Felipe Varela. Vigencia de su lucha y sus banderas, por Norberto Galasso


Fuente: Diario La Voz, 11 de septiembre de 1983. 

El historiador y ensayista Norberto Galasso ha finalizado un nuevo trabajo sobre Felipe Varela y su lucha por la unión latinoamericana, el que será publicado por Ediciones del Pensamiento Nacional. El libro, estructurado en diez capítulos y una introducción –que La Voz reproduce en carácter de anticipo– comprende épocas como los caminos hacia la Revolución de Mayo, los caudillos provinciales contra buenos Aires, la dictadura de Mitre y el acoso de las montoneras y los principios de la unión americana. 

El 8 de junio de 1870, en el cementerio de Tierra Amarilla, pequeña aldea cercana a Copiapó, en el norte chileno, unas pocas personas acompañan los restos mortales de Felipe Varela a su morada definitiva. Un día antes, el cónsul argentino en esa ciudad, Belisario  López, le comunica al embajador Félix Frías: “Este caudillo de triste memoria para la República Argentina ha muerto en la última miseria, legando sólo sus fatales antecedentes a su desgraciada familia”. Frías le contestará días después: “Comunique inmediatamente a nuestro gobierno la noticia del fallecimiento de Felipe Varela, a quien Dios haya perdonado todo el mal que hizo a sus paisa…”. 

“Triste memoria…”,  “fatales antecedentes…”, “Todo el mal que hizo…” …Solo, en la más absoluta miseria, envejecido prematuramente, Varela se encuentra con la muerte mientras siguen lloviendo sobre su nombre los dicterios del enemigo. 

A partir de aquel día, las fuerzas sociales que lo habían combatido organizaron una minuciosa campaña de silenciamiento alrededor de su figura. Varela ya no apareció en los textos escolares, ni en las sesudas sesiones académicas, ni en los suplementos de los grandes diarios, ni en los gruesos tomos de historia que circulan en las universidades. En lugar de promoverlo como “demonio” –caso Rosas–  frente a las estampas santificadas de Rivadavia o Mitre, la historia oficial prefirió omitirlo lisa y llanamente. Durante décadas, su nombre resultó ignorado especialmente en aquellos lugares donde la tradición oral fue interrumpida por el predominio de la inmigración.  Así, fue uno más que ingresó a la lista de los “malditos” registrados en el índex sancionado por la oligarquía. 

Durante mucho tiempo, sólo ese hombre anónimo de La Rioja o Catamarca, a quien la verdad histórica le llegó de labios de su propio abuelo montonero, resguardó la memoria del caudillo. Décadas más tarde, cuando ya fue imposible ignorar al jefe de una vasta insurrección que puso en pie de guerra a todo el noroeste argentino, la clase dominante recurrió a la descalificación, apelando al arsenal de invectivas que Mitre y sus adláteres habían dirigido contra los jefes populares. De ese modo, Varela salió del silencio para entrar en la historia como un “infame bandolero”, “azote de los pueblos”, “Atila insaciable”, “caudillo sanguinario”, “gaucho malo y corrompido hasta la médula de los huesos”. Y para consolidar el vituperio se recurrió al folklore oligárquico en el que aparece como culpable de “una mañana de sangre”, como un bandido que “matando viene y se va”. 

El triste destino de Felipe Varela –perseguido y denigrado en vida, silenciado y difamado luego de su muerte– no mejoró después de 1930 con el auge del revisionismo rosista. Su lucha contra “el Restaurador”, su exaltación de la batalla de Caseros y de la Constitución de 1853, su condena a la política porteñista –ya fuesen sus ejecutores Rivadavia, Mitre o Rosas– lo convirtieron en figura poco simpática para los primeros revisionistas. Solo algunos –los menos ligados a la concepción rosista– prestaron atención al jefe montonero y tiempo más tarde, otros se atrevieron a condenar al mitrismo y a la guerra de la Triple Alianza, lo que de por sí llevaba a revalorar a Varela. Pero, en general, el rosismo se atragantó con el caudillo catamarqueño, quien resultó triturado y deformado, así, por dos corrientes historiográficas que, en última instancia, brotan de la misma clase dominante. 

Los historiadores liberales, después de ignorarlo, lo habían condenado tachándolo de “facineroso” y “sanguinario”. La variante pseudomarxista de la vieja izquierda lo rotuló, asimismo, como expresión del feudalismo reaccionario opuesto al progreso civilizador del mitrismo que nos incorporaba a la economía mundial. A su vez, los historiadores rosistas lo abordaron desde diversos ángulos, a cual peor. Juan Pablo Oliver, obligado a optar entre Varela y Mitre con motivo de la guerra de la Triple Alianza, prefirió a don Bartolo que era, “en definitiva, el Presidente de la República Argentina” y estigmatizó al caudillo como traidor. Vicente Sierra, por su parte, lo consideró desdeñosamente “como caudillo localista de escasa significación”. Asimismo, hubo quienes le reconocieron méritos pero, enfrentados al antirrosismo del montonero, optaron por transcribir mutilada –y sin puntos suspensivos que indicaran la omisión– su proclama de 1866 para ocultar sus elogios a Urquiza, Caseros y la Constitución del ’53. Finalmente, otros prefirieron transcribir honestamente la documentación íntegra pero, recurriendo a artilugios hermenéuticos, terminaron argumentando que Varela quería –aunque él no lo supiese– cumplir el proyecto de Rosas, que el elogio a la batalla de Caseros era simplemente táctica o error y que solo la ingenuidad pudo llevarlo a confiar tantos años en Urquiza, siendo este “un simple servidor de los intereses brasileños”. Felipe Varela ya no era un bandolero, depredador de pueblos, ni tampoco un traidor a la Patria. Era políticamente algo peor: un zonzo. 

Estos distintos enfoques historiográficos se resuelven, en última instancia, en una coincidencia antivarelista sustentada en la concepción de que las masas no son las protagonistas de la historia. Para unos, el motor del desarrollo histórico son las élites “refinadas” estilo Rivadavia o Mitre; para otros, los grandes estancieros patriarcales, estilo Rosas. Del mismo modo, esta discusión histórica no hace más que reflejar la polémica política. El nacionalismo reivindica a Rosas como defensor de la soberanía frente a la invasión extranjera y condena con justicia a “los civilizados” que apoyaron esa invasión pero asume posiciones reaccionarias por su carácter bonaerense y oligárquico, o burgués, en el mejor de los casos. Por eso, a su vez, combate también –como el liberalismo oligárquico– al nacionalismo popular y latinoamericano ya sea enjuiciando a sus caudillos o adulterándolos, como en el caso de Felipe Varela. Tanto a los historiadores liberales como a los rosistas les molesta que Varela haya ingresado a la Argentina con un batallón de chilenos, que haya tenido vinculaciones con el gobierno boliviano y que no se haya sometido a los dictados de Buenos Aires, ni de Mitre, ni de Rosas. 

Y son precisamente estas actitudes las que agrandan la figura del montonero en la línea de Bolívar y San Martín y la exaltan hoy justamente cuando los pueblos de la Patria Grande comprenden que su alternativa es unirse en la liberación o permanecer desunidos en el coloniaje. 

Solo a la luz de un enfoque latinoamericano –por encima de las historias chicas de las patrias chicas– es posible captar la verdadera dimensión de la figura de Felipe Varela. Solo desde una perspectiva nacional, democrática y revolucionaria es posible rescatar del silencio a este “maldito” demostrando no solo la justicia de su lucha pasada, sino la insoslayable vigencia que poseen hoy sus viejas banderas.