Los elegantes en las aldeas de la colonia


Fuente: Eizaguirre, José Manuel, Páginas argentinas ilustradas, Casa Editorial Maucci Hermano, 1907.

La escasez en todo lo relativo a los trajes durante el régimen colonial fue en muchos casos extrema, sobre todo en la región argentina. En los pueblos del Pacífico tenían más riquezas, no solamente por la cantidad de metales y minas que encontraron los conquistadores, sino también porque allá estaban todas las corrientes del comercio y los indígenas habían alcanzado grandes adelantos en la industria de los tejidos.

En algunas regiones argentinas más próximas a los distritos mineros del Perú y del Alto Perú, los peninsulares gastaron en realidad un lujo extraordinario; pero en las ciudades del litoral, sino faltó todo, sintieron en muchas épocas, escasez. Lo más caro siempre fue el artículo destinado a los vestidos. Desde luego no hubo lujo, ni se conocieron las pintorescas solemnidades, comunes desde un principio en Lima.

Los hombres mejor provistos de trajes en el Río de la Plata fueron aquellos que vinieron en la expedición de don Pedro de Mendoza, en 1536. El maestre de campo don Juan Osorio, hermoso joven con el prestigio de un valor probado, cuando lo ejecutaron diríamos mejor “asesinaron”- en Río de Janeiro el 3 de diciembre de 1535, por orden del Adelantado Mendoza, estaba vestido “con calzas y jubón de raso blanco, coleto requemado con cordones de seda, gorra de terciopelo y camisa labrada con hilo de oro”.

El episodio del asesinato se desarrolló así: Ayolas lo condujo preso a la tiende del Adelantado y sacándole una daga que Osorio llevaba, le dio puñaladas, de acuerdo con la sentencia que había firmado Mendoza, “hasta que el alma le saliera de las carnes”.

Tanto los capitanes, como los soldados que quedaron en la región argentina, de esta y otras expediciones, tuvieron que sufrir las consecuencias de su aislamiento. El Atlántico estaba cerrado para ellos, la tierra era pobre y los indios, excepción hecha de la caza y de la pesca, no tenían otros recursos, ni mayores habilidades.

Entre muchos documentos de la época se conocen cartas de hombres y de mujeres con relaciones circunstanciadas de lo que habían sufrido por carecer de ropas y otras cosas necesarias en la vida civilizada. Por no tener navajas ni tijeras, los españoles usaron el pelo largo, y lo mismo las barbas, y no era pequeño el inconveniente que les resultaba por no tener peines.

Las mujeres, para cuidar la escasa ropa, tuvieron que emplear tejidos de palma, y la imaginación, sin tender vuelos fantásticos, puede reconstruir aquellos cuadros. Siglo y medio después (1690), aunque las provisiones no eran muy notables, la gente distinguida gozaba de relativas comodidades. La falta de numerario autorizó el pago de tributos en frutos y artículos de la tierra, y acaso a esa circunstancia se debió también un relativo progreso en la fabricación de telas de algodón que eran las que servían para los trajes y vestidos.

Los elegantes eran los funcionarios de la administración, y éstos se revelaban celosos por sus exterioridades de señorío. Si un pobre de la época (siglos XVII y XVIII) hubiese salido con trajes como los que usaban “los señores de la nobleza” –así rezan las crónicas- lo habrían desnudado en las calles y por imprudente audacia habría sufrido también una prisión. Podríamos citar casos muy curiosos: ruidosas sesiones capitulares en las que se dictaron prohibiciones de carácter personal para hombres y mujeres que vestían trajes de seda “sin poderlo hacer por ser indios y mulatos”.

Los trajes que llevaban los elegantes eran diferentes, según el carácter de las funciones oficiales o recepciones; en la vida ordinaria usaban todos vestidos humildes, generalmente casacas y calzones largos de algodón y birretes de la misma tela.

Los sombreros de fieltro o castor usados en los dos siglos XVII y XVIII, eran generalmente blancos, y en el sitio donde se colocaba la cinta o el cordón, llevaban una guarnición de hilo de oro o de plata. Cuando salían con capas, los peninsulares, a diferencia de la moda en España, llevaban, dice Ulloa, “una casaca larga, hasta las rodillas, con manga ajustada, abierta por los costados, sin pliegues y llena por todas las costuras del cuerpo y mangas de ojales y botones a dos bandas, que les servían de adorno”.

La gente del pueblo, en vez de sombrero usaba un pañuelo de algodón. Esta costumbre se observa todavía en algunas aldeas españolas.

En cuanto a las mujeres, léase lo que al respecto dice el mismo autorizado viajero que hemos nombrado, quien conoció todas las ciudades americanas del siglo XVIII: “El vestuario que usan las señoras de distinción, -habla de una rica ciudad del Pacífico- consiste en un ‘Faldellín’; en lo superior del cuerpo la camisa y tal vez un jubón de encaje desabrochado y un ‘rebozo de Balleta’ que lo tapa todo y no tiene otra circunstancia que vara y media de esta tela en la cual se lían sin otra hechura que como se cortó la pieza. Gastan muchos encajes en todas sus vestiduras y telas costosas en los adornos o guarniciones de las que tienen de lucimiento. El peinado que acostumbran es en trenzas, de las cuales forman una especie de rodete, haciendo cruzado con ellas, en la parte posterior y baja de la cabeza; después dan dos vueltas con una cinta de tela, que llaman ‘Balaca’, alrededor de ella por las sientes, formando un lazo de sus puntas en uno de los lados, el cual acompañan con ‘diamantes y Flores’ y queda muy airoso el tocado. Usan de manto algunas veces para ir a la Iglesia y basquiña redonda, aunque lo más regular es ir con ‘Rebozo’”.

Los indios, indias y mestizas que tenían algunos recursos, además de sus vestidos, “aumentaban el señorío con el calzado”, lo que no era muy común porque éste era bastante caro y los zapateros generalmente viciosos, dándose casos de que funcionarios de la colonia encerraron en una pieza al obrero y lo trataron a pan y agua hasta que diera término a un par de zapatos que le habían encargado.

En el siglo XIX la revolución emancipadora en el Virreinato determinó en las altas clases pocas variaciones a este respecto: pero uno de los que conservaron el esmero colonial en su vestir, fue don Bernardino Rivadavia, de quien, recordando algunos datos apuntados por Moreno, dice don Vicente Fidel López: “El Señor Rivadavia vestía correctamente y con esmero. La casaca redonda y el espadín del traje de etiqueta oficial que de diario llevaba cuando ejercía algún puesto público, el calzón tomado con hebillas y la media de seda negra, ponían en evidencia la escasísima armonía de la figura, sin que él lo tomara en cuenta, porque vestía con más arreglo a su decoro que a su persona”.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar