La Banshee, por Marcelo “Tato” Affif


Autor: Marcelo “Tato” Affif, en Cuentos para noches de tormenta.

A fines del siglo XII, en un antiguo castillo en las tierras altas escocesas, vivía un noble Señor llamado Robert Mac Corney.

Robert, era el jefe Supremo del clan Mac Corney y se había pasado la vida entera regando con su sangre los campos de batalla: peleando contra otros jefes de clanes para defender sus tierras, contra los invasores del norte para defender sus creencias y contra los ingleses, para defender su honor.

Todos los hombres y las mujeres de la región le temían. Aunque, después de treinta años de luchas, el Señor Feudal, que a la edad de cincuenta años gozaba de una salud excelente, sólo quería disfrutar de sus conquistas.

Pero sucedió que durante una fría noche, el viento invernal condujo hasta los aposentos de Robert Mac Corney los escalofriantes gemidos de una Banshee… El Feudal se despertó sobresaltado y ya no pudo volver a dormirse.

Las historias de antaño cuentan que, las Banshees eran tenebrosas mujeres feéricas que solían rondar los cursos de los arroyos y las fuentes de agua. Su presencia era presagio de todo tipo de infortunios y calamidades. No se dejaban ver fácilmente y la mayoría de las veces sólo era posible escucharlas desde lejos.

Sin embargo, aquellos que tuvieron la dudosa fortuna de observarlas, las describen como viejas de cabellos blancos y enmarañados, vestidas con tristes harapos y casi descarnadas. Dicen que mientras lloran a orillas de algún arroyuelo, lavan las ropas de un desdichado mortal que se encuentra próximo a dejar esta vida. Siete son las noches que las Banshees friegan las ropas del futuro difunto… y en la séptima se produce el fallecimiento.

Por esta razón, cuando aquella noche los lamentos de la Banshee comenzaron a poblar las almenas, los pasillos y las torres del castillo de Mac Corney, todos temieron lo peor…

-¡No pienso a morir! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! -se mofaba de la Banshee socarronamente el Feudal con insistencia- ¿Acaso no ven que gozo de muy buena salud? ¡Debe ser el destino de algún pobre infeliz, no el mío! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! -continuaba diciendo envalentonado. Sin embargo el Señor del castillo intentaba aparentar lo que no era. Pues por dentro estaba nervioso e intranquilo.

Pero a la noche siguiente, cuando dos de sus hombres regresaban de una ronda, al vadear un arroyo de aguas rápidas y cristalinas, a través de la niebla creyeron ver algo extraño junto a la orilla entre los juncos. Se acercaron pues hasta el sitio en el más absoluto silencio y entonces fue cuando espantados vieron a… ¡una horrible pordiosera lavando las inconfundibles ropas de su poderoso Señor! ¡Era una Banshee! Cuando ésta los descubrió, sin más comenzó a llorar desconsoladamente delante de ellos. Los hombres sin pensarlo dos veces escaparon de allí y huyeron al castillo. Ya no había dudas… ¡El llanto de la Banshee era por Robert Mac Corney!

La terrible noticia fue llevada de inmediato hasta los oídos del Señor Feudal y corrió como un reguero de pólvora por todo el lugar.

Al enterarse de lo ocurrido, Mac Corney se desesperó, se encerró solo en sus aposentos y se pasó la noche en vela acurrucado en un rincón de la habitación empuñando su espada.

Al día siguiente, ordenó que una guardia especial custodiara las puertas de su recámara y allí se quedó. Sin siquiera salir a comer. Como al mediodía mandó a duplicar el número de los centinelas en las almenas del castillo. Y con la llegada del atardecer, dispuso que tres partidas de sus mejores guerreros se apostasen en las orillas del arroyo y le informaran si aquella noche volvían a ver a la Banshee lavando sus ropas.

Y así sucedió. Cuando las sombras nocturnas se apoderaron de aquella parte del mundo, al menos cinco de sus hombres lograron divisar claramente a la Banshee fregando una de sus camisas en las aguas del arroyo. Y todos, sin excepción, escucharon sus espantosos gemidos de ultratumba.

Después de esto Mac Corney se había convencido: la muerte le acechaba.

Al cuarto día, en la mañana, reunió a sus mejores hombres dentro de sus aposentos y les dijo:

-Sé que ustedes creen que estoy condenado… y que no tengo salvación. Pero no estoy dispuesto a irme aún… no todavía… Por eso los he mandado a llamar.

Estos, desconcertados y atemorizados a la vez, no se animaron ni siquiera a decir una palabra. Lo escucharon atentos, como niños asustados esperando saber qué era lo que tenía para decir….

-Del otro lado de las montañas orientales -siguió Mac Corney-, camino al mar, vive una mujer extremadamente vieja y sabia. Nadie recuerda su nombre hoy en día aunque eso poco importa. Quiero que viajen hasta allí, la encuentren y le pregunten si es posible torcer la voluntad de una Banshee. Quiero que les diga si puedo evadir la muerte que cada noche con sus llantos me anuncia aquella nefasta criatura mientras lava mi ropa.

Deberán viajar de prisa y partir inmediatamente. Esta noche será la cuarta… y si no hago algo, en la séptima moriré. ¡Rápido no hay tiempo que perder!

Los hombres de Mac Corney, salieron del castillo, veloces como el viento. Casi no se detuvieron en su camino hacia el este, descansando apenas algunas horas. Cuando cruzaron las montañas orientales, iniciaron la búsqueda.

Mientras tanto, Mac Corney esperaba encerrado en su alcoba. Estaba persuadido de que alguien lo iba a traicionar. Casi no comía y los pocos alimentos que consumía eran probados primero por sus sirvientes por temor a que estuvieran envenenados. Cada noche los sollozos de la Banshee entraban por las ventanas del castillo, se arrastraban por el suelo como serpientes y socavaban la mente del Feudal sin contemplación.

En la tarde del séptimo día desde que todo comenzó, los hombres de Mac Corney regresaron al castillo. Pero no parecían traer buenas noticias…

-Mi señor -le dijo el más alto de ellos llamado Erik-; con pesar partimos hace cuatro jornadas según tu deseo, y con pesar hemos vuelto desde el otro lado de las montañas… Buscamos a la anciana como nos lo pediste y la encontramos. Jamás en nuestra vida habíamos visto a alguien más viejo y más sabio que ella…

-¿Qué te dijo? ¿Qué fue lo que te dijo?-le preguntó el jefe Supremo del clan.

-La anciana nos dijo que sólo hay una forma de escapar al destino que preanuncia una Banshee.

-¿Cómo? ¿Cómo se hace? ¡Lo que sea con tal de no morir! ¿Qué debo hacer?

-La Banshee como se sabe lava las ropas de los que están próximos a morir. Sus horrorosos lamentos están entrelazados con la prenda que estruja entre sus manos junto al agua. Pero si de alguna forma, sin que ella lo notase, fuese posible cambiar la prenda por la de alguien más… tal vez, y sólo tal vez, mi Señor pueda escapar a la muerte.

-¡Eso no parece tan difícil! -exclamó Robert Mac Corney esperanzado- ¡Busquemos ya mismo la camisa de cualquiera de mis sirvientes en el castillo y hagamos esta noche el intercambio! Hoy será la séptima noche… ya no me queda tiempo…

-Es que… no es tan sencillo mi Señor-le dijo Erik.

-¡Claro que es sencillo! ¡El miserable ni siquiera tiene por qué darse cuenta de ello! -explotó indignado- Y si fuese consciente de nuestro propósito… ¡tiene la obligación de dar la vida por su Señor! ¡Ve a buscar cualquier prenda!

-Pero como le dije antes no es tan sencillo… -repitió Erik con voz entrecortada.

El jefe Supremo del clan Mac Corney se quedó mirándolo fijamente…

-¿Qué es lo que aún no me has dicho?-le preguntó.

Erik tragó saliva y buscó las palabras más adecuadas para decir lo que tenía que decir…

-La anciana además nos explicó que las únicas prendas que podrían utilizarse en el intercambio, deberían pertenecer a una persona pura de corazón, mente y espíritu. Alguien absolutamente ajeno a la maldad. Una criatura inocente, pero que además lleve en sus venas… su misma sangre. Sólo así funcionará.

Las palabras de Erik resonaron en las paredes de la alcoba decenas de veces y se clavaron como puñales en el pecho de Robert Mac Corney.

Una vez cumplida su misión, los hombres se retiraron de la habitación y dejaron a su Señor en soledad.

El Feudal se hallaba petrificado. Con la vista extraviada y el corazón helado. Su cabeza parecía estar a punto de estallar. Progresivamente se fue hundiendo en sus propios pensamientos como en arena movediza. Y sus pensamientos le provocaron estupor… ¡Para salvarse de la muerte debía entregar a su propio hijo! ¡Era una locura! ¡Un asesinato! ¡William sólo tenía cinco años!

Las horas pasaron implacables. Mientras, Robert Mac Corney desde la ventana de su recámara observaba como el atardecer iba oscureciendo el cielo. Primero se volvió anaranjado con delgadas nubes rojizas. Después rosa con delicados tonos grisáceos. La primera estrella de la tarde apareció en el horizonte casi de improviso. Para ese entonces el cielo ya estaba oscuro…

Dentro del castillo todo era quietud. Un clima opresivo y funerario invadía el lugar…

En una de sus habitaciones, William Mac Corney dormía en los brazos de su madre…

La mujer estaba inquieta y vigilaba la puerta permanentemente. Tenía mucho miedo… Una espada desenvainada y lista se hallaba junto a ella, aunque llegado el caso no le serviría de mucho… Ya era de noche; la séptima y última noche… En cualquier momento comenzarían a oírse los gemidos de la Banshee…

De repente, a través de la puerta de la alcoba la madre de William escuchó pasos acelerados y corridas en el pasillo… Luego, gritos enloquecidos, blasfemias y golpes en la puerta… La entrada estaba cerrada con llave…

-¡Tírenla abajo! ¡Tírenla abajo! -gritaba la voz de su esposo del otro lado.

William se despertó y asustado comenzó a llorar.

Luego de unos minutos los hombres de Mac Corney finalmente derribaron la puerta…

Robert montado en cólera y totalmente fuera de sí entró a la habitación. Vio a su esposa sentada en la cama con su hijo en brazos. Estaba blanca y fría como la nieve… El Feudal miró el guardarropa de su hijo vacío y enardecido gritó con furia…

Entonces se acercó hasta donde estaba su mujer y su hijo…

¡Dame su camisa!- le dijo.

-¡No lo hagas! ¡Por favor no lo hagas Robert! ¡Noooo! ¡Noooo!

Pero el Señor del castillo ya no la escuchaba.

Su esposa se interpuso entre él y William que seguía llorando asustado sin entender lo que pasaba…

La valiente mujer empuñó la espada para defenderlo.

Pero de un solo golpe Mac Corney la arrojó al suelo y luego le quitó la blusa a su hijo con desprecio…

William se acercó a su madre y continuó llorando… Nadie en el castillo parecía escuchar sus gritos…

Mac Corney con la prenda de su hijo en la mano, corrió hasta el establo, montó en su caballo y galopó hasta el arroyo enloquecido. Allí esperó agazapado entre los juncos…

La Banshee apareció unos minutos después. Con su rostro cadavérico, su blanco pelo enmarañado y sus ropas deshilachadas. Sus huesudas manos sostenían una antigua camisa del Feudal. Con parsimoniosa lentitud la dejó sobre la hierba húmeda y se enjuagó la cara en las frías aguas del arroyo. Mac Corney oculto entre los pastos altos a sólo unos centímetros de ella, aprovechó ese momento para intercambiar las camisas sin que la Banshee pareciera notarlo. Luego retrocedió poco a poco apartándose del lugar sin hacer ruido. En ese instante la Banshee comenzó a llorar… Casi inmediatamente después un dolor punzante atravesó el oscuro corazón de Robert. Parecía que el pecho se le iba a partir en dos. -¿Qué me está pasando? -pensó- ¡Si había cambiado las camisas justo a tiempo! ¿Por qué de repente me siento tan mal? Las dudas y el dolor lo enloquecieron. Desesperado y tambaleante regresó sobre sus pasos y como pudo llegó nuevamente hasta el arroyo. En la húmeda orilla la Banshee enjuagaba la camisa que él mismo le había entregado, mientras lloraba igual que las noches anteriores…

El dolor en el pecho era cada vez más fuerte, ya casi no podía soportarlo más… Entonces se acercó hasta donde estaba la lúgubre lavandera buscando una respuesta que lo ayudara a entender. Cuando esta percibió su presencia, con pasmosa naturalidad detuvo su tarea e irónicamente le dijo:

-Querido Robert, no hacía falta que me trajeras esta prenda de tu infancia, con la otra también hubiese funcionado bien…-y le enseñó la blusa.

Era blanca, fina y delicada, y llevaba bordadas sus iniciales en hilo rojo: R. M. C.

Robert Mac Corney aterrado posó sus ojos en la camisa e inmediatamente la reconoció: era un obsequio que su madre le había hecho poco antes de morir, cuando él tenía seis años. Nunca había querido desprenderse de ella, era su prenda favorita; le recordaba su niñez y su inocencia perdida. Cuando ya no pudo usarla más, permaneció guardada en un baúl como un valioso tesoro. Como una reliquia.

¡Ahora lo entendía todo! Su esposa, que conocía su existencia y sabía dónde se encontraba guardada, se la había puesto a William aquella noche temiendo por su vida. Y cuando él se la arrebató a su hijo, estaba tan ciego que ni siquiera se dio cuenta que era… su propia blusa.

Ante semejante revelación el corazón de Robert Mac Corney se quebró de dolor y sin más dejó de latir. El Feudal cayó de bruces al suelo y allí mismo murió.

La Banshee, parada a su lado miró su cuerpo inerte con frialdad.

Lo lloró durante unos minutos más y luego desapareció.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar