La guerrilla, esa antigüedad


Autor: Ramiro de Casasbellas. Primera Plana, 18 de febrero de 1969.

Los episodios ocurridos en el abra de Santa Laura, Jujuy, la semana pasada, responden al mejor estilo en la materia: un grupo de hombres jóvenes, con cierta barba y sospechosa ropa, acuden a una casa en busca de elementos; el vecino los denuncia, terminan presos.

Si es por el armamento, poco hubieran podido hacer; si por el número, no alcanza para nada. Tal vez se trate, como los seis detenidos se empeñan en declarar, de una partida de cazadores, y no de una banda de guerrilleros, según creen las autoridades policiales.

En todo caso, las escuálidas referencias de que se dispone indican que los seis arrestados profesan ideas peronistas. Son las que se achacaron a los catorce irregulares sorprendidos en Taco Ralo, provincia de Tucumán, a fines de setiembre último. Más aun: el nombre del Comandante Uturunco ha vuelto a figurar en los documentos policiales, con motivo del brote.

Dos meses atrás, el Evening Star de Washington auguraba a la Argentina un alud de guerrillas para comienzos de 1969. Acaso sus predicciones se basaron sobre un hecho reciente: la permanencia en Salta –allí se encuentra la élite militar de lucha antiguerrillera- de una delegación de las Fuerzas Especiales norteamericanas. Es sabido que donde pisan los boinas verdes surge, inmediata, la guerrilla.

Fue en Salta, precisamente, donde acampó hace un lustro, y fue vencida, la única organización extremista de izquierda de los últimos tiempos. Desde entonces, hay imaginativos dispuestos a ver guerrilleros en todos los puntos del territorio. Semejantes espejismos olvidan una evidencia: la agonía de las guerrillas en América Latina. La muerte de Ernesto Guevara, en octubre de 1967, no fue sino un epitafio insólito, un responso fuera de lo común para la decadencia de este tipo de política.

Desde luego, tanto la izquierda como la derecha vuelven a coincidir: afirman que la guerrilla existe y tiende, más bien, a ensanchar su volumen. Algún esporádico tiroteo en Venezuela o Colombia, alguna frase detonante de Regis Debray, confirman a la izquierda no comunista –esto es, romántica- en su seguridad de que las campañas de “liberación nacional”, instituidas por la soberbia de Fidel Castro y por él mismo aventadas, siguen en pie. A su vez, los reaccionarios –capaces, es curioso, de elogiar insensatos desmanes como los de París en 1968, aunque sólo porque iban dirigidos contra Charles de Gaulle, ese admirable conservador- exageran su temor ante los esporádicos e inútiles afanes de quienes -son escasos- se niegan a aceptar la realidad.

Los Estados Unidos cumplen un papel esencial en el mantenimiento de este equívoco. No buscan –es obvio- restañar los fondos que gastan para impartir cursos de contraguerrilla a los oficiales latinoamericanos: su presupuesto de defensa es enorme. El objetivo primordial es contar con un fantasma que permita disfrazar de marxismo a cualquier movimiento interesado en las reformas sociales.

La fórmula no siempre rinde beneficios: en estos momentos, el Gobierno de Washington se enfrenta en el Perú con un núcleo de resistentes a quien nadie podría calificar de guerrilleros, pese a que visten uniforme. Pero en otras ocasiones –República Dominicana, Vietnam, Tailandia- se cosecharon buenos resultados.

La tesis de la subversión interna –equivalente al ataque de una potencia extranjera y pasible, por lo tanto, de una respuesta armada a la que deben contribuir todas las naciones del continente- fue un regalo de los dioses para el Pentágono. Lamentablemente, tocó a un argentino, Miguel Ángel Zavala Ortiz, hacer de Rey Mago y depositar el obsequio en los zapatos de Lyndon Johnson, cuando un sector del Ejército dominicano intentó devolver el poder a un presidente derrocado, nada menos que al inofensivo literato Juan Bosch.

Quienes toman las armas y las barbas contra los regímenes latinoamericanos hacen el juego a estas maquinaciones. A nadie liberan, a nadie solucionan sus angustias; su heroicidad presunta, el estoicismo que a veces los caracteriza, apenas si sirve para llenar los diarios. O para suscitar las traiciones. O para transformar en santa cruzada la represión.

Es que toda violencia es una frustración, la de los explotadores. Recurrir a ella, como preconizan los mentores de la guerrilla, es favorecer la causa contraria. Y es, también, no comprender que estas actividades a nada conducen: el porvenir de América latina quizá no esté en los partidos políticos o en los cuarteles, pero tampoco en las trapacerías de estos aventureros alienados de su tiempo y los sentimientos de sus países.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar