De visita: con esclavo y farol


Fuente: Eizaguirre, José Manuel, Páginas argentinas ilustradas, Casa Editorial Maucci Hermano, 1907.

Los que viven hoy en Buenos Aires – escribía en 1868 don Juan María Gutiérrez – y transitan por sus cómodas veredas, no se imaginan como eran sus calles en el siglo próximo pasado. A mediados de él, en 1757, y a consecuencia de una lluvia continuada de treinta y cinco días, quedó el vecindario confinado en las casas, alimentándose con viandas secas, como en una plaza sitiada, porque la completa incomunicación con la campaña y con las quintas, no permitía el abasto de legumbres y carne fresca. Formáronse tales pantanos y tan profundas hondonadas, que fue necesario poner centinelas en una de las cuadras de la calle de las Torres (Rivadavia), de las más cercanas de la plaza principal, para evitar que se hundieran y se ahogasen los transeúntes, principalmente los de a caballo. Este debió ser todavía el estado de nuestras vías urbanas, cuando por medio del intendente, don Francisco de Paula Sanz, se propuso el Virrey, «limpiar esta ciudad de las inmundicias e incomodidades en que la habían tenido constituida hasta entonces el abandono y ninguna policía de sus calles, para que se respire un aire más puro, y se remuevan de un todo las causas que casi anualmente hacen padecer varias epidemias que destruyen y aniquilan parte de su vecindario…»

El Virrey Vértiz, nombrado en 1777, tomó el gobierno del Virreinato, en agosto de 1778, y desde entonces se inició una verdadera época de progreso, la primera en la vida ya secular de Buenos Aires. El trazado urbano de Garay había sido respetado; pero el trabajo administrativo de urbanización, era en absoluto desconocido. La población había crecido, siguiendo también una natural proporción el número de casas en cuya edificación la municipalidad intervenía sólo para marcarles la línea en las calles. Sobre construcción de aceras, sino enlosadas simplemente marcadas, no existía ninguna disposición. En las bocacalles, a manera de defensa, los propietarios plantaban generalmente dos postes de madera dura, alejando así el tráfico de la proximidad de los muros, lo cual no era imprudente ni inútil, pues muchas veces para evitar los pantanos del centro de las calzadas, los carros lastimaban con sus ejes y ruedas las paredes y ventanas de las casas.

Pero la misma capital de la monarquía en la península no gozaba de mayores comodidades, con su servicio bisemanal de acarreo de basuras acumuladas frente a los portales de las casas. Sus calles empedradas y sus aceras enlosadas eran también escasas en número.

Si hacemos excepción del barrio central de Buenos Aires, que comprendía la parroquia de San Ignacio y los conventos de San Francisco y Santo Domingo, donde por iniciativa de los vecinos existían pasos de piedra en cada bocacalle, en todos los demás puntos urbanos salir de noche equivalía a realizar una aventura peligrosa. No se trataba solamente de la seguridad personal, por falta de policía y abundancia de gente de mala vida; sino también por el estado deplorable de las calles.

¡Y ya se ha visto que en algún momento, fue necesario colocar centinelas para que no se hundieran en los pantanos los transeúntes!

Entonces, cuando algún vecino se encontraba en la obligación de salir, aunque no fuese de posición desahogada, comerciante o funcionario, cargaba armas y llevaba un farol de mano.

Las dificultades eran menores cuando no había llovido: secos los baches, la silenciosa y obscura ciudad se animaba. Las familias organizaban tertulias a las que concurrían numerosas niñas, las «estrellas» de la belleza colonial y de los barrios. Al retirarse, cuando más tarde a las diez de la noche, las velas de sebo del alumbrado escaso, encendidas al anochecer, se habían extinguido, y los interesantes grupos se hacían guiar por esclavos y sirvientes, quienes con chuzo y farol iban señalando a las niñas el camino bueno, y sacando los obstáculos, si alguno encontraban.

Con las niñas iban también los caballeros de la tertulia, que se repartían la misión, grata siempre, de acompañarlas. En los malos pasos, de acuerdo con la etiqueta de la época, severa en sus formalismos, franca, espontánea y amable en su esencia, los caballeros no daban el brazo ni la mano; se colocaban en terreno seguro para evitar el mal trance y ofrecían el antebrazo, en el que las niñas apoyaban su mano.

Traer un esclavo o sirviente para que llevase armas o farol, en las noches de la colonia, era ya un título de señoría; pues si muchos en sus excursiones nocturnas preferían ser ellos mismos portadores de su farol, así como en tiempos anteriores llamaban la atención aquellos de «capa y espada», en los que anotamos no se distinguían menos los que marchaban a través de las oscuras calles, «con esclavo y farol».

Fue el Virrey Vértiz el primero que se preocupó del embellecimiento urbano, y gracias a aquellas poderosas iniciativas bien encauzadas, el siglo XIX no encontró a la capital del Virreinato en una situación en extremo deplorable. Los vecinos tranquilos de aquella lejana época, ni en sueño calcularían los progresos que realizaríamos y de los cuales gozan hoy los habitantes de la populosa Buenos Aires.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar