La resistencia popular durante las invasiones inglesas


Fuente: Felipe Pigna, Los mitos de la Historia Argentina 1, Editorial Planeta, Buenos Aires, 2009, págs. 195-218 (fragmentos).

Más allá de los adulones y acomodaticios de siempre, la mayoría de la población, que era hostil a los invasores y estaba indignada por la ineptitud de las autoridades españolas, decidió prepararse para la resistencia.

Los ranqueles (como se llamaba por entonces a los tehuelches araucanizados) fueron de los primeros en reaccionar contra la invasión: enviaron una delegación a Córdoba para entrevistarse con Sobremonte y ofrecerle sus mejores lanceros.

Por aquellos días apareció en Buenos Aires el primer ensayo de guerrilla urbana de nuestra historia, representado por un grupo de criollos y de catalanes que se reunía en la librería de don Tomás Valencia, en la más absoluta clandestinidad y divididos en células compartimentadas de cinco integrantes. Encabezados por Felipe Sentenach (o Felipe de Santenach), ingeniero y matemático de profesión, y Gerardo Esteve y Llach, propusieron volar el fuerte de Buenos Aires y todas las posiciones inglesas. Prepararon explosivos que debían estallar debajo de aquel edificio, residencia de Beresford y la oficialidad invasora, y del Teatro de la Ranchería, que se había transformado en el cuartel general de los portadores de la cultura occidental. Para cumplir su propósito, alquilaron una casa vecina a La Ranchería y desde allí iniciaron las excavaciones.

Otro integrante del grupo, el catalán José Fornaguera, propuso organizar una banda secreta de cuchilleros para pasar a degüello a todos los ingleses. Mientras se disponían a actuar, los subversivos distribuyeron un manifiesto firmado por Sentenach: «Si tenemos la fortuna de conseguir felizmente la reconquista hemos de establecer una mesa redonda en que todos seamos iguales y no haya alguno superior a los demás y gobernemos con igualdad de carácter o autoridad los integrantes de las juntas».1

El grupo ponía como ejemplo a imitar a los revolucionarios de América del Norte, que hacía treinta años se habían proclamado independientes. Sentenach decía que había llegado la ocasión de “hacerse hombres y proclamar por fin nuestra república independiente del Rey Nuestro Señor y de España”. Cuando los complotados tenían todo listo para transformar a Beresford y a los suyos en los primeros astronautas del Río de la Plata, apareció Liniers con su tropa y, por seguridad, se resolvió suspender los atentados.

Martín Rodríguez, por su parte, planeó secuestrar al jefe invasor. Así lo cuenta en sus memorias dictadas al servicial escriba Rivera Indarte, treinta años después de los hechos: «Concebí el proyecto de apoderarme de Beresford y comitiva, para cuya empresa me puse de acuerdo con diez mozos resueltos, bien montados y bien armados y convinimos en esperar el día en que saliese, para echarnos sobre él y los suyos. Uno de mis amigos, don Antonio Romero, me vino a ver y me rogó encarecidamente que suspendiera la empresa, porque si la llevaba a efecto, los ingleses se vengarían de la población». 2

El jefe del destacamento de Ensenada de Barragán, Santiago de Liniers se trasladó a Montevideo y desde allí se embarcó con un millar de hombres, entre ellos varios corsarios franceses comandados por Hipólito Bouchard, y avanzó desde Tigre. A medida que se iba acercando a la ciudad, los vecinos se unían a sus tropas. Cuando llegó a los Corrales de Miserere –actualmente, Plaza Miserere o Plaza Once– intimó al jefe inglés a que se rindiera.

Allí ocurrió aquel episodio que tuvo como protagonista a  Manuela Pedraza, “La Tucumana”, mujer de un cabo, que entró a la plaza con su marido, mató con sus manos al primer inglés que tuvo al alcance y, apoderándose de su fusil, siguió la lucha entre los “tiradores”. Liniers la recomendó al rey, y Carlos IV la nombró subteniente de infantería con uso de uniforme y goce de sueldo.

En medio de los combates, don Simón, un hábil enlazador de los mataderos, consiguió enlazar a dos soldados ingleses. Como durante la lucha quedó imposibilitado, el gobierno le dio autorización para mendigar. Don Simón fue un pordiosero muy popular en el Buenos Aires de entonces.

A fines de junio de 1806, una violenta bajante del Río de la Plata había dejado varado al buque inglés Justine y el jefe de la defensa, Santiago de Liniers, ordenó atacar el barco a un grupo de jinetes, que en pocos minutos lograron con su destreza la rendición de los marinos empolvados. El jefe del operativo se llamaba Martín Miguel de Güemes.

Un caso curioso es el de Martina Céspedes, dueña de un pequeño negocio de despacho de bebidas del barrio de San Telmo que, junto con sus tres hijas, ideó la forma de contribuir a la lucha. Los ingleses llegaban con sed y venían tomándose todo lo que encontraban a su paso, algunos, exagerando, dicen que hasta la humedad de las paredes, aunque lo de ellos era básicamente alcohólico. Así fue como doce integrantes de la tropa invasora tuvieron la mala idea de golpear la puerta del boliche de Martina. La dueña de casa les abrió y les dijo que los atendería con la condición de que entraran de a uno. A medida que fueron ingresando se iban convirtiendo en prisioneros de Martina y sus hijas mientras en los alrededores las tropas inglesas capitulaban frente a Liniers. Martina le entregó a once de los prisioneros ingleses a Liniers, quien le otorgó el grado y uniforme de sargento mayor, que doña Martina siguió luciendo en festejos públicos por muchos años. ¿Qué pasó con el inglés que faltaba? Pionera en lo que muchos años después se conocería como el “síndrome de Estocolmo”, Josefa, una de las valientes hijas de Martina, se enamoró de su prisionero inglés y la historia terminó en casamiento.

Referencias:
1 Enrique de Gandía, Nueva historia de América, Buenos Aires, Claridad, 1961.
2 Martín Rodríguez, “Memorias”, en Biblioteca de Mayo, Buenos Aires, Senado de la Nación, 1962.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar