Las dicotomías internas del unitarismo, por Ignacio Zubizarreta


La historia argentina se encuentra jalonada por el enfrentamiento de facciones que  marcaron a sangre  y fuego nuestro pasado. El primer gobierno patrio albergó en su seno a facciones enfrentadas,  cuyos máximos representantes fueron Cornelio Saavedra y Mariano Moreno. Desde entonces y hasta nuestros días, los enfrentamientos internos son un mal endémico que polariza y desgarra a la sociedad.

Durante el siglo XIX, el enfrentamiento entre unitarios y federales costó la sangre de muchos compatriotas, poniendo en veredas opuestas, en numerosas ocasiones, a miembros de una misma familia.

En su libro Unitarios. Historia de la facción política que diseñó la Argentina moderna, Ignacio Zubizarreta se centra en aspectos poco conocidos de una de estas facciones: los unitarios. Analiza cómo pensaba y actuaba la agrupación denominada en la década de 1820 “grupo rivadaviano” o “partido del orden”, que pronto se convertiría en la plataforma del unitarismo. El autor recorre su trayectoria desde su irrupción en la escena pública hasta la vuelta de los exiliados después de Caseros.

El libro aborda, entre otros aspectos, las formas de acción y las características políticas de este grupo, la experiencia presidencial de Rivadavia, la relación entre los unitarios y los sectores populares, los levantamientos de Juan Galo de Lavalle y de José María Paz, los unitarios en el exilio, la organización de logias secretas, el surgimiento de la Generación del 37, y el devenir de la facción ante la caída de Rosas.

En el fragmento que a continuación reproducimos Zubizarreta se aleja del estereotipo de unitario para mostrar a los miembros de esta facción en una faceta más  compleja que contempla múltiples dimensiones. Derribando lugares comunes, el autor da cuenta de la existencia de unitarios en diversas provincias como Córdoba, Mendoza, Salta y San Juan, cuyo surgimiento se opone a la concepción del unitario típico asociado a la ciudad-puerto.  También aborda las diferencias que existieron al interior de esta facción, que lejos de  conformar un movimiento homogéneo, albergaba diferencias que contribuyeron a dar por tierra con los planes de terminar con el gobierno de Rosas.  Así, aborda no sólo las tirantes relaciones que existieron entre los unitarios de la pluma y los de la espada, sino también las desavenencias entre militares pertenecientes a esta facción.

Fuente: Ignacio Zubizarreta, Unitarios. Historia de la facción política que diseñó la Argentina moderna, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, págs. 149-177.

Las dicotomías internas del unitarismo
Toda agrupación política suele tener ideas, proyectos, intereses  que favorecen la integración de sus miembros. Pero en muchas ocasiones surgen diferencias internas que ponen en jaque la unidad y el buen entendimiento de sus correligionarios. (…) En este entreacto queremos mostrar que, a pesar de que cierta historiografía (…) ha facilitado la construcción de un prototipo de unitario, la realidad nos demuestra la existencia de un universo mucho más complejo. En las páginas siguientes nos interesa recalcar las diferencias internas que existieron dentro del unitarismo. La diversidad en el origen de sus integrantes, las formas de pensar, o el rol que tenían asignado dentro del funcionamiento interno de la misma agrupación nos irá mostrando que el “perfil del unitario” se encuentra muy lejos de ser unívoco. Y esas diferencias entre sus integrantes nos ayudarán a comprender mejor tanto los éxitos como los fracasos de la facción centralista.

Provincianos y porteños
Existió siempre —y aún perdura— la idea de que el unitarismo tenía por objetivo beneficiar a los hombres de Buenos Aires. Es probable que los núcleos más importantes de la facción centralista hayan sido originarios de la ciudad-puerto, o bien que hayan alcanzado relevancia en ese lugar aunque procedieran de otros puntos. Algo de esto es cierto. Pero de ningún modo explica, por ejemplo, por qué hubo tantos unitarios —sino la mayor parte— originarios del interior. Existieron motivos que los atrajeron a la causa; de otra manera resulta difícil explicarlo. Este enigma, a pesar de no ser ni secundario ni casual, no ha sido profundamente explorado. Las relaciones entre porteños y provincianos fueron tirantes en el interior del unitarismo. (…)

Existían importantes diferencias entre provincianos y porteños que tenían múltiples causas: históricas (celos hacia la antigua capital virreinal), económicas (por la primacía del puerto de Buenos Aires), políticas (en relación a cuestiones de soberanía) y culturales (costumbres, ideas y modas), entre otras. Aunque se corre el riesgo de una simplificación excesiva, es importante no perder el eje abordado. Si los motivos que causaron diferencias pudieron ser diversos, lo que interesa en el presente apartado es explicar las razones que mantuvieron unidos a miembros de una misma facción más allá de sus diferentes orígenes.

La historiografía ha intentado explicarnos el motivo que llevó a que el federalismo fuera más aceptado y difundido en el interior y la causa por la cual el unitarismo contó con más adeptos en Buenos Aires. No obstante, se ha olvidado de revelarnos, por ejemplo, las causas de la existencia de porteños federales o de unitarios provincianos. Para llegar a buen puerto en esta empresa hay que tener en cuenta las razones que sostenían numerosos hombres del interior para integrar una facción que habitualmente solía identificarse con los intereses de la ciudad-puerto, aunque no exclusivamente. Por un lado, buscaron la protección de un hipotético gobierno central ante los constantes avances de los caudillos de provincia. La existencia de un sistema político centralizado, como lo fue el Directorio en su momento, había beneficiado a ciertas e influyentes familias del interior. Existía en muchas de ellas una añoranza por una administración de este tipo. Asimismo, y sobre todo en aquellos pueblos que no habían podido emanciparse de sus cabeceras de intendencia —como Jujuy de Salta—, también se prefería una posible tutela nacional a una dependencia jurisdiccional más celosa y próxima.

Desde el comienzo del proceso independentista y en los años consecutivos los dirigentes de ciertas provincias habían comenzado a admitir la necesidad de un Estado lo suficientemente fuerte para protegerlas de una invasión “externa” (Salta de las tropas realistas), o “interna” (las provincias del Cuyo de las huestes lideradas por Facundo Quiroga). Los constantes pedidos de recursos, armamentos y tropas a la antigua capital virreinal debían ser a su vez retribuidos por un apoyo incondicional a los planes políticos que surgieran de ella. En otros casos se dieron también afinidades ideológicas entre las dirigencias provincianas y las porteñas. Instruidos en las mismas universidades y con inclinación hacia la vida urbana, un importante sector de las elites del interior sentía una profunda admiración por la gestión rivadaviana y consideraba que expandir los beneficios de ese proyecto político al resto de las provincias sería ventajoso para todas ellas. Implementarlo permitiría a un Estado centralizado promover la inversión de capitales y la introducción de inmigrantes provenientes de Europa al interior del país. En la década de 1820 varios gobernadores se mostraban interesados en explorar la potencialidad de su minería, su agricultura y la navegación de sus ríos, aunque todo ello requería de financiamiento que por sí mismos no podían captar.

A pesar de las causas que podían interesar a los provincianos por un proyecto centralizador, existió en paralelo cierta ambigüedad por un sentimiento confuso de amor-odio hacia los porteños. Por ejemplo, el unitario salteño Juan Ignacio Gorriti no podía resolver el enigma de hacia quiénes debía guardar mayores resentimientos: si, en las provincias, a “esos pequeños dictadores, o demagogos aspirantes, acostumbrados a hacer respetar sus caprichos como la voluntad de los pueblos”. O si a los porteños, a los que consideraba con natural tendencia a prevalecer sobre los intereses del interior. Admitía “la repugnancia que se encuentra en ser mandados de porteños”1   y pretendía que la igualdad con las provincias “les entre no sólo por los ojos sino por la nuca, por los codos, hasta por…”.2

El general Paz, cordobés de nacimiento, repetía una y otra vez en sus Memorias la poca colaboración que encontraba entre sus pares porteños y los inconvenientes que le había traído su condición de provinciano para dirigir con suceso la guerra contra Rosas. ¿Existe, acaso, otro modo de explicar que, durante la revolución de Lavalle en 1828, este último y Paz nunca hubieran juntado sus espadas? ¿Se pueden entender, si no, los motivos que llevaron a que, diez años después, los ejércitos comandados por ambos generales se batieran contra las huestes federales nuevamente por separado? Algo más de la mitad de la oficialidad unitaria que se vinculó con Lavalle había nacido en Buenos Aires, mientras que casi dos tercios del total de la oficialidad que lo había hecho con Paz era originaria del interior del país. Algo más que desavenencias personales entre líderes inclinaron la balanza por la desunión de un partido que curiosamente bregaba por la unidad. Con todo, a pesar de las diferencias que se establecieron entre provincianos y porteños, también hubo numerosos motivos que los llevaron a actuar dentro de una misma facción. (…)

Los gobiernos filo-unitarios de Mendoza, San Juan y Salta
Veremos a continuación el ejemplo de tres provincias que tuvieron un particular acercamiento con Rivadavia y su entorno. (…) De índole ideológica, militar o económica, varios gobernadores del interior buscaron alianzas con los sectores dirigentes porteños y de algún modo, comenzaron a formar parte de una agrupación política que buscaba la unidad.

En la provincia de Mendoza el unitarismo tuvo férreos defensores. A través del fiel colaborador de José de San Martín, Tomás Godoy Cruz —destacado congresista y gobernador de su provincia a partir de 1820—, se introdujeron en la escena pública local hombres de linaje y cultura que cumplieron diferentes roles en la función pública mendocina. (…) En 1822 Godoy Cruz dejaba su cargo y era reemplazado por Pedro Molina, un hombre moderado que continuó el modelo liberal y reformista de su predecesor. En ese momento la intelectualidad mendocina (…) comenzó a simpatizar por el sistema federalista. (…) Al moderado Pedro Molina lo sucedió, en 1824, un exaltado federal, José Albino Gutiérrez. En tiempos del Congreso Constituyente  (1824-1827) este último colaboró a instaurar un clima de gran tensión política. (…)  Sin embargo, las fuerzas de Quiroga aparecerían para terminar con la influencia unitaria, la que se diluyó en Mendoza para siempre luego de la cruenta batalla de Rodeo de Chacón (1831).

Otra provincia cuyana que simpatizó con el unitarismo fue San Juan. (…) Los estrechos vínculos y los significativos apoyos que San Juan recibió por parte de Buenos Aires fueron notorios. (…) El gobernador Del Carril promovió en su provincia una iniciativa para llevar al terreno de la legalidad una serie de reformas liberales de corte rivadaviano. Esa serie de reformas fueron presentadas bajo una proclama que se denominó la Carta de Mayo… Entre sus cláusulas más polémicas se destacaba la libertad de cultos. (…) (…) Del Carril había colaborado en los pedidos por parte de Rivadavia de hacer un mapeo de las zonas de la provincia más aptas para explotar la minería. (…) Es interesante el rol que tenían asignadas las explotaciones mineras, los planes de examinar la potencialidad en la navegación de los ríos y las especulaciones comerciales y financieras que buscaban amalgamar a las elites porteñas con aquellas provincianas. Al comprometer económicamente a hombres de diversos intereses políticos en sus proyectos conjuntos de explotación de tierras y minas, se podría lograr una armonía que reduciría rispideces facciosas.

Ahora bien, fue la provincia de Salta la que más prestó colaboración al unitarismo porteño. Al margen de las coincidencias ideológicas que en muchos casos existieron, se mantuvo siempre una constante: los recurrentes pedidos de auxilios económicos y militares a Buenos Aires con el objeto de resguardar las fronteras frente a los amenazantes enemigos realistas. Es factible que el gobernador salteño Juan Antonio Álvarez de Arenales haya constituido el principal exponente del unitarismo de esa provincia. Si ciertas actitudes, además de su comportamiento y compromiso político nos inclinan a confirmar su credo unitario, no por ello podemos dejar de tildar de pragmático y ventajoso, en ocasiones, el acercamiento de Arenales a dicha facción. Ya su antecesor en la máxima investidura provincial salteña, Juan Ignacio Gorriti, se lamentaba en 1822 de la anarquía causada por el “detestable federalismo”, impulsado por José Gervasio Artigas, mostrando de ese modo la tradición unitaria salteña. Gorriti confesaba que Artigas había intentado atraerlos a su causa, pero que ni él ni su provincia harían nada que fuera perjudicial a Buenos Aires; sin embargo, el estado calamitoso de las provincias necesitaba “de su generosidad y aporte”.3 Es notable constatar cómo el rechazo al federalismo y la lealtad al proyecto porteño son seguidos, y hasta cierto punto condicionados, por reiterados pedidos de colaboración material.

Como sucedió en San Juan y Mendoza, no tardaría tampoco Gorriti en enviar señales positivas al gobernador porteño en aras de establecer una sociedad de capitalistas para explotar las minas de la provincia. Poco tiempo después asumía Arenales (1824), quien además promovería la exploración del río Bermejo en conjunto con capitalistas porteños. (…)

Si la interesada necesidad de algunas provincias en asegurarse el apoyo de un tentativo gobierno central es evidente, a su vez, al grupo rivadaviano —integrado mayoritariamente por porteños— le resultaba vital el buen entendimiento con los hombres de provincia más influyentes. (…) En 1826, a la hora de elegir su gabinete ministerial, Rivadavia optó por Salvador María del Carril en calidad de ministro de Hacienda. Según Iriarte, “pertenecía a una de las principales familias de San Juan, pero no tenía nociones de hacienda, Rivadavia lo había elegido, tan sólo por ser provinciano, para no ser censurado de que todos sus ministros eran porteños”.4 En efecto, poco después del descalabro unitario y la renuncia presidencial de 1827, Del Carril, en sincera y emotiva epístola a Rivadavia, le reconocía sus esfuerzos por cumplir con un cargo que, en ocasiones, parecía desbordarlo. Sin embargo, reconocía que “si la elección empeñó todo mi conocimiento, el hecho, dejó abierta y practicable a los individuos nacidos en cualquier punto de la República la carrera de la legítima ambición y esperanzas a los ojos de todos sin excepción”.5

La renuncia de Rivadavia cristalizó una situación de hecho: la estructura de gobierno nacional no contaba con el poder ni los apoyos suficientes para lograr imponer el dominio sobre el territorio en el que se consideraba soberano. (…)

Con la caída de la Liga comandada por Paz en 1831 y el consecuente exilio de sus cabecillas el unitarismo se fragmentó. Los porteños emigraron, como vimos, principalmente a la Banda Oriental; los de las provincias de Cuyo a Chile; mientras que los del norte lo hacían a Bolivia y en algunos casos al Perú. (…)

Con la caída definitiva del rosismo (1852), los unitarios de provincia y los porteños se volverían a encontrar, pero curiosamente, la mayoría de las veces en campos antagónicos, lo que demuestra que la lejanía del exilio, en el fondo, había también colaborado a la desunión. De los unitarios que continuaron en la actividad política luego de Caseros (1852), algunos pocos se unieron al alsinismo y el resto se dividió entre mitristas y urquicistas. Si entre las filas de Urquiza la mayoría de unitarios del interior fue abrumadora, en las del mitrismo la división fue cuasi salomónica.

Uno de los interrogantes que habíamos abierto al inicio del presente entreacto refería a la dificultad para comprender cómo pudo haber unitarios del interior. Existe un imaginario generalizado acerca de que el unitarismo fue una corriente política que sólo actuaba en provecho de la vieja capital virreinal. Sin embargo, la ley de capitalización de Buenos Aires (1826) nacionalizaba su puerto y asumía que los recursos que ingresaban como tasas de importación y exportación por ese medio debían ser distribuidos en beneficio de todo el territorio nacional. Pero si la centralización del poder político parecía evidente, no todos en el interior estaban en desacuerdo con ello. (…)

Los unitarios de “La Espada y la Pluma”
Hacia fines de noviembre de 1826, aquellos que abrieron las páginas del periódico unitario El Duende de Buenos Aires pudieron observar la siguiente frase: “Allá, como aquí, y en todas partes, la fuerza militar será enemiga de las instituciones liberales”.6 En ese mismo momento se encontraba Carlos María de Alvear al mando de las tropas argentinas y orientales que se disponían a luchar contra el Imperio del Brasil. Este hombre, desencantado de los distantes burócratas del gobierno porteño, se despachaba con total franqueza frente a sus compañeros de armas. Según un testigo, con una gran dosis de ironía y soñando con el sillón de Rivadavia, afirmó: “Una vez en la presidencia dictaré una ley de conscripción general sin excepción de clases […] cuanto abogado caerá en la ratonera; a éstos es a los que quiero ver en campaña, caminando a pie y muertos de sed y hambre: entonces sabrán lo que es patria ¡Bribones!, los he de poner en un puño y al que se descuide, cuatro balazos”.7 Los abogados a los que Alvear aludía eran los que desde tiempos rivadavianos tenían el principal influjo en las decisiones del gobierno, las que sin dudas afectaban a los soldados que estaban en campaña. Domingo Arrieta, un joven militar unitario durante esa misma contienda, recibió una orden directa de Alvear para ocupar —y extraer las riquezas— de la hacienda de un notable riograndense. Una vez en su morada, se encontró con el dilema de qué hacer con los numerosos ejemplares que se desplegaban en la biblioteca. Así reflexionaba al respecto:” Para mí, estos libros serían muy perjudiciales, pues notorio es que las leyes y las armas están de continuo como perros y gatos encerrados en un costal y no quiero con el estudio en estos libros impregnarme de las subversivas ideas que ellos indican, para tener después a mi cuerpo en continua gresca con mi cabeza, estando ella en el Senado dictando leyes, y mi cuerpo en campaña exterminando tribunales con el sable. Yo en todo caso me decido por las armas, pues todas las leyes del mundo, reunidas a las más bellas letras, aunque sean de oro, son todas ellas nada, al frente de una tajante espada”.8

Lo que a las claras se observa en estos dos representativos ejemplos es que existieron tensiones entre los hombres de la pluma y los de la espada. En toda agrupación política la distribución de funciones era parte de un proceso gradual, complejo y fruto de constantes negociaciones entre distintas esferas de poder. Pero ¿existieron distintas esferas de pertenencia que reproducían ámbitos diferenciados de poder en el interior de la facción? Creemos que la esfera política funcionó como un espacio de amalgama, de contacto, de reunión de grupos de pertenencia diferenciados, que gozaban, hasta cierto punto, de algún grado de autonomía. En la convergencia de la política se daban los vasos comunicantes. Allí se reunían hacendados, militares, intelectuales, en un espacio de acción común, pero en el que participaban con lógicas muchas veces disímiles. (…)

Esta diversidad de grupos de pertenencia emergió con el surgimiento de las facciones y como fruto de un proceso lógico y consecuente del periodo independentista, apuntalado por el desmoronamiento del régimen colonial y el fragor de la guerra. El vacío de poder que resultó de esa coyuntura obligó a que fuera llenado por una estructura institucional que debía reconstituirse, pero, sobre todo, autoabastecerse de hombres con las habilidades más diversas que ya no podía proveer un inexistente imperio español. Los militares lograron un alto grado de autonomía de facto entre los años 1806-1807, e incluso su líder Santiago de Liniers se convirtió en virrey en ese último año. Los hacendados iniciaron su etapa ascendente a partir de 1820. En cambio, los hombres de la pluma, los que antiguamente actuaban o cumplían el rol de funcionarios de la administración colonial, comenzaron también por esa época a destacarse y tomar el rol principal de la gestión independentista en un complejo proceso de criollización política. La facción comenzó a ser el lugar donde se articularon y reclutaron dichos intelectuales. Ellos tenían el control de la naciente esfera pública y emprendían actividades proselitistas en ámbitos como las tertulias y los cafés; aunque fue su educación en la universidad  la que los pulió y les brindó los conocimientos y la ilustración que los diferenciaría de otros sectores de influencia. Estos tres grandes campos de pertenencia —sectores económicos de prominencia, sectores ilustrados y de gabinete, y sectores militares— no sólo se relacionaban en el mundo de la política, sino —y principalmente— por medio de redes interpersonales y de parentesco. (…)

Algunos unitarios fueron hacendados, como los miembros de la familia Castex, los Ramos Mejía o los Ezeiza. Los hubo también relacionados al mundo de las finanzas y de la banca, como Manuel Andrés Arroyo y Pinedo, Mariano Fragueiro o Braulio Costa. Sin embargo, ninguno de ellos tuvo una participación destacada en las decisiones políticas de la facción por la que simpatizaban. Esta ausencia de gravitación también se ve reflejada en sus escasas actividades tanto en el seno de la Junta de Representantes provincial como en las Asambleas Constituyentes (1824-1827). Muchas de las iniciativas rivadavianas, de acuerdo a numerosas evidencias, no siempre parecían haberse consensuado con estos últimos sectores. Por esos motivos, no nos detendremos en ellos. Nos consagraremos al análisis de los dos sectores de pertenencia más influyentes dentro del unitarismo, los hombres de la pluma y los de la espada.

Las reformas que se promovieron en el orden castrense durante las reformas rivadavianas sirvieron para debilitar el poder del que se había beneficiado el ejército hasta ese entonces. En los ámbitos de la intelectualidad existía un marcado tinte antimilitarista. La Abeja Argentina, una publicación sostenida por la intelectualidad porteña e inclinada hacia el rivadavianismo, con una mirada retrospectiva a la época revolucionaria, alegaba: “El estado de guerra, en que vivíamos, nos obligó a depositar casi siempre el poder en manos de un militar, que como está en nuestra naturaleza de las cosas, dispensó a los de su clase una protección especial. De aquí ha resultado, que en todo el curso de la revolución hemos vivido bajo una verdadera aristocracia militar, la más temible de todas las aristocracias”.9

Así como las reformas en el clero infundieron el temor a que los sectores más conservadores pudiesen rebelarse, las que Rivadavia impulsó en el ámbito marcial podían promover una peligrosa disconformidad dentro del ejército. Sin embargo, era el precio que debía pagarse para entrar en una nueva era, tal como se manifestaba en el órgano que podríamos considerar la expresión más pura del pensamiento de los hombres de la pluma de ese momento, El Argos de Buenos Aires. Sus ilustrados editores se jactaban del siguiente modo: “¡Época venturosa! En que empezó a cumplirse la profunda máxima del célebre Platón; los pueblos son felices cuando gobiernan los filósofos, o filosofan los que gobiernan”.10  Rivadavia pensaba en sostener su gestión mediante el apoyo de la opinión pública y no por la fuerza de las bayonetas. (…) Esa animosidad también se refleja en la tensa relación que Rivadavia y su grupo mantuvieron con el general San Martín o con el mismo Simón Bolívar. Los unitarios consideraban que, luego de las guerras independentistas, la hora de la espada había concluido. Así lo creían hasta que estalló el conflicto con el Imperio del Brasil.

Con la revuelta de Lavalle, en diciembre de 1828, los unitarios tomaron nuevamente el poder. El líder insurreccionado consideraba que aquellos intelectuales del partido ya no podrían gobernar por sí solos. La caída de Rivadavia y su círculo parecía darle la razón. A partir de ese momento los intelectuales deberían actuar como colaboradores de los militares. (…)

Tras el exilio unitario, los militares, cuya mayor parte se estableció en la costa del Uruguay, no parecieron conservar los mejores términos con los “doctores”. A su vez, estos últimos les achacaban a los primeros sus actuales desgracias como causa de la ineptitud e incapacidad de Lavalle durante la campaña de 1829. Sin embargo, los reproches también circulaban en sentido contrario. En buena medida, parte de los fracasos del unitarismo en su tenaz misión por despojar a Rosas del poder se puede encontrar en la mala relación que existió entre los distintos integrantes de la agrupación. (…) Entonces, si en su origen el unitarismo tuvo un amplio predominio de civiles, ¿qué motivos llevaron a que pudiese contar luego con el apoyo de amplios sectores del ejército?

Una de las principales causas que motivaron esa adhesión se relaciona con lo que podríamos definir como autoridad y obediencia. La verticalidad de la jerarquía del ejército obligaba a los soldados rasos a seguir las directivas de la oficialidad. En el caso de los regimientos más profesionalizados, la autoridad de los cuadros directivos no podía ser cuestionada. Mientras que en los regimientos donde la informalidad era la norma, la atracción o el carisma del líder hacían que los subordinados se plegaran a la voluntad del superior. En el unitarismo, ambas modalidades (la subordinación jerárquica y la atracción carismática) son clave en aras de comprender la inclusión a la facción de gran parte de los sectores rasos. Pero aún resta comprender cómo se dio ese proceso en su misma cúpula, lo que no es una cuestión secundaria considerando que desde ese vértice hacia abajo se comandaba la acción colectiva.

Generalmente se suele contraponer un ejército profesional “a la europea” y adicto al unitarismo con otro de guerrilla o montonera afín al federalismo. Sarmiento, en Civilización y Barbarie, coteja las virtudes del unitario general Paz con las del federal Quiroga. De ese modo, los valores antitéticos de civilización-barbarie, de urbanización-campaña, se trasladan a las formas de combate y al ordenamiento de los ejércitos. Aunque llevada por su autor al extremo, la idea de Sarmiento no es totalmente desacertada. La abrumadora mayoría de la oficialidad unitaria nació en núcleos urbanos. Además, los primeros ejércitos que respondieron al unitarismo fueron de tipo “profesional”, aunque es cierto que luego, por medio de coaliciones —en su mayoría temporarias— y por necesidades propias de la guerra, ampliaron dicha matriz inicial incorporando caudillos.

Desde el inicio del proceso emancipador existieron en el ámbito rioplatense, por decirlo de algún modo, tres grandes “escuelas” dentro del ejército. La de José de San Martín, fraguada durante las campañas en Chile y Perú. La de Manuel Belgrano, principalmente asociada a las batallas en el Alto Perú. Y, finalmente, la del caudillo oriental José Gervasio Artigas, de la que se nutrieron otros tantos caudillos litorales como Rivera, Lavalleja, Ramírez o López. Es evidente que esta última corriente no fue formadora de soldados unitarios; la clara impronta federal de Artigas continuaría en sus prosélitos. Por el contrario, ni Belgrano ni San Martín dieron manifiestas muestras de apoyo a una facción determinada. Sin embargo, un porcentaje mayoritario de la oficialidad que se formó con ellos terminó en las filas unitarias. Tanto San Martín como Belgrano inculcaron en sus tropas el amor al orden y un comportamiento que respetase las jerarquías del ejército profesional, así como las instituciones que los sostenían y respaldaban.

Es importante recalcar dos puntos. El primero es el que se relaciona a las reivindicaciones. Los ejércitos unitarios siempre se proclamaron como los auténticos herederos de las proezas y de la gloria que las fuerzas patriotas habían conquistado a través de las campañas independentistas. Se reconocían hijos legítimos de la escuela militar iniciada por San Martín y Belgrano. Incluso, los colores unitarios por excelencia, celeste y blanco, se relacionaban con la bandera que había ideado este último en febrero de 1812. El segundo punto radica en el “odio” compartido por ambas escuelas hacia el caudillismo, generalmente asociado al federalismo. Por otro lado, es razonable pensar que las ideas monárquicas que compartieron tanto Belgrano como San Martín —y que se entienden en la coyuntura de restauración monárquica europea en que las sostuvieron— puedan haber tenido mayor afinidad con un proyecto político centralizador liderado por un Ejecutivo vigoroso como lo propondría luego el unitarismo. De este modo, se puede suponer que gran parte de este sentimiento en apoyo a un sistema político basado en una fuerte autoridad, y contrario a un comportamiento político fragmentario, haya sido absorbido gradualmente por sus subordinados. Casi un soldado unitario sobre dos fue forjado por una de las “escuelas” mencionadas y recibió la instrucción del ejército profesional. Sin embargo, la guerra contra el Imperio del Brasil (1825-1828) constituyó un verdadero punto de inflexión. Mientras ella transcurría, en Buenos Aires se desarrollaban las Asambleas Constituyentes y las disputas entre unitarios y federales comenzaban a tener forma definitiva. De allí en adelante, incluso para el ejército, sería en extremo difícil mantenerse al margen de las disidencias que dividían a las principales facciones en pugna. Considerando que el grupo rivadaviano no había podido mantener una estrecha relación con el ámbito castrense, ¿cómo se logró producir la “unitarización” de gran parte del ejército que luchó contra el Brasil?

Todo lo que ocurría en Buenos Aires repercutía con alguna fuerza entre las tropas que luchaban en el frente. Según José María Todd, sobreviviente de esa campaña, Rivadavia tenía una “aceptación unánime” dentro del ejército, que sólo fue alterada cuando se vio obligado a renunciar. Además, “se decía con bastante insistencia, que Dorrego quería la destrucción de nuestro Ejército, porque lo consideraba enemigo de su política”.11 Buena parte de la oficialidad sentía cierta lealtad por la gestión que los había convocado para la guerra y le había brindado un lugar central en el nuevo escenario bélico. De esa partida eran dos valerosos coroneles, que serían elevados a generales en el transcurso de la misma guerra. Gozaban ambos de gran influjo en sectores del ejército bastante diferenciados. José María Paz entre los hombres del interior y Juan Lavalle entre aquellos veteranos de las campañas sanmartinianas. Incluso, alguna fuente asegura que estos últimos se encontraban agrupados a través de una organización secreta que recelaba de cierta oficialidad que no poseía ni su trayectoria ni su formación “profesional”. (…)

Esa hostilidad entre distintos sectores del ejército se originaba en la falta de profesionalismo de algunos oficiales. La escalada de tensión entre ellos siguió en aumento a raíz de la escasa subordinación que prestaban los caudillos orientales Rivera y Lavalleja a las autoridades asentadas en Buenos Aires. Pero también, debido a la falta de colaboración de los gobernadores del Litoral, de tendencia federalista. Superadas las grandes batallas contra el Imperio del Brasil y con Dorrego a la cabeza del gobierno bonaerense, el ejército argentino, según un soldado que vivió ese conflicto, “permanecía en sus cuarteles del Cerro Largo, y los vencedores del Bacacay, Ombú, Ituzaingó, y Yerbal, no habían recibido el más pequeño auxilio para remediar en algún tanto su espantosa desnudez ni alcanzado siquiera la más pequeña demostración de que sus servicios eran apreciados”.12 La imposibilidad que tenía el gobierno de abastecer a sus tropas a causa de la desastrosa situación financiera aumentaba el rencor entre ellos. Además, la paz con el enemigo que Dorrego se vio obligado a pactar facilitó entre la tropa la amarga sensación de que las victorias en el campo de batalla de poco habían servido, lo que logró acrecentar el descontento generalizado hacia su persona y hacia la facción que lo sostenía.

Entre 1828 y 1829 dos focos revolucionarios removieron a las autoridades de Buenos Aires y Córdoba. Uno, como hemos visto, estuvo liderado por Juan Lavalle. El otro, por el general Paz. Ambos jefes fueron proclamados gobernadores de dichas provincias al despojar de sus investiduras a los federales Dorrego y Bustos. Los ejércitos que habían sostenido a los líderes triunfantes se habían nutrido con los descontentos veteranos de la guerra contra el Imperio del Brasil. De dicho contingente se conformó, en su mayor parte, la oficialidad del ejército unitario. No existirían luego, en relación al inicio de las guerras civiles, contiendas en las que los ejércitos “unitario” y “federal” hayan estado tan claramente delimitados. De ese modo, consideramos algunos motivos que pudieron haber colaborado a que un sector importante del ejército, el más profesionalizado e institucionalizado, haya optado por sumarse a la facción unitaria. Ahora volcaremos la mirada hacia el otro sector que compuso el núcleo principal del unitarismo, el de los intelectuales.

La pluma y sus colaboradores
El sector unitario que tomó la pluma (intelectuales, abogados, legisladores, literatos, periodistas, etc.) no reviste la misma complejidad que el de los hombres de armas. Por un lado, porque el número de sus integrantes fue mucho más reducido pero no menos influyente, aunque bastante más amplio que lo que se denomina estrictamente como “grupo rivadaviano”. Por otro, porque existió un mayor grado de homogeneidad y coherencia de ideas entre ellos. (…) Algo distinguió a los intelectuales unitarios de la generación subsecuente, la del 37: no dejaron para la posteridad grandes obras escritas, ni doctrinarias, ni literarias —tal vez con excepción de ciertas obras poéticas del núcleo de Juan Cruz Varela—. De allí que su pensamiento pueda catalogarse de fragmentario y, de algún modo, ecléctico. Tres conceptos aparecen como una constante en los testimonios de época y que dan cuenta de los imaginarios y modos de proceder de ese grupo de pertenencia: su gran ilustración, su fascinación por lo europeo y cierta arrogancia en sus modos de actuar. Exploremos de aquí en adelante estos tres puntos.

(…) Es probable que la arrogancia que se desprendía de ciertas actitudes de los unitarios haya estado ligada al éxito inicial de su empresa, aunque también a la soberbia intelectual que emanaba de la vasta ilustración de algunos de sus miembros. Domingo F. Sarmiento decía sobre ellos: “Estos unitarios del año 25 forman un tipo separado, que nosotros sabemos distinguir por la figura, por los modales, por el tono de la voz y por las ideas […] El unitario tipo marcha derecho, la cabeza alta, no da vuelta, aunque sienta desplomarse un edificio; habla con arrogancia; completa la frase con gestos desdeñosos y ademanes concluyentes; tiene ideas fijas, invariables”.13 La cita de Sarmiento refleja la existencia de un estereotipo de intelectual unitario que se caracterizaba por gestos, expresiones, movimientos, e incluso un registro o timbre particular de la voz. Pero también se intuye el rechazo que podría generar ante la sociedad —especialmente el bajo pueblo— esta forma de comportamiento.

Entre los unitarios existió una suerte de fascinación por todo lo que provenía de Europa, que los posteriores historiadores revisionistas achacarían a su “leso americanismo” o, incluso, a la ausencia de un “sentimiento nacional”.  (…)  Creemos ver dos explicaciones para esa fascinación por lo foráneo por parte de este último. La primera nos remite al habitual gusto de los intelectuales por nutrirse de nuevas ideas provenientes del corazón mismo de donde ellas brotan. Algunos de los funcionarios afines al unitarismo se desempeñaron en misiones diplomáticas o comerciales en el exterior —Esteban de Luca, Valentín Gómez, Bernardino Rivadavia, Ignacio Núñez, entre otros—, y gracias a ellas pudieron incorporar conocimientos, realizar estudios, adquirir bibliografía o generar vínculos con intelectuales de diversos países.

El caso más paradigmático —y fructífero— de esta modalidad lo constituyó el mismo Bernardino Rivadavia. En base a los ricos contactos que entabló en sus viajes por los distintos países del viejo continente pretendió atraer a Buenos Aires a una serie de técnicos, docentes e intelectuales europeos para que colaboraran tanto en la gestión gubernativa como en la docencia universitaria y la prensa. Su objetivo consistía en impulsar, transformar y materializar el desarrollo social y económico de un país al que consideraba con grandes potencialidades de progreso. Aun cuando sus proyectos tuvieron un final abrupto, logró incorporar a hombres de mucha valía. Cabe destacar entre ellos al célebre botánico Aimé Jacques Alexandre Goujaud (alias “Bonpland”), a los ingenieros James Bevans, Carlos J. Rann y Carlos Pellegrini —padre del homónimo presidente argentino—. A ilustrados hombres de letras como Pedro de Angelis (luego afiliado al rosismo) y José Joaquín de Mora. También al boticario y químico Carlos Ferraris, al médico Pedro Carta Molino, al matemático Octavio Fabricio Mossotti y al arquitecto Carlos Zucchi.

Además del tópico de la arrogancia y la fascinación por lo europeo, existía la idea de que los unitarios, principalmente su intelectualidad, eran hombres poco pragmáticos, extremadamente teóricos, atados a las formas. (…)  El calificativo peyorativo de “ideólogos” que se les otorga en cuantiosas fuentes se relaciona con la imagen de cierta predilección por los entes abstractos sobre las realidades tangibles que Rivadavia y su círculo proyectaban. Pero, al margen de la imagen que generaban de ellos mismos, si nos circunscribimos a las ideas principales que sostuvieron y que ya las hemos señalado a lo largo de la obra, podríamos resumirlas del siguiente modo: ordenamiento institucional, división de poderes, elaboración y promulgación de una Constitución, defensa de garantías individuales, captación de capitales y de mano de obra europea, libertad de cultos, promoción de vías navegables y minería en las provincias, difusión de la educación popular, etc. La influencia del pensamiento liberal europeo, curiosamente, pudo haber constituido una variable más determinante en su forma de pensar que la misma unidad de régimen, de donde sin embargo derivó el apelativo que los caracterizó. Las universidades jugaron un rol fundamental en la formación ideológica de la elite intelectual del unitarismo. Además, estas instituciones académicas sirvieron como centro de sociabilidad en el que pudieron trabar vínculos y amistades que perdurarían por años. La mayoría de los unitarios realizaron estudios superiores en las universidades de San Felipe (Chile), Chuquisaca (Alto Perú), Córdoba y Buenos Aires. Algo más de la mitad de los que estudiaron en la universidad también participaron en la redacción de algún periódico, lo que demuestra la estrechísima relación que existió entre formación superior, compromiso político y protagonismo en la prensa.

Retomando las palabras de Alvear citadas arriba sobre su intención de ponerles “cuatro balazos” a aquellos hombres que con más brillo sabían portar la pluma que la espada, sabemos bien que se trató de pura retórica. No le convenía hacerlo; es que los hombres ilustrados y los militares se necesitaban mucho más de lo que su arranque de pasión hace suponer. Se estrecharon en una suerte de pacto implícito; los primeros, a cargo de las funciones más altas de la administración, realizaban nombramientos, abonaban los sueldos, se encargaban de buscar los recursos para la guerra. Los segundos, retribuían con su fidelidad el apoyo de sus clientelas y el decisivo soporte de la espada.

Referencias:

1 Emilio Ravignani (dir.). Asambleas Constituyentes Argentinas, (Período 1824-1827,tomo II), Buenos Aires, Instituto de investigaciones Históricas,  Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, 1937, pág. 950.
2Papeles del Dr. Juan Ignacio de Gorriti. Miguel Ángel Vergara (ed.). Buenos Aires: Imprenta López, 1936, pág. 199.
3 Carta de Juan Ignacio Gorriti al gobierno de Buenos Aires, Salta, 5 de marzo de 1822. Gobierno de Salta, Gorriti, Arenales, AGN, Sala X, legajos 5-7-5 y 5-8-1.
4 Tomás Iriarte, Memorias. Rivadavia, Monroe y la guerra Argentino-Brasileña, Ediciones Argentinas, 1944, pp. 301-302.
5 Carta de Salvador María del Carril a Rivadavia, Buenos Aires, 3 de julio de 1827, en: Correspondencia de Bernardino Rivadavia, AGN, Sala VII, leg. 190.
6El Duende de Buenos Aires, 21 de noviembre de 1826, Biblioteca Nacional, Sala del Tesoro.
7 Iriarte, Tomás. MemoriasRosas y la desorganización nacional, op. cit., pp. 32-33.
8 Arrieta, Domingo. “Memorias de un soldado”, Revista Nacional, año IV, tomo IX, N° 39.
9La Abeja Argentina, 15 de agosto de 1822, publicaciones antiguas, Hemeroteca, Biblioteca Nacional, Buenos Aires.
10El Argos de Buenos Aires, Museo Mitre, 1 de enero de 1823.
12 Todd, José María. Recuerdos del ejército de operaciones del Brasil. Salta, 1892, p. 54.
13 Lacasa, Pedro. Biografía del general D. Juan Lavalle. Buenos Aires, 1858, p. 43.
13 Sarmiento, Domingo F. Facundo, Buenos Aires, Altamira, p. 105.

 

Fuente: www.elhistoriador.com.ar