Fontanarrosa, aventurero de oficina, por Silvia Itkin


Fuente: Revista Man, noviembre de 1992, págs. 84-87.

Nació hace 45 años en Rosario, ciudad en la que vive desde entonces. No tardó mucho en dibujar historietas, y bien pronto descubrió su capacidad para el humor. A partir de ese momento, ha recorrido las principales revistas humorísticas y de comics de Argentina: Satiricón, Chaupinela, Humor, Hortensia, Boom, Mengano, Fierro, y ha publicado sus chistes en diarios y revistas de actualidad. Hace 20 años creó Inodoro Pereyra, el Renegáu –que publica quincenalmente en Clarín– un personaje que junto a Boogie el Aceitoso le dio un reconocimiento masivo: lleva editados más de treinta volúmenes con las aventuras de ambos. También se atrevió a escribir y ha publicado una decena de libros entre cuentos –El mundo ha vivido equivocado, No sé si he sido claro, El mayor de mis defectos– y novelas como Best Seller, Area 18 o La Gansada. Colabora desde hace va­rios años con Les Luthiers y da la vida por Rosario Central, equipo de sus amores. Está casado con Lili hace muchos años, y tiene un hijo, Franco, de nueve.

¿Qué estudió?

Terminé la primaria. Cuando repetí tercer año, dejé porque me di cuenta de que eso era absolutamente inútil, que no me interesaba terminar. Yo iba a una escuela técnica. No sabía lo que quería hacer, pero sabía que eso no. La escuela me resultaba muy agresiva, muy hostil. No era un mal alumno, pero era totalmente inerte, como un vegetal.

¿Qué cosas de la escuela lo agredían?

Los celadores, esa cosa medio carcelaria de la escuela. Físicamente la escuela es más parecida a una cárcel que a otra cosa. Yo no era un tipo indisciplinado, pero…

¿Y en qué materias era malo?

En las clásicas: matemática, física, química, las materias básicas de un colegio industrial (risas). Ah, y dibujo técnico. Mi viejo, con muy buena voluntad, me dijo que si me gustaba el dibujo tendría que ir al industrial, porque allí se dibujaba. Y ade­más, decía mi papá, “porque la industria es el futuro”. Qué diferencia de país.

¿Su padre fue quien lo impulsó?

Bueno, tuve con él –murió en el año 71– una relación que me dejó dos o tres enseñanzas fundamentales, aplicables a todo. El mismo fanatismo que tengo por el fútbol él lo tenía por el básquet. Era un tipo muy popular en Rosario, llegó a jugar en la selección argentina, muy pintón –rubio de ojos celestes, como mi hijo– y capitán del equipo. Todas las enseñanzas venían a tra­vés del deporte. Él me decía: “Si querés destacarte en el básquet, hay que estar cuatro o cinco horas por día durante años; con la guitarra, lo mismo”. Y eso es muy válido.

Es una indicación que les hago a los chicos cuando me traen sus dibujos.

¿Qué empezó a dibujar?

“Siempre dibujé historietas. Historietas de aventuras, no humorísticas, que sí las leía y me entretenían más o menos. Pero todo lo que aprendí, lo aprendí copiando a los dibujantes de El Tony, Intervalo, Rayo Rojo, Misterix, Puño fuerte…

¿Sus primeros dibujos de qué época son?

Hace un tiempo se hizo en Rosario una retrospectiva mía. Así como si me hubiera muerto: “Fontanarrosa, su obra” (risas); mi vieja había guardado mis histo­rietas de la escuela primaria, hechas a lápiz a los 8 ó 9 años. Las revistas suplantaban la no televisión. La historieta me resultaba muy gratificante y eso me hizo copiar, recrear, armar mis propias historias, además de las lecturas de las novelas de aventuras, de la colección Robin Hood.

¿Qué le gustaba de las aventuras?

Y… me gustaban. Era como Indiana Jones, que en aquella época no existía, pero que indudablemente es una réplica de las historietas de entonces. Me acuerdo de que me gustaba mucho Johnny Hazard, un aviador yanqui que dibujaba Frank Robbins, y otro que se llamaba Buzz Sawyer y que acá salía en El Tony como Pepe Dinamita. Yo empecé a copiar a ese tipo, a Roy Crane, Mucho después supe que eran dibujantes muy capos. La gran influencia la tuve cuando aparecieron Hora Cero y Frontera. Y, con esas revistas, Hugo Pratt.

¿Pratt es un faro para usted?

Para mí y para muchos. Fundamentalmente a quien más copié fue a Pratt. Para mí no había otro tipo de dibujo, ni dibujo artístico, ni retrato, ni pintura ni nada por el estilo.

¿Cómo fue la decisión de dejar el colegio?

Mi viejo también había dejado el colegio; él entendía que podía ser así. Para mi vieja, la perspectiva no era demasiado alegre porque en aquella época para una madre que su hijo fuera dibujante de historietas…

Era una abstracción…

Claro. No sé si les podía resultar bien o mal, pero sí les resultaba extraño que fuera dibujante, aunque yo no sabía que iba a serlo. Ahí pasé toda una etapa muy fea porque estuve sin hacer nada, absolutamente nada. Después empecé de cadete, hice algunas cositas así hasta que mi viejo me metió en publicidad. Era una agencia chica, de esas que dan una tarjeta que dice Jefe de Arte, pero uno no tiene a nadie a cargo, está solo. Ahora es una de las más importantes de Rosario, pero yo estuve al comienzo y hacía café, iba a los diarios, buscaba los clisés. Me sirvió mucho la publicidad, aprendí muchas cosas técnicas. Ahora estaría totalmente desactualizado con respecto a eso.

Sí, claro. Hay computadoras…

Por eso. Ni qué hablar. Yo soy de antes del Letraset (risas). Eso ya marca una generación. Era un trabajo creativo, pero en muchos casos estaba más cercano a la car­pintería que al dibujo. Para mí, dibujar era dibujar figuras y una vez al mes, con suerte, aparecía un trabajo con una figura. Si no, me la pasaba haciendo etiquetas de vino o dibujando cosechadoras, porque casi todos los clientes eran empresas de maquinaria agrícola; dibujaba silos, una cosa infernal. Así y todo me dio una cierta ejercitación y siempre es mejor que laburar en un banco.

¿Tenía una vida paralela, dibujaba otras cosas?

Después de siete horas de estar en una agencia, llegaba a mi casa y no me daban ganas de sentarme a dibujar. Entonces, lo hacía cada tanto. Ahora, eso que usted llama vida paralela… bueno, yo tuve una adolescencia terriblemente cerrada, de introspección, una situación que es casi un común denominador entre los dibujantes. Creo que uno dibuja también por eso, porque es una forma de acercarse a la gente mucho más sencilla que hablar.

¿No le servían los dibujos para tener amigos, para salir con chicas?

No. Nunca me sirvieron. No da para tanto el dibujo.

¿De grande tampoco?

De grande, sí.

¿Cómo fue su pasaje de las aventuras al humor?

En mi caso, arranca con la lectura de Salgari, de Conrad, de London; me gustaba mucho El príncipe Valiente. Mis historietas tendían a ser serias, pero mis textos eran humorísticos, como cuentitos. Era la época del neorrealismo italiano, después aparecieron las películas francesas como Los cua­trocientos golpes, toda esa cosa en blanco y negro, tan sufriente y yo por ahí tomaba en joda algunas cosas. Ni qué hablar cuando aparecen Bergman y Fellini, no entendíamos nada. Me acuerdo de haber hecho una historieta, en la escuela mientras los otros estudiaban, que se llamaba Tadea y sus hijos, bien del neorrealismo italiano, tristísima; Tadea era una vieja que se moría en la guerra y le pegaban.

¿Se moría y además le pegaban?

Bueno, no (risas). Primero le pegaban, después se moría. Esas cosas me encantaban. Y les encantaban a mis compañeros de escuela. El humor empezó después, cuando hice toda esa colimba de la publicidad; para fin de año la agencia presentaba bocetos de tarjetas con saludos y empecé a hacerlas con motivos humorísticos. Siempre con Papá Noel y Los Reyes Magos, pero eran un chiste y me di cuenta de que yo me divertía más y se vendían con más facilidad. En el 68, Ovidio Miguel Lagos hizo una revista que se llamaba Boom y juntó a un grupo que funcionó muy bien. Estaba Juan Carlos Martini, ahora Juan Martini, que en esa época escribía cosas que se entendían… (risas) 

¿No se esfuerza por entender algo más intelectual?

Es posible que sea un poco vago. Es decir: yo soy vago. En lo que hago, trabajo mucho, pero por ahí soy medio indolente. A veces pasa que un tema no me atrapa. Intenté tres veces leer El nombre de la rosa y no pude. Vi la película y me gustó porque me ahorra las diez primeras páginas.

¿En qué se fueron convirtiendo sus lecturas?

Con el paso del tiempo, y después de dar muchas vueltas con respecto a las lecturas, comprendo que hay determinado tipo de narración que me gusta más que otra. Me deslumbraron los narradores yanquis: Salinger, Norman Mailer, Hemingway, Truman Capote. Me contaban una historia general­mente fuerte, y me contaban una historia clásica. Eso me tranquilizó, porque leyendo a Cortázar pensaba que había que escribir así: cambiando los tiempos verbales, saltando de la primera persona a la tercera, con puntuación, sin puntuación. Me gustaba mucho, pero pensaba que si no se escribía así no tenía valor. Como también me sorprendió en alguna oportunidad leer libro de David Viñas y ver que el tipo recreaba el lenguaje coloquial argentino. Y me dije: mirá vos este tipo, escribe las mismas cosas que he escuchado en la calle; así hablan mis amigos, así hablan en la calle. Me atrajo mucho y me di cuenta de que atrae mucho a la gente: que alguien escriba de la forma en que se habla. Cuando creo un personaje mío, pienso: este tipo habla como hablaría Fulano, que es un amigo. Entonces es como escuchar a Fulano en un grabador, que me va contando lo que tiene que decir. Es sen­cillo.

¿Es sencillo trabajar?

No. Pero es divertido y eso ayuda mucho. Soy muy metódico con el laburo. No me planteo trabajar dos noches seguidas y después parar. Son libertades que no me brindo. 

¿Por qué?

Porque soy un tipo extremadamente estructurado. Y además me rinde. Y es una rutina que me gratifica. De alguna forma, el hecho de viajar y salir me ayuda a romper esas cosas.

O sea que la aventura, en su caso, ha sido para copiar en el papel, nada más.

Yo soy un aventurero de oficina.

En su estructura caben también las pasiones: dibujar, el fútbol, ir al bar El Cairo. ¿Todo bajo control, todo ordenado?

Sí. Soy un tipo excesivamente controlado, ni siquiera me emborraché alguna vez. Mi temor al descontrol es tal que el hecho de tomar mucho sólo me puede provocar sueño, ningún escándalo.

¿Sigue jugando al fútbol?

Decir que sigo jugando es una exageración. Tengo una rodilla que es un desastre, me operé de un menisco y después se me produjo una artrosis de cadera. Sigo yendo, en realidad, a un lugar adonde he ido desde hace mucho tiempo, porque no he podido reemplazar el programa. Dejé de jugar durante un año y por primera vez tuve algo así como una úlcera, una esofagitis, porque no tenía ninguna descarga. Con el fútbol se te borra todo, es un juego: puteás, saltás, transpirás, le pegás una patada a algo. 

¿Y a El Cairo? ¿Desde cuándo va?

Y, sé que voy desde antes del Mundial de Alemania, en el 74, El Cairo es una de las opciones de descarga. Voy después de trabajar y me doy cuenta de que lo que me cansa es prestar atención. En cambio, en El Cairo, no. Yo ocupo una mesa, autotitulada la de los galanes. Tiene unos treinta integrantes, es como una población flotante. Algunos días están cuatro, otro día ocho, otro día tres. No hay cita previa; es una especie de club. Allí hablarnos de cosas sin importancia. Por ahí salen esos temas insólitos, discusiones… Me acuerdo de una: de qué parte de la vaca salía un embutido equis. Lo bueno de eso es que podés prestar atención o no, te vas o te quedás y nadie te dice nada, la gente va y viene. Hay como una cosa de “la insoportable levedad del ser”.

¿No hay ningún punto de fuga de su rutina?

Y sí, pero no se lo puedo contar. 

¿Cómo se hace un chiste?

Esa es la parte más difícil del asunto. Sigo pensando que uno de los componentes es la sorpresa, si pienso en lo que a mí me hace reír. 

¿Qué lo hace reír?

La sorpresa (risas). Hay un recurso, dos o tres mecanismos que uno pone en funcionamiento. Generalmente un chiste apunta a un lado y pega en el otro.

¿Y la parodia lo hace reír? Porque es una especialidad suya…

Creo que la parodia es más fácil. Porque hay un ejemplo, hay un modelo. El planteo es escribir un cuento al estilo de Fulano.

¿Y esto de partir de un ejemplo es una falta de ideas propias?

No. Yo he escrito muchos cuentos humorísticos al estilo de «Selecciones». Pero llega un momento en que digo no puedo escribir más en este estilo. Ya no tengo modelos y esa parte me resulta más complicada. De acuerdo al grado de seguridad mía, lo escribiré con más o menos facilidad, porque no tengo una voz que me va dictando cómo es la cosa. Y ese es el momento que estoy atravesando ahora; mis cuentos han dejado de ser paródicos y me las tengo que rebuscar como pueda.

¿Se ríe de lo que hace?

No, no. Es difícil. 

¿Cuáles son sus parámetros, entonces?

Tiene que divertirme. Cuando digo: me tengo que poner a escribir esto, es porque hay una obligación y ya no disfruto. Una de las mayores dificultades es encontrarle el tono a la escritura. 

¿Cómo nació Inodoro?

Yo publicaba en Hortensia chistes sueltos, aunque seguía enamorado de las historietas. Me escribía mucho con Crist, un fanático de los gánsters y de las armas, y una vez le mandé una página que era una parodia de Harry el Sucio. Le puse Boogie el Aceitoso como le podría haber puesto cualquier cosa. Crist se la dio a Alberto Cognigni, el director de Hortensia, y la publicó.

Entonces me embalé y con el mismo sistema hice seis o siete, entre las que había una gauchesca. Yo recordaba los radioteatros gauchescos, que escuchaba cuando era chico y además, ese año, el ’72, había una especie de boom del folklore. Me empecé a asesorar y documentar sobre la cuestión de los gauchos, porque no tenía la menor idea. Yo siempre fui un tipo de ciudad.

Después de Boogie e Indoro no ha surgido otro perso­naje suyo. ¿Lo tienen muy absorbido? ¿No piensa en termi­nar con alguno?

La muerte de Boogie sería lógica, sería lo que le corresponde. Con Inodoro, posiblemente dejaría abierta la posibilidad. Nunca es conveniente matar un personaje.

¿Por qué?

Porque después se te ocurre seguirlo, ¿y? Siempre me acuerdo de Randall The Killer, un personaje de Oesterheld, que lo dibujaba Del Castillo. Era un cowboy y llegó un momento en que murió, muy melodramáticamente, moría sobre la tumba de su amada o algo así. Al poco tiempo recibieron tantas cartas quejándose, que Randall revivió. Yo decía que es un recurso exitoso, incluso hubo religiones que nacieron así, con un tipo que muere y resucita a los tres días. Así que no sería conveniente matar a Inodoro. A Boogie sí; si termina, termina. Además, mientras me diviertan, seguirán. También me pregunto si seguiré haciendo esto toda mi vida. 

¿Cuando dice esto, se refiere a todo lo que hace?

Más que nada a Inodoro y Boogie. No sé qué otra cosa haría. Escribiría más. O hubiera sido periodista. 

¿Con qué nunca pudo hacer humor?

Con los temas que desconozco, que me son ajenos. Cuando era más joven y esbelto (risas) pensaba que todo era pasible de humorizar. Nunca hice chistes con los desaparecidos, tampoco con discapacitados. Temáticamente, bueno, hago muy pocos chistes sobre rugby, no sé de qué se trata. Como tampoco sé de qué se trata la Bolsa de Comercio. Obviamente, pienso que las situaciones críticas nos favorecen; no digo situaciones de desastre. No creo que se pueda hacer humor en Bosnia, pero los momentos de crisis muy conflictivos nos favorecen. Por lo menos en mi caso, porque no se puede hacer humor a favor. 

¿Siempre es en contra, el humor?

Ejemplificando: si quiero hacer humor a favor de Boca, hago un chiste en contra de los de River. Pero ¿hacer humor elogiando a alguien? Uno trabaja sobre las contradicciones, los defectos, las solemnidades. Qué difícil debe ser hacer humor en Suiza, Suecia, donde aparentemente todo funciona.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar