Pueyrredón se defiende de las acusaciones


Juan Martín de Pueyrredón fue uno de los hombres clave del período revolucionario. Masón y liberal, ilustrado y unitario, nació el 18 de diciembre de 1777, hijo de un adinerado vasco francés y de una austera irlandesa. Como tantos otros patriotas del período, estudió en el Colegio San Carlos, antes de seguir su destino por Europa, Cádiz y París, estudiando el arte y la filosofía de la ilustración.

Más tarde volvió a Buenos Aires, donde asumió los negocios familiares y se transformó en un próspero comerciante.  Contrajo su primer y frustrado matrimonio con una prima que, al poco tiempo de casados, fue tomada por loca y, posteriormente, falleció.

Durante las invasiones inglesas, Pueyrredón participó activamente en la defensa de Buenos Aires, y pronto fue nombrado comandante del regimiento de Húsares. No tardó en ser enviado en una misión a España para informar sobre la derrota inglesa y pedir ayuda. Fue entonces cuando observó la decadencia de la monarquía española y le sobrevino la idea de que un cambio radical era inevitable.

Hacia 1810, Pueyrredón participó de los acontecimientos de Mayo, siendo pronto encargado de la gobernación de la gran Córdoba y, tras el avance del ejército patriota hacia el Alto Perú, de la intendencia de Charcas (hoy Sucre). En 1812, cuando se entretejían las mayores intrigas en torno a la conducción del proceso revolucionario, Pueyrredón dejó el mando del Ejército del Norte a cargo de Manuel Belgrano y viajó a Buenos Aires para reemplazar a Juan José Paso en el Triunvirato. Pero duró poco esta etapa, al ser disuelto el Triunvirato y él detenido.

Sin embargo, al poco tiempo había retomado la actividad en las provincias del Cuyo. En mayo de 1816, el Congreso de Tucumán lo designó Director Supremo de las Provincias Unidas y no tardó en declarar la independencia.

Desde aquel cargo, que conservó durante tres años, Pueyrredón apoyó la campaña a Chile de San Martín, pero también combatió al proyecto artiguista y otros líderes federales. Entre 1816 y 1819, su carácter aristocratizante, unitario y porteño se fue acentuando lentamente.

El 25 de mayo de 1819, mientras todavía ejercía como Director Supremo, se juró la Constitución, de carácter centralista, ya que no respetaba las autonomías provinciales, y monárquico, por cuanto dejaba espacio para la instalación de una monarquía. Esto aceleró el surgimiento de un grupo heterogéneo de caudillos, de ideas republicanas y federales, enfrentadas a los intereses porteños.

Pueyrredón, blanco de las más inflamadas críticas, presentó su renuncia, que le fue aceptada en junio de 1819. Al descender de su cargo, las denuncias se profundizaron. Reproducimos en esta oportunidad un fragmento del manifiesto que dirigiera el propio Pueyrredón en 1820 respondiendo a las acusaciones de las que había sido objeto.

Pueyrredón se despacha amargamente contra sus detractores, especialmente contra Manuel de Sarratea, quien por exigencia de los caudillos federales, lo había hecho arrestar por traición a la patria por sus invasiones a las provincias y por el apoyo a la invasión portuguesa y lo había acusado de ladrón, de tirano, y de haber encendido la mecha de la guerra civil contra Entre Ríos y Santa Fe. A todo responde Pueyrredón en este documento y se lamenta: “¡Qué lección! y ¡qué cara me ha costado! ella me ha hecho perder a un tiempo mi patria y mi fortuna, mi quietud y la mejor esperanza de mis días en un retiro apacible, que creía debido a mis fatigas”.

El general Pueyrredón a los pueblos de las Provincias Unidas en Sud América

FuenteDocumentos de Archivo de Pueyrredón, Tomo IV, Buenos Aires, Museo Mitre, 1912, págs. 181-199.

Cuando la impostura reina, la verdad es criminal y odiosa. Tal es el caso, en que yo me encuentro hoy, para presentar a mis compatriotas un cuadro fiel de mis acciones públicas que desmienta el falso, el horrible retrato, con que mis enemigos pretenden desfigurar mi administración. Pero no importa que aumenten sus enconos y venganzas; que multipliquen sus calumnias injuriosas: mi objeto es hablar la verdad. Y, cuando el examen más severo de mi conducta pública en el mando me ha dado la conciencia de que no he merecido mi desgracia, me siento con aquella fuerza robusta que hace soportar con rostro sereno el infortunio y la maldad de los hombres.

Para no dar al mundo, que nos observa, un testimonio más de nuestras disensiones, y de la inconsistencia del orden interior de nuestro país, me había propuesto guardar silencio sobre los últimos acaecimientos, que motivaron mi separación del territorio del estado, el 31 de enero del presente año, y sofocar dentro de mi pecho el natural dolor que me causaban las ofensas que se hacían a mi persona y a mi reputación; porque me había persuadido de que mis enemigos habrían satisfecho sus venganzas con las calumnias, que esparcían por las calles y lugares públicos de la capital; y que, contentos con verse dueños del campo de sus aspiraciones, habrían a lo menos economizado el crédito de la patria, obrando de modo que nuestras debilidades no atravesasen las aguas del Río de la Plata en documentos públicos y permanentes. Pero, cuando he visto que el furor de la venganza es la única regla de política que sigue hoy el nuevo gobierno provincial de Buenos Aires; que sin consideración, ni aun a las leyes de la decencia, publica por la prensa sarcasmos e improperios contra mí y contra todos los que supone pertenecientes a la administración depuesta; y que un gacetero sin educación, atribuyéndose indebidamente el título de ministerial, para mayor descrédito nuestro, llena sus papeles con ridículas invenciones, con versos y cuentos inmundos, y con las más descaradas e injustas imputaciones; olvidando la dignidad de mi país y la que se debe al mundo entero, a quien habla; no hay ya causa bastante que me contenga ni razón alguna para que mi silencio dé a mis ofensores ese aire victorioso que afectan sobre un campo profanado por sus vicios, y ensangrentado con víctimas inocentes de su descrédito, y de su impotencia. Cuando he visto, pues, que el sacrificio voluntario de mi buena opinión sería estéril; que mi voz no puede aumentar los conflictos en que se encuentra la patria; y que el descrédito actual del estado no se remedia uniéndole el mío, me he creído autorizado por la causa pública, y obligado por la propia, a manifestar verdades dolorosas pero verdades necesarias.

No es mi intento ahora hacer ostentación de las ventajas que ha reportado el estado en los años que ejercí el poder supremo; porque tampoco es mi ánimo, compatriotas, presentaros la suma de mis servicios para comprar con ellos vuestra indulgencia. Sabéis muy bien que la discordia y la anarquía despedazaban a las provincias; que ejércitos enemigos amenazaban por distintos puntos nuestra destrucción; que los nuestros estaban casi disueltos por desgracias anteriores y por los funestos efectos de la insubordinación, constante compañera del desorden; que la pobreza pública nos afligía; que no se encontraban elementos para nuestra defensa; y que aun los más animosos desconfiaban de todo remedio, cuando el voto unánime del congreso nacional me encargó del mando supremo el 3 de mayo de 1816.

Habéis también visto que al dejarlo, el 10 de junio de 1819, os he restituido el estado en un orden y armonía admirable; dos ejércitos enemigos destruidos en totalidad del otro lado de los Andes, y prisioneros en nuestro poder los generales y soldados, que con su rendimiento desarmaron vuestro noble esfuerzo; otro repulsado repetidas veces, y siempre bien escarmentado en las gargantas del Perú por sólo la gloriosa provincia de Salta; un reino entero conquistado por vuestro valor, y restituido a nuestros hermanos de Chile: tropas numerosas disciplinadas y aguerridas; táctica establecida: un parque ricamente abastecido; armas y municiones abundantes para muchos años; establecimientos literarios; cuarteles de elegancia y comodidad para alojamiento de las tropas de la capital; la deuda pública interior minorada extraordinariamente; y en suma, os he devuelto un estado con importancia interior y con crédito exterior superior a nuestro mismo concepto.

Mi objeto sólo es desmentir las groseras calumnias con que he visto atacada mi reputación en estos últimos días de congoja, de sobresalto, y de luto para las provincias; y él me ha forzado a presentaros un bosquejo inexacto, pero aproximado al cuadro que ha formado el tiempo de mi administración, como un antecedente eficaz para ilustrar vuestro juicio. Me es doloroso, compatriotas, tener que nombrar algunas personas con desprecio, porque no es propio de los principios de mi educación, ni del respeto que os debo; pero así lo exige la calidad de la causa que defiendo, y, sin tocar sus defectos o vicios personales, me contraeré únicamente a los hechos públicos, que dicen a mi intento.

(…)

Don Manuel de Sarratea es el primero que me pone en esta amarga necesidad. (…)

Fatigado de haber sostenido todo el peso del estado por el espacio de treinta y ocho meses, persuadido de que ya estaba afirmado el orden interior y la seguridad exterior del país sólo con seguir la senda que había dejado tan trillada, y deseoso de librarme de la nota de ambicioso, que algunos descontentos me atribuían por mi permanencia en el gobierno, solicité del congreso nacional en repetidas y obstinadas renuncias mi exoneración del mando supremo, y la obtuve en 10 de junio del año pasado.

He aquí, compatriotas, la ocasión que don Manuel Sarratea creyó con razón la oportuna para ejercitar sus venganzas. Pocos días se habían pasado cuando tuve avisos de que don Anacleto Martínez, don José María Somalo, don Javier Igarzábal y algunos otros del círculo y sociedad de Sarratea decían con publicidad y descaro que yo era un tirano, un malvado, un ladrón. Creí que debía despreciar estos desahogos de la malignidad, pero ellos crecían con mi silencio, y al fin tomé el partido de instruir a mi sucesor para que contuviese insultos licenciosos, cuyo objeto no era sólo herir mi reputación sino también destruir el orden de la administración. Tuve la desgracia de que el resultado no fuese conforme a las ofertas que se me hicieron, y desde entonces se alentaron mis enemigos, redoblaron sus insultos y contaron como suyo el triunfo que les aseguraba su impunidad.

Ocho meses iban corridos desde mi separación del directorio y en este tiempo, retirado a mi casa de campo, tal vez no llegaron a seis las veces que visité al jefe supremo como un deber de mi respeto. Diga el señor general Rondeau si me oyó repetir segunda vez mis quejas; diga si mis consejos, cuando alguna vez me los pidió, no fueron conformes al honor, a la justicia y al santo interés del mejor crédito del país, y si jamás tomé la más pequeña intervención en la marcha del gobierno.

Sin embargo de este retiro y de esta distancia de los negocios públicos, nada había de malo, nada se hacía o se mandaba de desagradable, nada sucedía de adverso, que no se atribuyese a mi influjo, por los agentes de Sarratea. Han llegado a suponer que el señor general Rondeau al partir para campaña había dicho que se iba a tomar el mando del ejército por separarse de mí y librarse de mis violencias, ¡atroz calumnia! con que se ofende la verdad del señor Rondeau. Entre vosotros está, compatriotas, preguntádselo y oiréis mi justificación.

Yo lamentaba en silencio las heridas que se hacían a mi opinión, como un gaje consiguiente al elevado puesto que había ocupado, pero nunca llegué a temer ni por mi persona, porque como hombre tenía brazos y bríos para defenderla y como ciudadano magistrados y leyes que la protegiesen; ni por el orden interior, porque no había más elementos en su contra que los que movía don Manuel de Sarratea y que por su impotencia, su ninguna importancia y su descrédito eran fáciles de sofocar. ¡Ah! yo me engañé, yo no tuve presente que el mérito y los beneficios son los medios más seguros para atraerse el odio envenenado de ciertas gentes, que tienen establecido por principio que el que pone límites a su ambición y contraría sus proyectos es un enemigo del estado: yo encontré enemigos donde no debía esperarlos. ¡Qué lección! y ¡qué cara me ha costado! ella me ha hecho perder a un tiempo mi patria y mi fortuna, mi quietud y la mejor esperanza de mis días en un retiro apacible, que creía debido a mis fatigas.

A las nueve de la noche del 30 de enero último se me dio aviso de que algunas personas, que yo distinguía con mi afección y confianza y que disponían de las fuerzas, habían acordado mi expatriación con el círculo de la facción de Sarratea. Yo desprecié esta noticia como inverosímil, pero a las siete de la mañana del 31 tuve conocimiento exacto de la trama y plan acordado contra mi persona. Yo no estaba en proporción de oponer a las intrigas sino mi inocencia y mis servicios, débiles escudos para resistir a los ataques de la envidia, de la astucia y de la malignidad, y en aquel acto pasé al cuerpo soberano, que supe se estaba reuniendo, la nota que aparece al fin con el número 1.

En la misma mañana recibí por contestación la que va con el número 2, y ella es un comprobante de la injusta falsedad con que don Manuel Sarratea me llama repetidas veces en sus papeles públicos el prófugo, el fugitivo, presentándome a los pueblos, que ignoran las circunstancias de mi salida, como un criminal que se substrae al rigor de las leyes. Con la orden, pues, del congreso y en el mismo día me embarqué públicamente en el muelle de Buenos Aires y me dirigí a esta plaza de Montevideo, donde habría vivido tranquilo si la noticia de los desórdenes que afligen a mi patria no amargasen todos los instantes de mi existencia. Son demasiado interesantes los recuerdos de esta época de mi vida para que no se me disculpe, si me detengo en ella, cuanto exige la justicia que me debo a mí mismo.

Se empeña el señor Sarratea en presentarme en sus papeles como el autor de la guerra con los habitantes de Entre Ríos y Santa Fe. Si buscamos el origen del primer rompimiento de la Banda Oriental con el gobierno de las Provincias Unidas, lo encontraremos en la impolítica, en la ineptitud y en la insultante licencia y escandalosa comportación del señor Sarratea cuando obtuvo el mando de nuestras tropas en aquel territorio sin tener la menor idea militar. Pero quiero prescindir de aquel principio de todos los sangrientos destrozos que se han sucedido, quiero también olvidar que no ha habido una administración anterior a la mía que no se haya visto forzada a continuar, con cortas interrupciones, la guerra con los orientales, y me contraeré a la parte que me pertenece.

Al recibirme del mando supremo en 1816 encontré empeñada la guerra con el mayor encarnizamiento, y un ejército salido de Buenos Aires ocupaba la ciudad de Santa Fe. Mis primeros cuidados fueron por atajar los destrozos que llegaban a mi noticia y mis terminantes órdenes al general que mandaba nuestras fuerzas fueron para prevenirle que en cualquier posición y aptitud que se encontrara abandonase el territorio de Santa Fe y se retirase a la capital. Fui inmediatamente obedecido y sucedió la paz a la más desastrosa guerra. Más de dos años se habían pasado en el mejor estado de amistad y armonía, que eran compatibles con los enconos y desconfianzas de los orientales, cuando algunos pueblos de Entre Ríos negaron obediencia a don José Artigas y me mandaron diputados para sujetarse al gobierno general de las provincias y para pedir auxilios de tropas y armas, con que sostener su resolución. Muy cerca de sí y muy en su aprecio tiene don Manuel de Sarratea al camarista don Matías Oliden, que fue el más empeñado y el más tenaz en pedir estos auxilios; el que más movió los ánimos para seducir mi voluntad que se resistía a este nuevo empeño; y el que, suponiéndose con grandes relaciones e influjo con aquellos pueblos, obtuvo al fin el envío de una división de seiscientos hombres y una comisión en su persona para persuadir de las ventajas de la unión y conceder a nombre del gobierno gracias y seguridades a los que quisiesen reconciliarse. No os digo, compatriotas, que se lo preguntéis al mismo camarista, porque me fío tan poco de su verdad como de su honor (el que conozca la conducta actual del señor camarista no hallará exaltadas mis expresiones a su respecto) pero son testigos de lo que os aseguro todos los ministros de estado y jefes militares del tiempo a que me refiero; lo es el mismo coronel Montes de Oca, que mandó en jefe aquella división; y sobre todo en secretaría deben encontrarse las instrucciones que le di y ellas manifestarán mis intenciones. Aquella condescendencia, imprudente a la verdad por mi parte, y única mancha que reconozco en mi administración, encendió de nuevo la discordia y ocasionó una repetición de actos hostiles que pusieron en formal empeño el poder del gobierno. Para terminar una contienda por tantas veces azarosa para nuestras armas, resolví sujetar los caprichos de la fortuna a la superioridad de las fuerzas, y puse en rápido movimiento el ejército del Perú. En efecto, cerca de cinco mil veteranos tenían ya asegurada la destrucción de las fuerzas de Santa Fe y Entre Ríos, cuando estos jefes pidieron un armisticio con las más solemnes protestas de la sinceridad de sus deseos por establecer una paz permanente. El general Belgrano, que mandaba en jefe nuestras fuerzas, admitió el armisticio y yo lo ratifiqué sin trepidar. Con otro enemigo habría sido menos fácil y hubiera ciertamente aprovechado la actitud ventajosa de nuestras armas, pero la consideración de que el más favorable resultado sería siempre fatal a la causa general del país, me hizo aventurar mis justas desconfianzas a la esperanza lisonjera de poner un término a nuestras sangrientas disensiones. En secretaría se encontrarán las instrucciones que di a los dos comisionados que mandé para los tratados que debían celebrarse a virtud del armisticio: ellas en pocos artículos eran reducidas a autorizarlos para conceder a los discordes todo cuanto estuviese en la esfera del poder supremo y fuese compatible con la dignidad del estado, porque mi intento y mi deseo eran restablecer la concordia sobre bases tan ventajosas para los pueblos de Santa Fe y Entre Ríos, que su propio interés asegurase la permanencia. He dicho, compatriotas, que fui imprudente en ceder a las instantes solicitaciones que se me hicieron para mandar las fuerzas auxiliares a Entre Ríos, porque yo estaba persuadido de que la paz, el comercio y la frecuente mutua comunicación destruirían al fin ese funesto encono que los orientales nos conservaban, y que el ejemplo del orden, de la seguridad y de la prosperidad, que disfrutaban los pueblos unidos, obraría más eficazmente en sus ánimos que el poder de las armas; pero nunca concederé que fui criminal, porque era un deber del ministerio que ejercía propender a la total unidad del territorio, y porque mis intenciones al mover aquella expedición fueron más de favorecer que de ofender, de aumentar que de destruir.

Me acusa el señor Sarratea de tirano por la separación que hice de algunos individuos inquietos que conspiraban contra el orden del interior mandándolos fuera del territorio de las provincias. Yo me acuso a mi vez de débil, pues si no lo hubiese sido no habría el señor Sarratea violado todas las leyes del estado: atropellado, perseguido y aprisionado a los más respetables magistrados y ciudadanos; publicado infamemente los más sagrados secretos de la nación; acto, compatriotas, el más atroz, escandaloso y criminal que conoce la historia de los pueblos civilizados; disuelto todos los cuerpos militares; destruido todo nuestro armamento; dado franca herencia y aun auxilios pecuniarios a los prisioneros españoles, que han costado tanta sangre de virtuosos americanos y que todos los gobiernos anteriores han conservado como un trofeo glorioso de vuestro valor, aniquilado y deshecho el crédito nacional ; cubierto de envilecimiento y vergüenza el nombre sudamericano; entronizado la licencia, el robo y la muerte; hecho el espanto de todas las familias y la desolación de la provincia de Buenos Aires; destruido en suma todas las costumbres y establecido la corrupción general.

Si no es cierta la relación de estos males cargadlos sobre mí, compatriotas, pero si ellos son positivos, si ellos arrancan hoy tantas lágrimas de dolor al pueblo que su aliento infesta ¿cómo podré yo sufrir que este hombre funesto me acuse de tirano y me despoje de mis bienes y hasta de los muebles del uso y comodidad de mi esposa? ¿Cuáles son mis delitos y quién es él para juzgarme? ¿De dónde o de quién ha tenido esa facultad? (…)

¿Cuáles son los hechos que me caracterizan malvado en el concepto del señor Sarratea? No serán seguramente los de mi vida privada, porque mis fragilidades ni atacan las costumbres públicas ni ofenden la decencia, y sabe bien don Manuel de Sarratea que yo no cambiaría por la suya mi conciencia. Es, pues, sin duda, de los públicos que este señor habla: y como afortunadamente en los diez años de nuestra revolución casi siempre he tenido la honra de estar a la cabeza de provincias, de ejércitos o de todo el estado, nadie mejor que los pueblos mismos, desde el Perú hasta el Río de la Plata, que me han conocido personalmente, podrán decir si merezco el nombre de malvado.

Para persuadir de que yo he usurpado la hacienda del estado y para despojarme de mis bienes ha hecho publicar por sus agentes que yo he usado en mi provecho particular las sumas de que el congreso nacional me había facultado disponer para gastos reservados del estado. Es positivo que yo tenía esta facultad y que, si hubiera sido capaz de abusar de ella, habría podido hacerlo sin el menor riesgo de responsabilidad por la calidad de usos a que se destinaban estas sumas. Pero que se confundan mis detractores al leer la exposición número 3, que dirigí en carta al señor Gazcón y a otras varias personas de la capital luego de que tuve noticia de esta injuriosa calumnia; que diga el señor Sarratea si es así que él ha administrado las fortunas particulares y los intereses públicos que ha tenido en sus manos. Y como para proceder al embargo de mis bienes, que ejecutó el 28 de abril próximo pasado, necesitaba también engañar la rectitud pública para cubrir una violencia de que sólo él ha sido capaz en todo el curso de nuestra revolución, hizo que se publicase dos días antes en la gaceta del 26, número 109 un comunicado, que por sus conceptos ofensivos, por sus injustísimas imputaciones y por su estilo rudo y grosero sólo puede haber sido concebido por el señor Sarratea y dado a luz por la sangrienta y bien conocida mano de don Pedro José Agrelo. (…)

Si es cierto, que «aun estando abierto el puerto para el Paraguay, no se dejaban llevar harinas para aquel mercado, y para el de la Colonia, sino por mano del que fue cónsul francés», debe saberlo todo el comercio de Buenos Aires, cuyos intereses eran atacados con esta exclusiva; y debe haber constancia de este monopolio en los registros de aduana y de resguardos; y en mis decretos en secretaría.

La autoridad suprema no intervenía ni juzgaba en los contrabandos; y sólo por un acto arbitrario, y por un abuso del poder, habría «hecho devolver los apresados»: si hay uno igual en el tiempo de mi mando, yo soy más embustero y despreciable que el autor del comunicado, que me insulta: y para verificarlo, hablen los guardas, a quienes mi arbitrariedad privó de la parte que les pertenecía; y aparezca ese expediente que califica mi injusticia.

Tan falso como todo lo antecedente es el «comercio de billetes» que me atribuye por «segunda mano» y sólo en su descaro, y poca vergüenza conocida cabe, el suponer, que yo «recibí de Cabrera Nevares once mil pesos en moneda, y que los introduje en billetes en las cajas del estado»: sólo también de un hombre sin pudor puede esperarse, que afirme «que yo he confesado esto mismo en los autos de la materia»; cuando, si hay tales autos (cosa que yo ignoro), ellos mismos mostrarán el embuste, la calumnia y la negra perversidad del autor del comunicado.

Me atribuye inicuamente «la licencia concedida para el establecimiento de la ruleta por el premio de mil pesos mensuales para la logia, a mas de otros mil para la policía». Habla en esto el comunicador de un hecho capaz de sorprender a los que no estén en antecedentes; y mi justificación propia pide aclaraciones. Por mucho tiempo, por ciudadanos respetables, por el mismo don Manuel Luis Oliden, entonces gobernador de Buenos Aires, y actualmente secretario universal del señor Sarratea, y en muy repetidas ocasiones se solicitó mi licencia para el establecimiento de la ruleta; pintándomelo como un juego inocente y aun de utilidad para las buenas costumbres. El empeño, que advertía, aumentó mis desconfianzas, y mandé que se trajese a mi presencia. Una ojeada me dejó conocer su calidad usuraria; y prohibí terminantemente su establecimiento. Una desgracia acaecida en mi salud ocasionó mi separación del mando, y mi retiro a mi casa de campo por dos meses. El congreso nombró para mi substituto por este término al señor general Rondeau; y una de mis expresas prevenciones al separarme de la capital, fue la de que no se dejase sorprender por los solicitantes de la ruleta. A mi regreso al gobierno encontré que dos o tres días antes se había establecido esta casa de ruina pública: reconvine a mi substituto y se me disculpó no recuerdo en qué términos. Se me dirá que yo debí atajar su continuación; y en efecto tal fue mi voluntad, y la del excelentísimo Cabildo que así lo solicitó: pero como todo está sujeto a fórmulas, se inició para ello un expediente, que según recuerdo, quedó en vista al asesor general a mi separación del gobierno. Resulta, pues, que si hay algún culpado en esto, no lo soy yo, compatriotas: y el comunicador debió a lo menos haber recordado que yo no mandaba, ni me hallaba en la capital, cuando se concedió esta licencia, para no atribuirme con tanta ligereza e injusticia sus perjudiciales efectos.

Si el haber mi capataz mandado a la plaza en muy pocas ocasiones algunas legumbres y frutos tempranos de mi chacra es un crimen, juzgadlo vosotros, compatriotas. ¡Ojalá que el comunicador se ocupase en cultivar y vender legumbres, y en hacerse siquiera en esto útil, para no ser un perdulario tan gravoso, y perjudicial a la sociedad!

Por lo demás, son numerosos y bien conocidos los testigos que os he citado: y yo consiento, ciudadanos, si se me comprueba uno solo de los crímenes que me atribuye el comunicador, los deis por positivos todos; consiento en que carguéis para siempre de ignominia mi nombre y el de mi familia; y juro presentaros mi cabeza, para que venguéis en ella el delito de haber engañado vuestra confianza, luego que cese el imperio de la impostura y de la maldad. Para entonces también me reservo a perseguir ante la ley a mi injusto calumniador: no para pedir castigos y venganzas, que desconoce mi corazón en su interés privado, sino para que lo conozcáis, y lo despreciéis; para que me conozcáis, y me hagáis justicia.

No es menos injusto el empeño con que el señor Sarratea quiere personificar la pasada administración en mi individuo; y persuadir a los pueblos de que yo soy el autor, casi exclusivo, de todos los males que en efecto se han experimentado, o que él ha figurado. Yo no os diré que mi administración fue perfecta, ¡cuándo lo han sido las obras de los hombres! pero sí puedo gloriarme de que fue el gobierno más pacífico, el más regular que se había experimentado en todo el curso de nuestra revolución, y también el más afortunado para la causa de la independencia. Os diré que hacía ocho meses que me había separado voluntariamente del directorio; que el señor general Rondeau era el jefe supremo; que yo vivía casi siempre retirado en el campo y que no tenía la menor intervención, influjo ni aun conocimientos en los negocios públicos; y sin embargo de esto ¡nadie sino yo formaba la administración depuesta! ¡Nadie sino yo era el causante de todos los males públicos! Es bien notorio que toda la cadena de azares y desgracias que se han sucedido en estos últimos tiempos, no empezaron a sentirse, sino después que yo me separé del mando: recordad esta circunstancia, compatriotas, para no ser tan injustos conmigo como lo es el señor Sarratea.

He sabido también que el camarista Oliden tuvo la osadía de asegurar en casa del ciudadano don Juan Miguens y delante de varias otras personas respetables, que lo atestiguarán en caso necesario, que yo me había usurpado ingente cantidad de miles de una propiedad española, que perseguía don Miguel Cabrera Nevares. Es preciso tener toda la impudencia de un impostor, para imputar crímenes a la más justificada conducta.

Disculpad, compatriotas, si os molesta mi pesadez: interesa a mi honra y debo desvanecer hasta las sombras, que la obscurezcan. (…) Mis enemigos (…) han recurrido a las de la más negra calumnia. (…) Han hecho heridas positivas a mi crédito, sorprendiendo la credulidad de algunos hombres de bien, que no han tenido proporción de conocerme, ¡tan fácil es presentar la virtud como sospechosa y dar a los servicios el color de crímenes mostrándolos bajo un falso punto de vista! Pero, si esa credulidad es imparcial, que busque la verdad en los hechos que le manifiesto, en los testigos que le cito y en los documentos a que me refiero. (…)

Puedo, entretanto, jactarme con vanidad ante el juicio público de que mientras ejercí el poder supremo no he hecho intencionalmente el más leve mal a la causa pública ni a los intereses particulares. Mis acciones llevaron siempre por norte el deseo del bien, y procuré ejecutarlo, hasta donde lo permitía la política interior del país, sin examinar si debía resultarme de esto reconocimiento o ingratitud, gloria o vergüenza.

Montevideo, 3 de mayo de 1820.

Juan M. de Pueyrredón.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar