Grandes cartas de amor, por Elizabete Agostinho


Recordamos en esta Gaceta el día de los enamorados con un fragmento del libro Grandes cartas de amor,  que reúne más de 50 misivas escritas por grandes figuras de la historia. El libro recorre las múltiples caras de la pasión: hay cartas de amor platónico, de éxtasis, de cortejo, sereno, atormentado, de ruptura, de despedida, de amor prohibido y de nostalgia.

Reyes, escritores, músicos, científicos y escultores desfilan por las páginas de este libro con sus esquelas a veces desgarradoras, escalofriantes o curiosas. Nos encontramos con el testimonio de amor desesperado de Enrique VIII a Ana Bolena, algunos años antes de que decidiera su decapitación; también veremos a un Dostoievski arrepentido ante su querida por haber perdido todo su dinero en el juego; de Beethoven a su misteriosa “amada inmortal”, de Rimbaud, de Franklin, de Mussolini, de Tolstoi, de Proust, de Rodin, de Marx, de Flaubert, de Nietzsche, de Virginia Woolf, Charlotte Brontë, entre muchas otras.

Compartimos aquí una de las más de mil cartas que Sigmund Freud le enviara a Martha Bernays, la muchacha de quien se enamoró a los 26 años y con quien estuvo casado durante más de cinco décadas.

Fuente: Elizabete Agostinho, Grandes cartas de amor, Editorial El Ateneo, Buenos Aires, págs. 21-25.

De Sigmund Freud para Martha Bernays

Hasta entonces apenas había experimentado la pasión más allá de un amor de adolescencia que despertó en él reflexiones que posteriormente le llevarían al psicoanálisis; y sin embargo fue Martha Bernays quien conquistaría de forma unilateral la sinuosa mente de Sigmund Freud. El joven, de veintiséis años, tenía la costumbre de dirigirse directamente a su habitación en cuanto llegaba a casa, sin preocuparse de las visitas. Pero cuando vio a una encantadora muchacha sentada a la mesa familiar, conversando alegremente con sus hermanas mientras pelaba una manzana, Freud —según explicaría él mismo— empezó a creer en los milagros. Pocos días después, preguntará a Martha si podría ser para ella tan importante como ella lo era ya para él y recibe a cambio un anillo de familia que sellaría el noviazgo secreto, asumido por ambos el 17 de junio de 1882, la víspera de la marcha de Martha hacia Viena con el familiar designado como escolta de la joven. Al día siguiente de su partida, Freud escribe la primera de las muchas cartas que seguirían. Los cuatro años de noviazgo fueron alimentados por una correspondencia continua; más de mil misivas que revelan a un hombre apasionado, celoso e inseguro, que le escribía con frecuencia, incluso más de una vez al día.

Estuvieron casados cincuenta y tres años, y juntos tuvieron seis hijos; a pesar de los indicios de que Freud pudiera en algún momento haberse aproximado a su cuñada, Minna, durante su vida conyugal, mantuvo siempre la imagen de un monógamo convencido. “Mi madre nunca aceptó el psicoanálisis, solo creía en mi padre”, diría en una ocasión su hija, Anna Freud, para explicar la entrega absoluta de su madre a su marido.

Viena, 19 de junio de 1882

Mi preciosa y muy adorada niña:

Sabía que solo después de que te marcharas entendería mi felicidad en toda su extensión y, ¡ay de mí!, también el grado de mi pérdida. Aún no logro asimilarlo, y si la elegante cajita y ese dulce retrato no estuvieran ahora mismo frente a mí, pensaría que todo ha sido un seductor sueño del que temería despertar. Sin embargo los amigos me dicen que es cierto, y yo mismo puedo recordar los detalles más dulces, más misteriosamente encantadores que cualquier sueño fantástico pudiera crear. Debe ser cierto. Martha es mía, la dulce niña de la que todo el mundo habla con admiración, quien a pesar de toda mi resistencia cautivó mi corazón desde nuestra primera cita, la niña que temía cortejar y que vino a mí con tan magnánima confianza, que fortaleció la fe en mi propia valía y me dio nueva esperanza y energía para trabajar cuando más lo necesitaba.

Cuando regreses, querida niña, habré dominado la timidez y torpeza que, hasta ahora, me ha hecho inhibirme en tu presencia. Volveremos a sentarnos solos en esa pequeña y agradable habitación, mi niña se acomodará en el sillón marrón (del que ayer nos levantamos tan sobresaltados), conmigo a sus pies en el redondo taburete, y charlaremos del tiempo en el que no habrá diferencia entre la noche y el día, cuando ni siquiera las intrusiones del exterior ni las despedidas ni las preocupaciones nos mantengan alejados.

¡Tu hermosa fotografía! Al principio, mientras tuve el original frente a mí no pensé demasiado en ella; pero ahora, cuanto más la miro, más se asemeja a mi ser amado; casi espero que las pálidas mejillas muestren el color que tenían nuestras rosas, que los delicados brazos se desprendan de la superficie y agarren mi mano; pero la preciosa foto no se mueve, tan solo parece decir: “¡Paciencia! ¡Paciencia! No soy más que un símbolo, una sombra atrapada en el papel; la persona real va a regresar, y entonces tal vez vuelvas a olvidarme”.

Me gustaría tanto otorgar al retrato un lugar preeminente entre los dioses de mi casa que cuelgan sobre el escritorio, pero si bien soy capaz de mostrar los severos rostros de los hombres que venero, el delicado rostro de mi niña debo esconderlo y apartarlo de la vista. Está dentro de tu pequeña caja y apenas me atrevo a confesar cuan a menudo durante las pasadas veinticuatro horas me he encerrado con él para sacarlo y refrescar mi memoria.

Y mientras tanto no dejo de pensar que en alguna parte leí algo sobre un hombre que llevaba siempre a su amor con él en una pequeña cajita, y habiéndome estrujado el cerebro durante largo tiempo comprendí que debía de ser en “La nueva Melusina”, el cuento de Goethe incluido en Los años de aprendizaje tic Wilhelm Meister, que solo puedo recordar vagamente. Por primera vez en años saqué el libro y vi confirmadas mis sospechas. Pero encontré mucho más de lo que buscaba. Las más tentadoras alusiones parecían surgir de aquí y allá; cada detalle, tras la historia, escondía una referencia a nosotros, y cuando recordé cuánto valora mi niña que sea yo más alto que ella, tuve que .mojar el libro lejos, medio divertido, medio irritado, y consolarme con la idea de que mi Martha no es una sirena, sino un precioso ser humano. Pero me temo que aún no vemos el humor en las mismas cosas, lo que posiblemente haga que te sientas desilusionada cuando leas esta pequeña historia. Y preferiría no decirte todos los pensamientos absurdos y graves que cruzaron mi mente mientras la leía.

Estas páginas, querida Marty, no han sido escritas de un tirón. Tanto ayer como esta tarde, Eli y Schónberg han estado aquí; de hecho ayer hubo también varias chicas, y para evitar despertar cualquier sospecha logré mostrarme bastante sociable, aunque hubiera preferido estar a solas. Solo la presencia de Schónberg me consuela, pues la visión de sus honestos y vividos rasgos evoca en mí, con todo sonido y color, un sinfín de preciosos recuerdos. ¡Qué hechiceras son las mujeres! El cada vez me gusta más. Recibí tus últimos saludos desde la estación y hoy, por medio de Eli, las ansiadas noticias de tu llegada sana y salva. Tu hermano parece disfrutar de estar con nosotros; aún no he podido conocerlo bien, ya que no he estado a solas con él desde que te marchaste. Por lo demás, procuro narcotizarme con el trabajo y me consuelo con la certeza de que Martha seguirá siendo mía mientras sea Martha.

Mi adorada y pequeña novia, si en algún momento titubeé sobre atarte a mí de por vida, ahora ya no pienso dejarte marchar incluso si la más terrible desgracia se abatiera sobre mí y tuviera que arrastrarte conmigo.

Intenta por favor robar a tus cariñosos parientes todas las fotografías tuyas de pequeña; se me ocurre que hubiera podido aferrarme a esa vieja foto propiedad de tu madre, al menos hasta tu regreso.

Si necesitas algo de aquí o quisieras que se hiciera algo, por favor no favorezcas a nadie salvo a mí con tus encargos. Así de exclusivo soy cuando estoy enamorado. Hazme saber todo lo que estás haciendo en este momento; eso hará que me resulte más fácil sobrellevar tu ausencia. Y aprovecha tu estancia en Hamburgo para recuperar tu salud. Me gustaría mucho verte con esas redondas mejillas plenas que muestra tu foto de infancia.

Ahora el día ha llegado a su fin, la página está completa, y debo reprimir el deseo de seguir charlando contigo.

Adiós y no te olvides de este pobre hombre al que has hecho tan dichosamente feliz. Tuyo,

Sigmund

Minna me envía saludos a través de Schónberg.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar