Las Malvinas en los sesenta, un retrato de aquella “estancia lanera en decadencia”


A fines de 1963, la revista Panorama envió a un reportero gráfico durante dos semanas a las islas Malvinas para investigar qué había “detrás de esa cortina de niebla”. Una extensa nota de doce páginas, con varias de las 2500 fotografías tomadas, ilustraba el estado de aquellas islas “reducidas al papel de estancia lanera en lenta decadencia”, pero de inestimable valor estratégico para el imperio británico.

Cuando el fotógrafo de Panorama viajó a las Malvinas, todavía faltaban dos años para que la Argentina consiguiera, durante el gobierno de Arturo Illia, que la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobara la Resolución 2065, un importante triunfo diplomático en el reclamo de soberanía argentino.

Poco tiempo después, un grupo de argentinos llegaría a las islas del sur de contrabando y plantarían la bandera nacional en aquel territorio, señal de que la solución de facto se abría camino en la cabeza de muchos. Sólo faltaría que un gobierno militar deslegitimado y en decadencia comprendiese el profundo sentir de los argentinos por la causa malvinense para que se aventurara en una guerra que atrasó varias décadas los no poco difíciles avances diplomáticos.

El periodista que viajó a las islas en 1963 acertaba cuando sostenía que Inglaterra dominaba aquel enclave desde hacía más de cien años “con métodos derivados de su sistema colonial” y rescataba el testimonio un kelper que no se consideraba ni argentino ni británico, que aseguraba que con las Malvinas estaba en juego “un pedazo de tierra”, sin advertir que lo que ocupaba la mente de los gobernantes ingleses eran los recursos naturales, la vigilancia geopolítica de la región y su acceso a la Antártida.

Reproducimos en esta oportunidad aquella extensa crónica periodística de la revista Panorama.

Fuente: Revista Panorama, Nº 4, Septiembre 1963, pags. 38-49.

Detrás de la cortina de niebla.
Las Malvinas

“…y deseamos que se restituyan los derechos soberanos y la independencia a los pueblos que han sido despojados de dichos derechos por la fuerza.”
Churchil, Roosvelt
Declaración del Atlántico 14/8/41

La Argentina donde se habla inglés

—¿Se considera súbdito inglés, Mr. Davis?

—No.

—¿Argentino?

—Tampoco.

—¿Qué, entonces?

Kelper. Ni inglés ni argentino: kelper, como todos los nativos.

—No comprendo…

—Se lo diré en su idioma: alga. Somos algas.

—Pero… ¿por qué?

Pregúnteselo a los que se adueñaron de la tierra, de las ganas de vivir, de todo…Ahora vegetamos. Algas: ¿comprende ahora? Ni en las Naciones Unidas ni en la Organización de Estados Americanos se tiene noticia de esta minúscula nacionalidad sin tierra, ni bandera, ni futuro. Nuestro hermoso tiempo merodea ya por las vecindades de la luna, pero ignora que aquí abajo —en las Malvinas—un trasnochado régimen ha logrado, mediante una fórmula de alquimia medieval que parecía enterrada para siempre, transformar en algas a todo un pueblo.

—Hay que luchar. ¿Por qué no hacen oír su voz?

—Las Malvinas, señor, son como un viejo acorazado varado al fin del mundo… Aquí, cuando abrimos el pico, es para echar un trago.

—Y de la Argentina ¿qué piensan?

—Nos hace gracia cuando oímos decir que ustedes, de cuando en cuando, le escriben a la reina reclamándole estas islas.

—¿Y si algún día las devolvieran?

—Vea, ya lo dijo un gobernador que tuvimos: “Si las quieren, que vengan a buscarlas”. Y no vendrán. A ustedes les sobra sol y buena tierra. ¿Cuánto hace que se las quitaron?

—Ciento treinta años.

—Demasiado… Aquí pasó lo mismo: nos dejamos estar, y cuando despertamos, las ovejas tenían más derechos que nosotros…

Las Malvinas son eso: desaliento. Sobre 2.172 habitantes, unos 1.600 son kelpers, nativos sujetos al mismo infructuoso destino de las algas que vegetan en el fondo de los acantilados. Para ellos no hace diferencia que las Malvinas también sean América, quizá porque se saben ignorados por América.

Stanley, capital del pasado
La muralla que separa los dos sectores de Berlín es de concreto y acero. La que aísla a Malvinas del resto del mundo es de cientos de solitarias y silenciosas millas. Del otro lado de ese muro invisible, el tiempo está detenido. Sin gobierno representativo, sin que el auténtico pueblo tenga acceso a los bienes del suelo, con la economía sofocada por un monopolio manejado mediante control remoto desde la City, se diría que el fantasma de la reina Victoria y su época aún alientan entre las brumas del archipiélago.

No resulta fácil, pues, ir a meter las narices en esa demorada trastienda del Commonwealth. Ante todo, es indispensable un salvoconducto que solo en contados casos otorga, en Londres, el Foreign Office. Luego, para viajar, hay que avenirse al embudo: un único barco, el Darwin(1.500 toneladas, 42 pasajeros, 55 libras el viaje de ida y vuelta); una única ruta: Montevideo-Stanley (4 días de navegación); una única “puerta”: Port Stanley.

La capital de las Malvinas no es una fortaleza, pero vive bajo doble vuelta de llave. Es necesario superar la embocadura de dos bahías, la Williams y la Stanley —una engarzada en la otra— para desembocar, al fin, en el feudo de Little Almighty God Pequeño Dios Todopoderoso, como apodan socarronamente los nativos a Sir Edwin Arrowsmith, el gobernador.

Bajo un cielo casi siempre malhumorado, Port Stanley se asoma a la bahía en forma de anfiteatro. Son cuatro calles paralelas que se escalonan sobre la ladera de un cerro desnudo, gris. La principal es Ross Road, que costea el mar a lo largo de unos tres kilómetros. Entre la residencia del gobernador y el cementerio, que marcan los dos extremos de esa calle, se alinean los edificios más notables de la población. La imponente catedral anglicana, cuya torre, alzándose como un dedo amonestador, parece predicar el temor a Dios. La iglesia católica de Santa María, más benévola, con la alegría de sus muros blancos y su gran techo rojo. El Town Hall, corazón de Port Stanley, donde se concentran el correo, la biblioteca, el Tribunal de Justicia y el Consejo de Gobierno. Hay un monumento que llama la atención. Hecho con cuatro descomunales costillas de ballena, recuerda la sorpresiva ocupación por los ingleses de nuestras Malvinas, ocurrida en 1833. También asoman sus sucias fachadas los dos enormes negocios de ramos generales de la Falkland Islands Company, donde es posible conseguir desde una aguja a un automóvil, desde un tratamiento de belleza a una cuna.

Lo más bonito de Port Stanley son los chalets de chapa y madera, magníficamente prefabricados en Suecia o Gran Bretaña. La gracia de alguno de ellos triunfaría en la campiña inglesa, pero no aquí, sin una mata de verde —sólo hay tres árboles anémicos— y con el cerro color piedra pómez como sordo telón de fondo. Los tejados, a dos aguas, son rojos o verdes, todos con su humeante chimenea. Pero la niebla lo engulle todo.

De pronto un pantallaza de sol hace vibrar la bahía en una sorprendente escenografía de oro. Solo un momento. En seguida todo vuelve a sumergirse. Y otra vez Port Stanley reposa como la ilustración de un cuento de Dickens.

El salto atrás
Casa, techos, chimeneas. Pero ¿y la gente? ¿Dónde están las 554 mujeres y 520 varones que según el censo habitan aquí? Cruza una sombra, pero en seguida desaparece, tragada por una puerta. En las ventanas, detrás de los vidrios, hay geranios florecidos, pero nunca un rostro.

Jadeando, cruza el viejo Rolls Royce del Dr. Slosser, el médico. Al momento, con su grave voz de órgano, el viento vuelve a callejear a solas. ¿Dónde están los doscientos automóviles y motocicletas que hay en Port Stanley? ¿Y los perros, que son cuatrocientos?

A las 16 llega la noche, que tiene búhos y el resplandor azufre de los faroles antiniebla del alumbrado.

—¿Es verdad, M. Clifton, que Stanley se está despoblando?

—No solamente Stanley, sino todas las Malvinas…

—¿Qué pasa?

—Menos hijos…, menos trabajo…, y los que pueden se van a Australia, a Canadá o donde la vida tenga sentido… ¡Y no me haga más preguntas!

Mr. Clifton, lechero y, los domingos, mozo en el bar de la Falkland Islands Defense Force, no quiere hablar. Quizá porque es uno de los pocos algas a quien no le va del todo mal. “Aquí, mi amigo, las palabras son como el bumerang, vuelven y golpean.”

Afortunadamente, el Report of Census 1962, es decir, el censo del año pasado, habla por sí solo. El primer indicio lo da al revelar que de las 354 viviendas de Port Stanley (50 sin baño), 21 han quedado desocupadas. En nueve años, en vez de aumentar, la población de la capital ha disminuido. De los 1.135 habitantes, quedan 1.074. La pérdida real de nativos es mucho mayor si se considera la creciente “importación” desde la metrópoli de empleados y funcionarios con los cuales se cubren todos los cargos de la administración colonial, a la cual los algas no tienen acceso. Esta discriminación es explicada así en el aristocrático Colonial Club: “A la mayoría de los nativos les falta sentido de comunidad, espíritu de Commonwealth. Parecen gauchos, por lo inadaptados”.

En nueve años —1953 al 62—, la población de tody Malvinas, pese a la incesante afluencia de ingleses traídos bajo contrato, fue en lenta pero inexorable declinación. De los 2.230 varones y mujeres quedan 1.195. Es la única familia humana de América, en vez de crecer, de vivir, se desangra.

Es un drama que tiene hasta su mapa explicativo. Lo ha hecho imprimir, en primorosos colores, el propio gobierno de ocupación (ver pág. 43). Figura allí la forma en que han sido repartidos los 11.118 kilómetros cuadrados de la isla. La mitad, para la Sagrada Compañía, es decir, la omnipotente Falkland Islands Company. El resto está equitativamente distribuido entre 19 terratenientes. Excepción hecha de los miles de acres que constituyen las reservas de la Corona, no queda, pues, un centímetro de tierra disponible.

—¿De qué viven?

—Mientras no tengamos pretensiones, vamos bien. Siempre hacen falta peones, troperos, domadores y esquiladores. Podemos engancharnos en las balleneras que van a las Georgias. En primavera cortamos turba…

Los dos poderes
Hace un largo siglo y medio, cuando nos sacamos de encima el patronazgo de Fernando VII, Gran Bretaña nos tendió la mano. Era una mano enguantada, diplomática, pero lo mismo se la estrechamos. Necesitábamos amigos.

Veintitrés años después, nuestra poderosa amiga, poniéndonos los 50 cañones de la goleta Clio al pecho, nos quitó las Malvinas. Entonces ocurrió lo increíble. Reeditó en ese pedazo de nuestra tierra el estilo feudal del que renegó cuando nos brindó su mano.

Hoy, a ciento treinta años del despojo, cuando el colonialismo se bate en retirada de sus últimos baluartes de Asia y África, el pueblo de Malvinas sigue maniatado al pasado.

Su gobernador, como antaño nuestros infalibles virreyes, es nombrado por la Corona, sin consulta alguna con el pueblo. Sus poderes son casi ilimitados. Pequeño Dios Todopoderoso  es, a la vez, presidente del Alto Tribunal de Justicia y comandante en jefe de todas las fuerzas. Nada escapa a su omnipotencia. Hasta es él quien sugiere a la reina cómo integrar el Consejo Ejecutivo del Archipiélago. La única concesión que se hace a los algas es permitirles que elijan sólo cuatro de los once miembros del inoperante Poder Legislativo.

Eso, en lo político. Porque en lo económico hay otra dictadura, remedo de aquella famosa Compañía de Indias que durante siglos monopolizó el comercio y la riqueza de Hispanoamérica. Este poder lo ejerce la Falkland Islands Company, que, desde 1851, ha ido creciendo hasta convertirse en un segundo poder, tan grande o más que el ejercido por el gobernador.

Suyos son unos 6.000 kilómetros de territorio y el 75% del ganado (casi 500.000 ovejas). Dueña del “Darwin”, único barco que vincula a las Malvinas con el mundo exterior, y de las plantas de almacenaje de Stanley, así como del muelle comercial, controla a su paladar las bodegas y el comercio de exportación. Suprema acopiadora de productos del país, dicta los precios de la lana, los cueros, la grasa de ballena, las pieles, etc. Dueña, a la vez, del banco, de la cadena de grandes almacenes de ramos generales, de la agencia de viajes, de la joyería, del salón de belleza, de la compañía de seguros y —entre otros bienes visibles o invisibles— de la única industria local, una fábrica de ginger ale, no hay quebranto, esquila, compra, boda, muerte o viaje en que no intervenga.

Cuando se haga justicia, será más fácil convencer a la Corona que a la poderosa Falkland Islands Company que ha llegado la hora de reintegrar el archipiélago al patrimonio argentino.

Miss Biggs y las ovejas
En Stanley, ser periodista es ser el diablo. Y hablar de la Argentina es hablar del pecado original.

—¿En su biblioteca hay algún libro argentino, miss Biggs?

—No nos gustan las preguntas… Tampoco los periodistas. Vivimos muy tranquilos sin ustedes.

Madge Biggs, solterona de unos 50 años, es la directora de la biblioteca pública.

—Cálmese, miss Biggs, y por lo menos dígame cuántos libros tiene aquí.
Νο lo sé…, debo de haberlo olvidado. Tendría que contarlos…

No supimos cuántos libros tiene la biblioteca. Pero sí algo que, de haber preguntado a miss Biggs, le habría provocado un síncope. Fue lejos de Port Stanley, en algún lugar de la isla Soledad, donde los algas aún toman mate y —creyendo hablar inglés— nombran las cosas y animales del campo como los nombran sus bisabuelos gauchos: zaino, galgo, recao, corral, yerba, arroyo, tranquera, lazo, pangaré, cojinillo, bolichero, carancho y una veintena más de vocablos criollos que han resistido más de un siglo de ocupación.

—¿Promete olvidarse de mi nombre?

—Prometido.

—Gracias. Y ahora, oiga esto: tenemos 200.000 ovejas menos que las que teníamos a fines del siglo pasado. La asfixia política y económica, la burocracia y el latifundio, mantienen varada nuestra principal riqueza. La tierra está agotada. Faltan pastos, y no se hace casi nada por remediarlo.

El drama del hombre de Malvinas, a quien no lo dejan echar raíces en su tierra, se extiende también al suelo. Y si no, ¿Quién es capaz de negar que donde había —en 1898— 807.000 ovejas, hoy solo pastan una 600.000?

La escuela es cordial, acogedora. Tiene dos pabellones blancos. Pero a la geografía que se enseña allí no le falta ya un país sino un continente.

—¿Podría decirme, Johnnie, en qué continente están las Falkland?

—En el Commonwealth, señor.

Solo 151 varones y 179 mujeres reciben educación en todo el territorio.

Perón, Frondizi y los generales
Un ceñido cinturón de castidad rodea a Port Stanley. Las noches son virtuosas: sólo marido y mujer. En las grandes residencias, los celos sólo son recuerdos de París, Londres o Roma. Detrás de la Bahía está el fin, la Antártida. Hasta los perros y las plantas duermen adentro. Las calles no son para irse sino para volver pronto. En ninguna parte el living se vive como aquí, frente al hogar que quema turba, mientras afuera Dios vela en tres templos: el anglicano (1.406 fieles); del tabernáculo (498) y el católico (236).

Sin embargo, también el matrimonio está en baja. El año pasado hubo quince bodas menos que en 1953, nueve años atrás. Mujeres hay, pero faltan las bonitas. Las que había, se casaron. El cine, los domingos, suele mostrar mujeres realmente lindas. Cuando la ficción termina, los nativos se refugian en The Ship Hotel, Globe Hotel  o en el FIDF Club, cantinas donde es posible embriagarse hasta las 22. Allí el alcohol, una mezcla blancuzca de brandy con leche, les suelta la lengua.

—¿Le gustó la película, Mr. Briggs?

—¡La mujer me gustó!… ¿Hay mujeres así?

—Sí, en Buenos Aires.

—Ah… ¿argentino?

—Asé es… ¿Qué sabe de la Argentina?

—¡Perón!

—Y de Perón, ¿qué sabe?

—Quemó todas las iglesias…, por eso lo echaron. Y también sé del otro que echaron…

—¿Cuál otro?

—Frondizi… A ese lo echaron porque no quemó las iglesias… Me gusta la Argentina… Debían venir aquí y echarlo al Pequeño Dios Todopoderoso… ¿Quiere que le cuente algo? Yo, Gerald Briggs, nací en la Argentina, me trajeron de chico…

—¿Y por qué no vuelve?

—¡Ah, no, mi amigo! Capaz que me agarran los generales y me mandan a hacer el servicio militar, justo cuando toca una revolución…

Gerald Briggs empina otra copa y grita:

—¡Soy argentino!…

El cantinero ordena al sargento que monta guardia en la puerta:

—Sáquelo, está borracho.

Mientras se lo llevan, protesta:

—¿Por qué cada vez que grito “¡soy argentino!” me quieren convencer que estoy borracho?

Un altoparlante que transmite los programas de la pequeña radioemisora local deja oír las voces de un coro:
Dios salve a nuestra graciosa reina,
            Viva nuestra noble reina…

Son las 22. Todo el mundo a dormir. En invierno, las noches duran aquí 16 horas.

Las dos Inglaterras
Gran Bretaña hubiera podido despojarnos de Tierra del Fuego. Hay pruebas. Pero se conformó con las Malvinas. Su designio era controlar el estrecho de Magallanes, único paso —por aquel entonces— entre el Atlántico y el Pacífico. Y lo logró durante 81 años. Pero en 1914, al habilitarse el canal de Panamá, aquel dispositivo estratégico se derrumbó. Comienza entonces la larga agonía malvinense. Lo que había sido un puntal táctico del imperio, queda reducido a una remota factoría monopolista: lana, cueros, grasa de ballena. El hombre no importa. Despojado de lo suyo, es un pingüino más. Un alga. Y las cien islas del archipiélago comienzan a estancarse, a vaciarse. No hay incentivo ni lucha. Ni una nueva población ni una industria cabal. Las comunicaciones con el mundo exterior caen casi a cero. En un dramático aislamiento, surge la política de “dejar estar”, y los campos malvinenses, que Fitz Roy vio tan promisorios y ricos como los de la provincia de Buenos Aires, se convirtiesen, adormecidos en grandes latifundios, en una casi única cifra: de seis a ocho libras anuales, producto de la lana que sale anualmente de Port Stanley. ¿Pruebas? En 1911 tenía 2.272 habitantes. Menos hombres, menos ovejas, ninguna esperanza.

Port Stanley ha perdido, ante el propio Almirantazgo, casi todo su prestigio como base estratégica. Aun cuando no se cuenta con cifras recientes, se sabe que en 1955 el presupuesto militar no alcanzaba a las 800 libras anuales (unos 330.000 pesos). Esta situación no ha variado. Las fuerzas de tierra se reducen en un batallón de 20 voluntarios. Existe un cuerpo femenino de “girl scout” (exploradoras). La policía cuenta con cinco agentes y un sargento, todos al mando de un comisario (Mr. K. W. Gray). No hay emplazamientos de artillería ni aeródromo formal. Dos hidroaviones de Havilland son solamente usados para viajes de carga y pasajeros al interior. Tampoco hay naves de guerra estacionadas en el archipiélago, aunque toque puerto algunas asignadas a servicio en la Antártida.

Mientras Malvinas se apaga, en la propia América otra isla —Jamaica— de la misma extensión (casi 11.424 kilómetros cuadrados) alcanza hoy a una población de 1.638.000 habitantes y su sola capital, Kingston, reúne a 340.000 seres. Es cierto que tiene otra posición geográfica, otro clima, otra riqueza. Pero la desproporción es monstruosa. Algo más: también Jamaica fue, hasta ayer, cuando la metrópoli le devolvió la libertad, una colonia británica. Y aquí viene una pregunta: ¿hay dos Inglaterras? Porque, ¿qué tiene que ver la que en aras de la libertad de los pueblos liquidó su inmenso imperio, la de Churchill, con ésta, sorda, ajena a nuestro tiempo?

Nuestra fuerza: el derecho
Un millar de libros, folletos, documentos y artículos han querido demostrar, tanto de una como de otra parte, los legítimos derechos que la Argentina y Gran Bretaña se arrogan sobre las Malvinas. De toda esa montaña de papel, sólo son valederas las siguientes comprobaciones:

1º— La teoría del presunto descubrimiento por los ingleses Davis (1592) y Hawkins (1594) no está respaldada por documento o testimonio valedero alguno. Fue fabricada como justificación de la ocupación británica.

2º— Las islas fueron indiscutiblemente descubiertas por el holandés Sebald de Weert.

3º— Los primeros en ocuparlas fueron los franceses. Luis de Bouganville fundó allí una Colonia.

4º— Ante un reclamo de España, Francia —reconociendo los plenos derechos de Madrid— le entregó la flamante Colonia.

5º— Los derechos de España se basaban en las bulas papales Inter Coetera y Dudum si Quidem, que, según derechos vigentes en los siglos XV y XVI, tenían atribución sobre territorios descubiertos o a descubrirse. Y también, como argumento legal incuestionable, por lo estipulado en el Tratado de Tordesillas, que asignaba a España esa zona de influencia.

Después de la Revolución de Mayo, nuestro país, heredero legal del patrimonio español, toma posesión de las Malvinas, que le pertenecen no sólo por derecho de herencia, sino por estar situadas sobre su propia plataforma continental. Nombra sus gobernadores, lleva contingentes de nuevos pobladores, fomenta la agricultura, reparte la tierra y realiza una obra de progreso que culmina con el infatigable gobernador Luis Vernet, verdadero pionero del archipiélago.

Luego, en las horas más difíciles que haya conocido entonces nuestra República, sobreviene el fin. La goleta inglesa Clio, verdadero acorazado de su tiempo (25 cañones por banda), se adueña de Puerto Soledad. Es cierto que estaba allí la goleta argentina Sarandí. Pero cuando su comandante quiso luchar, se encontró casi solo. Buena parte de la minería y la oficialidad de su nave ¡era inglesa!

El regreso de Antonio Rivero
En tanto —aparte de nuestros derechos—, ¿qué queda de propio en Malvinas, después de una ausencia de 130 años? El pueblo, no nos engañemos, ni nos recuerda ni nos espera. En las estancias perdura, es cierto, el habla gaucha, pero es una herencia a ciegas. Ellos creen hablar inglés cuando dicen alazán, estribo chimango. Ni argentinos ni ingleses. Sólo algas.

Quien nos recuerda con fidelidad es la tierra. A cada paso, el duro paisaje, con sus lomas, sus ríos de piedra, sus rugientes acantilados y sus bahías serenas, evoca el pasado, con un nombre de pájaro, de hierba, de mujer: Ensenada del Gorrión, Cerro María, Hondonada de los Caranchos, Rincón de los Indios, Fachinal, Arroyo Malo, y otros que dejó nuestro tiempo.

Viven allá tres argentinos. Alicia Miranda, una adolescente de 14 años, hija de un carpintero de Port Stanley (“Todas las noches tengo una cita con Buenos Aires en mi receptor cuando me trae la voz de Radio El Mundo”). También es señor Rowe, vicecónsul del Uruguay, es argentino, pero vergonzante (“¡Ni me nombre no quiero líos!”). El tercero, ¿será Briggs, aquel hombrón al que acusan de borracho cuando confiesa ser argentino?

Eso es todo. Eso y unas ruinas centenarias que se alzan en Port Louis, sobre la desolación de una ría desierta. Ahí comenzó la ignorada epopeya del gaucho Antonio Rivero y su legión fantasma de siete paisanos: José María Luna, Antonio Brasido, Manuel González, Luciano Flores, Felipe Zalazar, Manuel Godoy y Mariano Latorre. Alzados contra los ingleses que acababan de apoderarse del archipiélago, lograron tomar en sus manos el control de la isla Soledad. Luchando desesperadamente, lograron retenerlo seis meses, en espera de la ayuda de Buenos Aires. Pero esa ayuda jamás llegó. Eran ocho, pero eran mil.

Antonio Rivero y los suyos volverán. Será cuando la otra Inglaterra, la verdadera, ponga en hora los relojes en Malvinas. Volverán para alzar a los algas de entre las ovejas.

Entonces, quizá Port Stanley se llamé Puerto Rivero. Y haya en el pueblo siete calles con el nombre de siete gauchos. Quizá.

Mario B. de Quirós