Las formas de los libros, por Alberto Manguel (Fragmento de Una historia de la lectura)


Llegaron las vacaciones y la elección de los libros para los viajes y los ratos de ocio es parte del ritual del recreo estival. Pero no siempre fue así. Tanto el natural goce anual de las vacaciones como el democratizado acceso a la lectura son conquistas relativamente recientes.

El libro Una historia de la lectura, de Alberto Manguel, viaja hacia el pasado de la palabra escrita, hasta el cuarto milenio a.C. para centrarse en el papel del lector a lo largo de la historia, desde San Ambrosio hasta Borges, pasando por Virgilio, Dickens, Diderot, Colette y otros. El autor enfatiza así el poder de la lectura, que permite “acceder a los archivos de la memoria humana y rescatar del pasado la voz de nuestra experiencia”.

En el capítulo que a continuación reproducimos conoceremos las diversas formas, tamaños y aspectos de distintos soportes de lectura en diversos momentos y lugares del mundo: desde las primitivas tablillas de arcilla mesopotámica hasta los libros de papel como los conocemos en la actualidad, pasando por el código legal asirio, inscripto en un monolito de 6,20 metros cuadrados, los rollos de pergamino (hechos con piel de animal) o papiro (hecho de tallos secados y cortados de una planta parecida al junco), y los códices también de pergamino, vitela o papiro.

Fuente: Alberto Manguel, Una historia de la lectura, Buenos Aires, Editorial Siglo XXI, págs. 139-161.

as formas del libro
Mis manos, al elegir un libro para llevar a la cama o al escritorio, para el tren o para un regalo, prestan tanta atención a la forma como al contenido. Según la ocasión, según el lugar que he elegido para leer, prefiero a veces algo pequeño y cómodo o voluminoso e importante. Los libros se dan a conocer por medio de sus títulos, sus autores, su lugar en un catálogo o en una estantería, las ilustraciones de la sobrecubierta; pero también a través de su tamaño. En distintos momentos y en lugares diferentes he imaginado que ciertos libros tendrían determinado aspecto porque, como con todas las modas, esos rasgos cambiantes suman un elemento preciso a la definición de un libro. Juzgo los libros por su cubierta; juzgo los libros por su forma.

Desde el comienzo mismo, los lectores exigían libros con formatos que se adaptaran al uso que se les daría. Las primitivas tablillas mesopotámicas eran, por lo general, trozos de arcilla cuadrados, aunque a veces rectangulares, de poco más de siete centímetros de ancho y podían llevarse cómodamente en la mano. Un libro constaba de varias de esas tablillas, tal vez guardadas en una bolsa de cuero o en una caja, de modo que el lector pudiera examinar una tablilla tras otra en un orden preestablecido. Es posible que en Mesopotamia también existieran libros encuadernados de una manera muy similar a nuestros volúmenes; en los monumentos funerarios neohititas se ven algunos objetos parecidos a códices –tal vez una serie de tablillas encuadernadas dentro de una cubierta–, aunque ninguno de esos libros ha llegado hasta nosotros.

No todos los libros mesopotámicos estaban destinados a la mano. Existen textos escritos en superficies mucho mayores, como el código legal asirio, encontrado en Assur en un monolito de 6,20 metros cuadrados y cuyo texto está escrito en ambos lados en columnas1. Es evidente que ese “libro” no estaba pensado para que fuera manejable, sino para ser erigido y consultado como obra de referencia. En este caso, el tamaño también le daba un significado jerárquico; una tablilla pequeña podía sugerir una transacción privada; un libro de leyes con un formato tan grande sin duda aportaba, a los ojos del lector mesopotámico, la autoridad misma de las leyes.

Por supuesto, más allá de los deseos del lector, el formato de un libro tenía posibilidades limitadas. La arcilla era conveniente para fabricar tablillas, y el papiro (hecho de tallos secados y cortados de una planta parecida al junco) podía convertirse en rollos manejables; ambos eran relativamente fáciles de transportar. Pero ninguno de los dos se adecuaba a la forma del libro que sustituyó a la tablilla y al rollo: el códice, o fajo de hojas encuadernadas. Un códice de tablillas de arcilla habría sido pesado e incómodo y, aunque se hicieron códices con páginas de papiro, este material era demasiado quebradizo para plegarlo en forma de libro. El pergamino, por otra parte, o la vitela (ambos fabricados con la piel de animales, aunque mediante procedimientos distintos), podían cortarse o doblarse en todo tipo de tamaños distintos. Según Plinio el Viejo, el rey Tolomeo de Egipto, queriendo mantener secreta la producción de papiros para favorecer a su propia biblioteca de Alejandría, prohibió su exportación, lo que obligó a su rival, Eumenes, soberano de Pérgamo, a encontrar un material nuevo para los libros de su biblioteca2. Si Plinio estaba en lo cierto, el edicto de Tolomeo llevó a la invención del pergamino en Pérgamo en el siglo II a. C., aunque los primeros ejemplares de los que tenemos noticia datan de un siglo antes3. Estos materiales no se usaban exclusivamente para una clase de libros: había rollos hechos con pergamino y, como ya hemos dicho, códices fabricados con papiros; pero eran poco comunes y nada prácticos. A partir del siglo IV, y hasta la aparición del papel en Italia ocho siglos después, el pergamino fue el material preferido en toda Europa para fabricar libros. No sólo era más resistente y suave que el papiro, sino, al menos al principio, también más barato, puesto que un lector que quisiera libros escritos en papiros (pese al edicto del rey Tolomeo) tendría que importar el material de Egipto a un costo considerable.

El códice pasó en poco tiempo a ser la forma común de los libros para funcionarios, clérigos, viajeros, estudiantes y, de hecho, para todos los que necesitaran transportar su material de lectura de manera conveniente de un lugar a otro, y consultar sin dificultades cualquier sección de un texto. Además, podían utilizarse los dos lados de cada hoja, y los cuatro márgenes de la página de un códice facilitaban la inclusión de glosas y comentarios, permitiéndole al lector intervenir en el relato, una participación que era mucho más difícil con los rollos. También cambió la organización del texto mismo, que antes se dividía de acuerdo con la capacidad de un rollo (en el caso de La Ilíadade Homero, por ejemplo, la división del poema en veinticuatro libros se debió probablemente al hecho de que por lo general ocupaba veinticuatro rollos). Con el pergamino, el texto podía organizarse de acuerdo con su contenido en libros o capítulos, o podía ser parte de un volumen mayor cuando varias obras breves se reunían convenientemente dentro de una sola y práctica cubierta. El incómodo rollo poseía una superficie limitada, desventaja de la que somos muy conscientes en la actualidad, puesto que hemos regresado a esa antigua forma de libro en las pantallas de nuestras computadoras, que sólo nos revelan una porción del texto a la vez, mientras lo “enrollamos” hacia arriba o hacia abajo. El códice, por otro lado, permitía al lector pasar casi instantáneamente a otras páginas, y retener de ese modo la percepción de la totalidad, una percepción aumentada por el hecho de que por lo general el lector tenía en las manos el texto íntegro mientras leía. El códice tenía otros méritos extraordinarios: pensado en un principio para que pudiera transportarse con facilidad, y en consecuencia necesariamente pequeño, creció tanto en tamaño como en número de páginas, haciéndose, si no ilimitado, al menos mucho más vasto que cualquier libro anterior.

Marcial, poeta del siglo I, expresó su admiración por los poderes mágicos de un objeto lo bastante pequeño para caber en la mano y que contenía sin embargo infinidad de maravillas:
¡Homero en páginas de pergamino!
¡La Ilíada y todas las aventuras
de Ulises, el enemigo del reino de Príamo!
¡Todo encerrado en un trozo de piel
plegado en páginas de escaso tamaño!4

Los códices y sus ventajas triunfaron; para el año 400, el rollo clásico se había abandonado casi por completo y la mayoría de los libros se producían como hojas agrupadas en un formato rectangular. Al doblarlo una vez, el pergamino se convertía en folio; doblado dos veces, en cuarto; una vez más, en octavo. Para el siglo XVI los formatos de las hojas dobladas se habían hecho oficiales: en Francia, en 1527, el rey Francisco I estipuló tamaños estandarizados de papel para todo su reino; cualquiera que no cumpliera las normas era encarcelado5.

De todas las formas que los libros han adquirido a través de los siglos, las más populares han sido aquellas que permitían al lector sostener los libros cómodamente en la mano. Incluso en Grecia y Roma, donde por lo general se usaban rollos para toda clase de textos, las misivas personales se escribían en pequeñas tablillas de cera, que eran reutilizables y cabían en la mano, protegidas por bordes elevados y cubiertas decoradas. Con el tiempo, las tablillas dieron paso a unas pocas hojas unidas de pergamino delgado, a veces de distintos colores, con el propósito de hacer anotaciones rápidas o sumas. En Roma, hacia el siglo III, esos cuadernos perdieron su utilidad práctica y se los empezó a apreciar, en cambio, por el aspecto de sus cubiertas. Encuadernados dentro de láminas de marfil decoradas con mucha delicadeza, se ofrecían como regalos a altos funcionarios con motivo de su nombramiento; más tarde se convirtieron en regalos para particulares, y los ciudadanos acomodados comenzaron a regalarse unos a otros cuadernos en los que se grababa un poema o una dedicatoria: libritos para obsequiar, cuyo atractivo estaba menos relacionado con su contenido que con sus elaborados adornos6.

El tamaño de un libro, tanto si se trataba de un rollo como de un códice, determinaba la forma del lugar donde se guardaría. Los rollos se conservaban o bien en cajas de madera (vagamente parecidas a sombrereras) con rótulos que en Egipto eran de arcilla y en Roma de pergamino, o en estanterías con etiquetas (el index titulus) a la vista, de modo que el libro fuera fácil de identificar. Los códices se almacenaban horizontalmente, en estanterías hechas con ese fin. Al describir una visita a una casa de campo en la Galia hacia el año 470, san Sidonio Apolinar, obispo de Auvernia, menciona varias estanterías que variaban según el tamaño de los códices que contenían: “También aquí había libros en abundancia; uno podía imaginar que estaba contemplando los estantes (plantei) de los gramáticos, que llegan al pecho, o las cajas con forma de cuña (cunei) del Ateneo, o los repletos armarios (armarii) de los libreros”7. Según Sidonio, los libros que encontró allí eran de dos tipos: clásicos latinos para los hombres y devocionarios para las mujeres.

Puesto que gran parte de la vida de los europeos en la Edad Media se consumía en oficios religiosos, es natural que uno de los libros más populares de la época fuera el libro de oraciones privado,  o libro de horas, que suele verse en las pinturas de la Anunciación. Escrito por lo general a mano, o impreso en pequeño formato y, en muchos casos, exquisita y profusamente ilustrado por maestros en ese arte, los libros de horas contenían una colección de breves oficios conocida como “el Oficio Parvo de la Bendita Virgen María”, que se recitaba en distintos momentos del día y de la noche8. Siguiendo el modelo del Oficio Divino –las misas más completas que los clérigos decían diariamente–, el Oficio Parvo comprendía salmos y otros pasajes de las Escrituras, así como himnos, el Oficio de Difuntos, súplicas especiales para los santos y un calendario. Esos pequeños volúmenes eran instrumentos de devoción eminentemente portátiles que los fieles podían utilizar tanto en los servicios públicos de las iglesias como en sus rezos privados. Su tamaño los hacía adecuados también para los niños: alrededor de 1493, el duque Gian Galeazzo Sforza de Milán hizo diseñar un libro de horas para su hijo de tres años, Francesco Maria Sforza, “Il Duchetto”, cuya misma imagen aparecía en una de las páginas, llevado por su ángel de la guarda a través de un desolado paisaje nocturno. Los libros de horas tenían abundantes elementos ornamentales, pero que variaban según quiénes fueran los clientes y cuánto pudieran pagar. En muchos se representaba el escudo de armas de la familia, o un retrato del lector. Los libros de horas se convirtieron en regalos de boda convencionales para la nobleza y, más tarde, para la alta burguesía. A fines del siglo XV, los ilustradores flamencos dominaban el mercado europeo y enviaban delegaciones comerciales por toda Europa para promocionar el equivalente de nuestras actuales listas de bodas9. El hermoso libro de horas que se encargó para la boda de Ana de Bretaña en 1490 se hizo del tamaño de su mano10. Y está pensado para una única lectora, tan absorta en las palabras de las oraciones repetidas un mes tras otro y un año tras otro, como en las ilustraciones siempre sorprendentes, cuyos detalles nunca se descifrarán por completo y cuya sofisticación –las escenas del Antiguo y de Nuevo Testamento tienen lugar en paisajes de la época en que se hizo– trasladaba las palabras sagradas a un entorno contemporáneo y familiar para la lectora.

Así como los pequeños volúmenes tenían finalidades concretas, los más grandes satisfacían las necesidades de otros lectores. Hacia el siglo V, la Iglesia Católica empezó a producir enormes libros para el culto –misales, libros de coro, antifonarios– que, abiertos sobre un atril en el centro del coro, permitían a los lectores seguir las palabras o las notas musicales con la misma facilidad que si estuvieran leyendo una inscripción monumental. En la biblioteca abacial de St. Gall, Suiza, hay un hermoso antifonario que contiene una selección de textos litúrgicos en una letra tan grande que coros de hasta veinte cantantes11 pueden leerlos desde una distancia considerable, siguiendo la cadencia de melódicas salmodias. Si yo mismo me sitúo a un par de metros de distancia, alcanzo a reconocer las notas con una claridad absoluta; ojalá pudiera consultar mis libros de referencia desde tan lejos con la misma facilidad. Algunos de esos libros de culto eran tan enormes que tenían que colocarse sobre rodillos para poder moverlos. Pero se los trasladaba muy pocas veces. Decorados en bronce o marfil, protegidos con cantoneras de metal, cerrados con broches gigantescos, eran libros que se leían en comunidad y a distancia; no estaban destinados al uso privado o a una biblioteca personal.

Para poder leer un libro con comodidad, los lectores inventaron ingeniosas mejoras del atril y el escritorio. Una estatua de san Gregorio Magno, esculpida en piedra pigmentaria en Verona en algún momento del siglo XIV y conservada en el Victoria and Albert Museum de Londres, muestra al santo en una especie de mesa de lectura articulada que permite colocar el atril en diferentes ángulos o levantarlo por completo para abandonar el asiento. En un grabado, también del siglo XIV, podemos ver, en una biblioteca con las paredes cubiertas de libros, a un erudito escribiendo en una mesa octogonal elevada, convertida en una especie de atril, que le permite trabajar en uno de los ocho lados, girar luego la mesa, y seguir leyendo los libros que ya tiene preparados en los otros siete lados. En 1588, un ingeniero italiano, Agostino Ramelli, al servicio del rey de Francia, publicó un libro en el que describe una serie de máquinas muy útiles. Una de ellas es “una mesa de lectura rotatoria” que Ramelli caracteriza como “una bella e ingeniosa máquina, muy útil y conveniente para toda persona que disfruta estudiando, especialmente si sufre indisposición o padece gota, porque con esta clase de máquina un hombre puede ver y leer una gran cantidad de libros sin moverse de su sitio; además, posee la excelente ventaja de ocupar poco espacio en el lugar donde se instala, como cualquier persona inteligente puede apreciar por el dibujo”12. (Un modelo de tamaño natural de esta maravillosa mesa de lectura apareció en la película de Richard Lester Los tres mosqueteros, de 1974.) El asiento y la mesa de lectura podían combinarse en un solo mueble. La ingeniosa silla “pelea de gallos” (así llamada porque se representó en ilustraciones de peleas de gallos) se fabricó en Inglaterra a comienzos del siglo XVIII especialmente para bibliotecas. El lector se sentaba a horcajadas, con el atril delante, en el respaldo de la silla, que también tenía amplios brazos para apoyo y comodidad.

A veces se inventa un dispositivo de lectura  para satisfacer otra clase de necesidades. Benjamin Franklin cuenta que, durante el reinado de la reina María, sus antepasados protestantes escondían su Biblia inglesa, “abierta y sujeta con unas cintas debajo del asiento de un taburete”. Cada vez que el tatarabuelo de Franklin leía para la familia, “daba la vuelta al taburete, colocándoselo sobre las rodillas, e iba pasando las hojas por debajo de las cintas. Uno de los niños se quedaba en la puerta para avisar si venía el ordenanza, funcionario del tribunal religioso. Llegado el caso, se daba vuelta el taburete, con lo que la Biblia seguía escondida como antes”13.

La fabricación de un libro, tanto la de los descomunales volúmenes encadenados a los atriles como la de los delicados libritos destinados a la mano de un niño, era un proceso largo y laborioso. Pero a mediados del siglo XV se produjo un cambio en Europa que no sólo redujo el número de horas de trabajo necesarias para confeccionar un libro, sino que aumentó de manera espectacular su producción, alterando para siempre la relación de un lector con lo que ya no era un objeto exclusivo y único elaborado por las manos de un copista. Ese cambio, por supuesto, fue la invención de la imprenta.

En algún momento de la década de 1440, un joven grabador y tallista de piedras preciosas del arzobispado de Mainz, cuyo nombre completo era Johannes Gensfleisch zur Laden zum Gutenberg (nombre que el sentido práctico del mundo comercial redujo a Johann Gutenberg), comprendió que podía ganarse mucho en velocidad y eficacia si las letras del alfabeto se tallaban en forma de tipos reutilizables, en lugar de los bloques de madera que por aquel entonces se venían usando ocasionalmente para imprimir ilustraciones. Gutenberg experimentó durante varios años, solicitando importantes préstamos para financiar su idea. Logró diseñar todos los elementos esenciales de la imprenta que se han seguido empleando hasta el siglo XX: prismas de metal para moldear la superficie de las letras, una prensa que combinaba las características de las que se usaban para hacer vino y para encuadernar libros, y una tinta a base de aceite, todas cosas que no existían antes14. Por fin, entre 1450 y 1455, Gutenberg produjo una Biblia con cuarenta y dos líneas en cada página –el primer libro impreso con tipos15– y llevó las páginas impresas a la feria comercial de Frankfurt. Por un extraordinario golpe de suerte disponemos de una carta de un tal Enea Silvio Piccolomini al cardenal de Carvajal, fechada el 12 de marzo de 1455 en Wiener Neustadt, contando a su eminencia que ha visto la Biblia de Gutenberg en la feria: “No vi ninguna Biblia completa, pero sí cierto número de folletos de cinco páginas [cuadernillos] de varios de los libros de la Biblia, con letra muy clara y precisa, sin ninguna falta, y que Su Eminencia habría podido leer sin esfuerzo y sin gafas. Varios testigos me contaron que había 158 ejemplares terminados, aunque otros hablaban de 180. No estoy seguro de la cantidad, pero en cuanto a que el libro está terminado, si es posible fiarse de la gente, no tengo la menor duda. De haber conocido los deseos de Su Eminencia le habría comprado un ejemplar, por supuesto. Varios de esos folletos de cinco páginas fueron enviados al Emperador en persona. Trataré, en la medida de lo posible, de que envíen una de esas Biblias para la venta y de comprar un ejemplar para usted. Pero me temo que no sea posible, tanto por la distancia como porque, según dicen, incluso antes de que los libros estuvieran terminados, ya había clientes dispuestos a comprarlos”16.

La invención de Gutenberg produjo efectos inmediatos y de extraordinario alcance, ya que al poco tiempo muchos lectores advirtieron sus numerosas ventajas: velocidad, uniformidad de los textos y precio17. Apenas unos años después de la impresión de la primera Biblia, se instalaron imprentas en toda Europa: en 1465 en Italia, 1470 en Francia, 1472 en España, 1475 en Holanda e Inglaterra, 1489 en Dinamarca. (La imprenta tardó más en llegar al Nuevo Mundo: la primera se estableció en Ciudad de México en 1533 y la de Cambridge, Massachusetts, es de 1638.) Se ha calculado que en esas imprentas se produjeron más de 30.000 incunables (vocablo procedente de incunabula, palabra latina del siglo XVII que significa “relacionado con la cuna”, y que se utiliza para designar a los libros impresos antes del año 1500)18Teniendo en cuenta que las tiradas del siglo XV eran por lo general inferiores a 250 ejemplares y que casi nunca llegaban a los 1.000, la hazaña de Gutenberg debe considerarse prodigiosa19. De repente, por primera vez desde la invención de la escritura, era posible producir material de lectura rápidamente y en grandes cantidades.

Tal vez sea útil no perder de vista que la imprenta, pese a las lógicas predicciones sobre “el fin del mundo” artesanal, no erradicó el gusto por los textos manuscritos. Gutenberg y sus seguidores, por el contrario, intentaron emular el arte de los copistas, y la mayoría de los incunables tienen el aspecto de los manuscritos. A finales del siglo XV, aunque la imprenta ya estaba muy asentada, aún no se había perdido el interés por la escritura elegante, y algunos de los ejemplos de caligrafía más memorables todavía no se habían producido. A medida que los libros se conseguían con mayor facilidad y más personas aprendían a leer, también eran más las que aprendían a escribir, muchas veces con gran arte y distinción, de modo que el siglo XVI se convirtió no sólo en el siglo de la palabra impresa sino también en el de los grandes manuales de caligrafía20. Es interesante señalar con cuánta frecuencia un avance tecnológico –como el de Gutenberg– promueve, en vez de eliminar, lo que se supone que está destinado a reemplazar, haciéndonos tomar conciencia de virtudes antiguas que sin él podríamos haber pasado por alto o despreciado por considerarlas obvias. En nuestros días, la tecnología de la informática y la proliferación de libros en CD-Rom no han afectado –según indican las estadísticas– la producción y venta de libros en su anticuada forma de códices. Los que ven la evolución de las computadoras como la encarnación del mal (como la retrata Sven Birkerts en su obra, dramáticamente titulada, Las elegías Gutenberg)21, permiten que la nostalgia domine a la experiencia. Por ejemplo, en 1995 se añadieron a las vastas colecciones de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos 359.437 nuevos libros (sin contar folletos, revistas y publicaciones periódicas).

El repentino aumento de la producción de libros después de Gutenberg pone de relieve la relación entre el contenido de un libro y su forma física. Por ejemplo, como Gutenberg se proponía imitar los costosos volúmenes de la época, hechos a mano, sus Biblias se adquirían en cuadernillos, luego los compradores las encuadernaban en grandes e impresionantes tomos, por lo general en formato de cuarto, cuyas hojas medían 30 por 40 centímetros y que se colocaban en un atril. Una Biblia de ese tamaño confeccionada en vitela habría necesitado la piel de más de doscientas ovejas (“una cura infalible para el insomnio”, comentó el librero y anticuario Alan G. Thomas)23. Pero la producción rápida y a bajo costo permitió que un mayor número de personas pudieran comprar ejemplares para leer en privado, y que por lo tanto, no precisaran libros de letra y formato tan grande. En consecuencia, los sucesores de Gutenberg comenzaron a producir volúmenes más pequeños que se podían llevar en el bolsillo.

En 1453, Constantinopla cayó en manos de los turcos otomanos, y muchos de los eruditos griegos que habían fundado escuelas en las orillas del Bósforo se trasladaron a Italia. Venecia se convirtió en el nuevo centro de los saberes clásicos. Unos cuarenta años después, el humanista italiano Aldo Manuzio el Viejo, que había enseñado latín y griego a alumnos tan brillantes como Pico della Mirandola, al comprobar las dificultades de estudiar latín sin ediciones eruditas de los clásicos en un formato manejable, decidió aprender el oficio de Gutenberg y creó una imprenta para producir exactamente la clase de libros que necesitaba para sus cursos. Aldo decidió instalar su imprenta en Venecia, para aprovechar la presencia de los eruditos orientales exiliados y, probablemente, empleó como correctores y cajistas a otros refugiados procedentes de Creta que antes habían sido copistas24. En 1494, inició su ambicioso programa de publicaciones a través del cual produciría algunos de los más hermosos volúmenes de la historia de la imprenta: primero en griego (Sófocles, Aristóteles, Platón, Tucídides) y luego en latín (Virgilio, Horacio, Ovidio). Según Aldo, a esos ilustres autores había que leerlos “sin intermediarios” -en la lengua original y, en su mayor parte, sin anotaciones o glosas- y, para lograr que los lectores “conversaran libremente con los gloriosos difuntos”, publicó gramáticas y diccionarios junto con los textos clásicos25. No sólo se procuró los servicios de los expertos locales, sino que además invitó a eminentes humanistas de toda Europa –incluyendo a luminarias como Erasmo de Rotterdam– para que trabajaran a su lado en Venecia. Los eruditos se reunían todos los días en la casa de Aldo para decidir qué títulos se imprimirían y qué manuscritos se utilizarían como fuentes fiables, para lo cual revisaban las mejores colecciones de clásicos de los siglos precedentes. “A diferencia de los humanistas medievales, que acumulaban”, señaló el historiador Anthony Grafton, “los renacentistas seleccionaban”26. Aldo hacía esa selección con un criterio infalible. A la lista de autores clásicos añadió obras de los grandes poetas italianos, como, entre otros, Dante y Petrarca.

A medida que aumentaba el número de bibliotecas privadas, los lectores empezaron a descubrir que los volúmenes grandes no sólo eran difíciles de manejar e incómodos de trasladar, sino que también presentaban inconvenientes a la hora de almacenarlos. En 1501, confiado por el éxito de sus primeras ediciones, Aldo respondió a los deseos de los lectores y produjo una serie de libros en octavo –la mitad de cuarto– de impresión elegante y meticulosa edición. Para reducir los costos de producción, decidió imprimir mil ejemplares cada vez, y, con el objeto de utilizar de manera más económica el espacio de la página, recurrió al carácter inclinado que se denominó itálico aldino, un diseño reciente del boloñés Francesco Griffo, que hacía las matrices para fundir los tipos de imprenta y que también diseñó el primer tipo romano en el que las mayúsculas eran más bajas que las minúsculas de cuerpo entero, para conseguir así una línea mejor equilibrada. El resultado, un libro de sobria elegancia, parecía mucho más sencillo y legible que las adornadas ediciones manuscritas populares durante la Edad Media. Lo que contaba por encima de todo, para el propietario de un libro de bolsillo editado por Aldo, era encontrarse con un texto impreso con claridad y sabiduría, en vez de con un objeto meramente bello y ornamentado. Una muestra de su popularidad es la mención hecha en 1535 en la Listade precios de las putas de Venecia, una guía de las mejores y peores profesionales que se ofrecían en la ciudad, en la que se advertía al viajero sobre una tal Lucrezia Squarcia, “que dice interesarse por la poesía” y “lleva consigo una edición de bolsillo de Petrarca, Virgilio y, a veces, incluso Homero”27. El tipo itálico de Griffo (que se usó por primera vez en un grabado en madera para ilustrar una colección de cartas de santa Catalina de Siena, impresa en 1500) llamaba elegantemente la atención del lector sobre la delicada relación entre las letras; según el crítico inglés sir Francis Meynell, los caracteres itálicos disminuían la velocidad del ojo del lector, “aumentando su capacidad para captar la belleza del texto”28.

Como esos libros eran más baratos que los manuscritos, sobre todo los ilustrados, y podía comprarse un sustituto idéntico si el ejemplar se perdía o se estropeaba, dejaron de ser, a ojos de los nuevos lectores, una señal de riqueza, para pasar a ser símbolos de aristocracia intelectual e instrumentos esenciales para el estudio. Tanto en los días de la Roma antigua como en la alta Edad Media los libreros y papeleros habían producido libros como mercancías con las que comerciar, pero el costo y el ritmo de su producción pesaba sobre los lectores, creando una sensación de privilegio por el hecho de poseer algo único. A partir de Gutenberg, por primera vez en la historia cientos de lectores podían tener ejemplares idénticos del mismo libro y (hasta que un lector añadía a un volumen sus marcas particulares y una historia personal), el libro que leía una persona en Madrid era el mismo que leía otra persona en Montpellier. Tanto éxito tuvo la iniciativa de Aldo que en poco tiempo sus ediciones fueron imitadas en toda Europa: en Francia por Gryphe (o Gryphius) en Lyon, así como por Colines y Robert Estienne en París; en los Países Bajos, por Plantin en Amberes y Elzevir en Leiden, La Haya, Utrecht y Amsterdam. Cuando Aldo murió en 1515, los humanistas que asistieron a su funerales colocaron de pie, alrededor del ataúd, como eruditos centinelas, los libros que con tanto amor había impreso.

El ejemplo de Aldo, y de otros como él, estableció, al menos para los cien años posteriores, las normas de impresión en Europa. Pero en los dos siglos siguientes las exigencias de los lectores cambiaron un vez más. Las numerosas ediciones de libros de todas clases ofrecían demasiadas posibilidades de elección; la competencia entre los editores, que hasta entonces no había hecho otra cosa que fomentar mejores ediciones y un mayor interés público, hizo que se empezaran a producir libros de calidad muy baja. A mediados del siglo XVI, un lector podía escoger de entre más de ocho millones de libros impresos, “quizá más de lo que todos los copistas de Europa habían producido desde que Constantino fundó su ciudad en el año 330”29. Por supuesto que esos cambios no fueron repentinos ni universales pero, en general, desde fines del siglo XVI los “editores-libreros dejaron de interesarse por patrocinar el mundo de las letras y empezaron a preocuparse por editar los libros de venta segura. Los más ricos hicieron su fortuna gracias a libros con un mercado garantizado, reimpresiones de antiguos éxitos, obras tradicionales religiosas y, sobre todo, las de los Padres de la Iglesia”30. Otros monopolizaron el mercado escolar con glosas de cursos eruditos, manuales de gramática y hojas para libros-abecedarios.

El libro-abecedario, que se utilizó desde el siglo XVI al XIX era, en general, el primer libro que se ponía en la mano de un escolar. Muy pocos han sobrevivido hasta nuestros días. El libro-abecedario consistía en un delgado tablero de madera, normalmente de roble, de unos veintitrés centímetros de largo y trece o quince de ancho, que llevaba una única hoja impresa con el alfabeto y, a veces, los nueve dígitos y el padrenuestro. Tenía un mango, y estaba cubierto por una película transparente hecha de asta para evitar que se ensuciara; el tablero y la lámina de asta se mantenían unidas gracias a un delgado marco de latón. William Shenstone, un jardinero paisajista inglés y poeta de dudoso mérito, describe el concepto en su poema La maestra, con estas palabras:
Tomaron sus libros de poca talla,
Que con asta transparente están sujetos,
Para proteger del dedo húmedo la letra bella31.

En los siglos XVIII y XIX se utilizaban en Nigeria y otros países africanos unos libros parecidos, conocidos como “tableros de oraciones” para enseñar el Corán. Estaban hechos de manera pulida, con un asa en la parte superior; los versículos se escribían en una hoja de papel pegada directamente sobre el tablero32.

Libros que se pueden meter en el bolsillo; libros con un formato manejable; libros que el lector siente que pueden leerse en cualquier sitio; libros que sólo parecerían adecuados dentro de una biblioteca o de un claustro eran impresos de todas las maneras imaginables. Durante el siglo XVII los vendedores ambulantes vendían folletitos y baladas (descritos en el Cuento de invierno de Shakespeare como aptos “para hombre o mujer, de todos los tamaños”)33 que se hicieron conocidos como pliegos de cordel34 en el siglo siguiente. El tamaño preferido de los libros populares había sido el octavo, ya que con un solo pliego se producía un folleto de dieciséis páginas. En el siglo XVIII, tal vez porque los lectores solicitaban una información más amplia de los sucesos narrados en los cuentos y baladas, las hojas se doblaron en doce y los folletos aumentaron a veinticuatro páginas, del tamaño de las de los libros de bolsillo de la actualidad35. La serie clásica editada por Elzevir en Holanda con este formato alcanzó tal popularidad entre los lectores menos acomodados que el afectado conde de Chesterfield llegó a comentar: “Si por casualidad llevas un clásico de Elzevir en el bolsillo, no lo muestres ni lo menciones”36.

El libro de bolsillo en rústica tal como lo conocemos hoy no empezó a publicarse hasta mucho después. En la época victoriana, cuando se crearon en Inglaterra la Asociación de Editores, la Asociación de Libreros, las primeras agencias comerciales, la Sociedad de Autores, el sistema de regalías y las novelas en un volumen por seis chelines, nacieron también las colecciones de libros de bolsillo37. Aun así, los libros de gran tamaño siguieron llenando las estanterías. En el siglo XIX se publicaban tantos libros en gran formato que una caricatura de Gustave Doré muestra a un pobre empleado de la Bibliothèque Nationale de París intentando acarrear con grandes dificultades uno de esos enormes tomos. En las encuadernaciones, la tela reemplazó al costoso cuero (el editor inglés Pickering fue el primero en usarla, en sus Clásicos Diamond de 1822) y, debido a que se podía imprimir sobre tela, pronto se utilizó para colocar anuncios. El objeto que el lector tenía en la mano –una novela popular o un manual científico en cómodo octavo, encuadernado en tela azul y a veces protegido por una sobrecubierta de papel en la que también se podían imprimir anuncios– era ya muy diferente de los volúmenes encuadernados en marroquí del siglo anterior. El libro había pasado a ser un objeto menos aristocrático, menos imponente, menos espléndido. Compartía con el lector cierta elegancia modesta y de clase media, pero al mismo tiempo agradable; un estilo que el diseñador William Morris convertiría en una industria popular que a la larga –en el caso de Morris– se transformó en un nuevo lujo, basado en la belleza convencional de las cosas cotidianas. (De hecho, Morris diseñó su libro ideal según el modelo de uno de los volúmenes de Aldo Manuzio.) En los nuevos libros que exigía el lector de mediados del siglo XIX, la excelencia se medía no por su escasez, sino por la combinación de placer y sobrio sentido práctico que proporcionaban. En los departamentos y casas suburbanas empezaban a aparecer bibliotecas privadas, y los libros estaban en consonancia con la categoría social del resto de los muebles.

En la Europa de los siglos XVII y XVIII se daba por sentado que los libros se leían en interiores, en el aislamiento que proporcionaban las paredes de una biblioteca pública o privada. Pero en el XIX los editores publicaban libros pensados para sacarlos al aire libre, libros hechos específicamente para los viajes. En la Inglaterra del siglo XIX la nueva burguesía ociosa y la expansión de los ferrocarriles se combinaban para crear un súbito interés por los viajes largos, y los viajeros cultos descubrieron que necesitaban material de lectura con un contenido y un tamaño muy precisos. (Un siglo después, mi padre aún seguía distinguiendo entre los libros de su biblioteca, encuadernados en cuero verde, que a nadie estaba permitido sacar de aquel santuario, y los “libros comunes en rústica” que dejaba amarillear o marchitarse sobre la mesa de mimbre del patio, y que yo a veces rescataba y llevaba a mi habitación como si se tratara de gatos abandonados.)

En 1792, Henry Walton Smith y su esposa Anna abrieron un pequeño puesto de venta de periódicos en la calle Little Grosvenor, de Londres. Cincuenta y seis años más tarde, W. H. Smith & Son abrieron el primer quiosco para usuarios de trenes en la estación Euston, de Londres. Pronto empezó a ofrecer colecciones dedicadas a los viajeros, como la Routledge’s Railway Library, la Traveller’s Library, la Run & Read Library, junto con series de novelas ilustradas y obras célebres. El formato de esos volúmenes variaba ligeramente, pero en su mayoría eran octavos, salvo unos pocos (como Un cuento de Navidad de Dickens) que estaban editados en medio octavo y encuadernados en cartón. Esos quioscos (a juzgar por una fotografía del puesto de W. H. Smith en Blackpool North, tomada en 1896) no vendían únicamente libros, sino también revistas y periódicos, de modo que los viajeros dispusieran de una amplia elección de material de lectura.

En 1841, Christian Bernhard Tauchnitz, de Leipzig, había lanzado una de las colecciones más ambiciosas de libros en rústica; con un promedio de un título por semana, publicó más de cinco mil volúmenes en sus primeros cien años, poniendo en circulación entre cincuenta y sesenta millones de ejemplares. Si bien la selección de títulos era excelente, la calidad de la producción no igualaba  su contenido. Los libros eran casi cuadrados, la letra diminuta y con cubiertas tipográficamente idénticas que no eran atractivas ni para el tacto ni para la vista38.

Diecisiete años más tarde, los editores Reclam de Leipzig publicaron una edición de las obras de Shakespeare, traducidas al alemán, en doce tomos. El éxito fue inmediato, y Reclam lo prolongó subdividiendo la edición en veinticinco libritos con las distintas obras de teatro con cubiertas de papel rosa y al precio sensacional de un pfenning cada uno. En 1867 pasaron al dominio público todas las obras de escritores alemanes que llevaran más de treinta años muertos, y esto permitió a Reclam continuar la serie con el título de Universal-Bibliothek. La editorial comenzó con el Fausto de Goethe y siguió con Gogol, Pushkin, Bjørnson, Ibsen, Platón y Kant. En Inglaterra, unas series de reimpresiones de “clásicos” a imitación de Reclam –Nelson’s New Century Library, Grant Richard’sWorld’s Classics, Collins’s Pocket Classics, Dent’s Everyman’s Library– rivalizaron pero no lograron superar el éxito de la Universal-Bibliothek39, que siguió siendo durante años la serie en rústica por excelencia.

Hasta 1935. Un año antes, después de pasar un fin de semana con Agatha Christie y su segundo marido en su casa de Devon, el editor inglés Allen Lane, mientras esperaba el tren para regresar a Londres, buscó en los puestos de la estación algo que leer. No encontró nada que le interesara entre las revistas, los libros caros de tapa dura o las novelas populares, y se le ocurrió que hacía falta una serie de libros de bolsillo a bajo precio pero de buena calidad. Al regresar a The Bodley Head, la editorial donde Lane trabajaba con sus dos hermanos, planteó su idea. Publicarían una serie de reimpresiones en rústica de los mejores autores con cubiertas de brillantes colores. De esa manera no atraerían sólo a los lectores corrientes; también tentarían a cualquier persona capaz de leer, desde los intelectuales hasta las personas de escasa cultura. No sólo venderían en librerías y quioscos, sino también en salones de té, papelerías y tabaquerías.

El proyecto de Lane fue recibido con desprecio tanto por los colegas de más edad en la editorial como por otros editores, quienes no tenían interés alguno en venderle los derechos de reimpresión de sus éxitos en tapa dura. Tampoco los libreros se mostraron entusiasmados, puesto que sus beneficios disminuirían y los lectores amigos de lo ajeno podían llevarse esos libros “al bolsillo” con mucha mayor facilidad. Pero Lane perseveró y finalmente obtuvo autorización para reimprimir varios títulos: dos ya publicados por Bodley Head –Ariel, de André Maurois y El misterioso caso de Styles, de Agatha Christie–, y otros de autores muy vendidos (Ernest Hemingway y Dorothy L. Sayers), además de algunos menos conocidos hoy en día, como Susan Ertz y E. H. Young.

Lo que Lane necesitaba a continuación era un nombre para su colección, “ni algo formidable como World Classics (Clásicos mundiales), ni algo condescendiente como Everyman (el hombre de la calle)”40. Las primeras ideas fueron zoológicas: un delfín, luego una marsopa (ya utilizada por Faber & Faber) y, finalmente, un pingüino. Así nació Penguin.

El 30 de junio de 1935 salieron los primeros diez “Penguin Books”, a seis peniques el volumen. Lane había calculado que amortizaría los gastos vendiendo diecisiete mil ejemplares de cada título, pero las primeras ventas se situaron alrededor de los siete mil. Lane fue a ver al jefe de compras de la gran cadena de tiendas Woolworth, un tal Clifford Prescott, quien puso objeciones; la idea de vender libros como cualquier otra mercancía –calcetines y latas de té– le parecía absurda. En aquel mismo momento, y por pura casualidad, la señora Prescott entró en el despacho de su marido. Cuando se le preguntó qué le parecía la idea, se entusiasmó. ¿Por qué no?, dijo. ¿Por qué no podían tratarse los libros como objetos cotidianos, tan necesarios y disponibles como los calcetines y el té? Gracias a la señora Prescott, se cerró el trato.

George Orwell resumió su reacción respecto de los recién llegados, como lector y como autor, con estas palabras: “En mi condición de lector, aplaudo los Penguin; en mi condición de escritor, les lanzo un anatema…El resultado será una inundación de reimpresiones baratas que paralizará las bibliotecas circulantes (la madre adoptiva del novelista) y reducirá la publicación de novelas originales. Esto último será bueno para la literatura, pero muy malo para el comercio”41. Se equivocaba. Además de sus méritos específicos (amplia distribución, bajo costo, la excelencia y diversidad de sus títulos), el logro más importante de Penguin fue simbólico. La idea de que una gama tan inmensa de literatura estaba al alcance de casi todo el mundo, prácticamente en todas partes, desde Túnez a Tucumán, desde las islas Cook a Reykiavik (tan difundidos son los frutos del expansionismo británico que yo mismo he comprado y leído libros de Penguin en todos esos sitios), proporcionó a los lectores un símbolo de su propia ubicuidad.

Es probable que jamás dejen de inventarse formas nuevas para los libros, pero de todos modos son poquísimas las que sobreviven entre las más raras: el libro en forma de corazón, ideado hacia 1475 por un clérigo de origen noble, Jean de Montchenu, con poesías de amor ilustradas; el librito diminuto que sostiene en la mano derecha una joven holandesa de mediados del siglo XVII retratada por Bartholomeus van der Helst; el libro más pequeño del mundo, el Bloemhofje Jardín de flores cercado, escrito en Holanda en 1673 y que mide 1,2 por 0,8 cm, de menor tamaño que un sello común; el gigantesco libro de John James Audubon, Pájaros de América, publicado entre 1827 y 1838, cuyo autor murió en la pobreza, solo y sumido en la locura; los volúmenes de tamaños liliputiense y brobdingnagiano de Los viajes de Gulliver, diseñados por Bruce Rogers para el Club de Ediciones Limitadas de Nueva York en 1950; ninguno de ellos ha durado, salvo como curiosidad. Pero las formas básicas, las que permiten a los lectores sentir el peso físico del conocimiento, el esplendor de vastas ilustraciones o el placer de poder llevar un libro de paseo o a la cama permanecen.

A mediados de la década de 1980, un grupo internacional de arqueólogos norteamericanos, cuando realizaba excavaciones en el enorme oasis de Dajla, en el Sahara, encontró dos libros completos en un rincón de una habitación adosada a una casa del siglo IV. Uno era una antigua copia manuscrita de tres ensayos políticos del filósofo ateniense Isócrates; el otro era el registro de cuatro años de transacciones financieras del administrador de una finca local. Este libro de contabilidad es el ejemplar más antiguo que se conserva de un códice, o libro encuadernado, y se parece mucho a nuestros libros en rústica, si se exceptúa que no está hecho de papel sino de madera. Cada hoja, de 32 centímetros de alto por 10 de ancho y un espesor de poco más de un milímetro, presenta cuatro agujeros en el lado izquierdo, para atarlas con una cuerda en cuadernillos de ocho hojas. Como ese libro de contabilidad se usaba durante un período de cuatro años, tenía que ser “robusto, portátil, fácil de utilizar y duradero”42. Los requisitos de aquel anónimo lector subsisten, con ligeras variaciones circunstanciales, y coinciden con los míos, a la vertiginosa distancia de dieciséis siglos.

Referencias

1 David Diringer, The Hand-Produced Book (Londres, 1953).
2 Plinio el Viejo, Naturalis Historia, ed. W. H. S. Jones (Cambridge, Mass., y Londres, 1968), XIII, 11.
3 El códice griego más antiguo que se conserva en pergamino es una Ilíada del siglo III (Biblioteca Ambrosiana, Milán).
4 Martial, Epigrammata, XIV:184, en Works, 2 vols., ed. W. C. A. Ker (Cambridge, Mass., y Londres, 1919-1920).
5 Francisco I, Lettres de François I au Pape (París, 1527).
6 John Power, A Handy-Book about Books (Londres, 1870).
7 Citado en Geo. Haven Putnam, Books and Their Makers during the Middle Ages, vol. I (Nueva York, 1896-1897).
8 Janet Backhouse, Books of Hours (Londres, 1985).
9 John Harthan, Books of Hours and Their Owners (Londres, 1977).
10 Actualmente en la BibliotecaMunicipal de Sémur-en Auxois, Francia.
11 Johannes Duft, Stiftsbibliothek Sankt Gallen: Geschichte, Barocksaal, Manuskripte (St. Gall, 1990). El antifonario está catalogado como Codex 541, Antiphonarium officii (pergamino, 618 págs.), Biblioteca de
la Abadía de St. Gall, Suiza.
12 D. J. Gillies, “Engineering Manuals of Coffee-Table Books: The Machine Books of the Renaissance”, en Descant 13, Toronto, invierno de 1975.
13 Benjamin Franklin, The Autobiography of B. F. (Nueva York, 1818).
14 Elizabeth L. Eisenstein, The Printing Revolution in Early Modern Europe (Cambridge, 1983).
15 Victor Scholderer, Johann Gutenberg (Frankfurt am Main, 1963).
16 Citado en Guy Bechtel, Gutenberg et l’invention de l’imprimerie (París, 1992).
17 Paul Needham, director del Departamento de Libros y Manuscritos de Sotheby’s, Nueva York, ha sugerido otras dos reacciones posibles de los lectores ante Gutenberg: sorpresa porque el nuevo método utilizaba tecnología metalúrgica para producir letras, en lugar de plumas o cañas, y también que aquel “arte sagrado” llegara de las profundidades de la bárbara Alemania en lugar de la docta Italia. Paul Needham, “Haec sancta ars: Gutenberg’s Invention As a Divine Gift”, en Gazette of the Grolier Club, n° 42, 1990, Nueva York, 1991.
18 Svend Dahl, Historia del libro, traducción de Albert Adell; rev. Fernando Huarte Morton (Madrid, 1972).
19 Konrad Haebler, The Study of Incunabula (Londres, 1953).
20 Warren Chappell, A Short History of the Printed Word (Nueva York, 1970).
21 Sven Birkerts, The Gutenberg Elegies: The Fate of Reading in an Electronic Age (Boston y Londres, 1994).
22 Catálogo: Il Libro della Biblia, Esposizione di manoscritti e di edizioni a stampa della Biblioteca Apostolica Vaticana dal secolo III al secolo XVI (Ciudad del Vaticano, 1972).
23 Alan G. Thomas, Great Books and Book Collectors (Londres, 1975).
24 Lucien Febvre y Henri-Jean Martin, L’Apparition du livre (París, 1958).
25 Marino Zorzi, Introduction a Aldo Manuzio e l’ambiente veneziano 1494-1515, ed. Suzy Marcon y Marino Zorzi (Venecia, 1994). También: Martin Lowry, The World of Aldus Manutius (Oxford, 1979).
26 Anthony Grafton, “The Strange Deaths of Hermes and the Sibyls”, en Defenders of the Text: The Traditions of Scholarschip in an Age of Science, 1450-1800 (Cambridge, Mass., y Londres, 1991).
27 Tarifa delle putane di Venezia, 1535.
28 Citado en Alan G. Thomas, Fine Books (Londres, 1967).
29 Citado en Eisenstein, The Printing Revolution in Early Modern Europe. (No se cita la fuente.)
30 Febvre y Martin, L’apparition du livre.
31 William Shenstone, The Schoolmistress (Londres, 1742).
32 En la exposición “Into the Heart of Africa”, Royal Ontario Museum,
Toronto, 1992.
33 Shakespeare, en Cuento de invierno, acto IV, escena 4ª
34 La palabra inglesa “chap-book” (pliego de cordel) deriva, al parecer, de los “chapmen” que los vendían; “chapel” era el término colectivo para los vendedores (“chapmen”) vinculados a una determinada editorial. Véase John Feather, ed., A Dictionary of Book History (Nueva York, 1986).
35 John Ashton, Chap-books of the Eighteenth Century (Londres, 1882).
36 Philip Dormer Stanhope, cuarto marqués de Chesterfield, “Carta del 22 de febrero de 1748”, Letters to His Son, Philip Stanhope, Together with Several other Pieces on Various Subjects (Londres, 1774).
37 John Sutherland, “Modes of Production”, en The Times Literary Supplement, Londres, 19 de noviembre de 1993.
38 Hans Schmoller, “The Paperback Revolution”, en Essays in the History of Publishing in Celebration of the 250th Anniversary of the House of Longman 1724-1974, ed. Asa Briggs (Londres, 1974).
39 Ibídem.
40 J. E. Morpurgo, Allen Lane, King Penguin (Londres, 1979).
41 Citado en Schmoller, “The Paperback Revolution”.
42 Anthony J. Mills, “A Penguin in the Sahara”, en Archeological Newsletter of the Royal Ontario Museum, II: 37, Toronto, Marzo de 1990.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar