Un recreo de El Historiador para estas vacaciones

¡Llegaron las vacaciones! El calor va de a poco aflojando las tensiones y las actividades del año van quedando atrás. La Revolución de Mayo, el cruce de los Andes, las guerras civiles, las luchas de Sarmiento y otros momentos de la historia argentina que recorrimos en nuestra Gaceta histórica se van fundiendo con el clima festivo de las celebraciones de fin de año, los encuentros y las planificaciones veraniegas.

Son muchos los que ya han comenzado a disfrutar del merecido descanso. Hay quienes eligieron las playas, o quienes prefieren escaparse al campo o a las montañas. Están los que retozan al sol durante largas horas y quienes no son felices sin una actividad febril. El fútbol, el surf, el golf, el volley, el rapel, la tirolesa, el rafting o el buceo se fueron imponiendo entre los amantes del movimiento. También los paseos culturales a ruinas y a sitios arqueológicos constituyen algunas de las innumerables formas de pasar los ratos de ocio.

Pero, ¿cómo eran las vacaciones en tiempos pasados? O mejor, ¿cómo disfrutaban los pobladores de estas tierras los tiempos de esparcimiento? Ya que las vacaciones, en sentido estricto, constituyen una práctica muy reciente. 

En estas vacaciones El Historiador no descansa y les acerca testimonios de diversas formas de disfrutar del tiempo libre en otros tiempos. A qué jugaban los habitantes de estas tierras hace más de cuatro siglos, las corridas de toro, el Código Municipal de Baño en Mar del Plata o cómo se promocionaban científicamente los baños en “la perla del Atlántico” son algunas de las curiosidades que encontrarán en esta Gaceta estival, que propone un recreo al calendario escolar para trasladarnos a algunos momentos del pasado y poder espiar cómo disfrutaban los habitantes de estas tierras su ocio y dispersión.

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Mar del Plata, la perla del Atlántico

Durante largo tiempo, la costumbre de ir a asolarse y bañarse en las zonas costeras gozó del más encendido prejuicio. El color que adquiría la piel tras las repetidas exposiciones al sol era temido por las elites, para quienes el blanco más inmaculado era un valor en sí mismo. El bronceado era el color de los campesinos y una mujer que osara aparecer luciendo un inusual tostado podía automáticamente ligarse el mote de “lavandera”.

La costumbre de asolarse en las playas, sin embargo, llegó al país, por supuesto, luego de imponerse entre las elites de Francia e Inglaterra, que comenzaron a frecuentar  balnearios como Biarritz o Brighton.

Con gran visión de futuro, en 1883 el gobernador Dardo Rocha impulsó la llegada del tren a Mar del Plata, que quedó inaugurado el 26 de septiembre de 1886 y en el verano de 1887 llegaban los primeros turistas.

A continuación transcribimos el Código de baños de la municipalidad de Mar del Plata en 1888 y un curioso artículo de 1901 promocionando el balneario “científicamente”.

Código de baños de la municipalidad de Mar del Plata en 1888
Fuente: Jimena Sáenz, Mar del Plata, Siglo I, 1874-1974, Buenos Aires, Editorial El Alba, 1974, pág. 57.

Artículo 1º: Es prohibido bañarse desnudo.

Artículo 2º: El traje de baño admitido por este reglamento es todo aquel que cubra el cuerpo desde el cuello hasta las rodillas.

Artículo 3º: En las tres playas conocidas por el Puerto, de la Iglesia y de la Gruta no podrán bañarse los hombres mezclados con las señoras a no ser que tuvieran familia y lo hicieran acompañando a ella.

Artículo 4º: Es prohibido a los hombres solos aproximarse durante el baño a las señoras que estuvieran en él, debiendo mantenerse por lo menos a una distancia de 30 metros.

Artículo 5º: Se prohíbe a las horas del baño el uso de anteojos de teatro u otro instrumento de larga vista, así como situarse en la orilla cuando se bañan señoras.

Artículo 6º: Es prohibido bañar animales en las playas destinadas para el baño de familias

Artículo 7º: Es igualmente prohibido el uso de palabras o acciones deshonestas o contrarias al decoro.

Los baños de mar

Por qué Mar del Plata es preferible a Montevideo - Régimen de vida a orillas del mar - Baños de agua y de aire

Fuente: El Diario, miércoles 25 de diciembre de 1901.

Los baños de mar así como la residencia en sus orillas constituyen uno de los más poderosos medios de acción a la disposición de la medicina terapéutica para la cura de ciertas alteraciones y a la modificación rápida de algunos defectos de constitución.

Pero a fin de sacar de ese enérgico remedio todas las ventajas posibles, es indispensable aplicarlo con tino. (…)

El análisis químico justifica el hecho de clasificar el agua de mar entre las aguas minerales más activas: es agua de soda clorosulfurada. La presencia del yodo en varias plantas marinas ha dado lugar a que se supiera que el yodo había de encontrarse en el agua de mar por la constante maceración de esas plantas marinas. En estos últimos años el análisis espectral ha revelado la presencia de ese valioso elemento medicinal, así también como del bromo en las aguas del mar; de modo que se la puede clasificar entre las aguas cloro-bromo-yodadas.

El sabor salado del mar es debido al cloruro de sodio. Ese sabor es más intenso en alta mar que sobre las costas y disminuye en las embocaduras de los ríos y golfos. El agua de mar contiene además una sustancia orgánica a la que los químicos han prestado hasta la fecha muy poca atención y que tiene sin embargo una gran importancia en terapéutica.

A esa sustancia debe el agua de mar su viscosidad y olor hediondo; a ella debe también su rápida putrefacción, a pesar de la gran cantidad de cloruro de sodio que contiene. Constantine James considera esa sustancia como un elemento esencial y vital para el agua de mar. A su juicio, la presencia de esa sustancia puede sola explicar ciertos fenómenos que sin ella serían inexplicables.

El mar está atravesado por corrientes eléctricas que ciertamente han de ejercer una influencia sobre los bañistas. Se observa también en ella la presencia del oxígeno y el ácido carbónico: este último sobre todo se halla en notables proporciones, unos 100 o 200 centilitros por cada cien litros de agua. La mezcla de agua pura con agua de mar produce una cantidad de hidrógeno sulfurado que disminuye la pureza del aire.

Esto nos permite sostener la opinión de que el punto de reunión en las orillas del mar ha de ser lo más lejos posible de la embocadura de los ríos caudalosos o canalizados.

De ahí que Mar del Plata sea muy superior a Montevideo, que no puede considerarse a orillas del mar.

A causa de su gran volumen y densidad el mar posee en alto grado la propiedad de absorber el calor y su poder radiante es además muy débil. (…)

La acción poderosa pero intermitente de los baños de mar tiene por complemento la acción continua del aire del mar. La composición del aire del mar (…) se distingue por su mayor pureza. (…) Además, allí se nota la presencia del ozono en mayor cantidad que en cualquier otra parte: el ozono tiene la propiedad de neutralizar los gérmenes y miasmas. De ahí la escasez o poca duración de las epidemias en las orillas del mar, así como la mayor hematosis y respiración en las personas que viven en la costa.

El anterior relato, rápido e imperfecto, de las propiedades del agua y del aire del mar, demuestra las ventajas que pueden proporcionar los baños de mar y las temporadas prologadas en las orillas, particularmente durante el verano, cuando la permanencia en las ciudades es imposible tanto por los calores excesivos como por la pureza dudosa de la atmósfera.

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El juego del Pato

El pato es un juego que nació muy probablemente en estas tierras y su práctica se remonta por lo menos a principios del siglo XVII. Pese a las repetidas prohibiciones que sufrió, y cuya desobediencia conllevaba castigos que iban desde los azotes hasta las multas, se lo siguió jugando en las estancias secretamente. Fue muy popular durante el siglo XVIII y hasta mediados del siglo XIX.

Su nombre deriva de la forma que tenía la pelota con la que se lo jugaba, con dos asas (en ocasiones cuatro) que hacían las veces de alas. Como veremos a continuación, abundan los testimonios donde se afirma que en un principio en lugar de una pelota se utilizaba al animal en cuestión. Y en esto también existen diferencias respecto a los detalles del juego: hay quienes sostenían que se trataba de un pato asado y otros, que era un pato vivo adentro de una bolsa de cuero.  

A continuación transcribimos algunos fragmentos escritos en diferentes momentos sobre esta práctica.

Fuente: Pedro Grenon S.J., “El juego del pato”, Revista Historia,  N° 4, Buenos Aires, Abril-Junio de 1956, pp. 121-146.

El juego del pato según Bartolomé Mitre

El juego del pato ya no existe [1854] en nuestras costumbres: es una reminiscencia lejana. Prohibido bajo penas severas, a consecuencia de las desgracias a que daba origen, el pueblo lo ha ido dejando poco a poco, pero sin olvidarlo del todo. En su origen este juego homérico, que tiene mucha semejanza con algunos de los que Ercilla describe en La Araucana, se efectuaba retobando un pato dentro de una fuerte piel, a la cual se adaptaban  varias manijas de cuero también. De estas manijas se asían los jinetes para disputarse la presa del combate que generalmente tenía por arena toda la Pampa; pues al que lograba arrebatar el pato procuraba ponerse a salvo, y la persecución que con este motivo se hacía era la parte más interesante del juego.1

Una descripción del juego hecha 1865, por Thomas Hutchinson

El juego del pato consiste en coser en un pedazo de cuero un pato asado, dejando una manija en cada extremo. Este juego, antiguamente, exclusivo de las fiestas de San Juan [24 de junio] en sus diversiones, fue promovido por un gaucho. El más diestro asegura el pato y galopa a cualquier casa donde él sepa que vive una mujer llamada Juana [por el día de San Juan]; y es una regla establecida que la mujer de ese nombre tiene que dar una moneda de cuatro reales, sea al devolver el pato original, sea con otro igualmente preparado. Entonces galopa hacia otra casa donde viva una doncella del nombre de Leonor, seguido de una tropa de sus colegas gauchos, que procuran quitarle la bolsa con el pato. En tal caso, por supuesto, deben ser entregados los cuatro reales con el mejor buen humor. Caídas [del caballo] y piernas rotas, son los frecuentes resultados de este juego. 2

Las impresiones de W. H. Hudson

Durante largo tiempo y probablemente hasta eso de 1840, era el entretenimiento más popular al aire libre en la pampa argentina.  Sin duda que allí tuvo su origen; se adaptaba admirablemente a los hábitos y  la índole del gaucho; y, al revés de la mayor parte de los deportes, conservó hasta el último su tosco y simple carácter primitivo.

Para jugarlo se mataba un pato o un pollo, o, con más frecuencia, alguna ave doméstica más grande,  como el pavo o ganso,  y se le cosía dentro de un trozo fuerte, haciendo así una pelota de forma irregular, dos veces el grandor de una pelota de fútbol, provisto de cuatro manijas de cuero torcido y del tamaño conveniente para ser agarradas por la mano de un hombre. Un detalle muy importante era que la pelota y las manijas fueran tan sólidamente hechas, que tres o cuatro hombres a caballo pudieran agarrarlas y tirarlas hasta desmontarse unos a otros, sin que nada aflojara.

Una vez resuelto en algún pago, a tener un juego, y, arreglado el punto de reunión, y habiendo alguien ofrecido a proveer el ave, se mandaba notificar a los vecinos. A la hora acordada, todos los hombres y mozos, desde algunas leguas a la redonda, acudían al lugar, montados en sus mejores pingos. Al aparecerse en la cancha el hombre que llevaba el pato, los otros daban caza y luego le alcanzaban y le arrancaban la pelota de la mano; entonces el vencedor, a su turno, era perseguido; y al ser alcanzado solía haber una pelea, como en el fútbol, con la diferencia que los contendientes estaban montados a caballo antes de derribarse unos a otros al suelo. A veces, en este trance, un par de jugadores atolondrados, furiosos por haber sido vencidos, desenvainaban sus facones para probar cuál de los dos tenía la razón o cuál era el de más valer; pero hubiera o no pelea, alguien se apoderaba del pato y se lo llevaba para ser él, en su turno acosado.

Se recorrían de esta manera leguas y leguas de terreno; y, por fin, alguno, con más suerte o mejor montado que sus rivales, se posesionaba del pato, y, escabulléndose por entre los paisanos, desparramados por la pampa, lograba escaparse. Era el vencedor, y, como tal, tenía el derecho de llevarse el ave a su casa y comérsela.

Esto era sin embargo una mera ficción: el hombre que se llevaba el pato, enderezaba para el primer rancho, seguido de todos los demás; y, en seguido, no sólo se cocinaba el pato, sino también una gran porción de carne, para alimentar a los que habían tomado parte.

Mientras se aderezaba la cena, se mandaba alguien a los ranchos vecinos, para convidar a las mujeres; y, al llegar éstas, empezaba el baile, que duraba toda la noche.

Para el gaucho, que se apegaba a su caballo desde la niñez, casi con la misma espontaneidad que un parásito al animal a cuyas expensas vive, el pato era el juego de todos los juegos. Ni pudo haber habido un juego mejor adaptado para hombres cuya existencia o cuyo éxito en la vida dependió tanto de su equitación, y cuya gloria principal era poder mantenerse a caballo en todo apuro; y cuando eso no era posible, dejarse caer graciosamente y de pie, como un gato. La gente de la pampa tenía una afición loca a este juego, hasta que llegó el tiempo en que se le ocurrió a un Presidente de la República (Rozas) ponerle fin, y con una plumada lo suprimió para siempre. 3

Referencias

1  Bartolomé Mire, Rimas, Buenos Aires,  1876,  pags. 342-343, en Pedro Grenon S.J., “El juego del pato”, Revista Historia,  N° 4, Buenos Aires, Abril-Junio de 1956, pp. 133.

2 Tomás J. Hútchinson, Buenos Aires y otras Provincias Argentinas, Buenos Aires, 1945, pág. 111, en Pedro Grenon S.J., “El juego del pato”, Revista Historia,  N° 4, Buenos Aires, Abril-Junio de 1956, pp. 133.

3 Citado en Pedro Grenon S.J., “El juego del pato”, Revista Historia,  N° 4, Buenos Aires, Abril-Junio de 1956, págs. 136-137.

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Las corridas de toro

Las corridas de toros causaron profunda impresión entre algunos visitantes de estas regiones. Importadas de España, la primera realizada en Buenos Aires tuvo lugar en 1609. Inicialmente se hacían en la Plaza Mayor -actual Plaza de Mayo-, pero más tarde se construyeron predios especialmente diseñados en los barrios de Monserrat y de  Retiro. En este último, en 1801 se erigió una plaza de toros con capacidad para 10.000 espectadores. Sin embargo, tras la Revolución de Mayo, con la llegada de los gobiernos patrios, comenzó el ocaso de este cuestionado espectáculo. La reacción antiespañola contribuyó en buena medida a atenuar el fervor que causaba este entretenimiento. En diciembre de 1818 el Cabildo decidió dar las últimas funciones en la plaza del Retiro, y al año siguiente el predio fue demolido, dando la estocada final a esta diversión, que pronto perdería sus últimos adeptos por estas tierras. A continuación, reproducimos las impresiones de Samuel Haigh, un comerciante inglés que viajó por América del Sur entre 1817 y 1827 y dejó sus impresiones en Bosquejos de Buenos Aires, Chile y Perú, un libro publicado en Londres en 1831.

Fuente: Samuel Haigh, Bosquejos de Buenos Aires, Chile y Perú, Buenos Aires, Biblioteca de La Nación, 1918, pág. 30-31.

Las corridas de toros, los teatros y los reñideros generalmente están llenos. Un día, comiendo en compañía de varios caballeros ingleses, propusieron ir a ver una corrida de toros que prometía ser grandiosa por ser día festivo y, en consecuencia, allá nos encaminamos. La calle que conduce a la plaza en las afueras de la ciudad, de cerca de media milla de largo, estaba apiñada de gente en calesas o a pie, y damas sentadas en las ventanas o balcones, a ambos lados de la calle, daban al acceso aspecto animadísimo.

Encontramos la plaza (área espaciosa rodeada por un anfiteatro) ya repleta de concurrencia bien vestida de ambos sexos de todas las clases, desde el gobernador y su esposa hasta el gaucho y su mujer.

Los toros se lidian uno por uno y a veces se matan veinte en la tarde. Se abre el toril y un toro salvaje, previamente excitado casi hasta volverlo loco, entra al redondel dando saltos, latigueándose los flancos con la cola, y la boca espumante; luego se planta inmóvil y busca alrededor objeto que atacar. Sus oponentes son dos picadores a caballo, armados de pica; ocho o nueve capeadores a pie, y un matador que aparece cuando el toro ha de ser despachado.

El espectáculo pronto adquiere mucha animación, pues el toro atropella uno tras otro a sus enemigos. El picador requiere gran fuerza y agilidad para resistir las arremetidas desesperadas del bruto, y he visto el caballo de uno de ellos y el toro, ambos con las manos en el aire, sostenidos un instante por la sola pica que ha penetrado en la paleta del segundo, forzándolo así a hacerse a un lado. Después los capeadores lo rodean, y le colocan banderillas de fuego en el cuello y paletas, y entonces se enfurece como loco y acomete ciego, y embiste al acaso todo lo que encuentra, hasta que, así molestado y atormentado algún tiempo, se llama a gritos al matador que lo despache y éste aparece con muletilla roja en la mano izquierda y larga espada recta en la derecha. El toro lo mira fijamente, mientras él ondea la muletilla, y hace una arremetida que el matador evita con grande agilidad; después de pocos pases, el matador agita la muletilla por última vez y recibe la arremetida del toro con la espada, que se aloja en la res de su víctima, y ésta cae, como piedra, muerta a sus pies. Grandes aplausos y pañuelos agitados animan a los espectadores, y cuatro gauchos a caballo entran a galope al redondel revoleando lazos que en un abrir y cerrar de ojos se ciñen a los cuernos y patas del toro, y prendiéndolos al recado, sacan aprisa el animal muerto de la arena, envuelto en una nube de polvo.

Pronto aparece otro toro y continúa la diversión como antes. A veces es matado un hombre entre aplausos de los espectadores y, con mucha frecuencia, caen caballos corneados. En esta ocasión fueron heridos dos caballos, y uno corrió alrededor del redondel con los intestinos de fuera. Esa tarde se mataron diez y seis toros.

A veces, cuando el toro se muestra muy valiente, los espectadores piden su vida, pero esto es solamente un respiro para el animal, pues se le conserva para torturarlo y matarlo en una corrida futura. (…)

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Las tertulias

Además de estos viriles entretenimientos, la elite hispano-criolla pasaba sus tardes en las tertulias, el ámbito de sociabilidad por excelencia y  uno de los mayores pasatiempos de las damas.

A lo largo de extendidas veladas las tertulias eran inmejorable ocasión para bailar, escuchar música, cantar, cortejar y encontrar pareja, y en ocasiones conspirar contra el gobierno de turno.

Transcribimos a continuación algunos testimonios sobre aquellas célebres reuniones.

Alcides D'Orbigny sobre las tertulias
Fuente: Héctor Iñigo Carrera, La mujer argentina, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1972, pág. 26-27.

Los atardeceres traen las horas de las reuniones (tertulias); entonces, cuando hay muchas personas, se conversa y se critica; las mujeres muestran la mayor amabilidad y una vivacidad espiritual realmente rara; se baila el minué, el montonero, la contradanza y el vals. La alegría más expansiva se une a un dejar hacer, a un abandono que no excede, empero, los límites de las conveniencias, aunque de esa reserva amanerada que las madres imponen a sus hijas en nuestra sociedad europea. (…) De preferencia un triste (romanza), lánguido, que las señoras prefieren y que hacen repetir muchas veces. Esas veladas amistosas son tanto más agradables cuanto que en ellas reina mucha alegría y la alegría no decae nunca. 1

Las tertulias según Samuel Haigh
Fuente: Samuel Haigh, Bosquejos de Buenos Aires, Chile y Perú, Buenos Aires, Biblioteca de La Nación, 1918, pág. 27-28.

La sociedad en general de Buenos Aires es agradable; después de ser presentado en forma a una familia, se considera completamente dentro de la etiqueta visitar a la hora que uno crea más conveniente, siendo siempre bien recibido; la noche u hora de la tertulia, sin embargo, es la más acostumbrada. Estas tertulias son muy deliciosas y desprovistas de toda ceremonia, lo que constituye en parte su encanto.

A la noche, la familia se congrega en la sala llena de visitantes, especialmente si es casa de tono.

Las diversiones consisten en conversación, valsar, contradanza española, música (piano y guitarra) y algunas veces canto. Al entrar, se saluda a la dueña de casa y ésta es la única ceremonia; puede uno retirarse sin formalidad alguna; y de esta manera, si se desea, se asiste a media docena de tertulias en la misma noche. Los modos y conversación de las damas son muy libres y agradables, y, como es costumbre que sean cumplidísimas con los extranjeros, se ha incurrido frecuentemente en el error con respecto a esta libertad. (…)

Juan Parish Robertson sobre la tertulia de Madame O'Gorman en la primera década del siglo XIX
Fuente: Guillermo Furlong, La cultura femenina en la época colonial, Kapelusz, Buenos Aires, 1961, pág. 249-250.

Fue buena fortuna, en llegando a Buenos Aires, encontrar allí establecida una persona que yo había conocido en Montevideo (…) Tuve oportunidad de conocer la mayor parte de las mejores familias. Fui presentado al virrey Liniers, cuya estrella visiblemente palidecía. Tenía las riendas del gobierno muy flojas, bajo el control de la Audiencia y del Cabildo, mientras la entonces famosa madama O’Gorman era árbitro único de sus asuntos domésticos y dispensadora de sus favores. Cisneros había sido ya nombrado por la corte de la vieja España para suceder al vencedor de Whitelocke.

Entre tanto, se daban las más espléndidas tertulias por madama; y vi congregadas, noche a noche,  en su casa, tales muestras de belleza y viveza femenina, que hubieran suscitado envidia o impuesto admiración en los salones ingleses.  Las porteñas, con razón se jactan entre ellas, de mujeres muy encantadoras, quizás más pulidas en la apariencia y maneras exteriores que en gusto altamente refinado; pero tienen tan buen sentido, penetración y viveza, de haceros dudar si no sean mejores tales como son, que lo serían más artificialmente enseñadas. Tienen, seguramente, poquísima afectación u orgullo; y no puede ser educación muy defectuosa la que excluye, en la formación del carácter femenino, dos condiciones tan odiosas. (...)

La gran fluidez y facilidad observable en la conversación de las porteñas deben atribuirse, sin duda, a su temprana entrada en sociedad, y a la costumbre casi cotidiana de congregarse en tertulias por la noche. Allí, la niña de siete u ocho años está habituada a manejar el abanico, pasear, bailar, y hablar con tanta propiedad como su hermana de dieciocho o su mamá. (…)

En cuanto a las buenas costumbres de las señoritas, las señoras creen que están más seguras bajo la vigilancia materna. Las hijas, en consecuencia, cuando por primera vez visité a Buenos Aires, nunca se veían sino en compañía de las mamás o de alguna parienta o amiga casada. Las solteras no podían salir de paseo sino en compañía de casadas. Caminaban en fila, una detrás de otra, con el paso más fácil, gracioso y, sin embargo, dignificado que imaginéis. Luego el cariñoso saludo, con el cortés y elegante movimiento del abanico, no era para olvidarse ni para ser imitado. La mamá iba siempre detrás. Si un amigo se encontraba  con el pequeño grupo de familia, le era permitido sacarse el sombrero, dar vuelta, acompañar a la niña que más le gustase, y decirle todas las lindas cosas que se le ocurriesen; pero no había apretones de mano ni ofrecimiento del brazo. La matrona no se cuidaba de oír la conversación de la joven pareja; se contentaba con “ver” que no se produjese ninguna impropiedad práctica o indecorosa familiaridad. Lo mismo sucedía si visitabais una casa. La madre se apresuraba a entrar en la sala y permanecía presente, con su hija, durante toda la visita. Para reparar esta pequeña restricción, no obstante, podíais decir lo que gustaseis junto al piano, en la contradanza, o, mejor, durante el paseo.

Aun cuando éstas son todavía las reglas generales de la sociedad femenina en Buenos Aires, se han modificado grandemente y continúan modificándose, por el trato y casamientos con extranjeros. Las costumbres y maneras francesas e inglesas, gradualmente se mezclan con las del país, particularmente en las clases superiores.

La música es muy cultivada. Siempre hay una dama, en todas las casas, que puede ejecutar muy bien todos los tonos requeridos para el minué, el vals y la contradanza. Y cuando las porteñas “bailan”, es con una graciosa compostura y suelta elegancia, mucho mejores que el término medio obtenido en este país [Inglaterra], en cuanto yo sepa, de cualquier sistema de educación en escuelas de baile. 2

Referencias

1 Alcides D’Orbigny, Viaje a la América Meridional, Futuro, Buenos Aires, 1945, en Héctor Iñigo Carrera,  La mujer argentina, pág. 26-27.

2 Biblioteca de “La Nación”. GUILLERMO P. Y JUAN ROBERTSON, La Argentina en los primeros años de la Revolución, pp. 20-23. Buenos Aires, 1916, en Furlong, Guillermo, La cultura femenina en la época colonial. Pág. 249-250.

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Un escandalizado viajero inglés sobre las mujeres mendocinas

El calor del verano también dejó atónito a más de un viajero. Como veremos a continuación, las mujeres mendocinas bañándose sin ropas en el río Mendoza a plena luz del día dejaron boquiabierto a un viajero desprevenido, de cuyas memorias recogemos un simpático fragmento.

Fuente: Francisco Bond Head, Las Pampas y los Andes. Notas de viaje (1825-1826), Buenos Aires, Vaccaro, 1920; en Iñigo Carrera, Héctor, La mujer argentina, pág. 26.

Las mujeres a la tarde van a la Alameda vestidas de muy buen gusto en traje de gala corrida, completamente al estilo de Londres o París. (…) Difícilmente se dará crédito a que, mientras la Alameda mendocina  está llena de gente, mujeres de todas las edades, sin ropas de ninguna clase o especie, se bañaban en gran número en el arroyo que literalmente limita al paseo. Shakespeare nos dice que “la más cautelosa doncella es bastante pródiga si descubre sus encantos a la luna", pero las damas de Mendoza, no contentas con esto, se  los muestran al sol; y tardes y mañanas, realmente se bañan sin traje alguno en el río Mendoza, cuya agua rara vez llega arriba de las rodillas, hombres y mujeres juntos; y por cierto, de todas las escenas que he presenciado en mi vida, nunca vi otra tan indescriptible.

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