Descifrar la Gran Pirámide, por Philippe Delorme

(Fragmento del libro Teorías locas de la historia)


“La historia es una disciplina rigurosa para establecer la realidad de los hechos del pasado, para estudiar los mecanismos de su encadenamiento, y para aprender de ellos. Sirve para entender mejor el presente y preparar el futuro, no para formatear las conciencias dentro de un molde ideológico”, sostiene Philippe Delorme en el prólogo del libro Teorías locas de la historia. Delorme, periodista francés, doctor en Historia y autor del libro, deshilvana a lo largo del ensayo las más disparatadas, curiosas y alarmantes teorías en torno a los temas más diversos, como la teoría de que Juana de Arco era varón, que Cristo murió en Japón, que los ingleses se robaron el cadáver de Napoleón,  que Hitler se escondió en el Polo Sur o que “los judíos vienen del espacio”, “no son originarios de nuestra tierra”; son extraterrestres.

El autor, que mantiene un tono jocoso a lo largo del libro, termina con una nota grave al referirse a uno de los más alarmantes falseamientos del pasado: el negacionismo. “Los divagues de sus artífices, para quienes los seis millones de víctimas judías del nazimo jamás existieron, –sostiene el autor– son efectivamente chocantes. Pero sin duda viene bien terminar este libro, donde se conjugan la broma y el absurdo, con una nota grave. (…) Pues el negacionismo aplica los mismos métodos de deformación de la verdad… Este epílogo trágico confiere al estudio de todos los anteriores delirios extravagantes una utilidad práctica. Al fin de cuentas, las nocivas hipótesis del negacionismo resultan tan inconsistentes, aunque mucho más dolosas, que los de los iluminados que creen que Cristo murió en Japón o que los escultores de la isla de Pascua desembarcaron del planeta Venus”.

A continuación transcribimos el capítulo dedicado a la construcción, función y significado oculto de las pirámides de Egipto, que han desvelado a muchas generaciones de historiadores y pseudo investigadores, desde Heródoto de Halicarnaso hasta los cultores del movimiento New Age en el siglo XX.

Fuente: Philippe Delorme, Teorías locas de la historia, Buenos Aires, Editorial El Ateneo, 2017, pág. 45-57.

Si se relevan cuidadosamente las dimensiones exteriores e inte­riores de la Gran Pirámide, ¿no descubrimos acaso medidas sagradas, inspiradas por Dios en persona? Esas medidas escon­derían las fechas esenciales de la historia de la humanidad, predichas por los sacerdotes de Osiris…

De las Siete Maravillas del Mundo Antiguo, solo subsiste ac­tualmente la Gran Pirámide de Keops, plantada junto a sus her­manas menores de Kefrén y Micerino sobre la meseta desértica de Guiza, que domina la ciudad de El Cairo. Allí está desde más de 45 siglos ese inmenso poliedro apoyado sobre su base cuadrada casi perfecta de 230 metros de lado, con sus cuatro caras trian­gulares que se unen en una cúspide a casi 150 metros de altura. Según las estimaciones, estaría construida con entre 600.000 y 4 millones de bloques de granito rosado y piedra calcárea, con un volumen total actual de 2,352 millones de metros cúbicos y una masa total de alrededor de 5 millones de toneladas.

En el siglo V a. C, Heródoto de Halicarnaso, padre de la histo­ria, fue el primero en evocar la figura del constructor de la Gran Pirámide, Keops, hijo de Seneferu y Hetepheres I, segundo faraón de la IVo dinastía, que reinó alrededor del año 2550 a.C.: “Keops […] primero hizo cerrar los templos, y prohibió a los egip­cios sus acostumbrados sacrificios; ordenó después que todos trabajasen por cuenta del público, llevando unos hasta el Nilo la piedra cortada en el monte de Arabia, y encargándose otros de pasarla en sus barcas por el río y traspasarla al otro monte que llaman de Libia. En esta fatiga ocupaba de continuo hasta 3000 hombres, a los cuales de tres en tres meses iba relevando […]. En cuanto a la pirámide, su construcción insumió 20 años de trabajo”.

Por más que haya consultado con los sacerdotes egipcios, Heródoto se pierde en conjeturas a la hora de hablar de las técni­cas de construcción empleadas. Por su parte, el ingeniero Filón de Bizancio se contenta con afirmar que edificar una pirámide “es una tarea imposible”: “Son montañas apiladas sobre montañas, y el tamaño de los blo­ques cuadrangulares es tal que se hace difícil imaginar su tras­lado, y nadie sabe con qué palancas pudieron ser transportadas tales masas. […] por esas obras, los hombres ascienden hasta los dioses, o son los dioses quienes descienden hasta los hombres”.

En el siglo I de nuestra era, el romano Plinio el Viejo, el muy erudito autor de la Historia natural, también confesará su estupor frente a esos testimonios “de una insensata e inútil ostentación de la riqueza de los reyes”: “Lo más difícil de explicar es la manera en que elevaron las pie­dras hasta semejante altura. Unos dicen que lo hicieron con terraplenes de nitrato o de sal que iban levantando al mismo tiempo que avanzaba la obra, y que cuando la pirámide estuvo terminada, disolvieron llevando hasta allí las aguas del Nilo. Otros creen que se sirvieron de ladrillos de tierra, que luego fue­ron distribuidos a la gente para la construcción de viviendas”.

Durante la Edad Media, los orígenes de la civilización egipcia quedaron envueltos en un halo de leyenda. Tras la conquista mu­sulmana del año 832, el califa Mamun, hijo del famoso Harun al-Rachid, ordena excavaciones más parecidas a un vulgar saqueo. “Cavaron una abertura que aún hoy está abierta, y para hacerla emplearon fuego, vinagre y palancas –según consigna el geógrafo al-Masudi–. El espesor del muro era de alrededor de 20 codos. Al llegar al final de ese muro y al final de la abertura, encontraron un recipiente verde lleno de oro en monedas. Había mil dinares de una onza de peso cada uno. Y según dicen, el recipiente era de esmeralda”.

En el siglo XII, el escritor Ŷabir ibn Hayyan, también conocido como Geber, dará una versión que parece otro episodio de las Mil y una noches: ”Cuentan que un hombre que logró entrar llegó hasta una peque­ña recámara donde había una estatua de un hombre hecha de una piedra verde como la malaquita. […] La estatua tenía una tapa y al retirarla encontraron el cuerpo de hombre cubierto con una coraza de oro con incrustaciones de toda clase de piedras preciosas. Sobre el pecho tenía apoyada una espada de un valor incalculable, y junto a su cabeza había un rubí rojo”.

Todos esos relatos embellecen notablemente la realidad. Los obreros del califa tal vez hayan profanado la cámara real y hayan descubierto una momia en el interior de un sarcófago precioso, rodeado de tesoros rituales, pero seguramente no encontraron ningún dinar. Los egipcios de la época de los faraones, de hecho, no conocían el uso de la moneda.

Por su parte, para los cristianos y los judíos, las pirámides serían los graneros de trigo que José, hijo de Jacob, habría hecho construir en vista a los siete años de hambruna de los que habla el Génesis. Recién a mediados del siglo XVII y a su regreso de Oriente, el inglés John Greaves, profesor de Astronomía de Oxford, intenta un abordaje científico en su libro Piramidografía o una descripción de las pirámides de Egipto, publicado en Londres en 1646.

Charles Rollin, ex rector de la Universidad de París, hará un recorrido similar en su Historia antigua de los egipcios, publicada en París entre 1730 y 1735. Descartando de entrada cualquier especulación ociosa, Rollin define una pirámide como “un cuer­po sólido o hueco, que tiene una gran base, usualmente cua­drada, y que termina en punta”. Luego consigna con bastante exactitud su tamaño, expresado en varas y de acuerdo con lo in­formado en 1693 por Jean Mathieu de Chazelles, miembro aso­ciado de la Academia de Ciencias. A continuación, Rollin extrae esta lección filosófica: “Las pirámides eran tumbas, y como vemos aún hoy en día, en el centro de la más grande hay un sepulcro vacío, tallado entera­mente en un solo bloque de piedra […]. A eso abocaron tantos movimientos, tantos gastos, tantos trabajos impuestos a miles de hombres durante muchos años: a procurarle a un príncipe, en esa vasta extensión y en esa masa de construcción inmensa, una pequeña cripta de seis pies de largo”.

Chazelles era cartógrafo y advirtió que “los cuatro lados de la pirámide se correspondían precisamente con las cuatro regiones del mundo, y en consecuencia marcaban el verdadero meridiano en ese lugar”. En otros términos, la orientación de la pirámide de Keops corresponde a los cuatro puntos cardinales. Como era un erudito racional, Rollin no extrae de ellos ninguna conclusión esotérica. Pero sus sucesores no tuvieron los mismos pruritos…

Ya en 1781, el matemático francés Alexis-Jean-Pierre Paucton ve en los monumentos de Guiza “el jeroglífico del gran príncipe de la naturaleza”: “En la construcción de las pirámides pusieron escrupulosa atención en que lo que ellas fijaban para siempre fuese lo que los hombres necesitaban saber sobre astronomía, las dimensiones de la Tierra y las medidas usuales en el comercio y la sociedad”.

Para su campaña a Egipto de 1798, el general Bonaparte sumó una comisión de 160 expertos de todos los dominios de la ciencia y de las artes. Los resultados de sus observaciones e investigaciones fueron recogidos en una Descripción de Egipto, obra enciclopédica de diez volúmenes de textos y trece volúmenes de grabados. El éxito de esa obra acrecentó aún más la fascinación de la gente por el antiguo Oriente y sus misterios, justo cuando Jean-François Champollion se preparaba para descifrar la escritura jeroglífica. Ciertos francmasones, seducidos por el exotismo, inventaron el rito de Memphis y Mizraím, mientras empezaban a circular las especulaciones más descabelladas sobre el extraño cenotafio del rey Keops.

Algunos quisieron ver en esa pirámide un templo del Sol o de la Luna, un gigantesco pilar dedicado al fuego sacro, un observatorio astronómico o incluso una especie de refugio para los sobrevivientes del Diluvio. Por cierto que la Gran Pirámide, desprovista de toda inscripción y ornamento, es muy poco locuaz. ¡Entonces hay que hacerla decir algo! Para empezar, escrutándola desde todos los ángulos. ¿La clave del “mensaje” de los faraones no estaría oculta en sus proporciones? Y así nació la «piramidología».

En su tiempo, en el siglo XVII, el astrónomo John Greaves ya había intentado demostrar la antigüedad del sistema de pesos y medidas inglés “por su similitud con los patrones de medida en­contrados en una de las pirámides de Egipto”. A principios del siglo XIX, su compatriota John Taylor abunda en esas elucubraciones y determina una unidad hipotética: la “pulgada piramidal”, equivalente a 1,00106 pulgadas imperiales británicas, o sea 2,5427 centímetros. Su principal argumento para justificar la elección arbitraria de esa medida es que el perímetro de la edificación es de 36.524 “pulgadas piramidales”, exactamente cien veces la cantidad de días del año solar.

Charles Piazzi Smyth, astrónomo real de Escocia, avanza en la misma dirección en su libro Nuestra herencia en la Gran Pirámide, cuya primera edición data de 1864. Allí, Smyth subraya las nu­merosas coincidencias aparentes entre las medidas de la pirámide de Keops y la geometría de la Tierra y de la bóveda celeste. De ese modo, la «pulgada piramidal» correspondería a la quinientosmilésima parte del diámetro polar de la Tierra. De ahí la conclusión de que la medida sería de inspiración divina, transmitida desde los tiempos de Sem, hijo de Noé, y por lo tanto infinitamente superior al nuevo sistema métrico, invención diabólica de la Revolución francesa con olor a azufre…

Lamentablemente para Piazzi Smyth, el padre de la egiptolo­gía científica, William Matthew Flinders Petrie, desmentirá sus confusas teorías luego de varias excavaciones realizadas en el lugar a partir de 1880. Tras varias verificaciones y minuciosas triangulaciones, el veredicto de Flinders Petrie es inapelable: “No hay un solo ejemplo auténtico y analizado que evidencie el uso o la existencia de una medida como la ‘pulgada piramidal’, ni de un codo de 25,025 pulgadas británicas”.

Sin embargo, el astrónomo escocés no creía que la ciencia fuese “el objeto final de la Gran Pirámide”. Inspirándose en las reflexiones de un tal Robert Menzies, Piazzi Smyth le atribuye al edificio dimensiones directamente proféticas, “ya que los cinco milenios de su existencia revelan ciertas intensiones preestable­cidas de la voluntad de Dios para el gobierno de este mundo de los hombres”. En otras palabras, y confirmando las enseñanzas de la Biblia, a la pirámide de Keops “se le confió al comienzo de la era humana un mensaje secreto e inviolable durante cuatro mil años”.

Sobre la base de sus cómputos, Piazzi Smyth confirma el famoso año 4004 a. C. como fecha de la creación del mundo según el Génesis. Y en función de la longitud de ciertos pasillos de la pirá­mide, tampoco se priva de verificar las grandes fechas de la his­toria sagrada. Incluso llega a pronosticar la fecha de la segunda venida de Cristo, primero para el año 1882, luego para 1892, y más tarde varias fechas más, hasta 1911. Uno de sus discípulos más famosos será Charles Taze Russell, fundador de los Testigos de Jehová. Sin embargo, no tendrá ningún éxito en cuanto a la fecha efectiva del Apocalipsis.

En 1923, el abate francés Théophile Moreux, director del observatorio de Bourges y un apasionado de la historia fantástica, publica La ciencia misteriosa de los faraones, en la misma línea de sus precursores británicos. Con el refuerzo de argumentos sobre líneas paralelas, diagonales y otras cuadraturas, Moreux determina, por ejemplo, que el meridiano de Guiza separa la superficie terrestre en dos mitades de dimensiones iguales. La Gran Pirámide se revela entonces como “centro de gravedad” del planeta. Esa obsesión por encontrar el “ombligo del mundo” hasta tiene un nombre erudito: la “manía onfálica”. ¡Pero el resultado difiere enormemente según el método de cálculo que se use! Así que algunos lo sitúan en África, y hasta llegan a precisar que está en el Sahara, cerca de Yamena, actual capital de Chad. Otros lo ubican en Anatolia, en Mongolia, en alguna parte de Rumania, sobre la isla francesa de Dumet, ¡o incluso sobre las costas de la región del Loira Atlántico! Si seguimos al abate Moreux y su principio de las masas continentales, el “punto central” no estaría situado en las afueras de El Cairo, sino al sudoeste de Egipto, a 800 kilómetros de distancia. En ese caso, además habría que tener en cuenta un segundo centro, ubicado en las antípodas, cerca del archipiélago de Hawai.

Una década después del abate Moreux, un autor especializado en espiritualidad, esoterismo y pseudohistoria, Georges Barbarin, se esfuerza por probar que la pirámide de Keops no tiene solamente un destino funerario, sino que constituye una verdadera “Biblia de piedra”, que encierra las fechas clave de la historia pasada y futura: “Sus revelaciones matemáticas, consignadas en la piedra hace unos cincuenta siglos, han sido comprendidas recién en nuestros tiempos, y constituyen un mensaje alegórico de la primera civilización a nuestra civilización actual […] En resumidas cuentas, parece que por primera vez en la historia del universo, los hombres han obtenido permiso para leer con sus propios ojos el plan objetivo de aquel que, a falta de un nombre mejor, llama­mos el Gran Arquitecto”.

 

Publicado por primera vez en 1936 por Adyar, editorial de la Sociedad Teosófica, El secreto de la pirámide o el fin del mundo adánico será a partir de entonces actualizado y reeditado sin parar incluso hasta 1988. Así fue que ese relato intrigante, mezcla de argumentos científicos y ensoñaciones ocultistas –un verdadero ejemplo del género–, tuvo en vilo a varias generaciones de lectores.

¿Qué dice exactamente Barbarin? “El sistema de pasadizos está organizado de acuerdo con un plano geométrico y simbólico en el que no se dejó nada al azar, donde no hay una sola bifurcación, una distancia, una orientación, un bloque, una pendiente, o una saliente que no posean un significado relevante y permanente. |…] La Gran Pirámide no tiene otro objetivo que el de conectar el conocimiento de los primeros tiempos de la humanidad con el de la humanidad presente, y a través del simbolismo del Mesías y de la Resurrección, prepararnos para la segunda venida de Cristo, señalando las fechas de los últimos días”.

De esa manera, sesgando el Antiguo y Nuevo Testamento, pero también el Libro de los Muertos egipcio, la Gran Pirámide revelaría los arcanos de un “sistema de cronología profética”, idea ya popularizada por Menzies y Piazzi Smyth.

La Gran Galería que asciende hasta la Cámara del Rey sim­boliza la era cristiana por su forma, su altura y longitud. En su extremo superior, la entrada al primer pasaje descendente, hacia la Antecámara, marca el comienzo de las Grandes Guerras y las tribulaciones predichas por las Sagradas Escrituras. Si el cómputo de La Gran Galería se hace a partir de la Crucifixión, estimada el 7 de abril del año 30, –y si aceptamos la escala de una «pulgada piramidal» por cada año solar–, se obtiene la fecha final de 1844, inicio de la “era mecánica”.

Repasemos las conclusiones que extrae Barbarin de la minu­ciosa agrimensura de los diversos corredores ascendentes y des­cendentes de la pirámide. En concordancia con la letra bíblica, confirma como “año cero” el equinoccio del otoño boreal, o sea, el 22 de septiembre, del año 4000 a. C, tras lo cual rastrea “el desarrollo exacto de la epopeya adánica, pasando por los tiem­pos del Génesis, del Éxodo, de los Jueces, de los Reyes, y de la era Cristiana, y hasta incluye la crisis de las eras modernas, el fin del orden actual de las cosas y la llegada de una era nueva y mejor”.

A partir de la Gran Pendiente de la Antecámara, asociado a la fecha de 1844, el suelo se vuelve horizontal, hasta la Cámara del Rey. Según Barbarin, es un signo de que la marcha de los acontecimientos se precipita, derecho hacia el caos. La pulgada piramidal no tendría a partir de ahí más que “un valor representativo de un mes de treinta días del antiguo calendario”.

Aparecen entonces claramente las fechas del 5 de agosto de 1914, fecha límite del ultimátum de Inglaterra a Alemania, y el 11 de noviembre de 1918, día del armisticio de la Primera Guerra Mundial. ¡Y los vaticinios del autor son todavía menos esperanzadores respecto del porvenir! Así es que predice el  advenimiento de una “era teocrática” para el 15 o 16 de septiembre de 1936, fecha que se corresponde con la Cámara del Rey: “Sala del juicio y de la Purificación de las Naciones”.

En esa fecha, asegura Barbarin, “la humanidad cambió completamente de dirección, por primera vez desde el corredor de entrada y desde la primera fecha de la pirámide”. A priori, el año de 1936 no marcó el inicio de ninguna “renovación espiritual”. Lo mismo puede decirse del 19 y 20 de agosto de 1953 –fecha última revelada sobre el muro meridional de la Cámara del Rey–, ¡que tampoco marcaron el fin de nuestra civilización!

En ediciones posteriores, Georges Barbarin se vio obligado a conceder que “la guerra de 1939-1940 y el período de 1940-1945 no eran fechas que tuviesen alguna marca especial”. Y concluirá que “la cronología piramidal solo se aplica a las grandes corrientes espirituales”. Los decenios siguientes transcurrieron sin que adviniese la Parusía. Felizmente, el autor encontrará la solución: alcanza con seguir contando un año por pulgada piramidal, como en la Gran Galería. Al hacerlo, el Juicio Final queda postergado para el año santo de 2444…

Durante el movimiento New Age, la pirámide de Keops siguió inflamando la imaginación de muchos. Para ellos, la Gran Pirámide es alternativamente un faro espacial para el arribo de naves extraterrestres o un receptor de “ondas desconocidas” que favorecen la meditación… En su libro En busca de nuestros antepasados cósmicos, Maurice Chatelain sostenía en 1975 que el subsuelo de Guiza “contendría sin duda el origen celeste, un generador de frío y un emisor de radiaciones alimentado por una batería atómica o simplemente por las variaciones de presión causadas por las crecidas anuales del Nilo, que responderían al llamado de la estrella Sirio”.

En el documental La revelación de las pirámides, del año 2009, sus creadores Jacques Grimault y Patrice Pooyard explican que Keops, Kefrén y Micerino están alineadas sobre un “ecuador inclinado” de 30 grados, junto a la isla de Pascua, Machu Picchu, Ollantaytambo en Perú, el país de los dogones en Mali, y la antigua ciudad de Mohenjo-Daro, en el valle del Indo…

Los verdaderos egiptólogos no tienen tiempo para ponerse a refutar las extravagancias de esos adeptos fanáticos de la “piramidemanía”, a los que incluso llegan a apodar “piramidiotas”. Su tarea es más árida y silenciosa, y están cada día más abocados a esclarecer las últimas zonas de oscuridad que rodean todavía esa edificación construida por Hemiunu, arquitecto y visir del rey Keops –Jufu, «el protector»–, que la mayoría de las fuentes clásicas describen como un potentado tiránico, ingenuo y torpe.

En cuanto a los rastreadores de correlaciones sistemáticas, y a riesgo de sobreinterpretar hechos que no responden más que al azar –una forma de delirio que los psiquiatras llaman apofenia, basta con dedicarles este sabroso fragmento de la novela El péndulo de Foucault, de Umberto Eco: “Señores, dijo, los invito a que vayan a medir aquel kiosco. Verán que la longitud del entarimado es de 149 centímetros, es decir la cien mil millonésima parte de la distancia entre la Tierra y el Sol. La altura posterior dividida por el ancho de la ventana da 176/56 = 3,14. La altura anterior es de 19 decímetros, que corresponde al número de años del ciclo lunar griego. La suma de las alturas de las dos aristas anteriores y de las dos aristas posteriores da 190 x2 + 176 x2 = 732, que es la fecha de la victoria de Poitiers. El espesor del entarimado es de 3,10 centímetros y el ancho del marco de la ventana es de 8,8 centímetros. Si reemplazamos los números enteros por la letra alfabética correspondiente tendremos C0 H8, que es la fórmula de la naftalina”.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar