Navegando con Magallanes y Caboto


Autor: Felipe Pigna

Las primeras expediciones europeas al continente americano fueron motivo de despiadadas disputas. Alentados por riquezas visibles e imaginarias, peleaban por los derechos sobre los territorios descubiertos y por descubrir.

Una de las principales preocupaciones de la Corona española a comienzos del siglo XVI era evitar que los portugueses se le anticipasen en el descubrimiento del anhelado paso interoceánico. Y qué mejor para lograrlo que recurrir a un piloto portugués. Así fue contratado don Fernão de Magalhães, que con su pase de equipo pasó a ser conocido como Hernando de Magallanes. Como era costumbre de la monarquía española, el dinero para financiar la expedición debían aportarlo los interesados y Magallanes consiguió que el rico comerciante Cristóbal de Haro se convirtiera en su socio capitalista en la aventura.

La expedición de Magallanes llegó a la bahía de San Julián, en la actual provincia de Santa Cruz, en marzo de 1520. Parodiando premonitoriamente a otro futuro capitán, pero ingeniero, el capitán portugués decidió que «había que pasar el invierno» y esperar la primavera. Los marinos comenzaron a asombrarse con lo que veían, como lo refleja este texto del cronista de la expedición, el italiano Antonio Pigafetta:

«Un día en que menos lo esperábamos se nos presentó un hombre de estatura gigantesca. Estaba en la playa casi desnudo, cantando y danzando al mismo tiempo y echándose arena sobre la cabeza. El comandante […] mandó darle de comer y de beber, y entre otras chucherías, le hizo un gran espejo de acero. El gigante, que no tenía la menor idea de este mueble y que sin duda por vez primera veía su figura, retrocedió tan espantado que echó por tierra a cuatro de los nuestros que se hallaban detrás de él. Le dimos cascabeles, un espejo pequeño, un peine y algunos granos de cuentas; enseguida se le condujo a tierra, haciéndole acompañar de cuatro hombres bien armados» 1.

Algunos dicen que de aquí deriva el nombre de toda la zona sur de Argentina conocida como Patagonia, porque los hombres de Magallanes llamaron «patagones» a esos habitantes originarios. Cuando Magallanes arribó a San Julián advirtió las primeras señales de cambio de clima. Muchos marinos temían que yendo más al sur podían caerse del mapa y organizaron un cruento motín.

Magallanes tomó drásticas medidas: dos capitanes, Luis de Mendoza y Gaspar Quesada, fueron pasados por el filo de la espada; Juan de Cartagena y el cura Pedro Sánchez Reina quedaron abandonados en la costa, tocándoles en suerte una muerte diferida. Logró sofocar este motín y ponerle su nombre al famoso estrecho. Pero, como Solís, no pudo disfrutar de la gloria. Murió en el viaje y fue reemplazado por su lugarteniente, Juan Sebastián Elcano, que sí logró llegar al puerto de Sanlúcar de Barrameda, Cádiz, con sólo diecisiete  sobrevivientes y pudo contarle a Carlos V las peripecias de la travesía y los interesantes negocios que podrían abrirse para el imperio.Entre las tierras pletóricas de potenciales negocios estaban las Molucas, repletas de las más amplias variedades de especias que se pudiera imaginar.

Pero no será Elcano el que haga buenos negocios con sus descubrimientos, sino su reemplazante, el marino veneciano educado en Inglaterra Sebastián Caboto, nombrado piloto mayor del reino a la muerte de Solís. Sebastiano Caboto era hijo de Giovanni, más conocido como John Cabot, por haber prestado servicios a la corona inglesa realizando expediciones a las costas norteamericanas desde 1497.

Caboto le propuso al emperador un minucioso plan para apoderarse de las Molucas y ponerlas rápidamente a producir. Carlos se entusiasmó y aprobó el proyecto, no sin antes emitir una real cédula contra el descontrol sexual a bordo. Caboto zarpó en 1526, dispuesto a cruzar el estrecho de Magallanes. Pero primero pasó por las Canarias y, lejos de los controles reales, embarcó unas cuantas «mujeres enamoradas», que era como se llamaba en aquel entonces a las prostitutas. Cuando llegó a Santa Catalina, cerca de la actual Florianópolis, escuchó por primera vez la leyenda que cambiaría su vida. Hablaba de un rey blanco que habitaba en un palacio con paredes de plata y cargado de tesoros. Caboto trocó las Molucas por la aventura del Río de la Plata.

Bajando por el Atlántico, lo sorprendió ver a un hombre con ropas europeas: era Francisco del Puerto, el único sobreviviente de «los de Solís». Del Puerto había convivido con charrúas y guaraníes, que habían logrado que la leyenda se transformara en su cabeza en una realidad cercana. Caboto lo incorporó a sus huestes y juntos surcaron el río que los indios llamaban Paraná y que los europeos, a falta de mejor nombre, decidieron aprender a nombrar.

En la confluencia con el Carcarañá fundaron el fuerte Sancti Spiritu, la primera población española en tierras argentinas. Pero Caboto tenía la idea fija y no tenía tiempo para andar poniendo placas recordatorias. Dejó en el fuerte a treinta hombres intensamente armados, poniendo en práctica la lección aprendida desde Solís, y partió en busca del rey blanco. Carlos V seguía esperando alguna noticia sobre las Molucas. De manera que se impacientó y mandó a averiguar qué le había pasado a Caboto. La expedición «de rescate» estaba al mando de Diego García, antiguo compañero de Solís, y llegó a estas playas en febrero de 1528. El encuentro derivó en una feroz pelea, hasta que García entendió que le convenía bajar el copete y hacerse amigo de Caboto a cambio de una participación en las ganancias, que total el emperador Carlos no tenía cómo enterarse. Rápidamente, las dos expediciones unificadas comenzaron a navegar por el río Paraguay hacia el norte.

Los de Sancti Spiritu comenzaron a maltratar y a esclavizar a los indios y éstos, al mando de los caciques Siripo y Marangoré, respondieron como corresponde a quien defiende lo suyo: atacaron el fuerte el 2 de setiembre de 1529, hasta no dejar más que ruinas. Muchos años después, el capitán Monasterio, armero del ejército de Manuel Belgrano, bautizó a uno de sus cañones con el nombre del jefe guerrero Marangoré, en homenaje a su heroica resistencia a los invasores.

Ingeniosamente, y para demonizar a los habitantes originarios, el cronista Ruy Díaz de Guzmán inventó el mito de Lucía Miranda, la bella esposa del oficial invasor Sebastián Hurtado, uno de los jefes que regularmente salían a la caza del indio desde Sancti Spiritu. La leyenda, que remitía a varios episodios similares de la Ilíada y la Odisea, cuenta que el «malvado cacique» Marangoré y su hermano Siripo atacaron el fuerte y mataron a todos sus ocupantes. Les perdonaron la vida a Lucía, a otras cinco mujeres y a los niños.

Pero Marangoré y su hermano Siripo se enamoraron perdidamente de Lucía. Hurtado, que no estaba en el momento del ataque, se dejó apresar para tratar de rescatar a su mujer y fue condenado a muerte. Siripo lo perdonó tras las súplicas de Lucía, que le juraba que ya no deseaba a su marido. A los pocos días la pareja de españoles fue sorprendida in fraganti; Lucía fue a parar a la hoguera y Hurtado fue lanceado. El historiador Vicente Fidel López desmiente categóricamente la veracidad de la leyenda. Lo cierto es que de Sancti Spiritu sólo quedaron leyendas y cenizas. Enterados Caboto y García de lo sucedido, se apresuraron a regresar, pero llegaron tarde. De los doscientos, sólo veinte arribaron vivos a Sevilla el 22 de julio de 1530, y lograron difundir la noticia de que habían llegado hasta muy cerca de las tierras del rey blanco. A poco de llegar, Caboto y García comenzaron a pleitear entre ellos por los derechos sobre los nuevos territorios «descubiertos» y las prerrogativas para armar una expedición que llevara a uno de los dos a las míticas tierras del rey blanco.

Harto de las disputas, Caboto se mudó de corte y se puso al servicio de Eduardo VI, nuevo rey de Inglaterra, quien en 1547 lo nombró piloto mayor de Inglaterra. Desde aquel cargo impulsó la exploración del Canadá, iniciada por su padre. Creó y presidió la Compañía Real de los Mares del Norte, encargada del comercio inglés con Rusia. A su muerte, dejó una colección de notas y mapas de gran importancia, que la reina María Tudor entregó a su marido, Felipe II de España. No sabremos nunca qué hubiese opinado Caboto de estas vueltas de la vida.

Referencias:
1 Antonio Pigafetta, Primer viaje en torno del globo, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1971.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar