Kruschev revela cómo murió Stalin: “Cuando los ratones enterraron al gato”


El 25 de octubre de 1917 comenzó la Revolución Rusa.Liderados por Lenin, los comunistas, llamados bolcheviques, lograron el apoyo de la mayoría de la población y derrocaron al zar Nicolás II. El nuevo gobierno basaba su poder en los soviets, grupos de obreros, soldados y campesinos, que decidieron el futuro de Rusia, pronto transformada en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS).

Basándose en las teorías de Karl Marx, Vladimir Ilich Lenin instauró la dictadura del proletariado, expropiando a los terratenientes de tierras y repartiéndolas entre los campesinos. Las empresas pasaron a ser propiedad del Estado, bajo el control de los mismos trabajadores.

Tras la muerte de Lenin en 1924, Trotsky dirigió la lucha contra la degeneración burocrática del Estado soviético, que lo ubicó en la oposición de izquierda a la dirección de Stalin, lo que le valió su impugnación y exilio. Tras su forzosa partida, José Stalin se erigió como máximo dirigente de la URSS, consolidando el comunismo, e instaurando una sangrienta dictadura en la que se perpetuó hasta su muerte ocurrida el 5 de marzo de 1953.

A continuación compartimos un artículo publicado diez años después de su muerte que recoge el testimonio de Nikita Kruschev, entonces asesor cercano a Stalin y sucesor de éste entre 1953 y 1964.

Fuente: Revista Panorama, Nº 3, agosto de 1963, págs. 30-35.

espués de diez años de estricto secre­to, Kruschev decidió confiar a sus íntimos la verdad sobre la muerte de Stalin. El conocido periodista francés Georges Kessel obtuvo los detalles de ese relato de personas estrechamente vinculadas al Kremlin.

Una sombra pasó junto a la tumba de Stalin, al pie de la muralla interior del Kremlin, en la plaza Roja mos­covita. Dejó caer un ramo de aromos sobre la lápida de mármol negro, y se alejó…

En toda Rusia, esta ofrenda fugiti­va y anónima fue el único gesto que marcó el décimo aniversario de la muerte de Stalin, que ningún diario ni emisora recordó.

Diez años atrás, tres comunicados oficiales conmovieron al pueblo sovié­tico:
2 de marzo de 1953: «Anoche, el camarada Stalin ha sufrido una hemorragia cerebral».
3 de marzo: «Stalin padece trastor­nos respiratorios que, por momentos, se tornan amenazadores».
5 de marzo: «En la tarde de hoy el estado del camarada Stalin ha empeorado y, a las 21:50, ha fallecido”.

Pero las versiones oficiales empañan o tergiversan a veces la realidad.

Nikita Kruschev ha dado su versión, después de haber mantenido durante años ese peso en su conciencia, según sus propias palabras. Gran narrador, deseoso de satisfacer a su público, ¿o necesidad de liberarse de un secreto cuya divulgación no teme ya?

El 1º de marzo de 1953, a medianoche, sonó la campanilla del teléfono en casa de Kruschev.

—Aquí, el jefe de guardia del camarada Stalin. Tiene que presentarse usted inmediatamente en su casa de campo. ¡Es urgente!

No había ninguna objeción valedera. Ni lo avanzado de la hora, ni el frío espantoso, ni la nieve que bloqueaba los caminos… Kruschev telefoneó al garaje del Kremlin y pidió un auto.

«Mi mujer se había levantado —recuerda—. Me ayudó a vestirme e insistió en que me pusiera dos chalecos. Me puse el abrigo, me encasqueté la gorra, comprobé si no olvidaba los guantes. Nina había traído el botellón de vodka, llenó un vaso grande y me lo alcanzó. Lo tomé de un golpe. Lo volvió a llenar.

—Esta noche, en que no salen ni los perros, lo necesitarás.

«La besé sin responderle. Cada vez que Stalin me llamaba, sabíamos muy bien que era posible, muy posible, que no volviera nunca.»

Los temores personales de Kruschev se convirtieron en angustia: sobre la ruta helada, otros seis automóviles se dirigían a la residencia de campo: Molotov, Beria, Malenkov, Bulganin, Kaganovitch y Voroshilov. Solo la decla­ración de guerra podía justificar esa convocatoria de los siete miembros del Presidium. Y la personalidad de Sta­lin surgió ante el recuerdo de otra no­che en que, durante la guerra, el dic­tador lo había citado en su despacho: «Aun bajo el grueso paño del unifor­me, veía sus músculos en movimiento, potentes. Los pelos del bigote estaban erizados, brillantes. Y sus ojos…, sus ojos…, iluminados por centelleos que enceguecían y fascinaban».

“¿Discutir las órdenes de Stalin? ¿Rehusar obedecerle? Tal cosa equiva­lía a firmar la propia condena. Nin­guno de sus allegados, ninguno de sus favoritos se hubiera atrevido. Ni siquie­ra Beria, que nos tenía bajo el terror de su red de policías, espías y dela­tores.”

Tres horas después de haber partido de Moscú, el cortejo de jerarcas comunistas había recorrido los 84 kiló­metros que lo separaban de la residen­cia de Stalin, riesgo suicida en aquella espantosa noche de viento y nieve. En medio de bosques de abetos y vastos jardines, se eleva la antigua mansión campestre que en el siglo XVIII mandó edificar el favorito de Catalina la Grande. El camino que conducía des­de la ruta hasta la residencia era si­nuoso, estrecho, sembrado de minas y de trampas, con una única entrada en el muro altísimo, coronado de alam­bres de púas electrizados, que rodeaba el parque. Beria se hizo reconocer por el oficial que comandaba la guardia. Se encendieron unos proyectores ins­talados sobre los canteros, y una doce­na de hombres de ojos renegridos y rostros duros como el granito surgió en la noche, empuñando ametrallado­ras. Eran caucasianos de la guardia personal de Stalin, elegidos por él, que no obedecían más que a él. Palparon de armas a los recién llegados. Dice Kruschev: «Stalin estaba persuadido de que cualquiera de nosotros podía escon­der un arma. Nuestro Stalin, el com­pañero que habíamos conocido valien­te hasta la temeridad, cuyas dotes ex­cepcionales habíamos admirado, que había protegido al partido contra los cismas y los aventureros, que había ga­nado la guerra, respaldado por la fedel pueblo ruso, se había replegado po­co a poco en sí mismo y no tenía ya confianza en nadie, acosado por la idea fija del asesinato».

Detrás de la residencia, había hecho construir un ala, invisible desde el fren­te, compuesta por tres cuartos absolu­tamente idénticos, a lo largo de un co­rredor. En cada uno, una cama de hierro, un ropero de madera blanca donde colgaba un uniforme de maris­cal, y una mesa de trabajo sobre la cual se encontraban un teléfono, un fonó­grafo y varias pilas de discos. Solamen­te aires populares rusos, y anotaciones de la propia mano de Stalin: «pasable», «excelente», «m…». En las paredes, fotos recortadas de revistas, sujetas con chinches; una lámpara eléctrica en el centro; una palangana y una jarra de agua. Las puertas estaban forradas de acero y provistas de una repisa. El corredor terminaba en una puerta doblemente blindada, que solo podía abrirse mediante un dispositivo eléctrico instalado en cada habitación. Del otro lado, una antecámara en la que montaban guardia, día y noche, cinco caucasianos armados hasta los dientes. Allí, unos bancos de madera, una mesa y un teléfono ligado directamente a cada uno de los aparatos de las tres habitaciones. A las 9 de la mañana, Stalin pedía el desayuno; a las 13, el almuerzo; a las 19, la cena; a las 22, el té. Abría la puerta del corredor con el dispositivo eléctrico, el jefe de guardia entraba con la bandeja y la dejaba en cualquiera de las repisas de las puertas. De esa forma, nadie podía saber en qué habitación se encontraba Stalin.

El dictador recibía a los visitantes en un despacho de la planta baja, siempre en presencia del jefe de guardia.

Pero esa noche del 1º de marzo de 1953, no era Stalin quien esperaba a los miembros del Presidium en el despacho, sino el caucasiano. Su dramático relato fue breve: como de costumbre, el camarada Stalin había pedido la cena a las 19. Pero a las 22, el teléfono había permanecido mudo. Durante casi dos horas, el jefe de guardia esperó el llamado. En vano. Nadie respondió cuando intentó comunicarse con los tres cuartos. No había querido tomar sobre sí la responsabilidad de violentar el refugio de Stalin, y había telefoneado a los siete miembros del Presidium.

Molotov fue el primero en decidirse: había que forzar la puerta. Con picos y barras de hierro, los fornidos caucasianos empezaron la tarea. Pasaron largos minutos hasta que saltó el primer gozne. La puerta se entreabrió.

Todos contuvieron la respiración. Parecía que la presencia de Stalin, la voz de Stalin, surgirían del silencio. Nada. Era necesario seguir adelante, forzar las puertas de los cuartos. La primera cedió fácilmente. El caucasiano quedó rígido, con su barra de hierro en las manos inmóviles. Beria lo apartó y se introdujo en la habitación.

«Yo estaba detrás de él —cuenta Kruschev-. Sobre el piso, vestido con su uniforme de mariscal, yacía Stalin, como fulminado… Sentía detrás de mí a mis compañeros que me empujaban, que querían ver también. De pronto, la voz de Beria se oyó, aguda, estridente, triunfante: «¡El tirano está muerto, muerto, muerto!».

«No sé qué oscuro instinto me hizo caer de rodillas, muy cerca de la cabeza de Stalin. Y en­tonces vi sus ojos, grandes, abiertos, alucinados, que me miraban. No eran ojos de muerto. Eran los ojos de Stalin vivo.

«No olvidaré nunca los escalofríos que me sa­cudieron el cuerpo. Me levanté de un salto y empecé a retroceder. Los otros también habían comprendido. Los adivinaba, detrás de mí, que retrocedían también, hasta llegar al corredor. Y con ellos, como ellos, huí.»

«Todos salimos del cuarto; todos menos Beria, el compatriota de Stalin, el jefe de ese instrumen­to policial de mil tentáculos que sostenía el terror inspirado por Stalin; Beria, que había osado gri­tar su alegría.»

Eran cerca de las 4 de la mañana. Malenkov telefoneó al Kremlin, para avisar a los médicos de Stalin.

El culto exacerbado a la personalidad del dic­tador había alcanzado su máximo apogeo y, ocu­rriera lo que ocurriere, los siete miembros del Presidium decidieron prevenir poco a poco a los habitantes de la U. R. S. S. Para ello era nece­sario llevar a Stalin al Kremlin y postergar por tres días y medio el anuncio de su muerte…

A las 9 de la mañana del 2 de marzo, los médi­cos llegaron a la residencia. La opresión que an­gustiaba los pechos de los siete jerarcas se tradu­cía en la pregunta: ¿en qué estado encontrarían a Stalin, que había quedado solo, extendido sobre el piso?

Los médicos salieron del cuarto con expresión grave, y el de más edad dijo:

—Si se nos hubiera avisado más temprano, tal vez hubiéramos podido salvar al gran Stalin. Pero ahora no se puede hacer nada. Acabo de cerrarle los ojos…

Reinó un silencio solemne. De pronto, Nikita Kruschev no pudo contener el llanto. Y Molotov, y Malenkov, y los otros, lloraron por aquel que había sido, a pesar de todo, el viejo camarada, el jefe. Todos menos Beria, que, con una despreocu­pación glacial, preguntó:

—¿De qué ha muerto?

El viejo doctor respondió:

—Hemorragia cerebral, parálisis, asfixia.

«He aquí como —concluye Kruschev— en esa noche del primero de marzo de 1953, los ratones enterraron al gato».

Fuente: www.elhistoriador.com.ar