Evocación de Juan Rulfo: Obstinación ética y desesperación, por Mempo Giardinelli


En un nuevo aniversario del nacimiento de Juan Rulfo, el escritor mexicano autor de Pedro Páramo y El llano en llamas, que nació en Jalisco el 16 de mayo de 1917, lo recordamos con estas palabras que le dedicó Mempo Giardinelli.

Fuente: Revista Puro Cuento, enero/febrero 1989, págs. 28-31.

Este texto fue solicitado al autor por la UNESCO, para ser leído en Brasilia durante el Simposio Internacional de Escritores que organizó esa dependencia de las Naciones Unidas con motivo del 28º aniversario de la fundación de la capital brasileña, ocasión en la que fue designada “Patrimonio Cultural de la Humanidad”. El encuentro se realizó entre el 18 y el 21 de abril de 1988, con el título «El papel dinámico de las literaturas latinoamericana y del Caribe en la creación literaria universal». Del encuentro participaron alrededor de 30 escritores, entre los que se contaron Jorge Amado, Mario Benedetti, Jorge Edwards, Severo Sarduy, Tahar Ben Jelloun, Salvador Garmendia, George Lamming, Arturo Azuela, Claude Couffon y Rubén Bareiro Saguier, entre otros.

Puro Cuento lo publica, en este número, en homenaje al tercer aniversario de su fallecimiento, ocurrido el 8 de enero de 1986.

Empezaré con una justificación a mis palabras: he sido muy amigo de Juan Rulfo, lo he querido como a un padre y él me distinguió, en sus últimos años de vida, con una generosidad y un aliento enormes.

Pero no he venido, por supuesto, a hablar de nuestra relación, que llegó a ser íntima si por tal se entiende el haber tenido la oportunidad –el privilegio– de reunirme con él a charlar y tomar cafés todos los viernes durante casi cinco años, y el haber sostenido largas conver­saciones peripatéticas por calles de México y también de Buenos Aires. He venido a hablar de él y no me resulta fácil hacerlo. El día que murió –el 8 de enero de hace casi dos años– yo me encontraba en México y debía visitarlo esa misma tarde, como habíamos acordado unos días antes. Desde entonces, no he podido escribir una sola palabra sobre él, salvo una breve nota necrológica que envié desde México para un diario porteño, esa misma noche. No he podido siquiera hablar de Juan Rulfo en público. Me han pedido de muchas revistas, diarios y universidades, que hablara o escribiera acerca de cómo era Juan en la intimidad, y siempre me he negado. Me parecía que no le habría gustado. Nos imponía a sus amigos un silencio absoluto, la prohibición de hablar de él.

Ahora ya han pasado más de dos años, y en esta ocasión, y fuera de mi país, acepto hablar de él, si bien no de su literatura, tema harto frecuentado, nunca agotado y acerca del cual se han dicho y escrito textos mucho mejores que los que yo podría improvisar ahora. En cambio, quiero referirme a un aspecto poco observado de Juan: su sentido ético, su espíritu moral, su estatura como hombre y no sólo como escritor.

Juan, se dice, ya no escribía en los últimos años. No es verdad. Lo que sucedía era que no le preocupaba la publicación, y prefería mantenerse alejado de toda veleidad. No era tímido, como también suele pensarse. Era, por el contrario, osado, dicharachero, juguetón, divertido y propietario de una mordacidad implacable. Su ironía era capaz de despedazar aun a sus amigos, con quienes era terriblemente exigente. Y era, además, un hombre apasionado, violento, arbitrario, necio incluso, de esos que si tienen una idea en la cabeza –y él tenía muchas– o hay que ser demasiado brillante para torcérsela, o no hay modo de que cambie un parecer. Fue, posiblemente, el hombre menos influenciable que conocí en mi vida, y realmente la química de sus afectos y desafectos era totalmente improbable, arbitraria como él mismo.

Pero hubo un aspecto de él que me impresionó más, en los años en que lo conocí y frecuenté, solo o con algunos amigos comunes a quienes él quería entrañablemente (jóvenes escritores como el mexicano Federico Campbell, o el brasileño Eric Nepomuceno, o sus viejos «cuates» Edmundo Valadés y Augusto Monterroso), y ese aspecto fue la solidez de su ética.

Para Juan ser escritor significaba, ante todo, tener un compromiso con la seriedad. No era solemne, ni su rudeza devenía de pose o snobismo, pero tampoco era frívolo. Lo desesperaba la superficialidad, detestaba la ignorancia, el hablar sin conocimientos, el escribir sin una biblioteca detrás que respaldara cada página. Odiaba mucho y con infantil vehemencia a mu­chos colegas de su generación, algunos grandes de las letras mexicanas, y en sus gustos literarios siempre componía un juicio que pasaba por una exacta combinación de exigencias: destreza formal, originalidad sustancial, capacidad de trascendencia y, especialmente, el respaldo ético que tuviera cada texto. Para él no había escritura posible si no significaba, pero a la vez si no significaba con brillantez de formas, y si al mismo tiempo no se infería una moralidad textual interna capaz de proyectarse en el espacio y en el tiempo particular de cada lector.

Él creía, con Ezra Pound, que cuando todas las indicaciones superficiales hacen pensar que se debe describir un apocalipsis, es imposible –y vano–pretender la descripción de un paraíso. En ese sentido, fue siempre un transgresor. Todo artista lo es, lo sabemos. Toda obra artística que merece ser considerada como tal modifica y subvierte un orden establecido. Por eso no hay literatura conservadora, aunque existan infinitas formas de escrituras pasatistas, insignificantes y olvidables.

Aspiramos al cielo porque necesitamos transgredir. Lo deseamos como evasión de lo que nos es más probable: el infierno. La gloria, entonces, no deviene de merecimientos, sino de una elusión que es, a la vez, una ilusión. La gloria literaria –verbigracia: la felicidad de un texto– depende de la constante alusión, que es requisito de toda literatura significante. Consecuentemente, el camino hacia el cielo (literario) no es sino una transgresión para eludir el infierno y aludir a lo que pasa creando la ilusión que es cada cuento y cada novela. Susana San Juan, como es evidente, descree del cielo con la misma exactitud con que cree en el infierno. Las búsquedas fantasmales, los rencores vivos, los aires desgarradores y desgarrantes que recorren Comala, son transgresiones que expresan una misma ética desesperada. Creo que esa era, aproximadamente, la filosofía de Juana Rulfo. Sabía que la transgresión es creativa. Transgredimos el lenguaje, lo doblegamos, lo reinventamos. La transgresión es  condición inherente para el arte.

Malhablado y transgresor él mismo, en sus cuentos y en Pedro Páramo advertimos su combate silencioso y desesperado, que se expresa en esa extraña moralidad de sus personajes, siempre enfrentados a aquello que, desde los griegos, en Ética se llaman «decisiones trágicas». Es decir, aquellas cuya resolución feliz es imposible, y en las que todos los resultados han de ser nefastos, negativos. No hay muchas esperanzas en la obra de Rulfo, ni en sus personajes, porque él mismo no era hombre de ilusiones. Tampoco hombre práctico, más bien parecía resignado, dolorido. Tengo para mí que si hubiese debido parafrasear a su admirado Pablo Neruda, Juan no hubiese dicho “confieso que he vivido”, sino “lamento haberlo hecho; pido disculpas por haber vivido”.

La pena y el dolor eran, para él, una constante. Ética y Dolor, en mi opinión, son dos caminos que inexorablemente se cruzan, cuando se tiene la debida sensibilidad. Son como prisiones perpetuas; no hay escapatoria ni siquiera a través de la mordacidad, la ironía, el juego de palabras, materias que el dominaba a la perfección. Antes bien, esas artes de la inteligencia no son otra cosa, al fin y al cabo, que una forma de transgredir la desesperación que produce esa cárcel.

Juan nunca dejó de escribir. Quien aquí les habla tuvo acceso a un par de cuentos, que él tenía en borrador. Y a una versión de “La cordillera”, que no se refiere a una cadena de montañas, sino a las recuas de ganado unidas por un cordel, como él mismo me explicó una vez.

Pero si Juan escribía, no publicaba. Por alguna extraña decisión que no me atreví jamás a desentrañar, hacía ya muchos años que había decidido su silencio. No le agradaba ni lo hacía feliz. Había, pues, que respetarlo. Para mí, conjeturalmente, era una manifestación de protesta, de rebeldía. Otra transgresión frente a lo esperado, a lo previsible: que un escritor escriba y, en consecuencia, publique. De ahí su hosquedad, su fastidio fácil, su pequeño refugio en los libros y en la música clásica, particularmente el canto gregoriano. Descortés a veces, incluso desagradable en ciertas ironías, las manifestaciones de su aspereza no eran, en mi opinión, derivaciones de un espíritu grosero, sino de uno rebelde, sometido al continuo conflicto de sus principios morales en pugna con sus propias contradicciones. Es conocida la anécdota de la vez que una señora se le acercó, durante una comida, y le preguntó:

—Señor  Rulfo, ¿qué siente usted cuando escribe?

º Juan, apenas alzando los ojos por sobre el plato, respondió:

—Remordimientos.

¿Cuáles eran esos remordimientos que Juan sentía? ¿Los mismos que gobiernan a sus personajes? Eran, creo yo, los remordimientos los que hablaban por él, por su incapacidad de modificar una realidad que lo atormentaba.

Se dolía hasta la desesperación y el desaliento más absolutos por las imperfecciones del sistema mexicano. Hablaba de sistema, no de democracia. Y lo enjuiciaba no desde el punto de vista literario solamente, sino del político y social. Censuraba la sensualidad del poder con espíritu ácrata, libertario, porque el poder –se sabe– no siempre comprende a la cultura; más bien la abruma, o la teme, o la combate. Se ofendía por los subsidios que compran conciencias, criticaba a los escritores que eran, además, amigos del gobernante de turno en prosecución de apoyos pecuniarios. Y a pesar de esos desprecios, también se dejaba mimar, disfrutaba secretamente el reconocimiento público, los premios, los honores: su comportamiento era puntualmente el de un fóbico. Contradictorio y temperamental, en una oportunidad me vio hojeando una revista literaria dirigida por un conocido escritor y ensayista, y me la quitó de las manos con violencia, la arrojó al piso y me gritó, furibundo: “¡No leas esa porquería!”, arbitrariedad que yo no compartía pero que me sirvió para comprender, más tarde, la dimensión del interminable combate interior de sus pasiones, de su sometimiento al infierno interior que lo acosaba, de su infinita honestidad, de su interminable calidad de hombre puro, y por ende, solitario.

En 1980 u 81, no recuerdo bien, se le organizó un homenaje nacional, al servicio de cuyo desarrollo se puso toda la estructura del aparato cultural del Estado mexicano, y al frente del cual estuvo el mismísimo entonces presidente José López Portillo. En la primera ocasión, Juan, apasionadamente, se largó con un suave, delicado pero  implacable discurso contra la corrupción en su país. Acusó, sin concesiones, a militares y políticos. Se congelaron los festejos rulfianos. Y él volvió a encerrarse en su mutismo ante el público, desoyendo críticas, defensas e interpretaciones. Él pensaba que tenía la razón; no debía entonces retroceder ni un milímetro. No había sensualidad que lo doblegara, en estos asuntos. Y en todo orgulloso y a la vez irónico (porque la ironía es permiso del orgullo, cuando se sostiene una idea en la que se cree absolutamente), aún años después nos preguntaba: “¿Y qué iba a decir, si no? ¿O no es verdad lo que dije?”. Lo cual, todavía después de muerto, sigue haciéndolo destinatario de críticas y rencores, cuando no de un reconocimiento algo cínico por parte de muchos de sus compatriotas.

Esas lecciones son las que hoy prefiero evocar. Lo demás es literatura, y sobre ella se han utilizado adjetivos y calificaciones precisas y suficientemente justicieras. Prefiero en tal sentido saberlo parte enaltecedora de una de las narrativas más poderosas de nuestro castellano: El llano en llamas, Pedro Páramo y El gallo de oro (que aunque a él ya no le gustaba, para mí sigue siendo una obra deliciosa y que no merece demérito alguno frente a las otras dos) son en mi opinión una clave para definir la continuidad de la narrativa mexicana de este siglo. Y es que equidistan perfectamente de las a mi juicio mejores, más revolucionarias y modernas novelas de México: La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán, que es de 1928, y Noticias del Imperio, de Fernando del Paso, de 1987.

Y también prefiero estas evocaciones sobre el sentido ético de Juan Rulfo, y su desesperación por la suerte de las democracias, porque recordarlo es una manera de recordar –recordarnos– que la cultura es garantía de estabilidad democrática, que el autoritarismo siempre se basa en la ignorancia, y que la mejor literatura no es la que refleja la realidad, sino la que es alusiva a ella. Y por supuesto, prefiero evocar a Juan de este modo porque vengo de un país en el que la Ética nos ha impuesto decisiones trágicas: castigar a todos los culpables del genocidio que fue la dictadura imponía riesgos gravísimos de debilidad democrática; no hacerlo imponía la inviabilidad de la confianza popular en el sistema, el desaliento y el descrédito, el desastre de la democracia recuperada. Y así se eligió el castigo a medias, a unos cuantos groseros generalotes de responsabilidad inocultable, y se dejó en libertad a decenas de asesinos que hoy andan sueltos por las calles argentinas, sedientos de revancha golpista. ¿Cómo no tenerlo presente a Juan, si soy, lo confieso, un pobre argentino que se desespera porque sabe que hay que defender la democracia a rajacincha, y defender al presidente que tenemos a pesar de él mismo, de sus caprichos y necedades, y de sus innumerables errores y concesiones?

Igual nos sucede en nuestra América Latina, y nuestra literatura lo demuestra: la decisión trágica es, hoy como siempre, o el silencio que angustia pero permite sobrevivir, apenas sobrevivir; o la rebeldía que siempre, ineludiblemente, produce dolor. Entonces, escribimos. El silencio y el grito. Creamos por destino, pero también por desesperación. Queremos decir que por aquí hemos pasado. Venimos de la literatura, y hacia ella vamos. Pero con la literatura y con la ética, sucede lo que con los embarazos: no se puede estar medio embarazado. O se está o no, con todas las consecuencias que ello implica.

Juan sabía esto perfectamente, y lo enseñaba, y su vida fue por eso una secuencia de abortos dolorosos. Escribía, sí, pero lo desesperaba sentir que abortaba. Le dolían demasiado su patria, la corrupción, las superficialidades. Su obstinado, tenaz silencio, fue una condena que se autoimpuso, y aun lo fue esa grisura burocrática en la que se refugió, como director de publicaciones del Instituto Nacional Indigenista, cargo en el que continuó aún después de haberse jubilado.

—¿Me quieres decir qué hago, si no? —me preguntó un día, ante mi cuestionamiento.

—Escribir, Juan —arriesgué.

—No mames —refutó, mexicanísimamente—. Yo ya no puedo, y lo que me duele, me duele demasiado. Hay cosas que ya ni escribirlas puedo.

Por eso, en mi opinión, el silencio literario en que se encerró fue una obstinación ética, un llamado de atención que nos hizo. Me atrevo a proponer que acaso fue una manera de castigarnos, de obligarnos a esperarlo, a mirarlo (era un hombre narcisista y –se sabe– no hay arte sin narcisismo), a contemplarlo en su cerrada, indígena, cerril dignidad. Nos estaba diciendo lo que dijo un día: “Mejor publicar poco, para no arrepen­tirse mucho”. Pero también –supongo– nos estaba devolviendo preguntas que debemos hacernos: ¿Escribir sólo para publicar? ¿Para evitar la presión de agentes, editores, lectores? ¿Para sentir que existimos o para deleitarnos en la futilidad del “éxito”? ¿Para ganar dinero? ¿Acaso la literatura no es una manera de buscar respuestas que jamás encontraremos? ¿O no es verdad que, en última instancia, escribimos solamente para saber por qué escribimos?

No sé si he respondido a la expectativa de los organizadores de este encuentro, y me temo que puedo haber defraudado vuestra atención. Pero confieso que he procurado cumplir con el título de este evento: he narrado estos dinamismos de la persona y el escritor que fue Juan Rulfo, con la convicción de que fue un hombre imperfecto y contradictorio, pero digno, ético y entrañable. Un hombre contenido en su obra, que es grandiosa pero breve (y no pequeña, como calificó otro grande de México, esa vez sin grandeza). Y un hombre cuya desmesura se expresó en su vida, en su pasión y en sus remordimientos. Bebió más de lo conveniente, viajó más de lo aconsejable, fumó hasta el suicidio, odió con los mismos rencores vivos de Pedro Páramo, y amó con juvenil ardor hasta sus últimos minutos, protagonista de una bellísima historia de amor que debe permanecer, todavía, en el silencio.

Estas son las primeras páginas que he escrito sobre Juan Rulfo en toda mi vida. Y probablemente serán las últimas. Lo he hecho por este compromiso que debía cumplir. Y decidí leerlas sólo después de convencerme de que, si Juan viviera, no me las habría reprochado. Muchas gracias.

Brasilia, 19 de abril de 1988