El fin del tercer Reich: la captura de científicos


Panorama, Mayo de 1970.

Extasiado por el paisaje alpino, que se presentaba a sus ojos más grandioso que nunca en esa primavera bávara, Fred Schneiker patrullaba con su jeep los caminos y se sentía feliz con esa misión. Iba a la cabeza de las fuerzas de avanzada de la infantería de marina norteamericana, cuya ofensiva final en Alemania prácticamente concluía esa tarde del 2 de mayo de 1945, después de conocerse la rendición de los ejércitos del Tercer Reich. De pronto, Schneiker vio acercarse en sentido contrario a un ciclista mal entrazado, que vestía un largo abrigo de cuero con las solapas raídas.
-Tengo que decirle algo muy importante- se anticipó el ciclista, ensayando un inglés comprensible.
-¿Y qué es eso tan importante que tiene que decirme un alemán vencido?- fanfarroneó Schneiker, apoyando los codos en el respaldo de su asiento mientras hurgaba en los bolsillos de su campera para sacar un cigarrillo.
-escuche bien, por favor. ¿Ve esa montaña? Allá arriba hay un grupo de científicos, de especialistas en proyectiles teledirigidos. Entre ellos está el inventor de las bombas voladoras. ¿Conoce usted la V-2? Bueno, se trata de su creador. Yo formo parte de ese grupo y quiero hablar con su comandante para ofrecerle nuestra rendición.
-¡Qué interesante! Yo formo parte del circo Hagenbeck y detrás de mí vienen los elefantes… ¡Apártese, vamos!
El diálogo se cortó abruptamente. Schneiker puso en marcha el motor y empuñó el volante, pero cuando arrancaba, el alemán trepó al jeep y volvió a insistir. Recién lo convenció cuando pudo mostrarle una fotografía suya en la que aparecía junto al Führer. Entonces Schneiker ordenó a su patrulla que lo acompañara hasta el escondite de la montaña, al que subirían guiados por el ciclista, y al rato estuvieron todos de regreso con media docena de personas más. La caravana de jeeps se dirigió luego a la sede del Estado Mayor de la división 324, instalada en Reutte, donde fue recibido el pequeño grupo de siete alemanes, todos vestidos con largos abrigos de cuero. El que iba adelante, joven y corpulento, de piel rosada y cabellos rubios, tenía el brazo izquierdo en cabestrillo. Era el más importante de todos. Se identificó como Werner von Braun y era, efectivamente, el inventor de la bomba voladora que había hecho estragos en Londres. Con él entró también el ciclista, que resultó ser su hermano, Magnus von Braun, y detrás de ellos lo hicieron el general Dornberger (jefe de la base de Peenemünde) y su jefe de Estado Mayor, coronel Axter; un técnico en combustión, Hans Lindenberg; y dos ingenieros, Bernhard Tessmann y Dieter Huzel.
Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, los alemanes contaban ya con un respetable adelanto científico. En ningún otro país, los descubrimientos surgidos de los laboratorios estaban tan cerca de sus realizaciones industriales. En agosto de 1939, el ingeniero Heinkel había hecho volar por primera vez un avión de reacción; en abril del 40, la Wehrmacht invadió Noruega y se apoderó de la usina de Rjukan, donde se elaboraba el agua pesada necesaria para poner en funcionamiento los reactores atómicos. El primer vuelo de un proyectil V-2 se realizó en octubre de 1942 y la rapidez de su desplazamiento supersónico lo ponía a cubierto de todo intento de interceptación. Su ojiva podía transportar una tonelada de carga, es decir: una bomba atómica. Pero eso no era todo. Entre sus armas secretas, el Tercer Reich contaba, además, con un submarino que usaba compuestos químicos de combustible y que era capaz de dar la vuelta al mundo sin reabastecerse; un proyectil; un proyectil “sol-aire” (el Waserfall), antecesor de los actuales misiles; un cañón gigantesco de 200 kilómetros de alcance y una bomba voladora en preparación (la famosa V-1)
Sin embargo, Hitler no confiaba en esas armas para ganar la guerra. Prefería el poderío de sus ejércitos, y eso lo llevó a cometer uno de sus errores más tremendos: suspender el avance de las investigaciones científicas con el pretexto de que las armas secretas no podrían ser probadas hasta que concluyeran los combates bélicos.

PRIMERA MISIÓN. Ignorando esas decisiones del Führer, desde 1943, los aliados vivían preocupados por dar caza a los cerebros científicos alemanes y arrebatarles el material de sus experimentos. Estimaban que esa operación les haría ganar 20 años de investigaciones y economizar millones de dólares. Para conseguir ese propósito fue planeada la misión Alsos, comandada por el físico Samuel Goudsmit y el coronel Boris Pash. Dentro del inmenso despliegue de fuerzas que en junio de 1944 invadieron Normandía, la misión Alsos contaba apenas con un puñado de hombres y vehículos de identificados con un signo alfa pintado de blanco y encerrado en una estrella roja. Pero su actividad inicial fue un fracaso: el primer hombre de ciencia que cayó en sus manos (Hans Jansen) era el descubridor de una nueva pasta dentífrica. Obtuvo, en cambio, una información valiosa, proporcionada por el físico francés Frederic Joliot-Curie (hijo del célebre matrimonio): “Los alemanes –dijo- no están aún en condiciones de fabricar una bomba atómica, pues sus investigaciones se encuentran en una etapa primitiva”.
Esa información sería verificada poco después, cuando la misión Alsos logró detener a un grupo de técnicos alemanes en un hospital de Estrasburgo (donde se hacían pasar por médicos) y apoderarse de algunas carpetas con informes secretos. Se enteraron de que había dos años de ventaja a favor de los Estados Unidos, pues la primera pila de grafito funcionó en los laboratorios norteamericanos en diciembre de 1942, mientras que los alemanes recién habían conseguido efectuar ese experimento en agosto de 1944.
Lo que no imaginaban los jefes de la misión Alsos era que Hitler, al ver que la guerra entraba en un período crítico para sus ejércitos, había ordenado que se perfeccionaran las armas secretas “para utilizarlas cuanto antes”. Y en esa desesperación, los científicos germanos se decidieron por los cohetes teledirigidos, cuyo desarrollo estaba mucho más adelantado que el de la bomba atómica. El resultado fue la creación de la V-2, después del fracaso de la V-1 (imposible de controlar en su recorrido); así nació la bomba voladora que comenzó a aterrar a los ingleses en septiembre de 1944 y que se fabricaba en serie en una gigantesca planta subterránea situada debajo de los bosques de Norhaudsen. El grupo de von Braun se instaló allí cuando la base científico de Peenemünde debió ser abandonada por los constantes actos de sabotaje; pero ésa era sólo una parte del gran staff científico, pues el resto debió tomar el camino de Cuxhaven, sobre el Báltico, donde funcionaba otro centro experimental. La separación se hizo para evitar que, de un manotazo enemigo, fueran apresados todos los hombres de ciencia.

UN ESCONDITE. La misión Alsos descubrió uno de esos escondites en el pueblo de Hechingen, situado cerca de la Selva Negra. Aparentemente se trataba de una villa apacible, con sus granjas y sus campos arados; pero los servicios de espionaje habían detectado que allí se trabajaba en armas secretas y los norteamericanos querían adelantarse a los franceses, por temor a que éstos, a través de Joliot-Curie, pasasen información secreta a los rusos. Una vez en Hechingen, comprobaron que las granjas eran ficticias y que la villa estaba habitada por científicos. Enseguida capturaron a cuatro de ellos: Fritz Weiszäcker, Otto Hahn, Wilhem Groth y Erich Heisemberg. Simultáneamente, la tercera división de tanques de las tropas norteamericanas que avanzaban por el norte, en dirección al Elba (donde debían reunirse con el ejército soviético), se encontró con una resistencia inusitada en el pueblo de Epschenrode. Es que allí estaba una de las fábricas subterráneas más importantes, en las que se hacía trabajar a los deportados.
William Castille, oficial de la tercera división blindada, fue el primero en entrar a ese lugar. Cuando vio los túneles, su iluminación y las vías férreas que corrían por debajo de las montañas, se quedó estupefacto. Enormes masas cónicas de metal aparecieron ante sus ojos, acostadas sobre carretas ferroviarias: eran cohetes V-2 en preparación. Apenas se transmitió la noticia al Pentágono, el coronel Trichel ordenó que llevaran un centenar de esos proyectiles a los Estados Unidos. Esa era una misión más peligrosa todavía porque según los acuerdos de Yalta, la zona de Nordhausen debía ser ocupada por las tropas soviéticas. Eisenhower, jefe máximo de los ejércitos norteamericanos, se opuso tenazmente a la iniciativa del Pentágono y ordenó que “todas las fábricas, instalaciones, empresas, centros de investigaciones, laboratorios, patentes, planes e inventos sean entregados intactos a sus ocupantes legales: el ejército soviético”. Trichel lo mismo se las arregló para que los cohetes fueran desmontados y embarcados a bordo de una nave de guerra rumbo a su país, pero cuando cruzaban el Atlántico fueron detenidos por una flota de barcos ingleses que pedían explicaicón al Estado Mayor norteamericano “por haber violado los compromisos con sus aliados”. Esos compromisos obligaban a dividir por partes iguales todas las presas de guerra. Finalmente, hubo una negociación secreta en alta mar y Trichel tuvo la cuota de cohetes V-2 que tanto ansiaba.

SEGUNDO OPERATIVO. Los norteamericanos planearon luego el operativo Overcast (oscurecimiento), destinado a “comprar” a los técnicos alemanes de la zona que ocuparían los rusos a partir del primero de julio de 1945. De esa forma fueron contratados Otto Zindel (diseñador de bombarderos), Alexandre Lippisch (creador del avión de chorro Messerschmitt 163), Hans Heinrich Thodor Knacke (especialista en paracaídas de cintas), Eugen Ryschkewitch (experto en revestimientos de cerámica para altas temperaturas), Philipp von Dopp (técnico en altos hornos) y Theodor Zobel (creador de aviones supersónicos). Todos aceptaron de buena gana ser enviados a los Estados Unidos cuando se les ofrecieron “los mejores recursos técnicos y económicos para continuar sus experiencias y, además, la posibilidad de hacerse ciudadanos norteamericanos”. Es más, algunos se apresuraron a revelar otros escondrijos y así se pudo hallar un proyectil “sol-aire” y una caja con los planos secretos de la V-2.
Aunque el operativo Overcast concluyó el primero de julio, lo mismo se intentó reclutar a otros alemanes “de interés” en la zona soviética; pero cuando los rusos se dieron cuenta, los escondieron. También intentaron hacer su propio secuestro de científicos los oficiales del ejército francés, pero ya era imposible conseguir uno de esos valiosos hombres: o estaban en los Estados Unidos o viajaban hacia la Unión Soviética. Para ese entonces, los rusos habían obtenido a los sabios atómicos Heinrich von Ardenne, Fritz Hertz y Hans Thiessen, capturados por azar durante un allanamiento efectuado en Berlín en mayo de 1945. Sin embargo, su política en este sentido fue tardía, pues sólo pensaban en llevarse a su país plantas industriales y laboratorios “como indemnización por gastos de guerra”. Tal vez por esa falta previsión, apenas el comandante Vavilov descubrió la base científica de Peenemünde, la hizo volar con dinamita. Recién cuando advirtieron la astucia de los norteamericanos, empezaron a buscar laboratorios de armas secretas para desarmarlas y llevárselas. Cargaron entonces sus barcos de proyectiles y máquinas y partieron desde Lübeck y Magdeburg hacia el otro lado de los Urales. Llevaban en ese cargamento la planta de fabricación de las V-2, desmontada en Nordhausen (de donde los norteamericanos habían extraído los primeros cohetes), para trasplantarla con todo su personal directivo. El ingeniero alemán Helmut Gröttrup fue el jefe absoluto de ese complejo (que en un principio se llamaba Mittelwerke y los rusos rebautizaron Zentralwerke), a cargo de cinco mil técnicos. Entre ellos figuraban Hans Kuhl (especialista en dirección electrónica), Waldemar Schiehorn (experto en aleaciones de aluminio), Aldolf Albring (diseñador de aviones) y Jochen Umpfenbach (técnico en propulsión). Un botín nada despreciable, si se tiene en cuenta que llegaron tarde al reparto.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar