El grito de Alcorta

Aquella gran huelga de chacareros


La Argentina era, para fines del siglo XIX, la tierra de la gran promesa. Hacia aquí venían en tercera clase, porque no había cuarta, miles y miles de seres humanos, familias cargadas de ilusiones. Venían con muchas ganas de terminar con una constante con la que convivían desde la cuna: la humillación, el ninguneo, la miseria. Les habían dicho que del otro lado del Atlántico había una tierra rica, tan rica que alcanzaba para todos, donde todos podrían tener su lugar en el mundo, donde nadie los mandaría y serían finalmente libres. La promesa era atractiva tanto para aquellos que se sentían perseguidos por el hambre como para los que además de la miseria los  perseguían literalmente las autoridades locales por profesar ideas socialistas o anarquistas.

Para cuando la oleada inmigratoria se fue volviendo marea, a partir de 1880, la tierra prometida ya estaba repartida. La llamada “conquista del desierto” había entregado millones de hectáreas  a los mismos de siempre en lugar de reservarlas para los inmigrantes como planteaba la Ley Avellaneda.

Muchos, con gran dolor y algo de resignación decidieron quedarse en Buenos Aires a trabajar en lo que pudieran. Otros se arriesgaron a encaminarse con sus familias al campo a intentar cumplir aquel sueño que les había servido de combustible para llegar hasta aquí. La mayoría rumbeó para el Norte de la provincia de Buenos Aires, Sur de Santa Fe y Córdoba, consolidando la Pampa Gringa que había empezado a tomar forma a partir de las colonias creadas a mediados de la década de 1850.

Cuando bajaron de los vagones polvorientos del Central Argentino comprobaron que su escaso capital no les alcanzaba para comprar ni un palmo de tierra y que los grandes propietarios no vendían una sola hectárea porque habían encontrado el método más cómodo y rentable de valorizar sus tierras: arrendarlas a los inmigrantes que llegaban sin parar desesperados a la zona.

Los inquilinos se harían cargo de todo: sembrarían por su cuenta y riesgo, alquilarían a los propietarios –y sólo a los propietarios- los elementos de labranza y las trilladoras, les entregarían los cereales limpios y embolsados –en bolsas que sólo podían comprarles a los dueños del campo- listos para su traslado al puerto y quedaría para los dueños entre el 40 y el 50% de la producción.

La cosa no terminaba ahí. Los arrendatarios, que comenzaron a ser llamados “chacareros”, no podían sembrar otro cultivo que los pactados con los dueños y no podían criar ganado ni caballar, ni vacuno si no pagaban una abultada suma en carácter de “multa”. La mayoría de los chacareros se veía obligada a comprar todos los elementos necesarios para su vida diaria en los almacenes de sus patrones a precios varias veces superiores a los valores de mercado, lo que los llevaba a vivir endeudados de una cosecha a la otra.

La cosecha de 1911 había sido particularmente mala y las deudas se multiplicaron y cuando todo parecía solucionarse en 1912 con una muy buena cosecha, la perversidad del sistema se puso en evidencia: a los labriegos sólo les alcanzó para pagar lo que debían a sus propietarios y ni siquiera pudieron cancelar los importes de las libretas con los almacenes que no pertenecían a la patronal.

Y fue justamente un almacenero de pensamiento socialista, Ángel Bujarrabal, el que comenzó a coincidir con sus clientes en que las injusticias eran demasiadas, que trabajaban de sol a sol y cada vez estaban más pobres, que él no era su enemigo y que estaba dispuesto a ayudarlos, que lo principal era organizarse para cambiar el sistema de arriendos.

Así fue como un 25 de junio de 1912 se reunieron en la Sociedad Italiana de Alcorta, unos dos mil chacareros de la zona. Allí pudo escucharse la voz de Francisco Bulzani decir: “No hemos podido pagar nuestras deudas y el comercio, salvo algunas honrosas excepciones, nos niega la libreta. Seguimos ilusionados con una buena cosecha y ella ha llegado pero continuamos en la miseria. Esto no puede continuar así. Los propietarios se muestran reacios a considerar nuestras reclamaciones y demandas. Pero si hoy sonríen por nuestra protesta, puede que mañana se pongan serios cuando comprendan que la huelga es una realidad”. 1

Y así comenzó la huelga de los chacareros, que se extendió del Sur de Santa Fe a Córdoba y Buenos Aires. Pedían la rebaja de los arrendamientos, la libertad de contratación, un mínimo de cuatro años para los contratos, cosas lógicas. A la protesta se sumaron los sacerdotes José y Pascual Netri y el abogado Francisco Netri.

La reacción de los estancieros no se hizo esperar y acusaron de agitadores a los huelguistas. En la asamblea de la Sociedad Rural de Rosario, reunida el 13 de julio de 1912, para condenar la huelga y evaluar los pasos a seguir, todos se quedaron asombrados cuando uno de sus socios pidió la palabra e invitó a los presentes a evaluar las justas razones de los chacareros y los invitó a salvar la cosecha acordando con los huelguistas. El que así hablaba era Lisandro de la Torre, quien propondría, poco después, convertir en propietarios a los arrendatarios y a los jornaleros rurales y se pronunciaría por una profunda reforma agraria.

Pero no todos pensaban como Lisandro y se lanzó sobre los huelguistas una dura represión que incluyó el encarcelamiento de muchos de sus dirigentes y hasta del sacerdote José Netri por 60 días en la Jefatura de Policía de Rosario. El flamante gobierno radical de Santa Fe que había llegado al poder gracias a la Ley Sáenz Peña, ordenó a una comisión la elaboración de un informe que concluyó que los reclamos de los huelguistas eran absolutamente justos y aconsejaba la fijación por escrito de contratos de arriendos justos y previsibles en los que los gastos de embolsado y acarreo corriera por cuenta de los propietarios y se liberara a los arrendatarios del pago de garantías de calidad de cultivos.

La comisión entendió que había que ir un poco más allá y que el Estado tenía un rol fundamental en facilitar el acceso a la propiedad de la tierra para los verdaderos agricultores y en otorgarles ventajas impositivas, subsidios para fletes y créditos blandos para comprar elementos de labranza y semillas.

Para fines de julio la huelga comenzó a obtener sus primeros triunfos: en la mayoría de los campos comenzaron a aceptarse las condiciones de los huelguistas y se firmaron nuevos contratos de arrendamiento.

El 15 de agosto de aquel 1912 los chacareros se reunieron en la Sociedad Italiana Giuseppe Verdi de Rosario dando nacimiento a la Federación Agraria Argentina bajo la presidencia del dirigente socialista Francisco Noguera y la asesoría letrada de Francisco Netri. Poco después, Netri pasaría a ocupar la presidencia.

El triunfo parcial de la huelga y la conformación de la primera entidad gremial del campo que reunía a los pequeños y medianos propietarios fue un trago amargo para aquellos que estaban acostumbrados a que el campo fuera un territorio exclusivo donde sólo imperaban su voluntad y sus intereses.

Netri fue perseguido por todos los medios desde que ocupó la presidencia de la FAA. Se lo acusó falsamente de agraviar los símbolos patrios, mientras los que nunca tuvieron problemas en agraviar uno de los símbolos de la democracia, la Constitución Nacional, que garantiza los derechos de los ciudadanos, lo detuvieron y enjuiciaron en abril de 1913.

La falsedad de la acusación era tal que hasta la “justicia” de entonces debió absolverlo de culpa y cargo en junio de aquel año. La persecución fue tomando otros caracteres hasta que el 5 de octubre de 1916, Netri fue asesinado por el matón a sueldo Carlos Ocampo. Como diría años más tarde Lisandro de la Torre frente al cuerpo de su amigo el senador electo Enzo Bordabehere, asesinado por investigar el negociado de las carnes: “conocemos el nombre del matador, nos falta conocer el nombre de los asesinos”.

En los bolsillos del saco del Dr. Netri se encontró un papel, probablemente el borrador de un discurso que nunca llegó a pronunciar donde soñaba: “Unámonos para excluir de las poblaciones de este país el inquilinaje y el proletariado, estas dos especies de esclavatura que son la lepra de las viejas sociedades, y que darían a las nuevas un aspecto enfermizo de ancianidad en medio de los esplendores de la naturaleza que nos rodea”. 2

Referencias:

1 Plácido Grela, El grito de Alcorta, Buenos Aires, CEAL, 1985.
2 Idem.