Los estragos en Hiroshima y Nagasaki 20 años después


¿Por qué se tiró la bomba atómica en Japón? ¿Fue una decisión militar de ‘último recurso’? ¿O fue una decisión geopolítica mirando hacia Moscú, que dio inicio a la Guerra Fría? Luego de lo que puede ser considerado el acto terrorista más grande de la historia mundial, la madre del presidente estadounidense Truman comentó: “Me alegra que Harry haya decidido terminar la guerra. No es un hombre lento. Llega pronto adonde va”.

Mientras las tropas soviéticas y norteamericanas avanzaban hacia Berlín, el 1° de mayo de 1945, Hitler se quitó la vida y tres días después Alemania se rindió. Pero las batallas del Pacífico continuaron durante varios meses. Allí, la flota norteamericana avanzaba hacia el Japón, país que en 1941 había bombardeado Pearl Harbor, lo que significó el ingreso abierto por parte de Estados Unidos a la contienda bélica.

Sin la mediación soviética, el nuevo presidente Truman y Winston Churchill, desde Potsdam, exigieron el 26 de julio de 1945 la rendición japonesa, advirtiendo que si no lo hacía, pagarían con la “destrucción total”. Poco antes, el ejército norteamericano había probado la bomba atómica y la amenaza era concreta, también para los aliados, en vistas a los próximos acuerdos de paz.

El 6 de agosto, la aviación norteamericana arrojó la bomba atómica sobre la ciudad de Hiroshima, al sur del Japón. El 14 de agosto, Japón aceptó las condiciones de Potsdam y el 2 de septiembre firmó una rendición formal. En Hiroshima, unas cien mil  personas  murieron en el acto, mientras más de 300 mil resultaron heridas, y fallecieron de forma horrible semanas o meses después. Casi todos eran civiles. Algo similar sucedió en Nagasaki tres días más tarde, el 9 de agosto de 1945. Todavía hoy se sienten los efectos radiactivos y las mutaciones genéticas. Meses antes, Tokio había sido también bombardeada con bombas incendiarias, en el raid aéreo más destructivo de la historia, que mató a más de 330 mil personas.

De esta forma, los países de la civilización y el liberalismo, pusieron fin a una guerra y Estados Unidos dejaba definitivamente atrás su política de aislamiento en el continente. El avión B-29 Enola Gay, que arrojó la bomba sobre Hiroshima, todavía permanece en exhibición en el Museo Nacional del Aire y el Espacio norteamericano.

Recordamos aquel luctuoso acontecimiento  con algunos fragmentos de un artículo publicado en la Revista Primera Plana en julio de 1965. El entonces jefe de redacción de la revista, Tomás Eloy Martínez, recorrió las ciudades bombardeadas veinte años después y dejó un escalofriante testimonio de los estragos de la hecatombe.

Fuente: Revista Primera Plana, 20 de julio de 1965.

Desde Hiroshima y Nagasaki

Los sobrevivientes de la bomba

El 6 de agosto de 1945, a las 8 y cuarto de la mañana, la Era Atómica empezó con un estallido, en la ciudad de Hiroshima, Japón. En el primer segundo, 300 mil grados de calor inundaron la Plaza de la Paz, y cien mil personas cayeron muertas. El 9 de agosto, a las 11 y dos minutos, otra bomba más poderosa todavía —de plutonio— arrasaba el valle de Urakami, en Nagasaki, donde la población cristiana era dominante. Se había desviado tres kilómetros al este de su objetivo, los astilleros Mitsubishi, y el cataclismo fue por eso menos grave; 25 mil muertes instantáneas y 130 mil heridos. Lo que sigue es el relato que escribió el jefe de redacción de Primera Plana, Tomás Eloy Martínez, luego de recorrer largamente las dos ciudades, de hablar con decenas de sobrevivientes y de recoger la opinión de los médicos especializados en la enfermedad atómica.

Bajo el cenotafio del Parque de la Paz, en el vientre de un arco de cemento donde todas las mañanas aparecen flores nuevas, todavía siguen fundiéndose con la tierra los andrajos y la sangre de doscientos mil hombres; allí, junto a las cartas que dejaron a medio escribir en los hospitales de emergencia, se vuelven amarillas las sembatsuru, las filosas cigüeñas de papel que les llevaban sus amigos para desearles salud y buena suerte; allí también, en Hiroshima, dentro de un bloque de piedra, se agolpan los nombres de los que cayeron repentinamente muertos un día de verano, hace veinte años, convertidos en agua, en quemadura, en fogonazo: los nombres que ahora se consumen entre cenizas y magnolias.

Si uno se arrodilla, por entre las flores del cenotafio puede divisarse la cúpula de la Exposición Industrial, una mole de acero y mármol que se construyó en 1914. Pero ya el mármol es cansada arena que se desmorona sobre el río Motoyasu, y el acero de la cúpula, un esqueleto oxidado y retorcido, la corona fantasmagórica de una casa en ruinas. Más cerca, los cerezos lamen una especie de dedo inmenso, sobre el que una chiquilla de bronce abre sus brazos, con la cara vuelta hacia el río Ota, en las montañas. Junto a sus pies, en una hendidura hasta donde no llegan las interminables lluvias de julio, algunos cuadernos escolares fueron abandonados, como ofrenda. La chiquilla de los brazos abiertos se llamaba Sadako Sasaki y había nacido el 6 de agosto de 1945, en Hiroshima, a las 9 de la mañana, cuando su madre, cegada, llagada y sin fuerzas, no esperaba sino que ella naciera para morirse.

Sadako creció alegremente en una casa de Miyajima, a 16 kilómetros de la ciudad, y sólo cuando fue a la escuela por primera vez empezó a sentir una confusa melancolía por aquella madre que no había conocido. Le preguntó a Shizue, su prima, qué había pasado la mañana de su nacimiento. «El cielo se derrumbó y volvió a levantarse», le contestaron. Sadako aprendió a leer, a coser y a pintar muñecas de yeso; parecía fuerte, aunque a veces un súbito mareo y una llamarada de fiebre la devoraban. Otro 6 de agosto, mientras festejaba sus 12 años, cayó desmayada. Murió a las dos semanas, de una leucemia fulminante, y la fotografía de su cara dormida, entre flores y muñecas de yeso, levantó en vilo a los escolares del Japón: todos los días, de las monedas que llevaban para su almuerzo, cada uno separaba un yen en memoria de Sadako. Fue con esos yenes que se alimentó su cuerpo de bronce, entre los cerezos del parque.

“Reposen aquí en paz, para que el error no se repita nunca”, dice una inscripción en la piedra del cenotafio. Pero ahora, ya casi nadie en Hiroshima quiere averiguar de quién fue el error y por qué lo cometieron. «Vi el avión desde Kaitachi 1, a las ocho y cuarto, y me pareció que se estaba estrellando contra el Sol —repitió tres veces Goro Tashima, un pescador, en el Parque de la Paz—. La bomba no sólo cayó sobre Hiroshima sino también sobre la conciencia de los Estados Unidos. Ellos y nosotros hemos salido perdiendo en esa guerra.»

«Si Japón hubiese tenido la bomba, también la hubiera arrojado sobre su enemigo», imaginaron la señora Ooe y la señora Katsuda en el Hospital de Hiroshima. «Si la hubiésemos tenido…Pero no la tuvimos», dijo el señor Muta Suewo en el Hospital de Nagasaki. «Yo no quiero imaginar nada», protestó, en cambio, el señor Yukio Yoshioka, que tenía 15 años y estaba marchándose hacia el monte Hiji 2 cuando lo envolvió el resplandor atómico. «Sólo quiero quejarme de que la bomba mató a mi padre, y a mí me volvió inútil y estéril.»

Para que el error no se repita nunca. Ahora, en Hiroshima, las parejas se abrazan a la luz de la cúpula ruinosa, la única cúpula en pie desde aquel día en que la ciudad fue quemada por mil soles; un anillo de barcazas musicales, con sus faroles de papel, merodea por la ribera del Motoyasu, en el delta del río Ota, donde una vez cayeron todas las cenizas y las lágrimas del mundo; desde el Museo de la Paz, entre los frascos con tejidos queloides y las fotografías de criaturas transformadas en una brasa viva, se oyen los rugidos del cercano estadio de béisbol; el castillo de Mori Terumoto, que se desplomó aquella mañana de agosto como un sucio toldo de papel, está de nuevo erguido en su jardín, rehecho y resplandeciente; en sus casas, en los tranvías y en las tiendas, los hombres de Hiroshima jamás mencionan la tragedia, a menos que por azar vean sobre las espaldas o la cara de un caminante las cicatrices del feroz relámpago, el tejido gomoso y estriado que les reventó en la carne para protestar contra los cuatro mil grados de calor vomitados por el cielo. En las escuelas, los chicos sólo conocen confusamente esa historia; para ellos, el 6 de agosto de 1945 es apenas una lección de cien palabras en el libro de lectura, un cuentito fugaz que comienza del mismo modo en los textos de segundo grado y en los de quinto: «A las ocho y cuarto de la mañana, un bombardero B-29 de los Estados Unidos —el Enola Gay—, arrojó una bomba atómica en el centro de nuestra ciudad. Estalló en el aire, a 570 metros sobre el Hospital Shima. En los primeros nueve segundos, cien mil personas murieron y otras cien mil quedaron heridas.» 3

Vuelve padre, vuelve madre
Pero las cifras no sirven demasiado; las cifras dicen muy poca cosa cuando ellos, los sobrevivientes, muestran sin resentimiento ni queja, como si fueran de otro, sus ojos vaciados por el increíble resplandor, sus espaldas abiertas en canal, sus manos apeñuscadas y detenidas en una quemadura. «Yo me había levantado de una silla para hablar por teléfono —contó el señor Michiyoshi Nakushina, que era un comerciante de sake 4 en 1945—. La casa quedó llena de un fuego amarillo, y el fuego se volvió después azul y el azul se hizo rojo hasta que la ciudad, tan clara y sin nubes esa mañana, se hundió de golpe en una noche sucia».

Las cifras dicen muy poca cosa pero, a veces, lo dicen casi todo: el 6 de julio pasado quedaban 80 mil sobrevivientes de la bomba en Hiroshima, y 65 mil en Nagasaki, la sexta parte de la población completa en cada ciudad 5. Algunos vivían a más de cuatro kilómetros del estallido: sus carnes fueron vulneradas por los vidrios de las ventanas, por las vigas que se derrumbaban, por las mesas que se partían en astillas; o quedaron indemnes, con la suficiente voluntad y fuerza como para olvidar el apocalipsis. «Ahora, en el hospital, ya estoy tranquilo. Me quieren, no tengo ningún deseo especial», se resignaba Suewo-san 6, hace diez días. «Perdí mis dos hijos pequeños y perdí también el tercero, que iba a nacer en diciembre de 1945. Lo último que perdí fue el odio. Ya sólo me queda en el corazón una enorme necesidad de vivir —contaba la Señora Yaeko Katsuda—. Pero qué difícil es para nosotros vivir como los demás.»

Todos los sobrevivientes de la bomba saben que alguna oscura partícula de su condición humana les fue arrebatada aquel día de verano, hace 20 años: poco a poco fueron dándose cuenta de que estaban condenados al aislamiento y a la pobreza. Empezaron a ser sospechosos para las personas de quienes se enamoraban, a ser tratados como enfermos y engendradores de hijos débiles; durante meses —y a menudo, como Yoshioka-san, durante años enteros—, se despertaban en medio de la noche pensando que el amor y la felicidad les estaban vedados para siempre; en los astilleros, en la fábrica de automóviles Tokyokoyo y en los aserraderos de Hiroshima, sus empleadores los miraban con desconfianza, imaginando que un día de cada tres no irían a sus trabajos: de sobra sabían que la anemia, el cáncer de las tiroides, los disturbios del hígado y el cáncer de la piel acabarían por derribarlos. Y, en cierto modo, no les faltaba razón: en 1960, sobre un total de 278 gembakusho 7 hospitalizados, 58 habían muerto. Treinta de ellos estaban a más de dos kilómetros del epicentro.

No es del todo cierto que la Bomba y la muerte traten del mismo modo a los ricos y a los pobres. Hacia el Oeste de Hiroshima, sobre las márgenes del Ota, los habitantes de Burako 8vieron el 6 de agosto cómo sus míseras chozas de madera quedaban reducidas a cenizas y a escombros por el viento atómico. Desesperados, sintiéndose de repente hundidos en un infierno más abominable del que conocían, recogieron los residuos quemados de sus viejos hogares, y empezaron a reconstruirlos con fragmentos de cinc y cañas de bambú, sin permitirse descanso: esa impaciencia, esa irrefrenable necesidad de defenderse, acabó por exponerlos a más radiaciones que la gente de otras áreas, situadas a la misma distancia del Hospital Shima. Los estadísticos calculan que el 85 por ciento de la comunidad recibió una radiación nuclear residual de 5-30 roentgen, mientras que sólo el 25 por ciento de Hirosekita-machi, 500 metros más próximo al centro del estallido, quedó expuesta a la misma dosis de radiactividad. Ahora, el 44 por ciento de los burako en condiciones de trabajar vagabundean hechos andrajos en las calles, con sus nidadas de huérfanos por detrás. «Sienten la vida como un prolongado suicidio», dijo el doctor Yasuo Nakamoto, director del Hospital de Fukushima —el único de la comunidad—, hace un par de domingos, mientras la lluvia formaba nuevos ríos en las callecitas cenagosas del barrio.

Estos seres calcinados, aniquilados, temblorosos, han empezado a recortar flores de papel para el 6 de agosto. Casi siempre llovió ese día, a diferencia de 1945, y ya están acostumbrados a marchar por los puentes con sus paraguas de color naranja. Suelen ser 10 mil, pero este año esperan ser 20 mil por cada aniversario del cataclismo. Descenderán sobre la ciudad con sus grandes pancartas, con sus banderas blancas y sus tambores, por el puente sagrado de Kintai o por los dos puentes Heiwa, hacia un Parque de la Paz que estará lleno de azaleas y campanillas. «Así podremos calmar las almas de los que han muerto. Así podremos calmar nuestras propias almas», repitió Yoshioka-san, como en una letanía.

Ese no será el final de este vigésimo aniversario, sin embargo. Cinco de los 20 mil hombres, o quizá los 20 mil, si tienen fuerzas, subirán a los trenes en la estación de Hiroshima, cantarán durante las siete horas que separan esa ciudad de Nagasaki, en la isla de Kiu-shu, y marcharán en procesión hasta el estadio de béisbol, en el medio de la esplendorosa bahía donde debió caer la bomba, un 9 de agosto. Para apaciguar a los muertos, arrojarán flores y sembatsuru al mar, y recibirán la noche con sus farolitos de colores.

 (…)

El muro y los tormentos
Las cifras dicen poca cosa, pero a veces lo dicen casi todo. En enero de 1965, el 42 por ciento de los trabajadores esporádicos en Hiroshima eran sobrevivientes de la hecatombe; cada uno de ellos, por condescendencia del gobierno japonés, recibía un dólar y medio de jornal. En febrero, el señor Akira Kuboyama, licenciado en Economía de la Universidad de Nagasaki, aprobó el examen de ingreso a una de las mayores empresas de la isla Kiu-shu. Pero durante el test médico, los investigadores percibieron formaciones queloides en sus hombros, y vetaron su contrato. En abril, la señora Yamaguchi protestó ante la Comuna de Hiroshima porque uno de los huérfanos a quienes apadrinaba había debido cambiar de trabajo diez veces en un año: cuando presentaba su tarjeta de salud con el rectángulo verde era implacablemente despedido.

No les es fácil ser reconocidos como enfermos atómicos, y hasta 1957 se negó oficialmente que sus anemias y cánceres tuvieran algo que ver con la explosión. Es que el 3 de setiembre de 1945, durante una conferencia de prensa en Tokio, el brigadier general Thomas Farrell informó que «ya nadie padece en Hiroshima y Nagasaki los efectos radiactivos de la bomba. Quienes los recibieron están muertos».

Referencias:
1 Un villorio situado a 7 kilómetros al este de Hiroshima.
2 A dos kilómetros del epicentro de la explosión. Allí está actualmente la Comisión para los Daños de la Bomba A (ABCC).
3 En el momento de la explosión, la población de Hiroshima podía calcularse en 340.000 personas. El 30 de junio de 1945, 245.423 ciudadanos recibieron sus tarjetas para el racionamiento de arroz. Esa cifra excluye la población militar y los Cuerpos de Trabajo, estimado en un tercio de la cifra total.
4 Vino de arroz, de baja graduación alcohólica, entre 17 y 18 por ciento.
5 Según los últimos censos -1960-, Hiroshima tiene 431.336 habitantes, y Nagasaki 344.153.
6 San es un imprescindible sufijo de cortesía. Equivale a señor o señora.
7 El nombre con que se designa a los enfermos atómicos.
8 Una comunidad de 6.500 personas, completamente segregada del resto de la ciudad. La palabra Burako no puede pronunciarse dentro del barrio: se considera extremadamente ofensiva.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar