José de San Martín en Cádiz, por José de España


Fuente: Revista Crítica, Buenos Aires, 12 de agosto de 1933, pág. 5.

“Bátase, ríndase e incéndiese la escuadra francesa en represalia de nuestros hermanos asesinados por orden de Murat en la Corte.” Este es el grito de la muchedumbre de Cádiz, que los papeles públicos del 28 de mayo de 1808 hacen circular por toda la población.

Las consecuencias de los acontecimientos del 2, en Madrid; la respuesta que toda España da al emocionante llamado del alcalde Móstoles: “¡La Patria está en peligro! ¡Madrid parece víctima de la perfidia francesa: españoles, acudid a salvarla!”. Preparan para San Martín, que ya ha visto morir a dos de sus mejores amigos, Ricardos y Daoiz, otro día de duelo.

El pueblo de Cádiz se ha lanzado a la calle y quiere, al ejemplo de toda España, vengar de manera memorable los asesinatos cometidos por las tropas francesas. San Martín, que desde hace días viene asistiendo a la inquietud creciente que reina en la población, comprende que hoy las cosas no acabarán de buena manera.

Poco después de mediodía un gran golpe de gentes, que afluye por las calles vecinas, ha comenzado a reunirse en la Plaza de San Antonio. Al principio han sido grupos de cuatro, de seis, de ocho personas, los que se han visto discurrir en animadas conversaciones. Contra su carácter popular, estos grupos hablan y actúan casi sigilosamente. No obstante, sus ademanes violentos, los rápidos cuchicheos de las cabezas que se juntan, dicen la cólera sorda que los anima, la contenida indignación que atiza la conspiración en plena calle.

En uno de los núcleos que discute en el centro de la plaza hay un hombrecillo flaco, rostro color de limón taraceado por antiguas viruelas, que desde hace una hora larga gesticula ante un grupo de hastiales que le contemplan embobados. Poco a poco, los ademanes del hombrecillo han ganado en violencia y en rapidez hasta tornarse casi frenéticos. De pronto, el pequeño ser ha dado dos pasos atrás y curvándose vivamente en un ademán obsceno se ha tomado las partes viriles para reforzar con tal gesto las palabras de su discurso. “¡Tiene razón!…”, ha comentado el grupo de sus incondicionales, seducido por su mímica enérgica.

Este es el tono que reina en toda la ciudad. San Martín, para quien no escapa un detalle de cuanto ocurre a su alrededor, trata de valorar con criterio militar la magnitud de los acontecimientos.

Entre tanto el pueblo comenta los acontecimientos de la víspera y aquellos alzamientos que en Gijón, en Oviedo, en Asturias, en León, en Santander, en Valladolid, en Sevilla y en Madrid, van poniendo a toda España sobre las armas. ¿Es posible que los gaditanos se queden así, de brazos cruzados, cuando todo el pueblo español ha declarado ya una guerra a muerte a los soldados franceses?

La actitud fría, irresoluta, cautelosa, del capitán general de Andalucía, Solano, marqués del Socorro, se presta a todos los comentarios. Este hombre, muy popular hasta ayer, adorado por un pueblo que creía ver en él a uno de los suyos, ha perdido de golpe todo su prestigio.

Hace algunos días, volviendo de Extremadura, “al cruzar por Sevilla se avistaron con él los que trabajaban para que aquella ciudad definitivamente se alzase. Esquivó todo compromiso. Mas molestado por insistencias, pidió tiempo para reflexionar, y se apresuró para meterse en Cádiz”. Estas y otras anécdotas se han difundido por la ciudad. La indignación ha cundido. “Ya antes de mediados de mayo corrió peligro en Badajoz por la poca cautela con que se expresaba. No anduvo más prudente en todo su camino”. “Después del 2 de mayo, solicitado y lisonjeado por los franceses, y sobre todo vencido por los consejos de los españoles, antiguos amigos suyos, con indignación se mostraba secuaz de los invasores, calificando de frenesí cualquier resistencia que se intentase”. ¿Se necesitaban acaso más informes para que el pueblo bajase el pulgar y pronunciara la palabra condenatoria?

El hombrecillo de la plaza de San Antonio, Pedro Olaechea, ex fraile capuchino de la Cartuja de Jerez, con su furia de fanático, se ha encargado de repetir a diestra y siniestra la frase de orden: “¡Este cochino de Solano nos traiciona! ¡El indecente gorrino se ha vendido al oro de Napoleón!”

El ex capuchino consiguió ayer amotinar la población y llevarla ante la casa del capitán general. En medio del tumulto, un jovenzuelo de verba expedita y desembarazado ademán, Manuel Larrús, encaramado en hombros de otro, arengó a la multitud y al propio Solano. Después de una larga peroración el improvisado orador terminó pidiendo que se declarase la guerra a los franceses y que se intimase la rendición de su escuadra fondeada en el puerto.

El marqués del Socorro, visto el estado reinante de furor popular, no ha tenido más remedio que ceder, si bien ha pedido un plazo breve para consultar a sus generales.

La multitud, convencida a medias, se ha dirigido en masa al domicilio del cónsul francés asaltando la casa, quemando los muebles y persiguiendo buen trecho a Mr. Le Roi, que tuvo que refugiarse en el convento de San Agustín esperando la ocasión propicia para embarcar en los buques de su nación, escapando de este modo a una muerte segura.

Toda la noche se ha pasado en arengas, discursos, vivas a Fernando y mueras a Napoleón. Ahora, las cuatro de la tarde del día veintinueve, el pueblo reunido en la plaza en gran cantidad, espera la resolución de Solano.

San Martín, que de antemano conoce el contenido del bando que se va a leer, ha hecho formar la guardia ante el palacio del Gobernador en previsión de graves y muy seguros disturbios.

En la Plaza de San Antonio, el ayudante José Luquey, en medio de un impresionante silencio, ha dado comienzo a la lectura del bando con una voz que se ha esforzado por parecer segura y entera. La junta de generales, atendiendo a la petición formulada por la ciudad, encuentra muy justo que se declare la guerra a los franceses. Ante esta noticia el pueblo ha prorrumpido en una ovación delirante. El joven ayudante ha tenido que hacer esfuerzos desesperados para que se continuase oyéndosele. Tal es, en verdad, el sentir de la junta de generales, pero, en otra posterior de oficiales de marina se acordó: “Que no se podía atacar a la escuadra francesa sin evidente peligro de destrozar la española, interpolada, todavía, con ella…”.

Estas últimas palabras han producido un verdadero estallido de furor en toda la plaza de San Antonio. ¿Hasta cuándo se va a burlar Solano de los deseos de la multitud? ¿Es que se querrá entretenerles  aun con nuevas dilaciones? Rápidamente el gentío se ha arremolinado, ha hecho huir al oficial Luquey y se ha puesto en marcha hacia la casa de Solano.

San Martín, viendo llegar aquel torrente humano erizado de brazos levantados, de puños amenazadores, de gritos y de imprecaciones, ha hecho estrechar las filas de su guardia.

Tres hombres destacados de la gran masa humana han pedido hablar con el capitán general para imponerle la declaración de guerra en nombre de la ciudad alzada. San Martín sabe que buena parte de la multitud viene armada. El día anterior, en el asalto al Parque de Artillería, se han provisto de ellas ayudados por los mismos soldados que, lejos de hacerles oposición, les han excitado y protegido. No contando, pues, con los recursos para dominarlo, es preciso evitar a toda costa que estalle la violencia del motín. Después de algunas consultas se ha permitido pasar a los tres representantes al despacho del Gobernador.

La multitud, apiñada en la estrecha calle de la Aduana, que separa de las murallas la casa del Gobernador, espera inquieta el resultado de estas postreras conversaciones. De pronto, en medio de la expectativa general, uno de los parlamentarios se ha asomado al balcón. Aquel hombre, mirado desde cierta distancia, tiene una gran semejanza con el general Solano. El parlamentario que está lejos de ser un orador, y mucho menos un orador de multitudes, se ha impresionado al hallarse sobre aquel mar de cabezas humanas. Ha querido hablar, y las frases se le han anudado en la garganta. Ha querido accionar pidiendo silencio, y sus ademanes se han convertido en un vago gesticular desprovisto de toda agencia expresiva, carentes de todo imperio sobre la imaginación de la multitud. Esta, que ha visto aparecer de pronto una silueta que le recuerda la de Solano, la ha tomado por Solano mismo. Sus palabras entrecortadas, por una nueva tentativa de dilación. Sus gestos, mal medidos y poco enérgicos, por signos renovados de negativa.

Esto ha bastado para soltar el tenso resorte de la cólera popular. Dirigido contra el hombre del balcón, ha sonado un disparo; luego otro, otro, y, por fin, una descarga cerrada de más de sesenta armas de diversos calibres. San Martín, comprendiendo que sería una locura el intentar una carga contra la espesa muchedumbre, ha hecho retroceder la guardia al interior del palacio, ha apostado sus soldados tras las ventanas y se ha atrancado las puertas en previsión del asalto.

A los gritos de “¡Al Parque, al Parque!”, buen concurso de revoltosos se ha dirigido al Parque de Artillería para apoderarse de algunas piezas con que bombardear la casa. Por su parte, los grupos de la calle de la Aduana, han apuntado contra la casa del Gobernador uno de los cañones de 24 de los que coronan las murallas. Las gentes del Parque de Artillería han regresado con cinco piezas más y las han encañonado contra la fachada.

A los primeros disparos han volado las puertas hechas astillas, han sufrido grave daño las paredes, y han sido violadas las ventanas del piso bajo.

No obstante que la multitud se apresta ya a tomar por asalto el edificio, San Martín se mantiene en su puesto. Es preciso que el Gobernador pueda huir y él está dispuesto a cubrir a toda costa la retirada de su superior que es, a la vez, su mejor amigo.

Solano, huyendo por la azotea, se ha pasado a la casa de su vecino, el comerciante irlandés Strange. Pero el astuto Olaechea que, perdido en la confusión general, ha seguido todos los acontecimientos del día, con su natural malignidad ha previsto esta maniobra de Solano, se le ha adelantado entrando a la casa de Strange por la puerta principal. En la escalera se ha encontrado con el comandante Creach, del regimiento de Zaragoza, quien, amigo de la casa, subía a ofrecer sus servicios a la señora de Strange, en ausencia de su esposo, con motivo de la revuelta.

Al entrar, pues, en la casa de Strange, lo primero que ha visto Solano ha sido la siniestra figura del ex cartujo, apostada allí para delatarle a los amotinados. Con una sola mirada, el comandante Creach y el Gobernador Solano, se han entendido. Entre amigos han cogido por los brazos a Olaechea y lo han encerrado en un pasadizo de la casa cortándole toda tentativa de delación. Pero mientras Solano buscaba un lugar donde ocultarse, Olaechea no ha permanecido inactivo. Viendo una claraboya que daba a un patio bajo ha intentado escapar por allí. Los vidrios han cedido de pronto y el ex cartujo, en medio de un gran estrépito, se ha estrellado sobre las losas del patio. Sus lamentos han llamado la atención de las gentes que se agolpan en la calle. Pronto le rodea la multitud. Antes de morir Olaechea tiene aún la energía suficiente para vengarse indicando a los revoltosos que van a la caza del Gobernador las habitaciones del piso alto.

El pueblo de Cádiz, que ha sorprendido a su Gobernador oculto en un gabinete de la casa de Strange, le lleva ahora por la calle de la Aduana camino a la horca.

El furioso populacho se ceba en el desgraciado Solano que marcha serenamente a la muerte. Los insultos, los motes de traidor, las burlas sangrientas, cubren al pobre Gobernador tan querido poco antes por este mismo pueblo. Un hombre, rigurosamente embozado en una gran capa, con el sombrero hasta las cejas, hace inauditos esfuerzos para mantenerse cerca de Solano, luchando con los vaivenes de aquella marea humana que trata de separarlos cada vez con mayor violencia. Las hostilidades de la multitud crecen cada vez con mayor ensañamiento. Al desembarcar en la pequeña plaza de San Juan de Dios, el griterío ensordecedor, los insultos, las burlas brutales que hieren hasta lo más hondo el alma del desdichado militar, se han vuelto ya insoportables. Por un momento parece que Solano va a abdicar su serenidad, su fortaleza de ánimo, su magnífico orgullo, aplastados por la saña  feroz de sus verdugos. En este trance, el misterioso caballero que no le ha abandonado un instante en su larga vía crucis, se ha desembozado de golpe, ha empuñado la espada que traía desnuda bajo la capa, y, aprovechando un movimiento de la multitud que ha descubierto a Solano, la ha sepultado de un solo impulso, sin vacilar, en el pecho del Gobernador, hasta los gavilanes.

Mientras Solano, sin un grito, se desploma agonizante; el matador ha conseguido desaparecer a favor de la gran confusión que ha desatado el suceso y a las sombras del crepúsculo primaveral que comenzaba a caer sobre las callejas de Cádiz.

“El caballero desconocido –apuntará más tarde un historiador– era, según en público se dijo, don Carlos Pignatelli, gran amigo del capitán general, que quiso de este modo liberarle de los insultos de la plebe y de la ignominia del suplicio.” Extraño gesto de amistad, muy ceñido al gusto novelesco, sentimental, del agitado siglo que comienza…

Cuando el pueblo enardecido asaltó la casa del gobernador, San Martín se vio obligado a ponerse en salvo a su vez, abandonado por los escasos soldados de su guardia deshecha.

Esta, que como la mayor parte de la guarnición, estaba de acuerdo con el alzamiento general, no habría disparado en  ningún caso sobre los amotinados.

Solano no ignoraba que el partido del pueblo era el único que se podía tomar; pero prefirió sucumbir trágicamente a abdicar su deber de militar que le obliga a no exponer la plaza de Cádiz en una lucha desigual, absurda, contra la escuadra francesa. He aquí un rasgo de varonil espíritu de disciplina hecho para conquistar el espíritu gemelo de San Martín. Este, que siempre ha tenido por el marqués del Socorro una verdadera, una profunda estimación de amigo, le admira en lo sucesivo como un héroe propuesto a su emulación. Los acontecimientos de hoy han ganado al joven oficial su primera citación en las historias generales de España, y le han otorgado una experiencia que habrá de recordar con utilidad en muy análogas situaciones.

Después de la muerte de Solano, el tumulto ha seguido en toda la ciudad más amenazador que antes. Han sido allanadas las casas de algunos residentes franceses. La revolución hierve en todas las calles, y careciendo de un objetivo preciso, nadie sabe hacia dónde se desencadenará la cólera de la multitud.

Don Tomás Moria, el oficial más antiguo de la plaza, se ha hecho cargo de la guarnición; pero apenas ha salido del cuartel con algunos piquetes fieles, ha comprendido que es imposible sofocar el alzamiento sin provocar el fusilamiento en masa de la multitud, una espantosa carnicería, un nuevo 2 de mayo. La caída de la noche ha venido a complicar aun más la situación, ya de por sí extrema. Los revolucionarios han alumbrado hachas de viento y se teme que por inadvertencia o por presumible espíritu destructor, los incendios estallen en los cuatro puntos de la villa.

Es en este colectivo trance de sofocación y apuros generales, que fray Mariano de Sevilla, guardián del convento de Capuchinos, ha comprendido que no por violencia sino por dulce presión sugestiva que convierta la cólera homicida de la multitud en hondo fervor religioso, es como hay que obrar sobre los ánimos exaltados. Es así que la numerosa comunidad de los Capuchinos con las cogullas caladas, cirios encendidos en las manos, ordenados en forma de rosario, ha salido a recorrer las calles de la ciudad anochecida. Fray Mariano de Sevilla, grave, imponente dentro de su hábito talar, exhorta elocuentemente a los sublevados para que, “todos religiosos y populares, pidan a Dios por la libertad de los reyes y la salvación de la patria…”.

Desde que ha comprendido que toda intervención personal era perfectamente inútil, San Martín se ha retirado a su modesto alojamiento de soldado. Largamente, en la soledad de su alcoba, ha reflexionado sobre los sucesos del día. Ni por un instante puede apartar de sí la imagen del pobre marqués inmolado al furor de una turba enceguecida. Con cariñosa lentitud ha extraído después, del bolsillo interior de su uniforme, un pequeño retrato de Solano. Le ha contemplado con profunda tristeza, y luego, pausadamente, se ha puesto a dibujar un orla de luto en torno al expresivo perfil de su amigo desaparecido. En el respaldo del cartón, con rasgos sueltos y enérgicos, ha trazado un nombre y una fecha: Solano, 29 de mayo de 1808.

Los rumores de la revuelta llegan hasta los oídos de San Martín cada vez más apagados. Lentamente la ciudad va recobrando su pasada clama. En todos los barrios, una pacificación repentina, señala el paso de la columna de monjes. Las armas se deponen sin violencia, el tumulto decrece, los buenos gaditanos se suman por racimos a la negativa. Y, a las pocas horas, la revuelta que comenzó sangrienta y brutal, va terminando en una larga y pacífica procesión, gracias a la dulce, a la inspirada intervención del excelente fray Mariano…