La muerte de Belgrano: una historia de dolor y soledad, por Armando Alonso Piñeiro


Manuel Belgrano nació en Buenos Aires el 3 de junio de 1770. El joven Belgrano estudió en el Colegio de San Carlos y luego en las Universidades de Salamanca y Valladolid (España). En 1793 Belgrano se recibió de abogado y al año siguiente, ya en Buenos Aires, asumió a los 23 años como primer secretario del Consulado. Desde allí se propuso fomentar la educación y capacitar a la gente para que aprendiera oficios y pudiera aplicarlos en beneficio del país. Creó escuelas de dibujo, de matemáticas y náutica.

En 1806 durante las invasiones inglesas, se incorporó a las milicias criollas para defender la ciudad. A partir de entonces, compartirá su pasión por la política y la economía con una carrera militar que no lo entusiasmaba demasiado. Pensaba que podía ser más útil aplicando sus amplios conocimientos económicos y políticos. Cumplió un rol protagónico en la Revolución de Mayo y fue nombrado vocal. Se le encomendó la expedición al Paraguay. En su transcurso creó la bandera el 27 de febrero de 1812. En el Norte encabezó el heroico éxodo del pueblo jujeño y logró las grandes victorias de Tucumán (24 de septiembre de 1812) y Salta (20 de febrero 1813). Luego vendrán las derrotas de Vilcapugio (1º de octubre de 1813) y Ayohuma (14 de noviembre 1813) y su retiro del Ejército del Norte. En 1816 participará activamente en el Congreso de Tucumán.

Como premio por los triunfos de Tucumán y Salta, la Asamblea del Año XIII le otorgó a Belgrano 40.000 pesos oro. Don Manuel lo destinará a la construcción de cuatro escuelas públicas ubicadas en Tarija, Jujuy, Tucumán y Santiago del Estero. Belgrano redactó además un moderno reglamento para estas escuelas que decía, por ejemplo, en su artículo primero que el maestro de escuela debe ser bien remunerado por ser su tarea de las más importantes de las que se puedan ejercer. Pero lamentablemente, el dinero donado por Belgrano fue destinado por el Triunvirato y los gobiernos sucesivos a otras cosas y las escuelas nunca se construyeron.

Belgrano murió en la pobreza total el 20 de junio de 1820 atacado por una agobiante enfermedad en una Buenos Aires asolada por la guerra civil que llegó a tener ese día tres gobernadores distintos. “Pienso en la eternidad, adonde voy, y en la tierra querida que dejo…”, comentó antes de morir. Sólo algunos parientes y dos o tres amigos acompañaron sus restos. El Despertador Teofilantrópico fue el único periódico que se ocupó de la muerte de Belgrano. Para los demás no fue noticia.

En un nuevo aniversario de su fallecimiento, lo recordamos con un artículo de Armando Alonso Piñeiro titulado “La muerte de Belgrano: una historia de dolor y soledad”, publicado en la Revista Siete Días en 1977 sobre sus enfermedades, la tristeza de sus últimos días, la anarquía que eclosionaba en revoluciones políticas y su muerte ante la total indiferencia popular y el silencio oficial.

Fuente: “La muerte de Belgrano: una historia de dolor y soledad”, por Armando Alonso Piñeiro, en Revista Siete Días, Nº 369, 17 al 23 de junio de 1977, págs.52 y 53.

«Triste funeral, pobre y sombrío, que se hizo en una iglesia junto al rio en esta Capital al ciudadano Brigadier General Manuel Belgrano.”

La melancólica estrofa apareció en una página interior de El Despertador Teofilantrópico, periódico que dirigía el padre Castañeda, quien fue también el autor de los versos. Se publicaron el 22 de agosto de 1820, dos meses después del deceso del creador de la bandera. Ningún otro diario —en la época aparecían también en Buenos Aires la Gaceta y el Argos— se hizo eco de la muerte del héroe. La indiferencia fue total. Si bien expiró el 20 de junio, los funerales recién se realizaron los días 27 y 28 de julio, porque el hermano, .canónigo Domingo Estanislao Belgrano, esperó pacientemente y sin éxito el anunciado propósito del Cabildo de celebrar exequias oficiales. El funeral se hizo en el templo de Santo Domingo, previo pago de 102 pesos, pero sólo asistieron los hermanos, sobrinos y algunos pocos amigos.

Penosa, insólitamente, el Moniteur Universal ou ta Gazette Nationale, de París, anunciaba el 5 de diciembre: “El general Belgrano, comandante del ejército patriota contra el ejército realista, ha muerto. Se le creía poco afecto a la causa de la libertad y el honor de su país”.

En agosto de 1811, la Gaceta de Buenos Ayres publicaba la rehabilitación de Belgrano, injustamente acusado por infortunios militares en la expedición del Norte. “El pueblo de Buenos Ayres —aclaraba el periódico oficial— creyó que el general del Norte, D. Manuel Belgrano, no había llenado con la exac¬titud correspondiente los deberes todos que le impuso la alta confianza que mereció a la patria en aquella expedición.” El decreto de la Junta especificaba la devolución de los grados y honores que se le habían suspendido.

Ese episodio fue uno de los tantos momentos ingratos que sufrió en su vida. Otra vez se repitió la incomprensión cuando enarbolara la enseña nacional, sin la correspondiente autorización del poder central. Más tarde, en 1814, ante las derrotas de Vilcapugio y Ayohuma, fue separado del mando y sometido nuevamente a proceso.

Las enfermedades

Pero la parte menos conocida de su vida fueron las enfermedades que padeció. Sus males físicos comenzaron, según parece, en 1794, con las consecuencias juveniles de su estada en Madrid, Salamanca y Valladolid, que le acarrearían una grave enfermedad infecto-contagiosa.

Los aires de nuestro país le provocaron, años después, fuertes ataques de reumatismo. En 1800 una afección ocular —principio de fístula en ambos conductos lacrimales— provocaba terminante recomendación del médico Gorman: abstenerse de lecturas y labores propias de su estudio jurídico. Obvio es señalar el poco caso que Belgrano hizo a este consejo.

En 1813 sus campañas militares le produjeron paludismo y fiebre terciana. “En vísperas de la batalla de Salta, y el amanecer del día 20 de febrero, nebuloso y con lluvias intermitentes, circuló la versión de que el general Belgrano había tenido varios vómitos de sangre, y que tal vez no podría montar a caballo” (José Luis Molinari, Manuel Belgrano. Sus enfermedades y sus médicos, en Historia, Buenos Aires, junio-setiembre de 1960). Había dispuesto mandar la batalla desde una carreta, pero horas más tarde mejoró.

Contrajo luego cirrosis y várices esofágicas, padeciendo también de hipertensión portal. En 1819, según confesión a su sobrino Ignacio Álvarez Thomas, sufría agudamente del pulmón y del pecho.

Hacia 1819 comenzó la hidropesía, con hinchazón de piernas y pies. Lluvias, fríos, vientos sin abrigo y escasa alimentación, lo postraron tras el armisticio de Santo Tomé. Su amigo José Celedonio Balbín ha dejado un vivo testimonio de sus últimos meses: “Acababa de asaltarlo el primer ataque de la enfermedad de que murió; dormí en su tienda desabrigada y húmeda; observé que pasaba la noche en pervigilio, y con la respiración anhelosa y difícil. Sospeché gravedad en su enfermedad y le insté encarecidamente se fuese conmigo a Córdoba a medicarse para su salud, contestándome que las circunstancias eran peligrosas y que él debía el sacrificio de su vida a la paz y tranquilidad común… Al acercarse la primavera, encontrándose el ejército en Capilla del Pilar (departamento de Río II), los jefes se alarmaron grandemente cuando comprobaron el estado del general y se dirigieron al doctor Castro, quien mandó al Dr. Francisco de Paula Rivero. Belgrano padecía de una hidropesía ya muy avanzada. Como Castro volviera a insistir para que se cuidara, el general le contestó: “La conservación del ejército depende de mi presencia; sé que estoy en peligro de muerte, pero aquí hay una capilla en donde entierran los soldados, y también se me puede enterrar a mí”.

Los males del general arreciaban, cuando en marzo de 1820 llegó a Buenos Aires. El 9 de junio recibió una de las últimas visitas: la del general Gregorio Aráoz de la Madrid, quien ha estampado en sus Memorias este sobrio recuerdo: “Encontré al general sentado en su poltrona y bastante agobiado por su enfermedad. Mi visita le impresionó en extremo, no menos que a mí la suya, y apenas se tranquilizó tiró con su mano de la gaveta de un escritorio que tenía a espaldas de su silla, y sacando los apuntes de mi campaña que yo había escrito en el Fraile Muerto el año 1818, por orden suya, me los alcanzó diciendo: ‘Estos apuntes los hizo usted muy a la ligera; es menester que usted los recorra y detalle más prolijamente y me los traiga’. ‘Con mucho gusto complaceré a mi general’, dije y los guardé”.

La muerte

Once días más tarde, a las siete de la mañana, expiraba serenamente la vida del patricio. Inexplicablemente, se le practicó la autopsia —que nadie había pedido— y dice al respecto el médico Juan Sullivan, al dejar su testimonio: “Después de haber sacado una cantidad de agua del abdomen con un trócar, reconocí distintamente con el tacto un tumor duro y penetrante en la región del epigastrio derecho. Esta dureza estaba tan señaladamente definida, que hizo suponer a un caballero de la facultad, que estaba presente, que era el espinazo. Al abrir la cavidad, reconocí al momento que procedió de una tumoración considerable y proyección del lobo pequeño del hígado en general, era el aumento de volumen y la dureza”.

“Sus ligamentos se presentaban alargados por su enorme peso (…) El vexiguillo de la piel tan pequeño, que apenas podía contener una cucharada común, y sus túnica: tan engrosadas que no tenían semejante a esta entraña que por lo común es tan extremadamente delicada. En una palabra, la estructura del hígado y sus apéndices presentaron una causa formidable de enfermedad (…) Había igualmente aumento de volumen del bazo. Los intestinos estaban distendidos con aire y los riñones ofrecían una desorganización y dureza al tacto, que se extendía alguna distancia en el curso de los uréteres.”

“Desde la cavidad del abdomen punctoré el diafragma un poco al lado izquierdo, con el objeto de penetrar en la cavidad del mediastino anterior. Salió el agua con alguna fuerza en cantidad de diez y seis onzas. Los pulmones en un estado de colapso, que apenas excedían en circunferencia el tamaño de la mano, y nadando en agua. Debiendo la presencia de tanto volumen de agua ejercer su compresión sobre el mediastino posterior era bastante en mi concepto para causar los síntomas espasmódicos que sobrevinieron con tanta frecuencia, y mucho más cuando se tiene presente la existencia de grandes nervios simpáticos y órganos importantes que allí están situados. El corazón era de un volumen que pocas veces se encuentra en las investigaciones anatómicas.”

Comentando las enfermedades de Belgrano, José Luis Molinari ha escrito que “tuvo por consiguiente una cirrosis hepática (hepatopatía intersticial), y dentro de las mismas una cirrosis portal o cirrosis de Laennec. La evolución de la cirrosis, desde que comienzan los primeros síntomas (constatación de los mismos) hasta su terminación fatal, suelen ser como término medio de tres a cinco años”.

Belgrano murió —es indudable— ante la total indiferencia popular y el silencio oficial. Tal vez haya una explicación para ese olvido. Bien cabe recordar, aunque el hecho suela olvidarse para justificar torpes acusaciones de conspiración contra la memoria del creador de la bandera, que el día de su muerte —20 de junio de 1820— fue el día de los tres gobernadores. Y el año 20 fue el de la anarquía más espantosa que vivió el país. “Los trastornos políticos fueron tan inauditos, las zozobras sociales fueron tan urgentes y la angustia colectiva fue tan profunda y tan universal en lo que respecta a la ciudad y provincia de Buenos Aires, que el uso de la palabra loquero no parece excesiva para calificar esa situación (Guillermo Furlong, Silencios y solemnidades en la muerte de Belgrano).

No hubo ingratitud en el sentido que algunos quieren adjudicarle al hecho. El país —el gobierno, la opinión pública, el pueblo— estaba muy ocupado en vivir los duros acontecimientos de su tiempo. Y eran épocas en las que los prohombres también morían —hecho normal y casi cotidiano— con el añadido de que su procerazgo advenía con el decantar de los años, y no inmediatamente a través de la tensa y bullente atmósfera política, tanto interna como internacional.

La exhumación

En cambio, cuesta encontrar justificativos para algunos lamentables episodios, que se vivieron al exhumarse los restos de Belgrano. Este operativo era necesario porque debían ser trasladados desde su sepultura original —en el atrio del convento de Santo Domingo— al interior de una urna que se colocaría dentro del mausoleo.

La exhumación se produjo el 4 de setiembre de 1902 a las dos de la tarde, en presencia de los miembros de la comisión especial que había designado el presidente Roca. Entre otros, el ministro del Interior, Joaquín V. González; el de Guerra, coronel Pablo Riccheri; el prior del convento de Santo Domingo, fray Modesto Beccó; los descendientes del patricio: Carlos Vega Belgrano y el subteniente Manuel Belgrano. El acto se cumplió ante el escribano mayor de gobierno, Enrique Garrido. Comenzada la operación, aparecieron al rato varios tozos de madera, algunos clavos de bronce y “huesos del esqueleto de Belgrano. Los restos humanos se colocaban en una bandeja de pista, sostenida por el prior de Santo Domingo. Las anormalidades cometidas fueron tan singulares, que es mejor remitirnos a la crónica publicada al día siguiente por el matutino La Prensa: “Llama la atención que el escribano del Gobierno de la Nación no haya precisado en este documento los huesos que fueron encontrados en el sepulcro; pero no es esta la mayor irregularidad que es permitido observar en este acto, que ha debido ser hecho con la mayor solemnidad, para honrar al héroe más puro e indiscutible de la época de nuestra emancipación, y también es necesario decirlo, para honrar nuestro estado actual de cultura. Entre los restos del glorioso Belgrano que no habían sido trasformados en polvo por la acción del tiempo, se encontraron varios dientes en buen estado de conservación, y admírese el público ¡esos despojos sagrados se los repartieron buena, criollamente, el ministro, del Interior y el ministro de la Guerra! Ese despojo hecho por los dos funcionarios nacionales que nombramos, debe ser reparado inmediatamente, porque esos restos forman une herencia que debe vigilar severamente la gratitud nacional; no son del gobierno sino del pueblo entero de la República, y ningún funcionario, por más elevado o irresponsable que se crea, puede profanarla. Que devuelvan esos dientes al patriota que menos comió en su gloriosa vida con los dineros de la Nación y que el escribano labre un acta con el detalle que todos deseamos y que debe tener todo documento histórico”.

Al menos, los dientes fueron devueltos. Porque el escándalo desatado por el periodismo —no sólo La Prensa, sino Caras y Caretas se hizo eco también, en su particular estilo, del lamentable episodio— fue suficiente para que Joaquín V. González y el coronel Riccheri se apresuraran a devolver las piezas dentales. El titular del Interior alegó que se las había llevado “para mostrárselas a varios amigos”. El ministro de Gue4ra argumentó que había hecho lo propio “para presentarlo al señor general D. Bartolomé Mitre”.

Tan débiles excusas pasaron. Pero no sólo quedó flotando una penosa impresión de irrespetuosidad, sino que ésta surgió desde el primer momento de la ceremonia de exhumación —como agudamente lo señalara Caras y Caretas, publicando inclusive las fotografías—, pues todos los presentes permanecieron con los sombreros puestos. Una caricatura publicada por la famosa revista porteña mostraba a Belgrano saliendo dé su tumba y señalando acusadoramente con su índice a los ministros González y Riccheri, mientras profería: “¡Hasta los dientes me llevan! ¿No tendrán bastante con los propios para comer del presupuesto?”

Una última consecuencia, ésta positiva al menos, de la exhumación: El análisis de los restos permitió que los médicos Carlos Malbrán y Marcia Quiroga (presidente del Departamento Nacional de Higiene e Inspector General de Sanidad del Ejército, respectivamente) llegaran a la conclusión de que la estatura de Manuel Belgrano era de 1,65 a 1,70 m.

¿Por qué en Santo Domingo?

Alrededor de 1960 comenzó una campana para trasladar los restos de Belgrano de su actual ubicación en el Convento de Santo Domingo a Rosario, la ciudad donde se yergue el hermoso Monumento a la Bandera.

Afortunadamente, la pretensión no prosperó, pero vale la perna explicar las razones por las cuales el creador de la enseña nacional descansa en el convento de Belgrano y Defensa: fundamental, y esencialmente, porque era voluntad testamentaria de Belgrano.

El origen de este deseo radicaba, como lo ha estudiado Rubén C. González, O. P. (El general Belgrano y la Orden Dominica), en los antiguos afectos de la familia de Belgrano hacia la Orden Dominicana. Religiosos de esta orden lo asistieron en sus últimos momentos, y su cadáver fue amortajado con el hábito dominico. “Modesto hasta la muerte —dice el citado padre González—, no quiso que sus restos fueran sepultados en el interior de la iglesia dominicana, donde estaban los de sus padres y de algunos de sus hermanos, sino junto a la puerta y de la parte de afuera. El cadáver de Belgrano fue de los últimos que recibieron sepultura en Santo Domingo. Dos años más tarde tendría efecto la secularización de los cementerios porteños”.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar