Diálogos indianos, por Augusto Salazar Bondy


El 12 de octubre de 1492 Cristóbal Colón llegaba al Nuevo Mundo. Había salido de España el 3 de agosto de 1492 y el 12 de octubre –o un día después, si se confirman las investigaciones que afirman que el grito del llamado Rodrigo de Triana se produjo el 13– llegaba al islote de Guanahaní (actuales Bahamas), al que Colón llamó San Salvador. Comenzaba así una época de conquista y saqueo para el continente americano, basada en el mercantilismo y en el colonialismo, una ideología que justificó la ocupación de territorios, transformados en colonias, por parte de las principales potencias europeas. Con la excusa de difundir los valores de la civilización europea, potencias como España, Gran Bretaña y Francia  incorporaron a sus imperios millones de kilómetros cuadrados, incontables riquezas naturales y millones de habitantes que, además, formaban nuevos mercados para sus productos. Reproducimos a continuación una pieza de ficción escrita por el filósofo peruano Augusto Salazar Bondy, donde plantea el problema ideológico de la conquista a través de un diálogo sin tiempo entre Bartolomé de las Casas, Frantz Fanon, el cacique Hatuey y Ginés de Sepúlveda.

Fuente: Salazar Bondy, Augusto, «Diálogos indianos entre Bartolomé de las Casas, Frantz Fanon, el cacique Hatuey y Ginés de Sepúlveda», Revista Crisis Nº 12, abril de 1974.

Ginés: El demonio está en los indios, por eso son viciosos e idólatras, y sin remedio inferiores a los europeos.

Bartolomé: Supongo que te das cuenta, Ginés, que de que al sostener que el ser de los indios es inferior al de los blancos niegas automáticamente que podamos salvarlos y despojas de su sentido a nuestra labor apostólica. ¿Esa  es la buena nueva que traes a América? Contra tamaña aberración hay que declarar sin descanso que no existen hombres inferiores ni superiores según la naturaleza y buscar en la ciencia recta otra explicación.

Hatuey: ¿Qué dice tu ciencia, hermano Bartolomé? ¿Será también recta para los indios?

Bartolomé: Dice que lo que acontece es que  unos hombres han venido y están viniendo a menos por accidente de la historia. La negación y la afirmación del ser humano son hechos sociales, que ocurren como consecuencia del enfrentamiento de los hombres a lo largo del tiempo. Cuando unos individuos grupos o pueblos oprimen y despojan a otros, abren la vía a la desigualdad en la existencia humana y permiten que el  mal se enseñoree de la historia. Comparada con la de Ginés esta doctrina es  más sabia, más humanista y sin duda más ajustada a las exigencias de nuestra fe. Ella nos lleva a entender correctamente la condición pasada y presente de los naturales y nos permite prestarles ayuda en sus sufrimientos materiales y en su impiedad.

Ginés: Los naturales son impíos, tú lo estás diciendo. Hay que entrar a su territorio para imponer la fe que los salvará y dejarlos a cargo de españoles probos que los cuiden y adoctrinen, auxiliándolos en su inferioridad.

Bartolomé: La prédica de la fe no justifica la guerra. Sólo obliga a los naturales a recibir a los misioneros  que, en paz y con amor entren a sus tierras, como han penetrado en las otras partes del  mundo, para convertirlos. Y la autoridad del Rey nuestro Señor sólo vale como legítima guardiana de esta cruzada. Los pueblos deben obedecerla para asegurarse los beneficios de la fe.

Frantz: ¡Ya está! Estaba esperando oírlo de tu boca. A tal término conducen inevitablemente las buenas razones del occidental. Graba en tu mente, Hatuey, lo que acaba de decir Bartolomé, porque señala una diferencia fundamental entre su conciencia y la nuestra, una diferencia que nos permite tener la esperanza de que estamos llamados a fundar en la tierra un orden realmente humano.

Bartolomé: ¿Qué te ocurre hermano Oblitas? ¿Por qué hablas así? Explícate te lo ruego.

Frantz: Simplemente marco  el de tu humanismo. Por muy bien intencionado que seas, no puedes ir más allá. Ese límite está en tu formación de europeo, en tu manera de percibir las cosas humanas.

Bartolomé: Sigo sin entenderte.

Frantz: Es muy sencillo, pero quizá muy difícil de percibir por los blancos. Has refutado a Ginés en puntos decisivos; has llegado a desenmascarar la injusticia de toda guerra; te has aproximado, con paso firme, a la fuente de toda opresión y al fundamento de toda libertad. Pero quedas detenido al borde mismo del reconocimiento del principio de la humanidad universal, porque has fallado en dos cosas esenciales.

Bartolomé: Dime cuáles son; conocerlas es de vida o muerte para mí.

Frantz: He aquí la primera: de un modo o de otro, defiendes la soberanía del rey de España en tierras que pertenecen a otros pueblos. Tu alegato concluye sin cuestionar el derecho mismo de los españoles a gobernar en América. Aunque sólo sea en una vara de territorio indio.

Bartolomé: He dicho que únicamente para garantizar la difusión de la fe.

Frantz: He allí la trampa en la que, impensadamente quizá, caes y en la que puedes hacer caer a los que te escuchan y te siguen. Asegurar la difusión de la fe cristiana significa legitimar por la religión (que no se ocupa, creo, de las cosas de este mundo) el poder de un monarca extranjero y aceptar la imposición de conceptos y valores de una ideología que los pueblos invadidos no entienden y seguramente no les conviene entender.

Hatuey: ¿Quieres decir que no debemos dejarlos entrar a nuestra tierra ni en misión pacífica?

Frantz: Desconfía de los ejércitos de paz y de sus misiones. Tal como las llevan, esas misiones no son de liberación sino de opresión: opresión por la doctrina y opresión por la aceptación de un soberano extranjero.

Bartolomé: Tu tesis, sabio amigo —y te llamo así con admiración y sin pizca de burla. porque veo que realmente lo eres y más que muchos de nuestros doctores—, tu tesis, digo, parece ser que la prédica de la fe no legitima la guerra ni tampoco la soberanía del Rey y que, incluso, es principio de opresión. ¿No es así?

Frantz: En efecto.

Bartolomé: Necesito pensarlo mejor. Te confieso que me coges de sorpresa…

Ginés: Son conocidas tesis heréticas que sólo tu poca familiaridad con las autoridades de la teología y la filosofía te hace ignorar.

Bartolomé: Quizá sea como dices, Ginés; por eso mismo necesito pensarlas más. Pero antes quiero conocer el segundo error grave que, según Oblitas, cometo. Dime, compañero, ¿cuál es?

Frantz: Aquí lo tienes, formulado en pocas palabras: tu buen deseo de que se difunda la doctrina cristiana para que los indios (o los negros, o los chinos, o cualquier pueblo no europeo, que para el caso es lo mismo) lleguen a superar sus defectos, se civilicen, alcancen a vivir como los europeos y sean iguales a ellos, es humanista sólo en apariencia o, en el mejor de los casos, imperfectamente.

Bartolomé: ¿Qué dices? Yo quiero sinceramente un trato igual para todos.

FrantzSí, siempre y cuando se igualen a los europeos. Todos los pueblos deben renunciar a ser lo que son, a sus ideas, a sus sentimientos, a su apreciación de lo bueno y lo malo, incluso a su apariencia exterior y actuar como los europeos para ser aceptados.

Bartolomé: No se trata de renunciar sino de adaptarse, de integrarse.

Frantz: Tu famosa integración encierra esta trampa. Si no, ¿por qué no hacer al revés de lo que recomiendas? Integrar en el sentido opuesto no lo piensas siquiera, porque —aunque en teoría se opongan a Ginés— todo el tiempo tú y los tuyos perciben al otro como bárbaro, o sea, como alguien incapaz de ser tomado como modelo.

Bartolomé: Mi opinión ha sido hasta hoy que por la integración lograríamos igualar a los hombres, sin prejuzgar sobre el modelo.

Ginés: ¿Cómo vamos a tomar como modelo la barbarie? ¿Quieres que te recuerde, negro, todo lo que los europeos les hemos dado a los pueblos salvajes? Sólo gracias a ello su vida comienza a tener apariencia humana. Por eso, la igualación con nosotros yo no la concedo tan fácilmente; habrá siempre distancias: esos pueblos son a los nuestros como la mujer al varón, o el niño al mayor.

Frantz: Contigo, Ginés, no cabe ya por cierto la discusión. Has quedado muy atrás del argumento decisivo para el humanismo que desarrollamos con Bartolomé. Él, en cambio, está en el umbral de la ciencia verdadera, aunque impedido de avanzar por ídolos de su espíritu que, de buena fe, ignora.

Bartolomé: Veo tu punto, hermano Frantz, te sigo, aunque trabajosamente; ayúdame a razonar contigo pues no quiero perder el hilo de este discurso decisivo para nuestra causa. Nos acusas de tener un modelo exclusivo de humanidad, el occidental; de imponerlo a los demás pueblos y de aceptarlos sólo si se adaptan a ese patrón. Tú rechazas esta visión unilateral que violenta la naturaleza de los  hombres. Eso piensas, ¿no es cierto?

Frantz: Correcto. Y la lucha por la liberación, la guerra de los oprimidos, se basa en este rechazo y en la evidencia de que  como tú mismo lo has dicho, todas las naciones del mundo son hombres. Sólo que, para nosotros, la verdad completa de tan bella fórmula es ésta: todos los pueblos del mundo, con sus propias maneras de ser, son hombres y el hombre es todas esas maneras de ser. Mientras no se reconozca esta verdad, la única actitud justa es recusar el modelo de una humanidad ajena. Aceptarlo sería dejar abierto el camino a la alienación más profunda, la de la personalidad básica, aunque la más dura sea la del poder que los aplasta.

Hatuey: Van juntas, Oblitas, por eso hay que combatirlas al mismo tiempo, con la mente y con el puño.

Frantz: De acuerdo; no seré yo quien frene el combate.

Bartolomé: Ese doble rechazo es, otra vez, la violencia, la guerra. ¿No se dan cuenta?

Frantz: ¡Qué le vamos a hacer! No hemos emprendido esta guerra, ni la sostenemos Tan sólo repelemos la agresión con todos los medios a nuestro alcance. Y esto es inevitable porque la agresión es total; es bélica y también política, económica y cultural. Estamos como asediados. De una u otra forma, la situación del pueblo agredido es la del bloqueo exterior e interior. Hatuey está bloqueado. Espartaco está bloqueado, Túpac Amaru está bloqueado. Sandino está bloqueado. Lumumba está bloqueado. Albizu está bloqueado. Caamaño está bloqueado, Allende está bloqueado, todos seremos bloqueados al rebelarnos.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar