en Viena, 1961. Había dicho a Kennedy que era él, Kruschev, quien había decidido su elección como Presidente. Recordó a Kennedy que había ganado por un margen de apenas 200 mil votos.

Kruschev declaró que, si hubiese querido, habría podido darle a Nixon esos votos. ¿Cómo? Porque –dijo– Nixon le había pedido que liberara a la tripulación de un avión norteamericano de transporte, detenido en la Unión Soviética. Si los rusos lo hubieran hecho, Nixon hubiese ganado medio millón de votos, porque eso  –sostenía– mostraba que las relaciones de Nixon con la Unión Soviética eran más estrechas. Pero continuó Kruschev, él había decidido que no quería a Nixon en la Casa Blanca y, por lo tanto, no lo hizo.

En la emisión radial, Kruschev pretendió que el presidente Kennedy había estado de acuerdo con él. No sé si repitió las palabras exactas de Kennedy en aquella ocasión. Pero sé que al presidente Kennedy, Kruschev le resultaba tan antipático como a mí.

Ya que hablamos de la elección de 1960, ¿por qué supone usted que la perdió?

Es difícil decirlo. Los observadores, en especial los expertos, responderían a esa pregunta mejor que yo. Por lo demás, algunos de ellos no se han puesto de acuerdo sobre algunos puntos importantes.

Al principio de la campaña, hacia el 1º de setiembre de 1960, las encuestas revelaron que yo llevaba una ligera ventaja sobre Kennedy. Fue entonces cuando me golpeé la rodilla contra la puerta de un automóvil. La herida se infecto y tuve que pasar varios días en un hospital: en plena campaña, perdí un tiempo precioso. Se me había recomendado  que redujera mis apariciones, y tal vez debí hacerlo, pero no quería decepcionar a las personas que contaban conmigo, que seguían mi programa y me exigían los mayores esfuerzos. No sé si es verdad que el hecho de mostrarme en la televisión algo pálido y fatigado conspiró contra mí, pero si se da el caso, puedo asegurar que eso sucedió porque yo me sentía verdaderamente fatigado y pálido.

Se dice, pero tampoco sé si es verdad, que adoptamos estilos diferentes ante la televisión y que el de él tuvo más éxito. Consideré aquellos programas como una discusión entre dos personas. Es por eso que yo escuchaba atentamente cada uno de sus argumentos, tratando de refutarlos y de formular los míos. Mientras yo lo miraba y me dirigía a él, Kennedy le hablaba al público. Desde el punto de vista del contenido, Kennedy se atuvo más a una disertación que a un debate en el sentido ortodoxo.

Más allá de todo eso, numerosos analistas políticos dicen –y ya muchos lo dijeron entonces– que al cabo de ocho años de gobierno republicano el pueblo quería un cambio y que, fuera cual fuese el valor del candidato demócrata, habría ganado la elección. Y Kennedy era algo más que un candidato valioso.

Siempre se sostuvo que hubo fraude en Texas y en Illinois y que eso bastó para que usted perdiese la presidencia. Es sabido que se le pidió adoptar una actitud, acerca de esos hechos, y que usted se negó.

Sí. Aparte de verificar si se habían producido o no irregularidades en ciertos sitios, me animaba la convicción de que los Estados Unidos no podían soportar una larga crisis constitucional en ese momento de su historia. Por eso no alenté ninguna acción.

¿Cuál fue su experiencia más desagradable como vicepresidente?

Las enfermedades del presidente Eisenhower –a quien yo veneraba como a un padre– fueron una penosa prueba humana; y también política, a causa de las responsabilidades que debía sumir. Es arduo encontrarse en una situación donde debe uno cargar con pesadas responsabilidades, sin poder tomar iniciativas. Esa es la diferencia entre ser presidente y ser vicepresidente.

Pero el episodio más desagradable ocurrió durante mi visita a Caracas en 1958, cuando, como usted recordará, elementos comunistas poco numerosos desataron una sangrienta manifestación contra los Estados Unidos y contra sus propios dirigentes, ya que el ministro de Relaciones Exteriores de Venezuela iba conmigo. Primero en el aeropuerto, y luego cuando marchábamos rumbo a la ciudad, un gentío nos lanzó gritos hostiles, salivazos, piedras. En sus rostros vi el odio.

¿Cómo reacciona usted ante este tipo de situaciones?

Lo más difícil viene después. El verdadero problema son las reacciones una vez que todo ha terminado. El resentimiento nos invade hasta tal punto que dejamos de pensar que esos manifestantes no representan a la mayoría. El hecho de conservar la vida, ayuda; y recobrar la sangre fría, es una cosa que reconforta. Debe uno, en esos instantes, recordar que ha ganado y que quien vence debe ser generoso. Si se halla uno en misión oficial, tiene también que pensar cuál será el efecto posterior, perdurable, del acontecimiento. La noche de aquellos incidentes dije, en una conferencia de prensa, que cuanto había sucedido era la terrible herencia de la dictadura de Pérez Jiménez. La dictadura engendra la violencia, y otra forma de dictadura surgirá de esta violencia si no es quebrado el círculo vicioso. Me considero un buen cristiano y pienso que el círculo vicioso de la violencia sólo se rompe con el amor; no el amor según el lacrimógeno sentido del término ni en el sentido del apaciguamiento, sino combinando las buenas acciones con la firmeza, contra el mal.

¿Cuáles son, para usted, los principales problemas de la política exterior norteamericana?

Es necesario zanjar el conflicto de Vietnam. Debemos liberarnos de ese problema lo más rápido posible, siempre que podamos hacerlo en condiciones honorables y por la vía de un acuerdo negociado. Nuestro objetivo no es castigar al Vietnam del Norte sino el de poner fin a sus agresiones. No defendemos nuestros propios privilegios sino el derecho fundamental de los survietnamitas a su autodeterminación.

Y no debemos sufrir jamás otro Vietnam. Es decir, los Estados Unidos no deben encontrarse nunca más en una situación que los obligue a proporcionar la mayor parte de las armas, el dinero y los hombres a otra Nación que quiere defenderse contra una agresión comunista.

¿Por qué? No sólo porque los Estados Unidos carecen de los medios para entrometerse en conflictos como los de Vietnam, sino también porque es sano, para la paz del mundo, que los Estados Unidos no se vean envueltos en situaciones que pueden conducir a una confrontación directa con la URSS o con China. Si al abandonar Vietnam queremos seguir protegiendo a los países que se hallan próximos a China, de la expansión de esta potencia, deberíamos crear una nueva organización de seguridad a través de la cual todas las naciones de la zona, incluida Japón, cumplan un papel. Este sistema vale, en gran parte, para la América Latina.

¿Tiene ideas específicas sobre cómo acabar con la guerra de Vietnam?

Desde luego que las tengo. Pero todo cuanto yo dijese hoy puede dañar gravemente la situación actual.

Después de Vietnam, ¿cuál es la región más peligrosa del mundo?

Probablemente el Medio Oriente. Este problema está íntimamente ligado a los de Europa y África. En lo que concierne al Medio Oriente, el pleito es bien conocido: una suma de tensiones, de humores y de explosivos sentimientos humanos. En el corto plazo, debemos aplacar ese polvorín, y estimo que sería provechoso trabajar con los países árabes más moderados. En el largo plazo, la respuesta podría darse mediante programas de ayuda universal como el programa Eisenhower-Strauss, destinado a desarrollar los recursos del Medio Oriente, a fin de erradicar a los militantes cuya presión ha jugado un rol trascendental en los hechos que desembocaron en la contienda de junio de 1967.

Hacer la paz en una región que sólo conoció armisticios armados y tres guerras importantes y amargas en el espacio de una generación no es tarea sencilla. Pero los Estados Unidos no están desprovistos de recursos económicos y diplomáticos, y sus funcionarios –públicos y privados– tienen ideas valiosas sobre la manera de zanjar los problemas subyacentes. Debiéramos cerrar el camino al ánimo agresivo (de los árabes) ayudando a Israel a mantener su potencial de defensa. Deberíamos, también entablar una negociación directa y firma con la Unión Soviética para suprimir las causas de la tensión. Deberíamos afirmar nuestro liderazgo para que las conversaciones se inicien con los responsables árabes moderados, y para que continúen luego con los militantes. Y deberíamos, en fin, abrir perspectivas de crecimiento y desarrollo capaces de aventar la amargura y el odio que hoy existe.

Habló usted, hace unos minutos, de los problemas europeos. ¿Cuáles son los más importantes?

Podría comenzar por el problema de la defensa de la Europa libre. Desde luego, este problema se presenta hoy de manera muy diferente a la de quince o dieciocho años atrás. La OTAN de 1950 no conviene a la Europa de hoy, y tampoco tiene sentido reparar las actuales debilidades de la OTAN en el contexto de la vieja estructura. Hace veinte años Europa era económicamente débil, unida por el miedo a la Unión Soviética. Hoy, en líneas generales, Europa es económicamente poderosa, y los países situados detrás de la Cortina de Hierro no constituyen el imperio monolítico de hace veinte años. Los países del Este comienzan a nutrir tendencias nacionalistas. Las dificultades de la OTAN socavaron la alianza. Francia retiró sus fuerzas; otros miembros redujeron las suyas. La coordinación ha dejado que desear, y se deterioró la confianza en la seguridad del compromiso norteamericano. Muchos se preguntaron si la alianza sobreviviría o si se la dejaría morir. Pero desde que los soviéticos invadieron Checoslovaquia, los miembros de la OTAN experimentaron una nueva ansiedad en materia de defensa.

Deben entablarse nuevas discusiones con el Presidente de Gaulle –que es un gran hombre, con un prodigioso sentido de la Historia–, para que Francia reconsidere su actitud respecto de la OTAN. Gran Bretaña forma parte de Europa y considera que su porvenir está íntimamente ligado al de Europa. Al mismo tiempo que deseo ver anudarse relaciones anglonorteamericanas aún más estrechas, espero que Gran Bretaña consiga forjar lazos más fuertes con el continente.

¿Qué piensa de China?

En el curso de los próximos años, será necesario que los Estados Unidos den todos los pasos tendientes a que los líderes de China comunista lleguen a las mismas conclusiones a que llegaron los dirigentes rusos: esto es, que la expansión militar conduce a la guerra mundial y que una guerra mundial es impensable. Tuvimos que ser pacientes, imaginativos y fuertes para lograr que los soviéticos pensaran así. La OTAN, Corea, la SEATO, Cuba, jalonan el camino. Creo que el gobierno de Pekín no ha terminado de recorrer ese camino. Hasta tanto lo haga, los Estados Unidos y Europa deben continuar ayudando a los países vecinos de China a fortalecerse en el plano económico, lo cual les conferirá una buena salud política. Estos países debieran servir de tapón entre China y los Estados Unidos; para entonces, los chinos llegarán a las mismas conclusiones que los rusos y podrá iniciarse el diálogo con ellos.

¿Aceptaría usted la entrada de China roja en las Naciones Unidas?

Toda política asiática de los Estados Unidos debe afrontar las realidades de China, pero ellos no significa que haya que apurarse en reconocer al gobierno de Pekín, en admitirlo en las Naciones Unidas, en ofrecerle comerciar. Todas estas acciones sólo servirían para confirmar a los dirigentes chinos en su actitud actual. Mi respuesta a su pregunta es no. Mirando más hacia lo lejos, no podemos permitirnos el lujo de dejar a China afuera de la familia internacional, porque es así como China aumenta sus sueños, acaricia sus oídos y amenaza a sus vecinos. No hay lugar, en este pequeño planeta, para que centenares de millones de hombres vivan en el aislamiento y la cólera. El mundo no conocerá la paz hasta que China no cambie. Por lo tanto, nuestro objetivo debe ser el de ayudar al cambio. Convencer a China de que no puede satisfacer sus ambiciones imperialistas, y que su propio interés nacional exige que se divorcie de las aventuras exteriores y se preocupe en la solución de sus problemas internos.

En síntesis, debemos dar al fortalecimiento del Asia no comunista una prioridad comparable a la que dimos al fortalecimiento de Europa al cabo de la Segunda Guerra.

Las palabras “republicano” y “demócrata” no son demasiado significativas. ¿Cómo se clasificaría usted, políticamente hablando?

Es una pregunta inmensa. Pero déjeme enumerar una serie de puntos. Un gobierno demasiado centralizado me pone escéptico. Antes de alistarme en la Marina trabajé en un Ministerio; desde entonces, tengo una verdadera fobia a la burocracia. Creo en la descentralización, y en gobiernos locales fuertes. En cuestiones económicas soy un conservador. Creo que en los Estados Unidos hay una exagerada intervención federal en la economía y que la sangre de este país, la libre empresa, se ha quedado sin los suficientes glóbulos rojos. En cuanto a los problemas sociales –la medicina, la enseñanza, la asistencia social–, creo que nuestro nivel de exigencia debe ser más elevado. En lo que concierne al problema negro, soy liberal. Estoy orgulloso de mi pasado, sobre todo respecto de los derechos civiles. Familiares de mi madre, en Indiana, arriesgaron sus vidas para liberar esclavos, y esto no lo he olvidado. En lo que atañe a los asuntos exteriores, soy lo que muchos norteamericanos llaman un internacionalista. En una palabra: no preconizo el aislamiento, me interesa el mundo entero.

Hay quienes no logran catalogarme, resumirme en una frase. Como servidor público, soy un pragmático. Creo que pueden obtenerse mejores resultados de la aplicación inteligente de la buena voluntad, del buen humor, de la comprensión. Creo que es necesario que cada uno haga concesiones para que todos podamos vivir juntos, en vez de tratar de imponer tal o cual doctrina política al conjunto de la comunidad, sea por la fuerza o por medio de la propaganda.

La política es el arte de lo posible al servicio del pueblo. Pero yo estimo que los límites de lo posible pueden ensancharse gracias al esfuerzo, la inteligencia, la solidaridad y la confianza.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar