Papeles de Macedonio


Fuente: Francisco Urondo, La Opinión Cultural – Domingo 27 de febrero de 1972, pág. 5.

«El universo y yo nacimos el primero de junio de 1874”. “Nací tempranamente en una sola orilla (aún no me he secado del todo) del Plata”. “Me encontraba en Buenos Aires a la sazón”. “Era en 1875, era el año de la revolución del 74”. “Pocas personas empezaron a vivir tan jóvenes”. “Durante un minuto fui el americano menor de edad”. “Nací el primero de octubre de 1875 y desde ese desarreglo, empezó para mi un continuo vivir”.  Con razón, César Fernández Moreno, en su libro Introducción a Macedonio Fernándezcomenta: “El nacer es para él una fiesta”.

En verdad nació Macedonio Fernández –de cuya muerte se acaban de cumplir 20 años– por el setenta y tres o el setenta y cinco, cuando nacieron Chesterton y Leopoldo Lugones. El padre de José Luis Borges también nació por ese entonces y fue su amigo, como la era Juan B. Justo. A otro político, Gabriel del Mazo, dirigente de la Reforma Universitaria de 1918, lo unían lazos de parentesco: eran primos.

La revista El Hogar acostumbró a publicar trabajos de humoristas extranjeros y Macedonio fue incluido como tal; a la semana siguiente, apareció una carta que había enviado a la redacción y en la que sostenía que lo único que tenía de uruguayo era la nacionalidad que le habían endilgado, era haber vivido toda su vida en Buenos Aires. Su hijo Adolfo de Obieta aclararía varias décadas después de ocurrido este episodio, que la familia de su padre está radicada en el país desde hace diez generaciones aproximadamente.

Para Oliverio Girondo, Lugones era un orador y Macedonio Fernández, hombre de pocas palabras: “Sólo hablaba cuando tenía algo que decir; escuchaba, escuchaba mucho”. Quienes lo conocieron, admiraban la gran atracción de su personalidad, la agudeza de su inteligencia, el vuelo de su imaginación, su carga humana.

Con Julio Molina y Vedia fundó –en tierras que éste tenía en Paraguay– una colonia anarquista; pretendía vivir plenamente de la naturaleza y siempre fue fiel a este criterio: necesitaba tener cerca un árbol, un río. “Nunca tomó remedios”, cuenta su hijo Adolfo. Sostenía que el hombre –recordó alguna vez Girondo– debía  comer cuando tenía hambre y dormir cuando tenía sueño. Viejo insomne, no encontraba dificultades en practicar esta técnica, pero el problema le surgía con la comida: “Uno sabe que tiene hambre, el problema es acertar con la comida que uno realmente tiene ganas de comer; descubrir cuál es”.

Luego de su experiencia anarquista-guaraní, se casa en 1902 con Elena de Obieta; cuando ella muere, dieciocho años después, cuando “alcanza su máxima virtud”, arranca uno de los más bellos poemas que haya escrito Macedonio Fernández: Elena Bella MuerteViudo ya, se pierde, al decir de Ramón Gómez de la Serna, “en el bosque de la vida”; inmerso en una peculiarísima percepción de la realidad, no estará seguro de vivir –“si vivo”, dirá–, aunque lo haga a su manera durante más de treinta años, hasta morir el 10 de febrero de 1952.

“Abogado a los veinticinco años ejercí mi amena profesión durante veinticinco años sin empleos del Estado”, dato al parecer inexacto ya que habría sido fiscal en Misiones de donde lo echaron porque no acusaba a nadie.

De sus andanzas por “el bosque de la vida”, poco se sabe; después de tantos años de matrimonio en los que amó a su bella mujer, muerta ella, al parecer nunca intentó formar una nueva pareja. “Nadie le conocía nada –comentó algún amigo suyo–, señal de que algo debía tener”. Girondo fue más preciso; recordó que vivía en la calle Lavalle, por donde circulaban entonces las prostitutas; Macedonio elegía, invitaba a subir y ponía a disposición de la mujer todo el dinero que tenía. “Cuando se acaba, te vas”, les decía, y nunca ninguna llegó a estafarlo porque las trataba como si cada una de ellas fuera la compañera de toda la vida, su mujer”.

Una se lo llevó a vivir a un invernadero y allí feliz pasaba Macedonio las horas esperando que llegara, trayéndole alguna comida. Estaba en la gloria en ese lugar calentito, en ese tibio invernadero, ya que eran proverbiales sus camisetas superpuestas, los diarios interpolados en las prendas interiores, para no perder temperatura.

Era terriblemente friolento, “Somos peces del aire”, le escuchó decir Juan L. Ortiz; tenía predilección por los ambientes húmedos, pero básicamente tenía frío hasta la obsesión. Su hijo Adolfo interpreta que esta obsesión era subjetiva. Pudo ser histórica: falta de sustento para su vuelo.

Es el frío que puede sentir un hombre que está demasiado solo; un hombre que se adelantó imprudentemente a su época. Así, a Juan Carlos Paz – cuando éste no soñaba con la música dodecafónica – le planteaba la incomodidad que él sentía con el ritmo; le molestaba esa división simétrica, inflexible de la música. Por eso se pasaba horas buscando con su guitarra los acordes fundamentales. A lo mejor por razones parecidas no publicó nada entre los años 1905 y 1922; luego dirige con Jorge Luis Borges la revista Proa y, más tarde, colabora en Martín Fierro hasta que deja de salir en 1927. Macedonio vuelve a publicar recién en 1945, cuando sus hijos Jorge y Adolfo sacan Papeles de Buenos Aires.

Consecuentemente sus libros comenzaron a salir dispersos. No todo es vigilia la de los ojos abiertos fue editado en 1928 por Manuel Gleizer, en el volumen VI de la colección Índice; el libro lleva como subtítulo: Arreglo de papeles que dejó un personaje de novela creado por el arte. Deunamor el No Existente Caballero, el estudioso de su esperanza.

Al año siguiente fue publicado Papeles de recienvenido en la colección Cuadernos del Plata que dirige Alfonso Reyes –de la Editorial Proa–. En 1940, en Santiago de Chile, la editorial Ercilla publica Una novela que comienzay un año después de su muerte, aparece en México, en la editorial Guarandauna colección de poemas.

Su obra es reducida, se conoce mal, quienes estuvieron cerca suyo sostienen que escribía sobre papeles ya escritos. Que escribía y tiraba al fuego. Que algunos de esos papeles se habrían salvado en virtud de los cuidados, de la intercepción que sus hijos hacían entre Macedonio y las llamas. De todas maneras, según parece, se han perdido numerosos textos, sin contar letras de “cifras” y otros motivos camperos que componía incansablemente en su magnífica guitarra. Recién diez años después de su muerte, sus libros comenzaron a tener difusión.

Sus anécdotas constituyen una abundante producción paralela que va elaborando una suerte de enigmática e inocente leyenda. Se dice que en una discusión defendió a Eva Perón y comparó su ignorancia con la de Juana de Arco, que tampoco había recibido una educación demasiado esmerada. Con el pintor Xul Solar, inventor de juegos como horóscopos combinados con el ajedrez, se divertía hablando el “neo-criollo” que Solar había concebido.

Girondo cuenta que una noche en que se agasajaba, en su casa de la calle Suipacha, a Juan Ramón Jiménez, apareció Macedonio; la gente corrió a recibirlo y se quedó rodeándolo y conversando con él, porque en esa época no se lo veía mucho: “El problema era que olvidaban a mi invitado –recordó Girondo–, que se estaba quedando solo. Hasta que, por fin, logré sentarlos juntos; entonces respiré”.

En 1927, con motivo de la nueva candidatura presidencial de Yrigoyen, organiza una especie de campaña electoral en la que se propone como candidato. Es más simple, a su entender, ser presidente que lustrabotas, ya que a nadie se le ocurre lo primero y a todos lo segundo.

Organiza así la campaña contando con la complicidad de “los muchachos” de Martín FierroLo curioso era que el objetivo consistió en crear el desconcierto general. Para lograrlo cabalmente se proponían la instalación de salivaderas móviles, escaleras de peldaños desiguales, solapas desmontables que quedaran en las manos agresivas del primer “solapeador” que se pusiera a tiro.

“Siendo así y lo demás de otro modo, es casi seguro que las continuaciones alargan los artículos y también que todo hombre creyó alguna vez tener en su poder la manida de este quejadero redondo y que no hay en Buenos Aires esquina tan larga que permita esperar en ella todo el tiempo necesario para catalogar cuantos proyectos se le ocurrirían a tal hombre de lo que haría y desharía con el mundo en que nosotros estamos tan tranquilos. En fin, en un país de pastores con diez generaciones de dieta cárnea en que se permite comer remedio y se prohíbe comer carne, hay motivos de entretenerse…”

Sus chistes, sus burlas “un prólogo que comienza enseguida es un gran descuido, el preceder que es su perfume, se le pierde, como el futurismo que se practica genuinamente solo dejándolo para más tarde” –más que una elusión de leer cuentos árabes me arrastró en la adolescencia, por ignorar que eran sólo 1001, a seguir leyéndolos después de concluidos; se me avisó más tarde que lo que leía era después de terminado y así continué devorando cuentos que encontré abundantes en la Moral, en la Historia; el cuento del Progreso, el de la abnegación de los políticos, los religiosos, los propagandistas de cualquier cosa desinteresada, la felicidad del bueno, el arrepentimiento del malo, la concordancia última entre la convivencia individual general, o utilitarismo, el orden del Universo y otros milagros de la abundante “fe” de los hombres de ciencia, tan exigente con los milagros populares”.

La propuesta supone de esta manera una crítica; no es una ocurrencia en el aire: “Las cosas existen hasta que uno se oculta de ellas”. Ofrece a los demás su “dudar y variar”, propone el movimiento más que los fines. El ejercicio de la vida, el asombro ante los cambios: “No sé si existe Dios y no admito que haya castigos y bienaventuranzas, pero creo firmemente que la chispa que arde en nosotros no puede ser aniquilada y que tiene un destino más consolador que la caza del oro”, escribía Macedonio Fernández a su tía Ángela en una simple correspondencia doméstica.

Su actitud al rechazar fines utilitarios lo coloca en el espíritu de una cultura comprimida que busca consecuentemente su liberación; en la cultura argentina. Y así se enrola también en el circuito propuesto por los grandes movimientos renovadores de este siglo; es el primero en hacerse cargo íntegramente, adelantándose un poco, sin saberlo tal vez, a las propuestas dadaístas y surrealistas: hacer de la poesía una forma de vida.

“Solo es belarte aquella obra de la inteligencia que se proponga no un tópico o faz de la conciencia, sino la composición de la certeza del ser, de la conciencia en un todo y que para ellos no se valga nunca de raciocinios”. Al criterio modernista de una percepción artística sensorial, opone un nuevo concepto globalizador. Dice “inteligencia” y “conciencia”pero también “pasión”“Sólo reverencio la Pasión, y tú, joven, eres ella”.

Sin ahogar su lucidez, tuyo la grandeza de remitirse –a lo mejor también sin saberlo– a las pautas de una realidad continental: la pasión que se hace inteligencia, el arranque espontáneo que se sistematiza, la furia que consagra un mecanismo de emancipación.

La seriedad de sus preocupaciones –o de sus penetraciones–, nunca lo arrastraron a la solemnidad. Tampoco fue hombre sentencioso: renovador de las técnicas verbales, forzando siempre la palabra que, exigida, va dando a su vez forma a una idea. También supo rastrear en la respiración de otras épocas –así los aires de Garcilaso o Quevedo que suelen tener sus poemas–, desembocando en un sentido de la muerte que no engendra sus angustias; es una forma de ver la vida sin resignaciones.

En su obra hay carencia de culpa y de autocompasión. El futuro resulta, así, menos antológico que cósmico, más universal que esotérico.