“Definiciones para esperar mi muerte”, por Homero Manzi


Homero Nicolás Manzione –tal el verdadero Homero Manzi– nació el 1º de noviembre de 1907 en la localidad santiagueña de Añatuya. Quinto entre ocho hermanos, hijo de un modesto empresario rural, Manzi se mudó con su madre a Buenos Aires cuando tenía nueve años. Pompeya fue el mundo de su infancia, la que le inspiró el amor por lo barrial. De joven, comenzó a escribir poemas y escenas teatrales y, muy pronto, sus primeros tangos.

Entonces, ya había ingresado al mundo de la política en un comité radical. El golpe de 1930 lo encontró como profesor de literatura de colegios nacionales y defendiendo la causa yrigoyenista. Tras una breve estadía en la cárcel, Manzi volvió al barrio y desató entonces su pasión por el tango. Habitué de cafés y milongas, entabló relaciones con Enrique Santos Discépolo, Leónidas Barletta, Nicolás Olivari, Roberto Arlt, Aníbal Troilo, Lucio Demare, Cátulo Castillo y Sebastián Piana, entre muchos otros, con quienes compartió largas charlas o para quienes escribió numerosas letras. No tardó en convertirse en uno de los poetas, letristas y rimadores más reconocidos del país, inmortalizando tangos como “Sur”, “Malena”, “Che, bandoneón” y “Milonga sentimental”, entre otros. Compositor de tangos, valses, candombes y milongas, no fue la música el único ámbito de indagación de los sentimientos nacionales. Manzi también fue periodista, director de cine y guionista, destacándose su adaptación de la novela de Leopoldo Lugones La guerra gaucha.

Pero a la par que plasmaba en el tango la poesía a la clase humilde, Manzi prosiguió su militancia política. Fundador de FORJA, a mediados de los ’30, junto a Arturo Jauretche y Raúl Scalabrini Ortiz, se alejó de la política años más tarde y se mantuvo distante y hasta opositor al peronismo emergente. Sin embargo, hacia 1947, ya miraba con otros ojos al presidente Juan Perón y, a finales de aquel año, en un mensaje radial, lo equiparó a su fallecido líder, Hipólito Yrigoyen, como forjador de la causa nacional. Pero entonces enfermó de cáncer. Falleció tiempo después, a los 43 años, el 3 de mayo de 1951. Lo recordamos con un poema que escribió pocos días antes de su muerte.

Fuente: “Yo era Homero Manzi”, artículo producido y escrito por Horacio Ferrer y Alejandro Saenz Germain; en Revista Gente, Nº 198, 8 de agosto de 1969, pág. 54.

Cuando ya su cáncer lo había sentenciado a muerte –y él lo supo- Homero Manzi hizo con esa muerte lo que siempre había hecho con su vida; no lloró, no gritó, no dijo palabras tremendas. Fue a su casa, se miró en el espejo y murmuró: “Pensar que te vas a morir, gordo”. Después acomodó una hoja de papel sobre la mesa. Y con la misma precisión romántica de poeta verdadero con que había pergeñado su primer valsecito, se arrancó este último poema: corría abril de 1951.

Puedo cerrar los ojos

Lejos de las pequeñas sonrisas que conozco.

Escuchando estos ruidos recién llegados.

Viendo estas caras nuevas.

Como si de pronto los mil lentes de la locura

Me trasladaran a un planeta ignorado.

Estoy lleno de voces y de colores

Que juraron acompañarme hasta la muerte.

Como amantes resignadas

Al breve paso de mi eternidad.

Sé que hay recuerdos que querrán abandonarme

Sólo cuando mi cuerpo hinche un hormiguero sobre la tierra.

Sé que hay lágrimas largamente preparadas para mi ausencia.

Sé que mi nombre sonará en oídos queridos

Con la perfección de una imagen.

Y también sé que a veces dejará de ser un nombre

Y será sólo un par de palabras sin sentido.

Estoy lleno de voces y de colores. Unas veces

Recogidos en el sonambulismo de la marcha.

Otras, inventadas tras mi propia soledad.

Con ello se integra un cortejo final de despedida.

Se cambiarán en lágrimas y palabras piadosas.

Pero hoy, en medio de lo que todavía no he podido amar,

Evoco a los marinos encerrados en las paredes altas de la tormenta;

A los soldados caídos sobre hierbas lejanas;

A los peregrinos que duermen bajo la sombra de árboles innominados;

A los niños que yacen contemplando el yeso de los hospitales

Y a los desesperados, que entregan el último gesto

Frente al paisaje final e instantáneo de la demencia.