Fundaciones de ciudades


Autor: Felipe Pigna

España utilizó para la colonización de América la antigua institución de los «adelantados», muy difundida durante la Reconquista (la lucha contra los moros). Se firmaba una «capitulación», por la que el rey autorizaba al adelantado y a sus herederos a gobernar una parte del territorio y a explorar las riquezas que en él se encontrasen. El conquistador debía fundar ciudades y fortalezas, cobrar impuestos y cristianizar a los aborígenes. Así se «adelantaban» las fronteras y se ocupaban las tierras sin invertir ni arriesgar capitales que la corona necesitaba para sus guerras europeas. Los adelantados «adelantaban» sus gastos en pos de hipotéticas ganancias. Uno de estos adelantados fue Don Pedro de Mendoza.

¿Qué llevó a un rico noble de Castilla como Pedro de Mendoza a aventurarse a estas tierras y arriesgar su fortuna? Quizás el afán de más riquezas, estimulado por la fabulosa conquista del Perú, cercano al Río de la Plata. Acaso el ansia de glorias ya difíciles de hallar en una España para quien ya las había ganado en el sitio de Roma. Pero no hay que descartar entre las motivaciones de Don Pedro, la desesperada búsqueda de un misterioso remedio llamado «guayacán» que, suponía su médico Hernando de Zamora, era la única esperanza de curación para su avanzada sífilis.

Esta cruel enfermedad hizo su aparición en Europa en 1493 durante la guerra de conquista de Nápoles por Carlos VIII de Francia. Los franceses la llamaron «mal de Nápoles», los napolitanos «morbo gálico», echándose mutuamente la culpa de la enfermedad que rápidamente haría estragos en Europa. Pero no era francesa ni napolitana, sino española. Era una enfermedad endémica en América (por eso tenía entre los aborígenes una forma benigna) que los compañeros de Colón llevaron de regreso a Europa. En 1530 Frascator publicó su libro Syphilo. Escrito en forma de poema, narra la historia de un cacique americano, que daría nombre a la enfermedad, que logra aliviar sus males gracias al fruto del «guayacán» o «palo santo».

Ni Mendoza ni su médico tuvieron en cuenta que el buscado vegetal crecía en climas tropicales, y que sería imposible encontrarlo en el Río de la Plata.

En 1534 se firmó la capitulación en la que el emperador lo llamaba «mi criado y gentil hombre de mi casa (…) que os ofrecéis de ir a conquistar y poblar las tierras y provincias que hay en el río de Solís que algunos llaman de la Plata». En ese acto se le asignó un sueldo de dos mil ducados de oro por año y dos mil ducados «de ayuda de costa para hacer la dicha población y conquista» pero le aclaran muy bien que «estos cuatro mil ducados han de ser pagados de las rentas y provechos a Nos pertenecientes en la dicha tierra». El adelantado se había educado en la Corte, primero como paje del heredero del trono y luego como «gentilhombre del Emperador». Se rumoreaba que se había enriquecido durante el saqueo de Roma con robos sacrílegos encubiertos bajo la apariencia de botines de guerra obtenidos de los prelados vencidos. La expedición a los dominios del mítico «Rey Blanco» fue la más rica y completa de las que salieron para América, pues tanto el rey como Mendoza esperaban encontrar fabulosas riquezas y así lo expresaban en la capitulación fijando las partes correspondientes «de todos los tesoros que ganasen, ya fueran metales, piedras u otros objetos y joyas».

La sífilis de don Pedro demoró la partida casi un año. Zarpó finalmente en agosto de 1535 con catorce navíos y unos mil doscientos hombres. Venían con Mendoza, su hermano Diego y su sobrino Gonzalo; Juan de Ayolas, Domingo Martínez de Irala, varios clérigos y Juan Osorio. Las llagas y los dolores, que enloquecían a Mendoza, le hicieron delegar el mando en Osorio al llegar a las costas de Río de Janeiro. Los otros oficiales adjudicaron a Osorio una inexistente conspiración que encolerizó al jefe de la expedición. Ayolas fue el encargado de cumplir la sentencia: «A éste mandó matar Don Pedro por traydor y amotynador e fizo apuñalarlo hasta que su alma salga de las carnes».

En 1536 Don Pedro de Mendoza fundó Santa María de los Buenos Ayes, probablemente en la zona del actual parque Lezama. Allí se construyeron cuatro iglesias, una casa para el adelantado y numerosas chozas de barro y paja. Desembarcaron los 72 caballos y yeguas sobrevivientes de los 100 que embarcaron en España.

Algunos dicen que el primero de la expedición en desembarcar fue un tal Sancho del Campo, el cual «vista la pureza del temple, su calidad y su frescura, dijo ¡qué buenos aires son los de este suelo!, de donde se le quedó el nombre». Parece más cierto que el nombre corresponde a nuestra Señora del Buen Aire de Cerdeña, por entonces dominio español, santa a la que se habrían encomendado durante la pertinaz «calma chicha» que dificultara la navegación.

Uno de los primeros actos de gobierno de Mendoza, como todo adelantado, fue crear el Cabildo de la nueva población, que no tuvo las características de «ciudad» sino de «fuerte» o «real». Designó a los alcaldes y regidores que formaron el primer cuerpo, elegidos entre los vecinos más respetados o de mejor posición económica. En la expedición vino el cronista alemán Ulrico Schmidl quien cuenta que hallaron en estas tierras a un pueblo de casi dos mil aborígenes: «Estos querandíes traían a nuestro real y compartían con nosotros sus miserias de pescado y de carne por catorce días sin faltar más que uno en que no vinieron. Entonces nuestro general, Pedro de Mendoza, despachó a su propio hermano con 300 lanceros y 30 de a caballo bien pertrechados; yo iba con ellos y las órdenes eran bien apretadas, de tomar presos o matar a todos estos querandíes y de apoderarnos de su pueblo. Mas cuando nos acercamos a ellos había ya unos 4.000 hombres porque habían reunido a sus amigos».

Los querandíes no eran aztecas ni incas. Eran sedentarios y contaban con una estructura social y de trabajo establecida. Eran cazadores recolectores que vivían «al día» en una llanura desprovista de árboles a la que llamaban «pampa», que en su dialecto significaba «campo abierto y raso». Comían perdices, mulitas, venados y huevos de ñandú.

La torpe provocación de los recién llegados y la consiguiente enemistad de los aborígenes produjeron el sitio del fuerte y la retracción de los españoles que debieron recluirse detrás de las empalizadas. Allí lo único que floreció, entonces, fue el hambre.

«Así aconteció que llegaron a tal punto la necesidad y la miseria, que por razón de la hambruna no quedaron ni ratas, ratones, ni culebras, ni sabandija alguna que nos remediase en nuestra gran necesidad e inaudita miseria; llegamos hasta comernos los zapatos y los cueros todos.» (Ídem).

Tan desastrosa era la vida en aquella aldea donde los buenos aires brillaban por su ausencia y ocurrían cosas como éstas: «Tres españoles habían hurtado un caballo y se lo comieron. (…) Se los condenó y colgó de una horca. Ni bien se los había ajusticiado y cada cual se fue a su casa, aconteció en la misma noche por parte de otros españoles que ellos han cortado los muslos y unos pedazos de carne del cuerpo y los han llevado a su alojamiento y comido. También ha ocurrido que un español se ha comido a su propio hermano muerto. Esto ha sucedido en el año de 1536 en nuestro día de Corpus Christi en la sobredicha ciudad de Buenos Aires”.

La falta de recursos, el hambre, las peleas internas y la hostilidad de los querandíes corrieron a los conquistadores del Río de la Plata. Algunos regresaron a España, como fue el caso de Don Pedro de Mendoza, quien cedió su adelantazgo a Ayolas. En su «pliego de mortaja» decía: «Os dejo por hijo, no me olvidéis (…) me voy con seis o siete llagas en el cuerpo, cuatro en la cabeza y otra en la mano que no me deja escribir ni aún firmar (…) Y si Dios os diera alguna joya o alguna piedra no dejéis de enviármela por que tenga algún remedio de mis trabajos y mis llagas». Pero nada de esto recibió. Muriendo en alta mar a bordo de la Magdalenael 23 de junio de 1537.

Vinieron con Mendoza unas pocas mujeres, entre ellas Isabel de Guevara, quien veinte años después del fracaso de la expedición, le escribía a la reina de España sobre la flojedad de los hombres y el coraje y la voluntad de las mujeres:

«Muy Alta y poderosa Señora:

”A esta provincia del Río de la Plata, con el primer gobernador de ella Don Pedro de Mendoza, hemos venido ciertas mujeres entre las cuales ha querido mi ventura que fuese yo la una. Y como la armada llegase al puerto de Buenos Aires con mil e quinientos hombres y les faltase el bastimento, fue tamaña el hambre, que a cabo de tres meses murieron los mil. (…). Vinieron los hombres en tanta flaqueza que todos los trabajos cargaban a las pobres mujeres, así en lavarse las ropas como en curarles, hacerles de comer lo poco que tenían, a limpiarlos, hacer centinela, rondar los fuegos, armar las ballestas y cuanto algunas veces los indios les venían a dar guerra, hasta acometer a poner fuego en los versos y a levantar los soldados, los que estaban para ello, dar alarma por el campo a voces, sargenteando y poniendo en orden los soldados. Porque en este tiempo –como las mujeres nos sustentamos con poca comida-, no habíamos caído en tanta flaqueza como los hombres. He querido escribir esto y traer a la memoria de V.A. para hacerle saber la ingratitud que conmigo se ha usado en esta tierra, porque al presente se repartió por la mayor parte, de lo que hay en ella, así de los antiguos como de los modernos, sin que de mí y de mis trabajos se tuviesen ninguna memoria, y me dejaron de fuera sin me dar indios ni ningún género de servicios… Suplico me sea dado mi repartimiento perpetuo y en gratificación de mis servicios mande que sea proveído mi marido de algún cargo conforme a la calidad de su persona pues él (…) por sus servicios lo merece.

”Nuestro Señor acreciente su Real vida y estado por muy largos años. De esta ciudad de la Asunción y de julio 2, 1556 años.

”Servidora de Vuestra Alteza, que sus Reales manos besa. Isabel de Guevara.»

Los sobrevivientes de la expedición de Mendoza quedaron al mando de Ayolas, remontaron el Paraná y fundaron Asunción del Paraguay en 1541. Allí encontraron buenas maderas, materiales de construcción y tribus de aborígenes sedentarios, los carios, quienes propusieron un pacto a los intrusos: no ser sojuzgados ni diezmados a cambio de hacer a los españoles agradable su estadía en sus territorios.

Fue así que les ofrecieron sus mujeres, al extremo de que cada conquistador dispuso de un harén. También les procuraron vivienda y alimentos. No es difícil imaginar que los poco más de 500 sobrevivientes, de los 2.500 que habían partido de España, aprovecharon circunstancias tan favorables y bautizaron «el paraíso de Mahoma» a Asunción, que se transformaría en la base de operaciones de los conquistadores de esta región.

El cronista Alonso Riquel de Guzmán describía así la situación: «Estos son guaraníes y sírvennos como esclavos y nos dan sus hijas para que nos sirvan en casa y en el campo, de las cuales y de nosotros hay más de cuatrocientos mestizos entre varones y hembras, porque vea vuestra merced si somos buenos pobladores, lo que no conquistadores».

Pero el padre Jerónimo Ochoa de Eizaguirre se horrorizaba de la conducta de los cristianos españoles en Asunción: «Es tanta la desvergüenza y poco temor a Dios que hay entre nosotros en estar como estamos con las indias amancebados que no hay Alcorán de Mahoma que tal desvergüenza permita, porque si veinte indias tiene cada uno con tantas o las más de ellas creo que ofende, que hay hombres tan encenagados que no piensan en otra cosa, ni se darán nada por ir a España aunque estuvieran aquí muchos años por estar tan arraigados en nosotros este mal vicio».(Carta de Jerónimo Ochoa de Eizaguirre, Asunción, 8 de marzo de 1545.)

A los pocos años de fundada Asunción, comenzaron a verse los frutos demográficos de la unión de españoles e indias: los mestizos eran el grupo étnico mayoritario superando en número a españoles y aborígenes. Se los llamaba «mancebos de la tierra». Más tarde se los conocerá como «criollos» (palabra proveniente del portugués «crioullo», que designaba al hijo del amo y su esclava negra).

Ayolas moriría atravesado por las flechas de los aborígenes payaguás en una de sus incursiones en busca de los dominios del «Rey Blanco». En su reemplazo Irala fue designado gobernador de Asunción por una rara disposición real que estableció la elección por el voto de los ciudadanos, circunstancia inédita en América y seguramente debida al poco interés que existía en España por el Río de la Plata y sus adyacencias. A Irala no le faltaba coraje, guerreó con los aborígenes y trató de extender el territorio conquistado. A lo largo de veinte años, debió enfrentar y reprimir varios levantamientos de sus subordinados y más de una vez salió a buscar la mítica tierra del «Rey Blanco». Finalmente, él y sus hombres terminaron por enterarse de la existencia de las minas de plata del Potosí, que ya estaba ocupado por los conquistadores que habían accedido desde el Pacífico.

Buenos Aires fue nuevamente fundada en 1580, esta vez por Juan de Garay, quien no atravesó el océano para hacerlo, sino que bajó desde Asunción, donde habitaba desde hacía más de veinte años. Lo acompañaron 60 «mancebos de la tierra», 10 españoles y sólo una mujer, Ana Díaz. Garay describe la zona en una carta al rey de España:

«Con la carabela avisé a Vuestra Alteza cómo había sabido que había cierta cantidad de ganado caballuno, cerca de Buenos Aires, precedido de unas yeguas que quedaron allí, en el tiempo de Don Pedro (de Mendoza)… se podrá venir a gozar de ello, aunque hasta agora, por ser la tierra tan rasa y llana, no hemos podido tomar ninguna ni hemos tenido posibilidad de hacer corrales.»

Tres años antes Garay había fundado Santa Fe con la misma intensión de dar «puertas a la tierra», es decir, dar salida al Atlántico al comercio del Cuzco, Potosí, Asunción, Tucumán y otras ciudades que sufrían los inmensos sobreprecios de los productos españoles que debían recorrer el larguísimo trayecto que iba desde Cádiz hasta Portobelo, atravesar por tierra el istmo de Panamá, volver a embarcar en el Pacífico y navegar hasta el Callao.

El mismísimo hijo de Garay no confiaba en la ciudad fundada por su padre como quedó demostrado cuando entregó su herencia, la esquina principal frente a la plaza mayor, a cambio de un par de botas y una capa.

En 1590 los habitantes de Buenos Aires, a través del Guardián del Convento de San Francisco, le escriben al Rey Felipe II quejándose de su suerte:

«Estas pobres tierras hubieran sido un paraíso para ingleses puritanos acostumbrados a las tareas mecánicas y manuales, pero son una condena en manos de gente noble y de calidad como nosotros que a falta de moros y judíos de quien servirse y sin indios mansos a la vista, debemos arar y cavar por nuestras manos».

La carta ilustra muy bien las fantasías que traían estos conquistadores y la frustración frente a la dura realidad del Plata. «So color de religión, van a buscar plata y oro del encubierto tesoro», diría Lope de Vega. Pero al poco tiempo ocurre que «(….) tanta mala fama ha cobrado aquella tierra que en mentándola escupen» como decía en otra carta un tal Martín González.

Buenos Aires fue durante casi dos siglos una de las ciudades más pobres e insignificantes del Imperio español en América frente al esplendor de México, Lima, La Habana, Quito o Potosí.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar