Lo que nos costó llegar a la democracia


Es un lugar común decir que nuestra democracia es joven y frágil, pero no es tan frecuente la reflexión acerca de la corta vida real de ésta. Basta recordar que desde la unificación nacional, la batalla de Pavón y el equilibrio de fuerzas materializado en 1862 con la presidencia del general Mitre hasta el presente, pocos años rigieron las instituciones democráticas, las elecciones sin fraudes y sin proscripciones. Este repaso arroja algunos datos sorprendentes que deberían invitarnos no a justificar por «inmadurez» los errores presentes del gobierno y/o la oposición, sino a pensar en todo lo que nos falta trabajar para consolidar nuestra democracia y convertirla de formal en real. Durante el período comprendido entre 1862 y 1916 rigió un régimen de exclusión social y económica que tenía su correlato político en la política del acuerdo entre las élites que se alternaban en el poder gracias a la vigencia estricta del más absoluto fraude electoral. Es muy interesante recordar que varias generaciones crecieron estudiando, historia oficial mediante, que a aquellos gobiernos surgidos al margen de la voluntad popular había que llamarlas «presidencias históricas».

El pueblo recién pudo votar tras la sanción de la Ley Sáenz Peña en 1912 y pudo llevar a la Casa Rosada a su caudillo Hipólito Yrigoyen. La Ley por la que había luchado siguió vigente y amplió decididamente la participación política de los nuevos sectores sociales y, según los deseos de la oligarquía más lúcida encarnada por Sáenz Peña, integró al radicalismo y al socialismo, bajando parcialmente la conflictividad política pero no la social, que seguirá expresándose a tono con la injusticia reinante a través de los gremios y de sus armas de lucha habituales: la huelga y la protesta social.

Con la Ley Sáenz Peña, la oligarquía en el poder había dado un paso hacia su consolidación y legitimación; las responsabilidades de la administración y sostenimiento del sistema serían compartidas, aunque claro, y esto estaba fuera de discusión, el poder real seguiría en las mismas manos de siempre. Desde la primera presidencia radical, pasando por la segunda encarnada en Marcelo T. de Alvear y vuelta de Yrigoyen pasaron catorce años. En septiembre de 1930 aquella continuidad fue interrumpida violentamente por la expresión armada de una crisis importada de Wall Street, asimilada por lo que ya entonces comenzaba a denominarse «el humor de los mercados» y que desembocó en una tragedia.

Aquel golpe fundacional encabezado por el general Uriburu pero comandado por los intereses petroleros norteamericanos y el poder económico más concentrado de la Argentina era la puesta en acto de décadas de prédica antidemocrática de los sectores de la derecha autodenominada «nacionalista» que veía en la democracia un símbolo de la «decadencia de occidente». Eran los sectores que habían elegido no integrarse al sistema que la propia elite a la que pertenecían y de la que eran hijos dilectos había promovido con la reforma electoral para intentar legalizar su hegemonía. Su opción no fue democrática, no fundaron un partido de derechas que asumiera el veredicto de las urnas, prefirieron operar desde las sombras, conspirando, armando campañas desestabilizadoras y tejiendo alianzas con dos históricos factores de poder: el ejército y la Iglesia. El golpe del ’30 abrió un período de ilegitimidad política y exclusión social y económica para las mayorías basado en un sistema electoral al que los golpistas generales Uriburu y Justo que se sucedieron en el poder bautizaron como fraude patriótico. Se mantuvieron las formas de la Ley Sáenz Peña en cuanto al uso del padrón militar y la existencia del cuarto oscuro, pero dentro del recinto podría haber un inesperado visitante; un matón gubernamental armado que obligaba a introducir la boleta que llevaba el nombre del «caballo del comisario» postulado por el gobierno dentro del sobre correspondiente.

El nuevo general presidente que nos tocaba en suerte trató de despegarse del general presidente que lo antecedió e intentó darle a su gobierno un tinte más civil y dejar la impresión de que comenzaba una nueva etapa histórica. Lo que era cierto, pero en el peor de los sentidos. Justo y su vicepresidente, nada menos que el hijo del «conquistador del desierto», representaban fielmente las aspiraciones de la oligarquía criolla y las necesidades del imperio británico en años de crisis. Había que concretar planes de ajuste y, así como los países centrales transferían los efectos negativos de la crisis a los países dependientes, el Estado en manos de la oligarquía transferiría esos efectos a las clases trabajadoras a través de rebajas salariales y aumentos de impuestos.

Al general Justo lo sucedió, fraude mediante, el radical anti-yrigoyenista Roberto Marcelino Ortiz. Su candidatura fue lanzada en el lugar indicado, la Cámara de Comercio Británica el 12 de junio de 1937 por el presidente de la entidad, el súbdito británico William Mac Callum. Resultaron «bendecidos» Roberto Marcelino Ortiz-Ramón S. Castillo; el candidato designado retribuye el favor diciendo: «La Argentina tiene, con vuestra patria, enlaces financieros y obligaciones tan importantes como muchas de las obligaciones que existen entre las metrópolis y diversas partes del Imperio». Ortiz morirá en el ejercicio de la presidencia y le tocará a Castillo intentar completar el período. Pero un nuevo golpe de Estado producido el 4 de junio de 1943 no se lo permitirá.

Los protagonistas del nuevo alzamiento son los miembros del GOU, una logia militar que se proponía terminar con el fraude electoral en el que veían una aguda fuente de conflicto que se sumaba a la situación de miseria en la que vivía más de la mitad de la población del país, y al crecimiento de la actividad sindical que podía desembocar en una «revolución comunista». El emergente de aquella llamada «revolución del 43» fue el coronel Perón, quien a través de una innovadora política social desde su cargo de Secretario de Trabajo y Previsión consolidó un camino político que lo depositó en la presidencia tras las primeras elecciones nacionales sin fraude desde 1928.

Perón asumió el 4 de junio de 1946 y llevará adelante un gobierno cuyos mayores logros serán la incorporación definitiva de la clase obrera a la vida política a niveles inéditos de inclusión, consumo y acceso a derecho que le habían sido históricamente negados como la salud, la educación y la seguridad social. Sus déficits tienen que ver con la limitación de las libertades civiles, la persecución a la oposición y la censura y el monopolio de los medios de prensa. Aquel período constitucional fue violentamente interrumpido el 16 de septiembre de 1955. Desde entonces y hasta 1973, el peronismo, el movimiento político mayoritario, fue proscripto y no pudo participar en las elecciones de 1958, en las que resultó vencedor el doctor Frondizi tras la orden de Perón de votar por él; ni en las elecciones de 1963, en las que resultó electo el Dr. Illia, quien intentó la incorporación gradual del peronismo a la vida política. Entre otras cosas por ese motivo, Illia fue derrocado a fines de junio de 1966 por el golpe cívico militar del general Onganía que inaugurará un período de siete años de dictadura autodenominada «Revolución Argentina» que le cerró al pueblo argentino todos los canales de participación abriendo la puerta a la violencia popular que estalló el 29 de mayo de 1969 en el Cordobazo.

Corrió mucha sangre bajo el puente hasta que el pueblo pudiera volver a votar el 11 de marzo de 1973, pero las cláusulas proscriptivas de Lanusse, el epígono de aquella «Revolución», postergaron hasta septiembre de 1973 la posibilidad de que el pueblo peronista votara por su líder y se desquitara con un histórico 62%. Tras la muerte de Perón y el gobierno de su esposa y heredera legal, aunque el general había designado públicamente como único heredero al pueblo, el peor golpe cívico-militar que recuerde la historia argentina irrumpió un 24 de marzo de 1976, destrozando el país y clausurando muchas cosas, entre ellas las urnas por unos eternos siete años. Desde 1862 hasta el triunfo de Alfonsín en 1983, durante aquellos 121 años la Argentina sólo había vivido en total 26 años en democracia plena sin fraudes, proscripciones ni golpes. El período inaugurado hace ahora 30 años es inédito en nuestra historia, en la historia de esta democracia joven, frágil todavía en construcción.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar