Historias de votos cantados y de “fraudes patrióticos”


Autor: Felipe Pigna

La primera ley electoral argentina fue sancionada en 1821 en la provincia de Buenos Aires durante el gobierno de Martín Rodríguez, bajo el impulso de su ministro de gobierno, Bernardino Rivadavia. Esta Ley establecía el sufragio universal masculino y voluntario para todos los hombres libres de la provincia y limitaba exclusivamente la posibilidad de ser electo para cualquier cargo a los propietarios. A pesar de su amplitud esta ley tuvo en la práctica un alcance limitado porque la mayoría de la población de la campaña ni siquiera se enteraba de que se desarrollaban los comicios. Así en las primeras elecciones efectuadas con esta ley, sobre una población de 60.000 personas, sólo trescientas emitieron su voto.

La Constitución Nacional de 1853 dejó un importante vacío jurídico en lo referente al sistema electoral que fue parcialmente cubierto por la Ley 140 de 1857. El voto era masculino y cantado y el país se dividía en 15 distritos electorales en los que cada votante lo hacía por una lista completa, o sea que contenía los candidatos para todos los cargos. Así la lista más votada obtenía todas las bancas o  puestos ejecutivos en disputa y la oposición se quedaba prácticamente sin representación política.

La emisión del voto a viva voz (voto cantado) podía provocarle graves inconvenientes al votante que iban desde la pérdida de su empleo o la pérdida de la propia vida si su voto no coincidía con el del caudillo que dominaba su circuito electoral. Sin dudas, rigió por aquellos años (1857-1912) un fraude que en algunos casos resultaba escandaloso como lo cuenta Sarmiento en una carta a su amigo Oro refiriéndose a las elecciones de 1857: “Nuestra base de operaciones ha consistido en la audacia y el terror que, empleados hábilmente han dado este resultado admirable e inesperado. Establecimos en varios puntos depósitos de armas y encarcelamos como unos veinte extranjeros complicados en una supuesta conspiración; algunas bandas de soldados armados recorrían de noche las calles de la ciudad, acuchillando y persiguiendo a los mazorqueros; en fin: fue tal el terror que sembramos entre toda esta gente con estos y otros medios, que el día 29 triunfamos sin oposición”.1

Los días de elecciones los gobernantes de turno hacían valer las libretas de los muertos, compraban votos, quemaban urnas, y falsificaban padrones. Así demostraba la clase dominante su desprecio por la democracia real y su concepción de que eran los únicos con derecho a gobernar un país al que consideraban una propiedad privada, como una extensión de sus estancias. Todas estas prácticas que marginaban a los sectores mayoritarios de la población de la vida política eran la perfecta contraparte del sistema de exclusión económica derivado del modelo agro-exportador en el que el poder y la riqueza generados por la mayoría eran apropiados por la minoría gobernante. Puede decirse que todos los gobernantes de lo que la historia oficial llama “presidencias históricas”, es decir las de Mitre, Sarmiento y Avellaneda; y las subsiguientes hasta 1916, son ilegítimas de origen porque todos los presidentes de aquel período llegaron al gobierno gracias al más crudo fraude electoral.

Hacia fines del siglo XIX las burguesías gobernantes comprendieron que la exclusión del pueblo tenía grandes desventajas y la ampliación del sistema electoral, si se hacía con los controles del caso, no afectaba el desarrollo y supervivencia del sistema, sino que por el contrario lo legitimaba y legalizaba. Además la participación de amplios sectores de la población en la elección de las autoridades socializaba unas responsabilidades políticas que hasta entonces estaban muy evidentemente limitadas a la clase dirigente sin la más mínima injerencia de los sectores marginados de las decisiones y el poder.

Muchos encumbrados miembros de la clase dirigente como el general Roca apostaban a la mano dura, a no aflojar un ápice, a seguir con la clásica política de exclusión social y a la marginación del sistema político de las grandes mayorías populares. Otros, adelantándose a Giuseppe Tomasi príncipe di Lampedusa y su obra cumbre El Gatopardo comenzaron a pensar en cambiar algo para garantizarse que lo esencial no cambiara. Este grupo de políticos del poder, a la vista de los acontecimientos y tomando debida nota del crecimiento geométrico del conflicto social y político en nuestro país, creyó conveniente abrir una válvula de escape de aquella gran olla a presión en que se estaba convirtiendo la “república conservadora”. Entre ellos estaba el hombre que venciendo importantes resistencias y la incomprensión de muchos de sus propios compañeros de clase que parecían obstinados en no ver que su propuesta lejos de implicar el suicidio de la clase dominante argentina garantizaba su legitimación, logró la sanción y aplicación de primera Ley que llevaría su nombre, Sáenz Peña, y que garantizaba el voto secreto, universal y obligatorio a los argentinos varones mayores de 18 años.

El fin del fraude significaba un notable avance hacia la democracia en Argentina y la posibilidad de expresión de las fuerzas políticas opositoras que habían sido marginadas del sistema por los gobiernos conservadores. En las primeras elecciones libres llevadas adelante en la Argentina, en el mismo año 1912, la bancada socialista creció notablemente y se sucedieron los triunfos radicales en Entre Ríos y Santa Fe y en octubre de 1916 llegaba a la Casa Rosada, Hipólito Yrigoyen, el primer presidente electo en comicios libres y sin fraude de toda la historia Argentina.

El golpe de septiembre de 1930 interrumpió violentamente el proceso democrático argentino y tras la breve dictadura del general Uriburu, se reinstaló el fraude electoral. Como todo el mundo sabía, el 8 de noviembre de 1931, en un simulacro de elecciones, con un fraude escandaloso, la oposición encarcelada, acallada y perseguida, con la Ley Sáenz Peña convertida en letra muerta, el general Agustín P. Justo, fue “electo” presidente de la República imponiéndose sobre el binomio Lisandro de la Torre – Nicolás Repetto. Esta es la crónica del día del comicio hecha por el diario socialista La Vanguardia: “En su afán de ‘superarse’ y ‘robar’ la elección, (los presidentes de mesa) sumaron en algunos casos todos los sobres enviados por la Junta Electoral, poniendo dentro otras tantas boletas oficiales. Ha sido tanta la torpeza de los presidentes sin escrúpulos que luego de meter 300 votos en la urna, recién leyeron que en la mesa sólo votaban 260 o 280”. 2

Así terminaba la dictadura de Uriburu y comenzaba el gobierno fraudulento de su colega Justo. Los generales se vanagloriaban del resultado electoral y no tenían ningún problema en admitir que habían hecho fraude, pero un “fraude patriótico”, porque se hacía para salvar a la patria de la chusma radical. Justo será fiel al sistema que lo había llevado al poder aplicando “el fraude patriótico” y perfeccionándolo: a las clásicas amenazas a los votantes opositores y al “usted ya votó” se sumaban ahora el secuestro de las libretas de enrolamiento, la falsificación de las actas de votación, el cambio de urnas.

Todo esto pudo verse en las elecciones de marzo de 1936 que le dieron el triunfo a Manuel Fresco en la provincia de Buenos Aires, calificadas por el embajador de los Estados Unidos como la “más burlesca y fraudulenta contienda electoral jamás realizada en la Argentina”. 3

La negación o malversación del voto, de forma variada y recurrente a lo largo de nuestra historia, constituyó una de las más graves violaciones de los derechos básicos de todo ciudadano, el derecho al voto, el ejercicio de su porción de poder, lo que justifica el pago de sus impuestos porque lo ratifica como parte de un Estado al que está obligado a sostener solidariamente.

Referencias:

1 Domingo F. Sarmiento, carta a Domingo de Oro, 17 de junio de 1857, en Milcíades Peña, La era de Mitre, Buenos Aires, Fichas, 1973.
2 La Vanguardia, Buenos Aires, 16 de septiembre de 1931.
Historia de la Argentina en el Siglo XX, Buenos Aires, La Nación, 1997.

 

Fuente: www.elhistoriador.com.ar