El rol de la Corte Suprema durante la dictadura, por Juan Pablo Bohoslavsky y Roberto Gargarella


El 24 de marzo de 1976 las Fuerzas Armadas derrocaron al gobierno constitucional de Isabel Perón, dando comienzo al sexto golpe de estado que sacudió a nuestro país durante el siglo XX. Ese mismo día los jefes de las tres armas -Jorge Rafael Videla, Emilio Eduardo Massera y Orlando Ramón Agosti- firmaron un acta declarando caducos los mandatos de los poderes ejecutivos nacional y provinciales, disolviendo el Congreso nacional y las legislaturas de las provincias, y removiendo a los miembros de la Corte Suprema, al procurador general y a los integrantes de los tribunales superiores de justicia provinciales.

Esta página oscura de la justicia argentina, que conllevó la complicidad de vastos sectores de civiles del país, está profusamente analizada en el libro ¿Usted también, doctor? Complicidad de jueces, fiscales y abogados durante la dictadura, una investigación compuesta por ensayos de una treintena de investigadores de distintas áreas -abogados, sociólogos, antropólogos, especialistas en derecho constitucional y en derechos humanos, etc.- que a lo largo de 24 capítulos ponen el foco en el papel que desempeñaron los funcionarios judiciales, los abogados y sus asociaciones durante la dictadura y las responsabilidades que les caben a los civiles que por aquellos años convalidaron el golpe.

El libro trasciende el período 1976-1983 para ocuparse también de las continuidades en el accionar judicial tras la restauración democrática y la existencia de un contexto de impunidad jurídica que impidió la investigación de crímenes perpetrados durante la dictadura.

La investigación revela el modo en que una inmensa mayoría de los integrantes del Poder Judicial contribuyó con el régimen y le proveyó legitimidad mediante diversos mecanismos, como la denegación sistemática de hábeas corpus, la validez de las normas represivas, la instrucción de causas penales fraudulentas para extorsionar a empresarios, el apercibimiento a los jueces de instancias inferiores que realizaban las instrucciones penales o la participación en maniobras de ocultamiento de cadáveres, entre otros. También rescata algunos profesionales del derecho que asumieron una conducta independiente y comprometida con la sociedad.

A continuación reproducimos un fragmento del libro sobre el rol que jugó la Corte Suprema durante la dictadura. Cabe aclarar que la Corte estaba integrada por entonces por cinco jueces, que fueron designados por la Junta Militar ocho días después del golpe. Este tribunal supremo adicto al gobierno de facto constituyó un golpe devastador para la justicia argentina ya que “legalizó la arquitectura jurídica e institucional de la dictadura, intentó mantener la ficción de que en el país funcionaba un Poder Judicial independiente y obturó los reclamos de las víctimas”.

Fuente: “El rol de la Corte Suprema. Aportes repetidos y novedosos”, por Juan Pablo Bohslavsky y Roberto Gargarella, en ¿Usted también, doctor? Complicidad de jueces, fiscales y abogados durante la dictadura, de Juan Pablo Bohoslavsky (editor), Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2015, págs. 77-91.

El rol de la Corte Suprema
Aportes repetidos y novedosos
Juan Pablo Bohoslavsky y Roberto Gargarella1

En el marco de la discusión relativa a los actores no militares de la dictadura, el rol que tuvieron los jueces y procuradores de la Corte Suprema de Justicia de la Nación (“la Corte”) ha sido relegado a un segundo plano comparado con la atención convocada por la actuación de los funcionarios judiciales de instancias inferiores. Este fenómeno tiene relación –tal como explica en detalle la tercera parte de esta obra– con la participación directa y criminal de numerosos funcionarios judiciales de instancias inferiores en la comisión de violaciones de derechos humanos.

Dada la especial gravedad de esos comportamientos, capitalizaron la atención acerca del papel desempeñado por el Poder Judicial en el terrorismo de Estado.

Sin embargo, el rol que jugó la Corte durante ese período también tuvo un efecto devastador en términos de garantías individuales. Y no sólo para quienes recurrían directamente a la Corte buscando amparo frente a la violencia del Estado, sino también, por un lado, para aquellos a los que los tribunales inferiores cerraban las puertas siguiendo los criterios fijados por la Corte y, por el otro, para las futuras víctimas de la represión de un gobierno que se sentía respaldado y protegido por los jueces.

En este capítulo describiremos las principales decisiones que tomó la Corte entre 1976 y 1983 juzgando las normas fundamentales del régimen y los casos de violaciones graves de los derechos humanos. Estudiaremos cómo legalizó la arquitectura jurídica e institucional de la dictadura, intentó mantener la ficción de que en el país funcionaba un Poder Judicial independiente y obturó los reclamos de las víctimas. También explicaremos que, si bien la designación de los miembros de la Corte por parte de la Junta signó su función cómplice, la doctrina de facto no fue un invento de la Corte de la dictadura, sino que respondió a un patrón ideológico y a una construcción jurídica de larga data en la Argentina y en general en Latinoamérica.

El origen autoritario de la Corte
El 24 de marzo de 1976 los jefes de las tres fuerzas firmaron un acta que declaraba caducos los mandatos de los poderes ejecutivos nacional y provinciales, disolvía el Congreso nacional y las legislaturas de las provincias, y removía a los miembros de la Corte y al procurador general, así como a los integrantes de los tribunales superiores de justicia provinciales. Para los demás jueces nacionales se declaró inamovilidad desde “su designación o confirmación” (ambas efectuadas por la Junta), mientras que el resto de los jueces estaban sujetos a remoción sin causa. De este modo, la Junta podía dictar decretos, leyes y (por interpósitas personas) sentencias. La Junta Militar designó funcionarios judiciales que, naturalmente, fueron leales y funcionales al régimen.

Como la Fuerza Aérea, a cargo del Ministerio de Justicia, no tenía experiencia en temas judiciales, el gobierno habría recurrido al asesoramiento de instituciones civiles, tales como la Asociación Colegio de Abogados de la Ciudad Buenos Aires. Aún así, a la Junta le llevó sólo ocho días identificar, seleccionar y tomar juramento a los cinco jueces que integraron la Corte en su conformación inicial, la mayoría de ellos ya funcionarios judiciales reconocidamente conservadores. Una de las primeras “leyes” del gobierno fue la que exigía que los integrantes del Poder Judicial prestaran juramento de respetar “los Objetivos Básicos fijados por la Junta Militar, el Estatuto para el Proceso de Reorganización Nacional y la Constitución nacional, en tanto no se oponga a ellos” (art. 5, Ley 24 258, destacado por los autores). Una semana después una nueva ley (21 279) suprimió esta última frase, aparentemente para adecuarla al juramento que debían prestar los miembros de la Junta de acuerdo con el Estatuto (Groisman, 1983: 15). En efecto, sin sonrojarse, los jueces juraron por los Objetivos, el Estatuto y la Constitución (La Prensa, 3 de abril de 1976), asumiendo que esos tres instrumentos podían convivir.

Las contribuciones de la Corte

El recurso a la doctrina de facto: una historia repetida
Como se acaba de destacar, la conducta de la Corte durante los años de la dictadura se explica en buena medida por su nueva composición. Sin embargo, y sin atenuar su grave responsabilidad dado el contexto criminal de aquellos años, debe decirse también que lo actuado por la Corte durante el Proceso no implicó, sustantivamente, la introducción de cambios doctrinarios y jurisprudenciales drásticos o profundos respecto de la historia del tribunal, en particular en la interpretación jurídica de los golpes de Estado y los gobiernos autoritarios que de ellos emergieron en el país. En tal sentido, se localizan más continuidades que rupturas.

La ideología destilada por el máximo tribunal, durante aquellos años, encajaba bien con el pensamiento conservador que recorre la historia política y jurídica no sólo de la Corte, sino también de la Argentina y de Latinoamérica. Se trata de un pensamiento marcado por los ideales de “la cruz y la espada”, que constituye uno de los principales nutrientes teóricos de la región, desde los años mismos de la independencia, en los tiempos en que la Iglesia y el Ejército conformaban los dos pilares básicos de la organización nacional y regional (Gargarella, 2013).

En relación con la justicia argentina, no debe resultar una sorpresa el reconocimiento de que, históricamente, una mayoría de sus miembros ha profesado o profesa una ideología conservadora o liberal-conservadora. Dicha ideología se caracteriza, por una parte, por una convicción de raíz elitista, basada en la desconfianza hacia las capacidades políticas de las mayorías, y por otra, por una convicción perfeccionista basada en la idea de que ciertas concepciones del bien deben ser desplazadas a favor de otras avaladas por los poderes del Estado (normalmente, esto ha implicado el aliento a concepciones del bien vinculadas con la doctrina del catolicismo). Ambas posturas –el elitismo político, en su versión autoritaria, y el perfeccionismo moral, en su versión religiosa– cuentan con un amplio respaldo en la historia judicial argentina.

El perfeccionismo moral puede reconocerse en una multiplicidad de decisiones judiciales, cruzando toda la historia, hasta nuestros días. Los oscilantes fallos tomados por nuestra Corte en materia de consumo
personal de estupefacientes y derechos de las minorías homosexuales representan sólo una muestra sintética y actualizada de tales casos. En esa línea, cuando en 1986 el ex juez de la Corte de la dictadura Adolfo Gabrielli intentó justificar la convalidación de las bases jurídicas e institucionales de la dictadura sostuvo: “[debíamos] volver a los principios, reglas y valores compartidos sanamente por la comunidad, que habían sido abandonados” (Gabrielli, 1986: 12).

El conservadurismo o elitismo político del tribunal –más relevante para los propósitos de este texto– también resulta manifiesto en toda la historia de la Corte. El punto más notorio en este aspecto es el vinculado con la nefasta doctrina de facto, elaborada por el tribunal, para avalar los sucesivos golpes de Estado ocurridos en la historia argentina. Esta doctrina sostiene la validez del derecho no en razones democráticas y razones públicas persuasivas, sino en la pura fuerza. Se trata de la peor versión del positivismo jurídico, que Carlos Nino, apoyado en Norberto Bobbio, calificara como positivismo ideológico (Nino, 1985).

El deber ser del derecho, entonces, se deriva del ser, según esta degradada concepción positivista: el derecho debe ser obedecido porque es el derecho vigente, respaldado con la fuerza del poder. La justicia o injusticia intrínsecas de esas normas, o su origen democrático, resultan entonces irrelevantes para discutir su validez.

El punto de partida en la elaboración de la doctrina de facto aparece con la conocida “Acordada sobre reconocimiento del Gobierno Provisional de la Nación”, de 1930 (Fallos, 158: 290)1. Entonces, y sin esperar la aparición de algún caso concreto al respecto, la Corte se apresuró a afirmar que “el gobierno provisional que acaba de constituirse en el país [para poner fin al gobierno democrático del presidente Hipólito Yrigoyen], es, pues, un gobierno de facto cuyo título no puede ser judicialmente discutido con éxito por las personas, en cuanto ejercita la función administrativa y política derivada de su posesión de la fuerza como resorte de orden y de seguridad social”3.

La Corte volvería a afirmar su absoluta falta de compromiso con el sistema democrático en 1943, luego de un nuevo golpe militar, para reconocerle al gobierno de facto la legitimidad jurídica con la que este no contaba. Fue así que, apenas tres días después de producido el golpe de Estado contra el presidente Ramón S. Castillo el 4 de junio de 1943, la Corte volvió a dictar una nueva Acordada inconsulta (Fallos, 196: 5), básicamente idéntica a la anterior, para mostrar su respaldo a las nuevas autoridades. La Corte seguiría consolidando esta doctrina de facto frente a cada golpe militar, y aún frente a los ocasionales “golpes” dentro de los “golpes”, como ocurriría en 19554 o en 1966.5

Por eso no sorprende que, después del golpe de 1976, el veredicto de la Corte no se hiciera esperar: “[considerando q]ue un verdadero estado de necesidad reinante en el país obligó a las Fuerzas Armadas a tomar a su cargo el Gobierno de la Nación, no olvidando, por cierto, el deber de proteger los derechos individuales. En tal sentido fijó el propósito y los objetivos básicos para el “proceso de reorganización nacional”, lo que se asentó en acta que lleva fecha 24 de marzo próximo pasado, jurando cumplir y hacer cumplir dichos objetivos, el “Estatuto para el Proceso de Reorganización Nacional” y la Constitución de la Nación Argentina”.6

El modo en que la Corte integró los nuevos instrumentos legales y la Constitución fue en claro detrimento de las garantías individuales.

La usurpación del poder constituyente se justificó, de ese modo, en el estado de excepción en el que se encontraba el país. Sobre esa construcción jurídica basada en la violencia, la Corte, así como la mayoría de los jueces y tribunales inferiores que resolvieron expedientes que involucraban casos de represión, crearon un orden legal tan novedoso como arbitrario. La Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal, al rechazar un hábeas corpus colectivo (que luego fue confirmado por la Corte), llegó a sostener que “[l]as Actas Institucionales y el Estatuto para el Proceso de Reorganización Nacional […] conforman la cúspide del ordenamiento jurídico de la Nación Argentina revistiendo, por tanto, carácter de normas sustancialmente constitucionales. Así lo imponen las circunstancias históricas que lo motivaron y legitiman el hecho revolucionario –destinado a salvaguardar los más altos valores de la Nación–, como lo son su integridad física, su identidad moral, espiritual, etc., su seguridad y su propia subsistencia como nación soberana –por cuyo imperio rigen–, sin más subordinación a normas positivas anteriores que la que surja de sus propios términos, interpretados a la luz de los objetivos que determinaron aquel hecho”.7

La doctrina de la Corte, siempre favorable a reconocer la fuerza jurídica de los actos normativos propios de los gobiernos militares, pareció cambiar radicalmente –en este caso, agregaríamos, de un modo obviamente justificado– a partir de la actuación de la nueva Corte democrática instalada en 1983. Así, en casos como “Aramayo” (Fallos, 306: 72, 1984) y “Dufourq” (Fallos, 306: 174, 1984) el tribunal sostuvo la invalidez a priori de las normas de facto. Sin embargo, gracias a la especial influencia de uno de sus ministros, Julio Oyhanarte, siempre activo en la defensa de la doctrina de facto, el tribunal volvió a contradecirse al poco tiempo.8  En el caso “Godoy” (Fallos, 313: 1621 [1990]), resuelto en 1990, y en ocasión de revisar una cesantía determinada por las nuevas autoridades democráticas en la Universidad de La Plata, la Corte una vez más volvió a contradecirse y a rechazar lo determinado por la procuradora general de la nación para sostener que, “respecto de su validez, [una norma dictada por un gobierno de facto] debe ser juzgada como si hubiera emanado del propio Congreso” (Nino, 1992: 150; Oteiza, 1994: cap. 2).

Una extrema versión del positivismo (ideológico) campeó en toda América Latina, a lo largo de la historia, y adquirió una vitalidad especial en los años de las dictaduras militares de los años setenta. Pocos tribunales de la región ejemplifican mejor este nuevo corrimiento hacia las peores versiones del positivismo que el tribunal supremo chileno, que en más de una ocasión hizo explícita su adhesión incondicional al derecho de la fuerza. Así, por caso, en 1987, en una de las pocas ocasiones donde la Corte Suprema chilena trató de responder a los múltiples comentarios críticos que recibía por su falta de compromiso con la protección de los derechos humanos, el máximo tribunal señaló: “Los tribunales son estrictos y leales aplicadores de la ley […] los jueces no están autorizados a desechar [la ley] y buscar principios generales de la moralidad o de la ley [capaces de fundar sus decisiones]” (Correa Sutil, 1984: 93). Esta idea fue reiterada por la Corte Suprema en mayo de 1991, cuando respondió al informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, creada a los fines de informar sobre las violaciones de derechos humanos ocurridas durante la dictadura de Augusto Pinochet. Frente a las críticas de la Comisión, la Corte insistió en la idea de que su papel era el de ser un “estricto” aplicador de la ley, y en que la ley debía aplicarse, con independencia del hecho de que fuera justa o injusta (Correa Sutil, 1984: 98-99).

Aportes novedosos y específicos
Después de haber suprimido el derecho de optar por salir del país durante la vigencia del estado de sitio,9  la Junta denegó todas las solicitudes de opción para salir del país.10 La Corte justificó esta medida arbitraria en virtud del “momento excepcional” que se vivía “frente a una guerrilla subversiva ante la cual ningún ciudadano puede permanecer indiferente”.11 Coronó este razonamiento destacando la nueva situación legal creada por las actas institucionales y las leyes de la dictadura y afirmando que la suspensión del derecho de opción “no puede reputarse arbitraria, ni irrazonable”. Con menos entusiasmo explícito, pero con similares resultados, más tarde la Corte se declaró “inoficiosa” para juzgar casos sobre el derecho de opción, convalidando de ese modo la norma y su ejercicio.12 Y rechazó en reiteradas ocasiones el argumento de que las detenciones por largos períodos efectuadas durante el estado de sitio podían implicar una sanción penal.13

En septiembre de 1977 la Junta dejó sin efecto la suspensión del derecho a opción y estableció un sistema de libertad vigilada en su reemplazo. Creó de manera permanente un sistema de opción que concedía al Poder Ejecutivo la discreción para otorgarlo o rechazarlo según “el arrestado pudiera poner en peligro la paz y la seguridad de la nación”.14 La Corte también consintió este nuevo sistema represivo: cuando el tribunal consideró irrazonable la denegatoria del Ejecutivo para salir del país, acordó sin embargo al gobierno la opción de autorizar la salida o de disponer el régimen de libertad vigilada (Ley 21 650), ya que este “no suscita[ba] agravio de entidad suficiente” (!).15

En materia de hábeas corpus, también asumió un rol mayormente cómplice con la dictadura. Frente a recursos individuales o colectivos los jueces inferiores solían conformarse con una respuesta negativa genérica acerca de la detención de la(s) persona(s) en cuestión, clausurando sin más la investigación judicial (Conadep, 1984: 400-404). Frente a ese cuadro de desprotección judicial se presentaron en 1977 hábeas corpus colectivos directamente ante la Corte, haciendo evidente la privación de justicia. Esta, aun cuando reconoció que, en efecto, había privación de justicia, rechazó los reclamos por cuestiones procedimentales y encareció al Poder Ejecutivo a intensificar las investigaciones acerca del paradero y situación de las personas desaparecidas.16

Dada la retórica del fallo, que destacaba el rol de los jueces que protegían los derechos constitucionales y su resultado operativo sin avanzar en las investigaciones, no sorprende que esta decisión de la Corte haya sido recibida con beneplácito por el Poder Ejecutivo y la prensa adicta destacando la “independencia del Poder Judicial”, aunque omitiendo el dato más importante: no se ordenó la liberación de las personas detenidas ni se realizaron investigaciones para encontrar a las desaparecidas. Por eso no sorprende que el ex juez de la Corte Adolfo Gabrielli relate que cuando Videla recibió el texto de esta sentencia de manos de Horacio Heredia –entonces presidente de la Corte–, la leyó en voz alta para luego estrecharle la mano al juez y decirle: “Lo felicito, tenemos justicia” (Gabrielli, 1986: 64). El presidente de la Corte estimó frente a la prensa que las Fuerzas Armadas habían entendido el rol fundamental que los jueces deben jugar en el sistema político argentino. Tratando de capitalizar ese préstamo de legitimidad que otorgaba la Corte, el ministro de Justicia declaró: “Es muy positivo para la imagen del país que se advierta que, dentro del territorio argentino y en el exterior, existe un Poder Judicial independiente, con una Corte Suprema que es cabeza de poder y actúa como tal, con total independencia de criterio en sus juicios y en sus fallos” (Gabrielli, 1986: 65-71).

En abril de 1978 la Corte ordenó que se “adoptaran las medidas necesarias que exigían las constancias de autos” en un caso de un hábeas corpus interpuesto por el secuestro de una joven en un colectivo, puesto que el juez interviniente se había dado por satisfecho con el informe de las Fuerzas Armadas negando toda participación cuando existían pruebas en esa misma dirección (“Ollero”, Fallos, 300: 457). Sin embargo, este criterio fue rápidamente dejado de lado por la propia Corte. En numerosas ocasiones declaró que las causas sobre violaciones de derechos humanos eran ajenas a su competencia y ordenó agotar las instancias judiciales previas,17 sin interceder en la suerte de los detenidos y desaparecidos. Si quedaban dudas acerca de cómo la Corte realmente consideraba a las víctimas del terrorismo de Estado y sus derechos, este tribunal confirmó en 1981 una decisión de la Cámara Nacional de Apelaciones rechazando numerosos hábeas corpus, ya que, a pesar de que las personas desaparecidas seguían sin aparecer, ya se habían intentado otras vías procesales.18

Cuando la Corte decidió estudiar los reclamos de familiares de las víctimas, en la mayoría de los casos consideró que las detenciones eran “razonables” en función de las causas de esas mismas detenciones y su conexión con las del estado de sitio de acuerdo con lo informado por el propio Poder Ejecutivo, aunque inhibiéndose de analizar la veracidad del contenido de esos informes (en este caso se trataba de “contactos comunistas”).19 La Corte no realizó inspecciones en los centros de detención clandestina (denunciados en las diversas causas) así como tampoco indagó los hechos que se suministraban en los informes provenientes del Poder Ejecutivo.

De hecho, en numerosos casos en los cuales los tribunales inferiores ejercían el control de razonabilidad sobre las detenciones de personas y rechazaban las respuestas genéricas e infundadas del Poder Ejecutivo, llegando a la conclusión de que esas mismas personas debían ser liberadas, la Corte revocó tales decisiones señalando que la afirmación inequívoca formulada por el gobierno acerca de los vínculos de los detenidos con las actividades subversivas obligaba a los jueces a respetar la esfera reservada al poder político.20

La aparente excepción a ese criterio fue el caso “Timerman”.21 Jacobo Timerman era un prestigioso periodista, y para 1977 el dueño y director del diario La Opinión, un medio crítico de la dictadura. Fue detenido y torturado, y luego puesto a disposición del Poder Ejecutivo. El diario fue intervenido por el Ejército y después clausurado. Mientras se tramitaba un recurso de hábeas corpus en favor de Timerman, fue absuelto por la justicia militar. Los tribunales inferiores rechazaron el hábeas corpus. La Corte dispuso en 1978 que su detención era irrazonable dado que había cesado la causa invocada por el gobierno vinculada con el estado de sitio. Pero Timerman continuó detenido porque la Junta dictó una nueva resolución de “internación”, que no había sido impugnada en la denuncia, y por ello la Corte se negó a analizarla. Se planteó un nuevo hábeas corpus, frente al cual la Corte ordenó en 1979 la liberación efectiva del detenido, puesto que la resolución de la Junta por la cual continuaba detenido no era constitucional ya que implicaba la imposición de una pena por parte de un órgano político. La Junta amenazó con no acatar el fallo, frente a lo cual, aparentemente, los jueces y Jorge Videla (entonces presidente de la Junta) habrían amenazado con renunciar (Gabrielli, 1986: 113). Finalmente, la Junta accedió a cumplir la sentencia y en 1980 Timerman fue despojado de su ciudadanía argentina y forzado al exilio en Israel, España y Estados Unidos.

¿Qué llevó a la Corte, extraordinariamente, a hacer lugar el hábeas corpus en el caso “Timerman”? La presión internacional –sobre todo del gobierno de Carter y el Congreso de los Estados Unidos– ejercida sobre la Junta fue tan intensa (Mochkofsky, 2003: 359-360, 372-377), y la arbitrariedad de la detención tan ostensible, que existía una alta probabilidad de que el costo político de no liberar a Timerman aislara totalmente al régimen. De hecho, el procurador general de la nación, en el dictamen que elaboró para este caso, invocó como argumento la “imagen argentina en el exterior” y la “participación argentina en la comunidad internacional” (Gabrielli, 1986: 191). De todos modos, las externalidades positivas en términos de derechos humanos que pudo haber tenido la aceptación del hábeas corpus en este caso excepcional se diluyeron rápidamente en un mar de decisiones que continuaron desamparando a las víctimas.

La Corte también convalidó el sometimiento de civiles a la justicia militar. Invocando erróneamente un antecedente de 1962,22 sostuvo que los civiles juzgados por autoridades militares no demostraron los errores en los que esas autoridades podrían haber incurrido en sus decisiones, ni intentaron demostrar que el caso hubiera sido resuelto de otra forma por un juez no militar (LL, 1979-A: 501). Poco tiempo después la Corte llegó a sostener que los civiles en cuestión no habían demostrado la inconstitucionalidad de la norma (Ley 21 641) que los sometía a la jurisdicción militar (LL, 1979-B: 155). La “excepcionalidad de las circunstancias” también fue utilizada como argumento justificador de la jurisdicción militar sobre civiles (“De la Torre”, en LL, 1981-B: 341).

Conclusiones
La Junta violentó el orden constitucional, dictó (perdón por el oxímoron) leyes que intentaban legitimar al gobierno de facto, designó a los jueces de la Corte que luego reconocerían la validez del mismo régimen, las normas represivas que produciría y sus concretas aplicaciones, replicando la mecánica argumentativa circular del derecho y la jurisprudencia durante la Alemania nazi, según describió el Tribunal Militar de Núremberg en 1947.23

En este capítulo explicamos de qué manera la Corte, a través de sus sentencias, convalidó las normas fundamentales impuestas por la Junta luego del golpe de 1976, lo que facilitó la política represiva llevada adelante por el gobierno de facto. Esta posición no se apartó de la tradición jurisprudencial de la Corte argentina y de otros países de Latinoamérica.

Cuando tuvo la oportunidad de escuchar los reclamos de las víctimas concretas de esa misma política criminal, casi en forma invariable las abandonó a su suerte utilizando alternativa o conjuntamente argumentos formalistas, falacias jurídicas (como considerar que hubo privación de justicia pero sin ordenar la liberación de las personas secuestradas) y consideraciones políticas (seguridad nacional) que justificaban “medidas extraordinarias”. Con los argumentos y el lenguaje utilizados en sus sentencias, desalentó desde sus primeros días el surgimiento y desarrollo de una contradoctrina judicial que pusiera énfasis en el origen inconstitucional del gobierno y la violación sistemática de derechos humanos.

La Junta era consciente de la importancia de mantener las formas en materia de división de poderes. De aquí la sobreactuación del propio Poder Ejecutivo al destacar la valía de la Corte en el caso “Pérez de Smith”. La Corte pretendió mantener una fachada de justicia independiente y Estado de derecho mientras convalidaba las acciones autoritarias del gobierno. Mientras ese doble objetivo contribuye a entender algunas de sus contradictorias decisiones, lo cierto es que el resultado de ese ejercicio claramente benefició a la Junta y perjudicó irreparablemente a las víctimas del terrorismo de Estado: “La Corte del ‘Proceso’ desarrolló una cierta pericia en esto de reivindicar el control de razonabilidad y, al mismo tiempo, evitar que su ejercicio afectara concretamente las decisiones arbitrarias” (Groisman, 1989: 31).

Por definición, un régimen autoritario concentra el poder en manos de un dictador u oligarquía, con lo que la idea de un Poder Judicial independiente y desafiando los excesos y/o bases mismas del régimen se tensiona con la estructura congénita del poder basado puramente en la violencia (Solomon, 2007: 123). En el caso específico de la Argentina, la Junta Militar utilizó al Poder Judicial, y más específicamente a la Corte, como un instrumento de opresión y represión, al mismo tiempo que procuraba presentarlo como un poder independiente y por ello restrictivo de la fuerza, y por eso mismo generador de cierta legitimidad.

Los lugares clave del Poder Judicial argentino estaban cooptados por funcionarios dispuestos a forjar la legitimidad de las normas de facto centrales del régimen, evitar cuestionar la autoridad militar suprema, sobreactuar para construir una falsa percepción de independencia judicial y minimizar las violaciones de derechos humanos. Esta fórmula entrañó evidentemente una contradicción, puesto que al mismo tiempo que trataba de capitalizar el rol pretendidamente independiente de los jueces el gobierno también procuraba minimizar su potencial como foro de denuncia de las víctimas y opositores al régimen. La Corte fue protagonista central de esta dinámica política y judicial.

La Corte defeccionó de manera estratégica hacia los últimos meses de la dictadura (Fallos, 295: 997 y 10 001; 299: 431; 303: 1965), tomando una distancia prudente frente al plan criminal del gobierno (Helmke, 2005: 61), aunque ni por asomo suficiente para amparar a las víctimas ni para responsabilizar a sus verdugos. Esta defección presentaba dos límites que los jueces no cruzarían. El primero, sugerir que las bases jurídicas de la dictadura habían violentado la Constitución, pues hubiera implicado el reconocimiento de la usurpación de sus propios cargos judiciales. Y el segundo, responsabilizar a los autores de los crímenes, puesto que las víctimas ya habían recurrido a la Corte en búsqueda de amparo y la respuesta había sido la complicidad con los criminales.

Tal como lo hizo en septiembre de 2013 la Corte Suprema de Justicia de Chile analizando y reconociendo el rol cómplice que tuvo ese tribunal durante la dictadura pinochetista (Díaz y López, 2013), sería saludable ver ese mismo ejercicio en la Argentina.

Referencias bibliográficas

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Garro, Alejandro (1983), “The Role of the Argentine Judiciary in Controlling Governmental Action under a State of Siege”, en Human Rights Journal, 4(3), 311-337.
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— (1992), Fundamentos de Derecho Constitucional, Buenos Aires, Astrea.
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Solomon, Peter (2007), “Courts and Judges in Authoritarian Regimes”, en World Politics, 60 (1).

Referencias:

1 * Los autores agradecen a Horacio Etchichury y Juan González Bertomeu por los comentarios al borrador de este texto. Las opiniones y conclusiones desarrolladas en este capítulo sólo reflejan las de sus autores y de ninguna manera las de las instituciones a las cuales están afiliados.
2 Retomamos aquí parte de los argumentos expuestos en Gargarella (2005).
3 Por lo demás, es muy importante recordar otra serie de fallos tan relevantes como los dictados en tiempos de la Acordada que ratificaban y perfeccionaban la doctrina de facto, véanse “Administración de Impuestos Internos”, “Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires c. Mayer” (Fallos, 201: 249 [1945]). Hasta 1958, de todos modos, los decretos-ley emitidos debieron ser ratificados por el Congreso. Sin embargo, a partir de entonces, con la nueva doctrina creada por Julio Oyhanarte en relación con los decretos-ley de la Revolución Libertadora, tales decretos pudieron seguir en vigencia sin necesidad de ratificación expresa, y salvo en el caso en que expresamente se los derogase.
4 Entonces, y ante un anuncio que le formulara el presidente Eugenio Aramburu, donde se informaba de su ascensión al poder desplazando al general Lonardi, quien no había presentado la renuncia a su cargo, la Corte dictó una nueva Acordada que afirmaba que “la designación de la persona que ejerce la presidencia provisional ha sido realizada sin alterar los fines que la revolución triunfante originalmente se propuso”.
5 En el caso “Molinas, Ricardo Francisco” del 5 de octubre de 1968, la Corte convalidó al nuevo gobierno de facto, y en la Acordada del 7 de marzo de 1968 avaló la renovación de la Corte y los Tribunales Superiores de Provincia dispuesta por el gobierno militar. Más adelante, y a través de la Acordada del 9 de junio de 1970, respaldaría también la remoción del general Juan Carlos Onganía y su reemplazo por el general Levingston; y todavía, luego, por medio de una nueva Acordada, reemplazó a Levingston por el general Lanusse (Oteiza, 1994: 72).
6 “Ercoli, María Cristina”, 16 de noviembre de 1976. Veáse también “Lockman, Jaime”, 10 de noviembre de 1977.
7 (Opinión del juez Mantarás) “Navarro, Néstor S. y otros”, 18 de marzo de 1981; CS, 22 de septiembre de 1983.
8 Puesto a reflexionar al respecto, sostuvo en su momento Oyhanarte: “Mi opinión es categórica. La Corte Suprema no puede modificar el curso de la historia. Carece del poder necesario para hacerlo. Cuando tienen ante sí el hecho, ya consumado, del derrocamiento de las autoridades constitucionales y la instalación de un gobierno de fuerza por vía que hemos dado en llamar ‘revolucionaria’ pueden hacer tres cosas: a) renunciar, transfiriendo a otros la responsabilidad de la decisión; b) tomar el hecho consumado tal como viene; c) colocarse ante el hecho consumado y, dentro del anormal estado de cosas que ha creado, tratar de salvar aquellos valores institucionales que todavía pueden ser salvados. Esto último es lo que hizo la Corte en 1930” (Oyhanarte, 1972: 106).
9 Art. 1, BO, 26 de marzo de 1976.
10 Ley 21 275, 29 de marzo de 1976. Véase Garro (1983).
11 “Ercoli, Maria Cristina”, cit., pp. 3-9.
12 “Espindola, Norma”, 6 de mayo de 1976; “Paranagua, Pablo A. y otro”, en LL, 1976-C: 28-29.
13 12 “Tizio”, en LL, 1978-A: 473 (diciembre de 1977); “Carlos María Zamorano”, en LL, 1978-B: 187.
14 Acta Institucional, ADLA, 1977-D: 3664.
15 LL, 1982-A: 562; LL, 1981-C: 5. Véase también “Benito Moya”, en LL, 1981-C: 107; “Celia Marino”, en LL, 1982-D: 266.
16 “Pérez de Smith, Ana M. y otros”, 18 de abril de 1977.
17  “Giorgi, Osvaldo”, 27 de febrero de 1979; “Simmerman de Herrera, Georgina”, 2 de octubre de 1980; “Herrera, Félix”, 11 de octubre de 1979; “Ogando, Emilio”, 9 de septiembre de 1980; “Machado, Celia y otros”, 24 de julio de 1980; “Grunbaum, Roberto”, 15 de noviembre de 1979; “Hidalgo Solá, Héctor”, 23 de octubre de 1982.
18 “Epsztein de Friszman, Bella y otros”, 29 de diciembre de 1981.
19  “Zamorano, Carlos”, 9 de agosto de 1977; “Peremuter, Enrique”, 9 de octubre de 1979; “Staheli de Frías, Edith”, 9 de octubre de 1979; “Beltramino de Loto, María de las Esperanzas”, 26 de junio de 1980; “Messa, Luis A. y otros”, 16 de noviembre de 1982.
20  “Gariboto”, LL, XXXIX-A-I: 1046 (1979); “Anguita”, LL, Repertorio, XLIA-I: 1517 (1981); “Perelmuter”, Fallos, 301: 30, p. 866 (1980), LL, 1980-A: 33.
21 “Timerman, Jacobo”, 17 de septiembre de 1979.
22 “Rodríguez”, Fallos, 254: 116, que establecía que la fuerza para repeler la violencia contra las instituciones no se limitaba a la coacción física sino que contemplaba también el auxilio militar a las autoridades civiles, pero siendo que se había extinguido la emergencia que había justificado la condena militar, se dejó a esta última sin efecto. Más allá de todas las críticas que merecía esa misma doctrina, fue aplicada en un contexto constitucional democrático, no en el marco de un gobierno de facto (Groisman, 1989: 25).
23 “United States of America c. Alstötter y otros” (“The Justice Case”), Tribunal Militar III, caso 3, Trials of War Criminals before the Nuernberg Military Tribunals under Control Council Law nº 10, Núremberg, octubre de 1946 – abril de 1949, vol. III, Washington, DC, 1951, pp. 984-985.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar