El faraón. El que mantiene alejado el caos, por José Miguel Parra

(Fragmento del libro La vida cotidiana en el Antiguo Egipto. El día a día del faraón y sus súbditos a orillas del Nilo)


Hace unos 5.000 años (3.000 antes de Cristo), en el noreste de África, a lo largo del río Nilo, se desarrolló una de las culturas más extraordinarias del mundo antiguo. Construyeron monumentales pirámides, momificaron los cuerpos de sus reyes, crearon un artístico método de escritura y desarrollaron notablemente la astronomía, la geometría y la matemática.

En su libro La vida cotidiana en el Antiguo Egipto, José Miguel Parra reconstruye la realidad cotidiana de la cultura faraónica, una de las más apasionantes de la historia. A lo largo de este ensayo, Parra –doctor en Historia Antigua por la Universidad Complutense de Madrid, experimentado arqueólogo del Proyecto Djehuty, en Luxor, y especialista en el mundo faraónico– describe la vida cotidiana de las diversas figuras más representativas de la sociedad egipcia, desde el campesino hasta el faraón y desde la dama del harén hasta los constructores de pirámides, pasando por el escriba, el visir, el extranjero, el soldado, el esclavo, el ama de casa, el seductor, el sacerdote, el artesano, el jefe de expediciones, etc.

Entre los capítulos que ponen en cuestión creencias hondamente arraigadas en la sociedad, se encuentran los dedicados a los extranjeros y a los esclavos. Sobre los primeros Parra señala, entre otras cosas, que los israelitas nunca estuvieron en Egipto. “El Éxodo no es más que una ficción histórica. Solo existe un documento egipcio que los mencione. (…) Sin embargo, tras más de un siglo de búsquedas, no se ha encontrado ni un solo resto arqueológico que sugiera siquiera la presencia israelita en el Sinaí en época de Mernepath (1213-1203 a.C.)”. En cuanto a los esclavos, el egiptólogo destaca: “…la faraónica no era una sociedad esclavista. ¿Había esclavos? Sí, pero en tan escaso número que eran económicamente insignificantes. En Egipto, el trabajo era remunerado”.

Parra también subraya la importancia de los escribas en aquella sociedad: “un instrumento tan poderoso [la escritura] no podía dejarse en manos de cualquiera, de modo que quienes lograban dominarlo se convertían desde ese instante en parte de la elite de la sociedad. Habían alcanzado el elevado rango de escribas y, solo por ello, su vida iba a resultar mucho menos fatigosa que la del egipcio medio”.

El libro dedica un capítulo entero a los diversos modos de seducción tanto por parte de personajes encumbrados de la sociedad como de la gente común. Al referirse a las armas de seducción femenina, Parra recorre los modos de seducir tradicionales (los perfumes, los aceites, hacerse la interesante, dejar ver la belleza de su cuerpo oculta por la ropa como si se debiera a un descuido), y destaca uno de los gestos más sugestivos de las mujeres egipcias: ponerse la peluca. “Hasta tal punto era así, que la frase ‘ponte la peluca’ llegó a ser una invitación para irse a la cama, como vemos en Los dos hermanos: ‘Nadie ha disputado conmigo excepto tu hermano menor cuando vino para encontrar grano y me encontró sentada y sola. Y me dijo: «Ven, pasemos un momento acostados; ponte tu peluca»’”.

A continuación transcribimos el capítulo dedicado al faraón, figura emblemática de la cultura egipcia y a los mitos fundacionales de esta cultura fascinante.

Fuente: José Miguel Parra, La vida cotidiana en el Antiguo Egipto. El día a día del faraón y sus súbditos a orillas del Nilo, Buenos Aires, Editorial El Ateneo; Madrid: La Esfera de los Libros, 2016, págs. 61-70.

Los egipcios tenían un concepto muy claro de cómo estaba organizado el mundo y cómo este apareció. En un primer momento solo existían las aguas del Nun. El Nun era el océano primordial en el que se encontraban todas las cosas en potencia y del cual emergió una colina, la colina primigenia, donde apareció un dios, el cual creó el mundo tal cual lo conocemos. Dado que la multiplicidad de aproximaciones que caracteriza al pensamiento faraónico permitía que dos cosas aparentemente contradictorias fueran ciertas al mismo tiempo, cada una dependiendo de las circunstancias, se puede decir que los sacerdotes de cada deidad generaron una cosmogonía en la que su dios favorito era el creador del mundo. No obstante, hay algunas que se volvieron más relevantes y conocidas que las demás. Se trata de la teología heliopolitana, la hermopolitana, la menfita y la de Amón.

La teología heliopolitana habla de que fue el dios Atum el que apareció sobre la colina primigenia y que allí, bien masturbándose, bien escupiendo, dio forma al dios Shu (personificación del aire y de la luz) y la diosa Tefnut (personificación del calor), que a su vez parieron al dios Geb (personificación de la tierra) y la diosa Nut (personificación de la bóveda celeste), quienes tuvieron cuatro vástagos: Osiris, Isis, Seth y Neftis, a partir de los cuales el mundo estuvo creado.

Para la teología de Hermópolis, la ciudad del dios Thot (encarnación de la sabiduría), sobre la colina primigenia aparecieron cuatro parejas de dioses: Nun y Nunet (el agua primordial, el caos), Hehu y Hehet (el infinito espacial), Keku y Keket (las tinieblas) y Amón y Amonet (los ocultos), en ocasiones sustituidos por Niau y Niaut (el vacío). Dependiendo de las variantes, sobre esta colina la Ogodoada da vida al dios Ra o bien fecunda un huevo del que nace Ra, que crea el mundo.

La teología menfita, en cambio, recogida en la Piedra de Shabaqa, nos cuenta que el mundo lo creó Ptah, dios de los artesanos, pensando las cosas en su corazón para después pronunciarlas y que cobraran vida. Más tardía, la teología de Amón amalgama en cierto modo a todas las anteriores para terminar mostrando al dios de Tebas como el creador del mundo. Un mundo que los egipcios entendían como una masa de caos líquido, el océano del Nun, dentro del cual flotaba una burbuja de orden perfecto, el valle del Nilo y las tierras llegadas a dominar por el soberano. Fuera de esa burbuja, todo era un caos que intentaba apoderarse de Egipto.

Un mito, recogido en El libro de la vaca celeste, nos cuenta cómo llegó un ser humano a sentarse en el trono de un mundo gobernado hasta entonces por los dioses. Dice el mito que cuando el anciano Ra regía los destinos de Egipto en paz y prosperidad, la humanidad organizó un complot para derrocarlo. Agraviado, Ra envió a la diosa Sekhemet para destruir a la humanidad, pero al final se arrepintió y consiguió detenerla antes de que completara su tarea. No obstante, fatigado, decidió abandonar el mundo hacia la esfera celeste a lomos de Nut, convertida en una vaca. El mundo que dejó estaba formado por el cielo (la diosa Nut), la tierra (el dios Geb) y el más allá (conocido como Duat). A partir de este momento sería su representante sobre la tierra, el faraón, quien gobernara en su lugar con la tarea de mantener alejado el caos de Egipto.

Un segundo mito, el de Osiris, nos explica cómo conseguían legitimidad los faraones y cómo cada uno de ellos se puede considerar un único gobernante regenerado a lo largo de innumerables generaciones. Nieto de Ra, Osiris gobernaba el mundo con sabiduría, ayudado por su esposa y hermana, Isis. Celoso, su hermano Seth decidió hacerse con el poder asesinándolo con una estratagema: organizó una fiesta y dijo que regalaría un maravilloso ataúd a quien cupiera perfectamente en él. Como lo había fabricado con las medidas exactas de Osiris, cuando este se metió en él lo tapó y lo tiró al Nilo, desde donde el ataúd fue flotando hasta Biblos. Allí Isis pudo recuperar el cadáver de su esposo y traerlo a Egipto; pero solo para ver cómo Seth lo robaba y descuartizaba en catorce pedazos que distribuyó por todo el país. Trabajosamente, Isis recuperó todos los pedazos menos el pene, que sustituyó por uno artificial cuando unió todos los fragmentos y los convirtió en la primera momia. Gracias a su magia, Isis consiguió que Osiris reviviera lo suficiente como para quedar embarazada y dar a luz a Horus. Tras muchas peripecias, recogidas en la Contienda de Horus y Seth, Horus consiguió vencer a su tío Seth y ser reconocido por el consejo de dioses como el legítimo gobernante de la tierra.

Cuando un faraón moría, se convertía en Osiris al ser momificado y enterrado con los ritos adecuados. De hecho, quien hubiera sido el en­cargado de realizar los funerales, al actuar como debe hacerlo un hijo, se transformaba de facto en su heredero: Horus, el gobernante de la tierra, representante de los dioses y el intermediario entre ellos y la humanidad. Un importantísimo ritual se encargaba de transformar a quien hasta entonces no era sino un mortal en un ser semidivino: la coronación; exactamente del mismo modo en que hoy día un mero sacerdote de la Iglesia cristiana se convierte en el infalible representante de Dios sobre la tierra con el título de papa.

El desarrollo exacto de la coronación no se conoce, pero sí varias de las ceremonias que la componían, las cuales comenzaban cuando el heredero del trono era despertado al amanecer en sus aposentos de palacio y. adecuadamente vestido, se trasladaba al edificio de culto donde tendría lugar la ceremonia. Con seguridad, durante el Reino Antiguo y Medio se trató del templo de Ra en Heliópolis, reemplazado por el templo de Amón en Karnak durante el Reino Nuevo, a los cuales solo penetraba tras haber sido purificado por los sacerdotes con agua, sahumaciones y ungimientos. Dentro del templo, el heredero era amamantado simbólicamente por la diosa y así quedaba convertido en un ser divino o, casi. Tras lo cual, el futuro rey era coronado con los tocados que representaban al Bajo Egipto, la corona roja, y el Alto Egipto, la corona blanca. Ellas quedaban reunidas en el pshent, o doble corona. En su trono, con las coronas puestas, él recibía seguidamente los distintos cetros símbolos de su autoridad: el cetro was, que significa “poder”, “dominio”; el cetro sekhem, que significa “poder”, “poderío”; la maza de combate, cuyo significado puede interpretarse como “capacidad para castigar”; el cetro heqa, un cayado relacionado quizá con la capacidad del monarca para proteger al “ganado” del dios, es decir, a sus súbditos; y, finalmente, el cetro nekhekh, un flagelo relacionado quizá con la capacidad del rey para dirigir y para mandar a ese “ganado”. Es posible que al terminar de recibir coronas y cetros el monarca realizara la ceremonia del sema-tawi, la “unión de las dos tierras”.

En algún momento, el faraón debía realizar un recorrido ritual a lo largo de todo su reino, que sustituía a la circunvalación de los muros de Menfis realizada antaño, y recibir “la herencia de Horus” que lo legitimaba. Así, purificado, ungido, coronado y dueño de su herencia, el rey se presentaba entonces ante los dioses para recibir su beneplácito. Recibido este, se hacían públicos los cinco componentes de la titulatura real: el nombre de “Horus”, escrito en un serekh, o fachada de palacio, perchado por un halcón; el nombre de nebty o “Las dos señoras”, es decir, las dos diosas protectoras del Alto y el Bajo Egipto (la cobra Wadjet y la buitre Nekhbet); el nombre de “Horus de Oro”, el material precioso del que estaba hecha la carne de los dioses; el nombre de nesut-bity, o de “El junco y la abeja”, escrito dentro de un “cartucho” y referido a la dualidad del país; y el nombre de sa Ra o “Hijo de Ra”, escrito también dentro de un cartucho y que era el nombre recibido por el soberano al nacer. Así fueron los que escuchó Tutmosis I, por ejemplo: “Horus Toro poderoso: Amado de Maat. El de las Dos Señoras: Alzado con la feroz serpiente, Grande de poder. Horus de oro: Perfecto de años, Aquel que hace que los corazones vivan. El del Junco y la Abeja: Aakhe-perkare, es decir, ‘Grande es el desarrollo del Ka de Ra’. Hijo de Ra: Tutmosis, es decir, ‘Thot me ha engendrado’, que vive para siempre y la eternidad”.1

Tras lo cual, apuntados por el dios Thot en el árbol persea los años de gobierno que tendría el monarca, podía comenzar el gran banquete con el que se cerraba la ceremonia. Los terribles momentos de incertidumbre del interregno, cuando las fuerzas del caos que habitaban en Desheret (la Tierra Roja)2 podían aprovechar para señorearse del país, quedaban despejados, porque ahora Kemet (la Tierra Negra)3 volvía a contar con un paladín de la maat. Una tarea que comenzaba a ejercer de inmediato, pues al día siguiente ya estaba presto a ocuparse de todas las tareas que le competían.

Hay que decir que los soberanos egipcios venían a ser como los caracoles, en el sentido de que siempre llevaban su casa con ellos. No de forma física, como es lógico, pero sí simbólica. Los monarcas egipcios siempre se encontraban viviendo en la Residencia, es decir, el palacio que en ese momento se encontraba habitando el señor de las Dos Tierras; pero también el conjunto desperdigado por el país de unidades agropecuarias cuya producción estaba destinada al sostén de este. De modo que el monarca cambiaba de casa, pero la Residencia iba siempre con él. En cada palacio, imitando en cierto modo la disposición en el sanctasanctórum de la estatua del dios, las estancias privadas del soberano se encontraban en lo más profundo de él. Según nuestros estándares no se trataba de una zona de grandes dimensiones, pero sí estaba decorada con pinturas en paredes y techo y muebles de gran calidad. Cada acceso estaba vigilado por un guardia. Guardaespaldas que, como veremos más adelante, no siempre cumplieron con su deber.

Despertado al amanecer, el faraón comenzaba haciendo uso de las instalaciones sanitarias situadas junto a su cámara. Allí vaciaba su vejiga en la letrina y realizaba sus abluciones en el cuarto de baño adjunto. Aliviado y limpio, el faraón pasaba entonces a su vestidor para ponerse ropas limpias, ser afeitado, recibir maquillaje en los ojos y acabar, seguro, con la aplicación de alguna sustancia olorosa que perfumara su cuerpo. No olvidemos que el monarca era la encarnación de los dioses sobre la tierra y una de las características de las divinidades egipcias era el irresistible olor que desprendían sus cuerpos.

Todas estas tareas estaban supervisadas y realizadas por funcionarios de la Casa del Día, que tenían títulos para nosotros tan irrisorios como el de “manicura del rey”. No obstante, dado que la figura del rey era sacrosanta y tabú, el que estas personas tuvieran el privilegio de estar en contacto directo con ella a diario convertía su cargo en algo tremendamente deseable y, sin duda, en una gran fuente de prestigio social. Algo similar sucedía con los funcionarios encargados de los desayunos de Su Majestad, como Geref, de la VI dinastía, que contaba entre sus cargos el de “sacerdote de la pirámide de Teti”, el de “supervisor de las dos habitaciones frías de la Gran Casa” y el de “supervisor de cada ‘desayuno’ real que el cielo da y la tierra crea”. Algunos textos dejan suponer que esta primera comida del día era ligera, dejando para el resto de la jornada otras dos más sustanciosas.

Terminado el refrigerio era cuando el rey recibía al visir y comenzaba su tarea diaria como gobernante que mantiene la maat, para lo cual se preocupaba de que todo fuera como la seda y de que el visir siguiera sus instrucciones y cumpliera con su deber. Entre sus obligaciones, mantener el caos a raya era sin duda una de las más relevantes; pues implicaba alejar a todos los enemigos de Egipto y derrotarlos sin piedad para que no amenazaran la burbuja de orden. Así describe esta tarea un himno a Senuseret III encontrado en Lahun, donde quedan de manifiesto las capacidades del monarca para ejercer el poder y mantener a salvo a su pueblo: “Salve, Khakaura, nuestro Horus, divino de formas, protector de la tierra, quien extiende sus fronteras. Aquel que derrota tierras extranjeras mediante su Gran Corona, aquel que abraza las Dos Tierras con sus dos  brazos. Aquel que [—] las tierras extranjeras con sus dos brazos, quien masacra a los hombres del arco sin un golpe de un arma, quien dispara la flecha sin estirar de la cuerda, cuyo terror ha castigado a los nómadas en su tierra, cuyo miedo masacra los nueve arcos, cuya masacre causa la muerte de miles de hombres del arco, aquellos que osaron alcanzar su frontera”.4

A pesar de ser el comandante en jefe del ejército desde siempre, no parece que durante el Reino Antiguo los monarcas egipcios llegaran a encabezar a sus tropas en combate. No da la impresión de que su política exterior lo requiriera; pues, incluso cuando los asiáticos se rebelaron, Pepi I pudo enviar a su hombre de confianza, Weni, media docena de veces a controlar el problema. La cosa varía durante el Segundo Periodo Intermedio, cuando los monarcas tebanos expulsaron a los hyksos del país al frente de sus ejércitos. Una costumbre que ya no se perderá y durante el Reino Nuevo vemos a casi todos los faraones luchando denodadamente por mantener y ampliar el imperio. En ocasiones demostrando gran astucia y olfato táctico, como Tutmosis III en Megiddo, otras gran coraje individual, como Ramsés II en Kadesh, y siempre poderío invencible contra los enemigos. La imagen del soberano era la de una fuerza imparable para sus enemigos, motivo por el cual nunca lo vemos derrotado por ellos. De hecho, solo se conoce una imagen en la cual un egipcio esté siendo atacado y a punto de resultar muerto por uno de los enemigos tradicionales de Egipto, los libios. Es algo que sucede en el caos de un combate dibujado en un papiro, pero no en los relieves de un templo, en una batalla que seguramente los egipcios vencieron con ayuda de sus mercenarios micénicos, que aparecen en otros fragmentos de este.

Algunos faraones hubo que llegaron al trono tras haber servido como generales y sin formar parte de la familia real reinante, como Horemheb a finales de la XVIII dinastía, que además eligió como su sucesor a un compañero de armas, Seti, quien fundaría la XIX dinastía. Ahora bien, el faraón no solo tenía que mantener incólumes las fronteras del reino, además debía mostrar la debida deferencia para con los dioses y comunicarse con ellos a diario, proporcionándoles las ofrendas necesarias para su sostén. En realidad, era el único ser humano cualificado para hacerlo. Por este motivo en las paredes de los templos solo aparece ofi­ciando el monarca, quien a pesar de ser una entidad casi divina no podía estar en todas partes y delegaba la tarea en algunos subordinados: los sa­cerdotes. No hay modo de saberlo, pero parece poco probable que el faraón tuviera que andar realizando el ceremonial a los dioses dos veces al día, su tiempo era más valioso que todo eso. Sobre todo porque había otras muchas ceremonias en las que su presencia sí era requisito, como pudieran ser la fiesta Opet o la Bella Fiesta del Valle durante el Reino Nuevo.

Un extraordinario documento, el papiro Bulaq 18, recoge las actividades diarias de la corte durante las casi dos semanas de la XIII dinastía que estuvo de visita en Tebas un faraón, por desgracia anónimo. Entre ellas se menciona la fabricación de una resina olorosa para sahumar durante el culto, varias de las actividades religiosas y edilicias del monarca o sus representantes en el templo de Montu —en la cercana ciudad de Medamud—, la recepción de dos embajadas de medjaiu (nómadas del desierto) o un viaje del faraón por el río con una finalidad que se nos escapa. Sin contar, por supuesto, con una de las actividades principales de la Administración egipcia: el reparto de raciones a los diferentes miembros de la corte atendiendo a la importancia de su cargo.

Si hacemos caso del papiro Westcar, por muy planificado y repleto de actividades que pudiera llegar a estar el día del faraón, algunos conseguían disfrutar de tanto tiempo libre como para llegar a aburrirse. Eso al menos nos dicen que le sucedió a Esnefru (IV dinastía), quien desesperado recurrió a uno de sus consejeros, quien le recomendó escoger a veinte mujeres, las cuales no hubieran parido aún, vestirlas con trajes de redecilla y hacer que lo pasearan remando en su barca por el lago del palacio… Ventajas de ser el rey y tener un amplio harén. Otros, como Amenhotep II, preferían gastar energías practicando deporte. Las proezas de este monarca lo hubieran colocado en lo más alto del podio olímpico en varias disciplinas, entre ellas el tiro con arco. Se dice que su brazo tenía tanta fuerza como para que sus flechas atravesaran el ancho de tres palmos de los lingotes de cobre dispuestos como blanco de su certera puntería….

Por desgracia para ellos, a pesar de ser semidivinos, parece que no siempre sus órdenes eran obedecidas tan de inmediato y sin discutir como pudiéramos pensar. En el texto de las tres estelas de Amarna que contienen el primer decreto de fundación se puede leer: “… es peor que lo que escuché en el año 4; es peor que lo que escuché en el año 3; es peor que lo que escuché en el año [—]; es peor que lo que escuchó el rey [—]; es peor que lo que escuchó el rey [—]; es peor que lo que escuchó el rey Menkheperra (= Tutmosis III o IV); y peor que lo que escucharon todos los reyes que han llevado la corona blanca”.5

En este texto, Akhenatón se refiere sin duda a las comprensibles reti­cencias de sus cortesanos ante la idea de abandonar la capital por una nueva construida desde cero y a los cambios que estaba introduciendo en Karnak y la religión estatal. Dada su —en apariencia— interminable sucesión de victorias y conquistas en el extranjero, más difícil resulta imaginarse qué es lo que podría haber soliviantado a los cortesanos de Tutmosis III, como se menciona en el texto. En cualquier caso, puede que sus más directos servidores se mostraran quejosos ante ciertas decisiones tomadas por algún faraón; algo que sin duda requería cierto valor, pues algunos monarcas egipcios demostraron no tener miedo a usar la violencia a modo de mensaje político, aunque parece que solo con extranjeros. Amenhotep II (XVIII dinastía), por ejemplo, mató a siete príncipes nubios sublevados y se llevó hasta Tebas a seis de ellos colgados bocabajo de la proa de su barco, mientras que al séptimo lo clavó en las murallas de Napata. Merneptah (XIX dinastía), por su parte, fue un adelantado a Vlad el Empalador y plantó un campo de libios así ajusticiados al sur de Menfis. No obstante, si bien algunas de esas muestras de descontento contra el faraón fueron tan importantes como para terminar convertidas en magnicidios, lo normal era que sus deseos se obedecieran como mandatos tajantes. Ordenes que los emisarios del monarca se encargaban de diseminar por todo el país, y el extranjero, donde podían terminar por actuar como embajadores de Su Majestad.

Referencias:

1 S. Quirke, Who Were the Pharaohs?, 1993, pág. 12. Esta titulatura aparece recogida en la inscripción dejada en Turi por este soberano de la XVIII dinastía.
2 El desierto, cuyo color procede de la ausencia de agua.
3 El valle del Nilo, cuyo color procede de la continua presencia de las benéficas aguas del río y su inundación anual.
4 M. Collier y S. Quirke (eds.), The UCL Lahun Papyri, 2004, pp. 16-17. Un texto de la XII dinastía hallado en la ciudad de la pirámide de Senuseret II, en Lahun.
5 D. Laboury, Akhénaton, 2010, p. 245. Se trata de las estelas M y X, a la que posteriormente se añadió la estela K.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar