Enrique Cadícamo


Nostalgias en 2×4

Fuente: Revista Siete Días, 15 de agosto de 1975, págs. 50-52.

Autor de doscientos títulos, algunos de ellos dignos de figurar en una antología de la mejor música ciudadana –como “Los mareados”, “La casita de mis viejos” o “Nostalgias”-, el veterano letrista y escritor se dispone ahora a editar un libro, “La historia del tango en París”, del que, por supuesto, es también protagonista. En una charla con Siete Días, el maestro recorrió los hitos de su rica biografía, en la que están presentes Gardel, Razzano y Cobián. 

Sólo un par de los doscientos títulos que compuso –Los mareados, Nostalgias- bastarían para asegurarle un sitial de preeminencia en ese parnaso a cuyas puertas golpean avalanchas de verseadores pero que sólo algunos elegidos poetas consiguen franquear. Como Manzi, como Discépolo, Enrique Cadícamo integra una raza de vates populares de fino, raro lirismo, pertinazmente sordos a la seducción de las rimas previsibles, de esas que conjugan fango y tango o turbio y suburbio y que atosigan –a veces exitosamente- los estoicos archivos de SADAIC.

Muchas de sus letras fueron musicalizadas por Juan Carlos Cobián, conocido como “el Chopin del tango” (La casita de mis viejos, Niebla de Riachuelo y los ya mencionados Nostalgia y Los mareados); otras, como Garúa y Pa que bailen los muchachos, tuvieron como asociado musical a Aníbal Troilo; Tres esquinas y El Morocho y El Oriental están indisolublemente unidas a Ángel D’Agostino y a la voz de otro Ángel de inolvidable timbre: Ángel Vargas.

De todos sus temas 23 fueron beatificados por la voz de Gardel: desde que Cadícamo compusiera su ópera prima –el tango Pompas de jabón- el Zorzal lo convirtió en algo así como su letrista de cabecera. A su pedido compuso, justamente en Francia, el hit Anclado en París, una suerte de réquiem para los sueños frustrados de tantos porteños piernas. 

Claro que aún cuando no mediaran esos dos centenares de títulos que cimentaron su popularidad, Cadícamo hubiese alcanzado la fama por su obra de poeta y escritor, evidenciada en sus libros Viento que lleva y trae, Luna de bajo fondo y Café de camareras, cálido testimonio, este último, de un Buenos Aires irrecuperable. Un nuevo título, editado por Corregidor, se añadirá próximamente a la bibliografía de Cadícamo: La historia del tango en París, una obra de la que el autor fue, desde luego, entusiasta protagonista. Viajero impenitente, pasó largas temporadas de su vida en Madrid, Barcelona, Roma, Londres, Nueva York, y naturalmente París. Aludiendo a su ciudad natal y a esta vocación nómade, el poeta César Tiempo suele llamar a Cadícamo el Ulises Lujanero. Otro poeta, Héctor Blomberg, dijo de él que “tiene la sangre de los nómades y el dulce mal del andar”. Sin embargo, EC parece ahora estar firmemente anclado en La Lucila, donde vive, en un confortable chalet, junto a su joven mujer Nelly y a Mónica, si hija de 12 años, a la que define como “el más maravilloso tango que compuse en mi vida”. 

Sobre todos estos hitos de su dilatada biografía –Cadícamo nació con el siglo de una estancia próxima a Luján, de la que su padre era mayordomo- Siete Días charló, la semana pasada, con el autor de Por la vuelta. Lo que sigue son algunos de los tramos más significativos del encuentro. 

Los buches de Gardel

 ¿Cómo nace su vocación poética?

En realidad, a mí todo se me dio vertiginosamente. Entré circunstancialmente en contacto con la poesía debido a un empleo que obtuve en el Consejo Nacional de Educación. Aunque yo era un simple archivero, estaba rodeado de figuras próceres en las letras, como Leopoldo Lugones y Enrique Banchs. Junto a mi escritorio trabajaba Pablo Suero, extraordinario poeta, escritor de libelos, demoledor de falsas reputaciones: él fue, inicialmente, mi director de lecturas.

¿De esos tiempos data su primer libro?

Así es. Se llamó Canciones grises, una obra lírica no muy digna de ser tenida en cuenta la que, sin embargo, mereció unas simpáticas líneas de Lugones en La Nación, por atención, seguramente.

¿Y sus comienzos como letrista de tango?

Fueron posteriores a mi debut literario. Del ambiente tanguero al único que conocía un poco era a Roberto Goyeneche, padre del popular Polaco, un excelente pianista de formación clásica. A él le mostré, tímidamente, una canción recién compuesta: se llamaba Pompas de jabón. Lo entusiasmó tanto que le puso música de inmediato. La cosa no paró allí porque rápidamente Pompas llegó a manos de Gardel, quien quiso grabarla en seguida. Para mí fue el espaldarazo. Por esos tiempos –fines de la década del 20- Gardel ya era una estrella.

 ¿Cómo lo conoció?

El nexo fue José Razzano. Pepe era una especie de mesías de los jóvenes autores. Como ambos vivíamos en Flores, una noche, de regreso a casa, lo encontré en el subterráneo y le conté mi deseo de conocer a Gardel. “¡Claro, pibe –me dijo- si también él quiere saber quién sos vos…!” Y ahí nomás me fijó una cita para verlo en un espectáculo de variedades que se daba en Lavalle al 1100.

El día convenido esperé a Carlitos en el hall del teatro y cuando salió a recibirme lo primero que me dijo fue: “Pucha, qué parecido sos a Julio Navarrine”, que era otro letrista autor de grandes éxitos como A la luz de un candil y Tango amargo. Y bueno… si Carlos lo decía, algo en común tendríamos: la edad o los ojos claros, no sé. Lo único que recuerdo es que yo lo miraba como si fuera un ser de otro planeta. Me palmeó la espalda y desde ese día fuimos amigos. Salimos varias veces juntos, me llevaba a tomar helados al Vesubio, de la calle Corrientes o al Saverio, de San Juan, Carlos era muy goloso, tenía la costumbre de hacerse un buche de agua cada vez que comía algo dulce; como era víctima de la gordura, suponía que con la gárgara eliminaba el azúcar.

 ¿Y en su hogar no le hicieron problemas por su vinculación con el tango?

Yo tenía las cosas bien definidas. Por un lado la familia y por el otro, el tango. Mi padre sabía que yo trabajaba en el Consejo de Educación y eso le bastaba: no se inmiscuía para nada en mi mundo sagrado. Claro que yo era cuidadoso de las formas: para no volver a casa de madrugada, alternaba mi hogar con un pequeño departamento que alquilaba en Viamonte y Florida. Allí me quedaba escribiendo hasta muy tarde. Pero no todo era trabajar y trasnochar: también fui socio de un club de Flores, donde (a pesar de que nunca practicaba deportes) me vinculé con notables deportistas; algunos de ellos, verdaderas estrellas del box amateur como los hermanos O’Connor, Gallo, el periodista Billy Kerosene…

 ¿Cómo fue su experiencia europea?

La idea de conocer el Viejo Mundo me fascinaba y además necesitaba tomar un poco de distancia con mi trabajo. Por esa época, desde que Enrique Saborido, autor de La morocha, fascinó a las aristócratas francesas con su pinta sudamericana, todos los habitantes de la noche porteña soñábamos con sumergirnos en la el dulce regazo de la Ciudad Luz. Yo fui primero a Barcelona, donde era suceso el trío Irusta, Fugazot y Demare. Ellos habían popularizado dos temas míos a punto tal que en un vespertino lugareño apareció un día el siguiente titular: “Absolutamente prohibido cantar Ramona y En un pueblito de España”. Tenían razón: esos temas se habían convertido en una epidemia peor que la gripe. Un día recibí una carta de Guillermo Barbieri, quien estaba en Niza acompañando a Gardel: me pedía un tema para que Carlos estrenara en París. Entusiasmado con la idea se me ocurrió escribir sobre la historia de tantos muchachos argentinos que llegaban a París decididos a conquistarla y después se quedaban en Pampa y la vía.

 ¿Así nació Anclado en París?

Efectivamente. La noche del debut parisino de Gardel fue inolvidable: estaba el tout París, la Mistinguette, Lucien Boyer, Maurice Chevalier, el pintor japonés Fuyita, con kimono y todo y hasta Moro Gafieri, el abogado que defendió al tristemente célebre Landrú. Poco antes de que Carlos empezara a cantar, lo vi en su camarín. Estaba haciendo gimnasia. Así, desnudo y todo, tomó la guitarra y tocó unos compases de Pompas de jabón: “¿Te acordás de esto, pibe?”, me dijo sonriendo. ¡Qué emoción! Hace unos diez años volví nuevamente a Francia y al ver cómo cambió la noche de París casi me pongo a llorar. ¿Qué se hizo, me preguntaba, de cabarets como el Garrón, el Palermo, el Sevilla, el Chez Pizarro? ¿Qué se hizo, en fin, de esa vida nocturna en la cual yo patinaba todo lo que cobraba por derechos de autor?

El poeta

El aspecto juvenil de Cadícamo contrasta con su nostálgica, empedernida adhesión a un ayer irrecuperable. Con inocultable emoción, exhibe viejas, amarillas fotografías, algunas afectuosamente dedicadas por Gardel; otras, de Juan Carlos Cobián, el asociado a sus más persistentes éxitos.

 ¿Cómo era Cobián?

Era un muchacho fuerte, alto, que más que un pianista parecía un boxeador. Siempre lo admiré, incluso desde mi niñez. Él me contó que en el año 1922 se fue a Estados Unidos pero como era un desprevenido total no reparó que, en esa época, en el país del Norte imperaba la Ley Seca. “¡De haberlo sabido, no iba!”, solía decir. No le fue muy bien y para sobrevivir tuvo que tocar jazz, cosa que hacía mejor que los norteamericanos. Siempre vivió como un bohemio, pero de alto vuelo. No soportaba lo mediocre. Se lo solía ver de impecable smoking, a veces sin un peso en el bolsillo. Musicalmente fue un verdadero talento. Dejó impresa en el tango una forma nueva, elegante, viril, imposible de imitarlo.

 ¿Y cómo ve el tango hoy?

La verdad es que los autores que antaño tuvimos algunos éxitos, podemos decir que nos hemos convertido en esclavos de nuestro propio invento, ya que aquellos éxitos conservan hoy plena vigencia y atajarían cualquier penal que pudiéramos patear para lograr un nuevo suceso. Pero nos toca cederles el paso a los nuevos. Temas no faltan. Nuestra actualidad los tiene de sobra. Por supuesto, sus letras no hallarán un arrabal ni un suburbio ni un deslinde en la periferia, ya que la ciudad ha penetrado con su progreso instalando un supermercado, una galería o una estación de servicio donde antes había un boliche de guapos.

 ¿Y a qué atribuye ese pesimismo que destilan algunas letras?

Hay que comprender que el tango es el fruto del ambiente que lo vio nacer. En él, la mujer no era espejo de virtudes. El tango es íntimo, sentimental, difícilmente alegre.

¿Y desde el punto de vista musical, admite ser actualizado?

El tango tiene un modelo primigenio que no es posible alterar mediante arreglos sofisticados. El choclo tendrá que ser siempre el de Villoldo, pintoresco, retozón, porteño y no una sucesión delirante de notas que desvirtúen su esencia. Los franceses, para dar un ejemplo, continúan hoy ejecutando sus valses dominados chaloupe en la misma forma sencilla que lo hacían en las claves de París en 1900. No aceptan un arreglo modernizante. El tango tampoco admite las variaciones con las cuales los llamados vanguardistas pretenden modernizarlo y enriquecerlo. No hay que ultrajar al tango: esa es la consigna.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar