El terremoto que cambió para siempre las vidas de Evita y de Perón


El 7 de mayo de 1919 nació en Los Toldos, provincia de Buenos Aires, María Eva Duarte. Sin embargo, no fue inscripta con ese apellido, sino con el de su madre, Ibarguren. Es que Evita era hija ilegítima de la puestera Juana Ibarguren y del estanciero y conservador Juan Duarte, que como muchos hombres de su clase y de su tiempo, tenía otra familia “legal, respetable y buen constituida” en Chivilcoy, su pueblo natal. En 1926, éste murió en un accidente automovilístico; la familia quedaba así sin sustento y debió más tarde trasladarse a Junín en busca de oportunidades. Fue ahí donde Eva descubrió su vocación de actriz.

A los 15 años, decidida a triunfar en la actuación decidió probar suerte en la gran ciudad. Era 1935, plena década infame y ola creciente de migrantes internos hacia Buenos Aires. Eva no tardó en intervenir, aunque de forma secundaria, en importantes obras teatrales, y mereció la crítica favorable de algunos medios. Pronto, su presencia en películas, radioteatros y en tapas de revista le permitieron crecer en la dirección soñada.

Pero una tragedia cambiaría su vida para siempre. Era el verano de 1944 cuando un terremoto sacudió la ciudad de San Juan. Fue la peor catástrofe de la historia argentina y dejó siete mil muertos y doce mil heridos. La población, profundamente conmovida se movilizó. Se realizaron colectas y campañas de solidaridad y fue en una de ellas donde Perón y Evita se encontraron para siempre.

El encuentro oficial, que marcaría sus vidas para siempre, se produjo la noche del 22 de enero de 1944 en el Luna Park, donde se realizaba un festival artístico a beneficio de las víctimas del terremoto. Transcribimos a continuación el testimonio que, según Enrique Pavón Pereyra, le transmitió Perón sobre aquel encuentro, una de las tantas versiones que existen sobre aquel “día maravilloso”.

Fuente: Enrique Pavón Pereyra, Vida íntima de Perón. La historia privada según su biógrafo personal, Buenos Aires, Planeta, 2011, págs. 79-82.

La convocatoria (de la Secretaría de Trabajo y Previsión para ayudar a las víctimas del terremoto de San Juan) acudieron un centenar de artistas. Se sentaron en semicírculo y esperaron que les dijera qué se esperaba de ellos. (…)

Propiciaremos –les dije- una gran colecta pública, con participación de quienes han sabido ganarse las simpatías populares. (…)

No bien expuse la breve opinión de las autoridades, dejando en claro la preocupación que trasuntaba, pensé en dar al evento un cauce popular; ahí mismo surgió, pidiendo la palabra, una mujer de gran belleza, que reclamaba ser oída: “¿Señor coronel, ha terminado de hablarnos? ¿Le permitiría opinar a esta actriz de radio?” Parecía haberse tomado el tiempo suficiente para observarnos, quizás había medido bien sus posibilidades de colaborar y entendió que éste era su momento. Hasta ese instante yo no la había distinguido, ya que no tuve tiempo de hacerlo. La invité a compartir nuestro estrado y desde allí ella concretó su idea: “¿No les parece que la cuestión primordial es saber qué puertas y en qué lugar hemos de golpear? Adelanto mi parecer: el dinero habrá que buscarlo entre quienes lo tienen”.
Repasé su figura. Se trataba de una actriz de radioteatro, que se asomaba apenas en un medio muy salvaje, muy competitivo.

Enseguida se acomodó en el centro de la reunión y comenzó su monólogo, mientras giraba en torno de sí, para facilitar que se la observara desde todos los ángulos. Llevaba un vestido muy sencillo, era muy delgada; lucía el pelo rubio y largo y un sombrero diminuto, como se usaba en la época.
Con rapidez puso en orden sus propuestas: “Nada de festivales. ¿Qué es esto? ¿Un carnaval? Iremos directamente a pedir sin ofrecer nada. En este momento, no hay tiempo para organizar un espectáculo, un té, o una canasta. Cosas viejas que no sirven para otra cosa que para justificar la hipocresía. Nosotros vamos a patear la calle. Salgamos a pedir a los lugares públicos, pero también vayamos al hipódromo, al Jockey Club, a la Bolsa, a las Cámaras de Comercio, de la Industria, a los bancos… En esos ambientes diremos a la gente: “Nuestros hermanos están en desgracia, ¡vamos a ayudarlos!”.

Me gustó la forma de obrar y de pensar de esa mujer sensible. Era práctica y traía ideas nuevas. “Bueno, ya que la idea partió de usted, asuma la responsabilidad de darle forma”, le dije. Ese día, Eva Duarte, la que resultaría ser una mujer inconmensurable, me respondió: “Es lo que pienso hacer, ¡organizarlo todo!” Y me advirtió: “Eso, si usted me lo permite. Si, como afirma, la causa del Pueblo es su propia causa, por lejos que vaya, por grande que pueda ser el sacrificio, no dejaré de estar a su lado”.

Increíblemente, una circunstancia tan desgraciada para nuestra patria, apuró para que nos sucediera el hecho más significativo y de más honda huella de mi vida sentimental.

Esa misma noche le confirmé que el festival, tan discutido por ella en la reunión de la tarde, finalmente se haría en el Luna Park. El objetivo era interesar a la mayor cantidad de gente en el tema y el espectáculo constituía el recurso más idóneo y más rápido: “Después de todo –le dije- el festival benéfico es casi una tradición en la Argentina; la importancia de esa convocatoria no reside en los medios, sino en los fines que la inspiran”. (…)

Me parece que Hugo del Carril se disponía a cantar cuando advertí que alguien se sentaba a mi lado. Miré y descubrí su sonrisa y los ojos más radiantes del mundo. Eva había llegado y, desde ese día, no se apartaría jamás de mi lado.

Más tarde, ella me confió que no había llegado tarde, sino que como también quería verme y deseaba aprovechar el evento, se puso de acuerdo con Rita Molina, que era quien tenía las entradas. No le fue fácil lograrlo, porque el público había respondido hasta colmar las instalaciones del Luna. “Yo divisé desde lejos –me dijo- la sonrisa canchera de Homero Manzi y le grité: ‘¡Mirá, Homero! Aquí nos están tocando el culo, ¡hacénos pasar que tenemos entradas! Manzi nos vio con nuestros boletos en la mano y disimuló que, en realidad, correspondían a la fila quince. Claro, si no hubiera sido por la espontánea gentileza de Roberto Galán, nos habría sido imposible acceder al patio de butacas. Roberto, aprovechando que Farrell iniciaba su propósito de atender otro compromiso, me indicó que el asiento vacío me correspondía”.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar