La Plaza de Mayo. Una crónica (fragmento 1852-1859), por Silvia Sigal


La Plaza de Mayo fue a lo largo de la historia el escenario de los episodios más destacados de nuestra historia. Originalmente llamada Plaza Mayor, el nombre que comúnmente designaba a la plaza principal del pueblo, fue bautizada “de la Trinidad” por Juan de Garay, pero sólo en su sección oeste, donde se encontraban la capilla y el Cabildo. La parte que se extendía hacia la costa sería conocida como la Plazuela del Fuerte, luego de que se construyera la Real Fortaleza de Don Juan de Austria. Desde 1803 la Recova dividirá de norte a sur ambas secciones hasta 1884, cuando el intendente Torcuato de Alvear decidió demolerla para crear la Plaza de Mayo que conocemos en la actualidad.

Durante la etapa colonial, la vida política y social discurría en la plaza: Desde procesiones religiosas y ceremonias civiles, hasta actividades mercantiles o corridas de toro, cuadrillas, juego de bochas, etc. Era el lugar donde podían adquirirse velas, pescado, gallinas, frutas, etc., el escenario de la actividad social y el lugar donde se congregaban los vecinos en situaciones de urgencia: Invasiones Inglesas o 25 de mayo.

En el libro La Plaza de Mayo, una crónica, Silvia Sigal describe los cambios que atravesó la Plaza hasta nuestros días, y la recorre con el eje puesto en su carácter de centro de poder, donde convergían La Iglesia Matriz, el Cabildo, el Fuerte, la Casa Rosada y durante un tiempo también las Cámaras, la Cortes Suprema y la Municipalidad. La autora también destaca, entre otros aspectos, sus usos por parte del poder político de turno para conmemoraciones y también por parte de los diversos grupos, que llegaron hasta ella para manifestar sus reclamos ante las autoridades.

En el fragmento que a continuación reproducimos Sigal aborda los cambios que tuvieron lugar en la histórica plaza entre la caída de Juan Manuel de Rosas en febrero de 1852 y el año 1859, en que Buenos Aires fue vencida en Cepeda por las fuerzas de la Confederación. Así seremos testigos de la aparición de emblemáticas construcciones, como el Teatro Colón, de la iluminación, y del tipo de actividades lúdicas y culturales que se celebran alrededor de la Plaza, nuevamente centro de la sociabilidad urbana.

Fueron años clave para el futuro país, que debió atravesar para constituirse: la caída de Rosas, la separación de Buenos Aires del resto de la Confederación, y finalmente la reunificación de los dos estados con la entrega de la ciudad a la nación. La vertiginosa sucesión de cambios políticos tuvieron su correlato tanto en la fisonomía de la plaza como en los símbolos que crearon las autoridades -y los que intentaron eliminar- para construir una identidad.

Vemos, así, cómo en la necesidad de reescribir su historia, luego del 3 de febrero de 1852, las autoridades rubricaron en la pirámide de mayo las fechas que en adelante serían dignas de conmemoración: a los tradicionales 25 de mayo y 9 de julio, se sumarían entonces el 1º de mayo de 1851, en homenaje al pronunciamiento de Urquiza, y el 3 de febrero de 1852, en recuerdo de la caída del otrora celebrado “Restaurador de las leyes” ahora devenido en “tirano”. Pero tras la revolución del 11 de septiembre, las referencias a Urquiza pronto serían borradas de todo homenaje y otra historia comenzaría a escribirse.

Fuente: Silvia Sigal, La Plaza de Mayo. Una crónica, Buenos Aires, Siglo XXI, 2006, págs. 65-88.

Buenos Aires recupera su Plaza
Con la partida de su creador se desmoronó el sistema de poder rosista y quedó planteado el problema de erigir otro pa­ra reemplazarlo, escribe Tulio Halperin Donghi.1  Nada ilus­tró mejor ese vacío que el 3 de febrero. El día en que Rosas se embarcaba en el Centaur, las autoridades civiles y militares abandonaban sus puestos, dejando acéfala a Buenos Aires. Fue una jornada caótica. Las municiones del Fuerte quedaron dispo­nibles para quien quisiera, los presos se escapaban de cárceles sin custodia, «la plebe», «la gente de los arrabales»2  y soldados dispersos se lanzaron al centro de la ciudad, saqueando prime­ro las platerías y después almacenes, pulperías o zapaterías. No fue sencillo imponer el orden. Las cuadrillas de espantados criollos y extranjeros, «cazando como en una cacería de jabalíes a cuantos se encontraba robando», y un batallón de auxilio, de­jaron como saldo, según testigos, unos 500 o 600 muertos, en­tre los caídos en las calles y los condenados sumariamente por una comisión militar. Al día siguiente Buenos Aires tenía por fin un gobernador interino, en la persona del autor del himno y presidente de la cámara de apelaciones bajo Rosas, don Vicen­te López. En los árboles, de Santos Lugares hasta la ciudad, col­gaban los cadáveres de oficiales del régimen.

Se deshace lo que se puede, o se quiere, de la obra rosista. Se enarbola la bandera celeste y blanca en la Plaza, se blanquean paredes, vuelven a pintarse de verde zócalos, puertas, ventanas, y cada uno se viste del color que le gusta. Las posesiones de Ro­sas son declaradas propiedad pública, los bienes confiscados son devueltos y se reemplazan decenas de empleados por quienes pueden exhibir credenciales acordes con los nuevos tiempos. Desaparecen también disposiciones empeñadas en regular las costumbres, como los gastos excesivos en el luto —un mal «más intenso en un Estado Republicano»—, reduciéndolo a «una la­zada de gazilla, crespón o cinta negra de 2 pulgadas de ancho en el brazo izquierdo», para los hombres y, para las mujeres «una pulsera negra de igual ancho en el mismo brazo».3  Al general Justo José de Urquiza, desde luego, lo del luto le importaba mu­cho menos que la participación en las rentas de la aduana y la liberación de la navegación del Paraná y del Uruguay para abrir el acceso de su provincia al comercio ultramarino.

También en la Plaza se deshace la obra rosista. Retorna la bandera, «tanto tiempo ajada por el tirano», bordada por «las matronas respetables que componen la Sociedad de Beneficen­cia, [… ] empuñada por sus propios hijos».4  Para construir la Aduana Nueva se demolió buena parte de lo que quedaba del maltrecho Fuerte (destinado por Rosas a las tropas) y, si se frus­traba el proyecto de levantar en su lugar una nueva Casa de Go­bierno, pocos años después alojará nuevamente a las autorida­des, restituyendo a la Plaza la sede del poder político.

Se deshace mucho pero no todo. Se conservó la arenga a los soldados al terminar la parada y no pareció inconveniente que prosiguiera aclamando a las autoridades al pasar frente a la Casa de Gobierno, ni que los papeles oficiales y los periódi­cos estuvieran encabezados por el lema «Viva la Confederación Argentina». (…)En las caras de la pirámide, mientras tanto, las autoridades inscri­ben los nuevos «cuatro días cardinales de nuestra historia»: «25 de Mayo 1810», «9 de Julio 1816», «1o de Mayo 1851», «3 de Fe­brero 1852».5

El 19 de febrero, de poncho blanco, sombrero de felpa de alas anchas y cintillo punzó, el general Urquiza pasó, al frente del Desfile de la Victoria, bajo el arco de la Recova, convertido en triunfal para la ocasión. Vencedor, el General tuvo mala suer­te en Buenos Aires, que se alzó siete meses después contra quien era, al fin de cuentas, un caudillo que la había derrotado en Ca­seros y no se privaba de desairarla. (…) Tuvo tiempo para presidir el pri­mer 25 de Mayo posrosista en una Plaza decorada con arcos mo­riscos, pero ya para entonces no todas eran loas… (…)

El recuerdo de sus alianzas con Rosas no contribuía (…) a otorgarle el favor unánime de los hijos de Buenos Aires, poco dispuestos en realidad a renunciar a la autonomía del Es­tado, a la aduana y al Banco. El retorno del cintillo punzó, por añadidura, fastidiaba a la tan recientemente conversa sensibi­lidad política porteña, tanto que el ministro Alsina estimó ne­cesario aclarar que no era obligatorio, y que el usado por «los valientes que componían el ejército libertador» no era un sig­no del régimen caído. Urquiza se fastidió mucho más y clausu­ró diarios opositores, disolvió la Junta de Representantes y en­vió al exilio a varios de sus miembros. Soliviantada, Buenos Aires aprovechó su ausencia para rebelarse, el 11 de septiem­bre de 1852, iniciando la década de la Secesión. (…)

Sitiada la ciudad por las tropas de Urquiza desde diciem­bre, poco se podía hacer en la Plaza en mayo de 1853, pero «lo más selecto de la sociedad asistió al tedeum como si fueran tiempos ordinarios». Se redujo el séquito que debía acompañar a las autoridades al templo («de la lista civil solamente los jefes de cada oficina de la administración; en lo militar, los gene­rales jefes de los diferentes cuerpos de la guarnición y un ofi­cial subalterno de cada una de ellas»).6  (…)

En la Plaza, cuatro estatuas (tan mal hechas que hubo que retirarlas poco después) ponían al día la pedagogía pública: en una, 25 de Mayo de 1810 («La Libertad» – «La Libertad siempre renace»), en otra, 9 de Julio de 1816 («La Justicia» – «La Justicia nos alienta» – «La América libre»), y si la ubicada al norte de la Plaza saludaba todavía el juramento de Urquiza: 11 de abril de 1852 («La Esperanza» – «La Esperanza con un Mayo valiente»), la del oeste honraba la revolución de Buenos Aires: «La Fuer­za», «El Pueblo triunfante por la fuerza» – «La Anarquía» – «Le pone fin ese 11 de Septiembre de 1852».

Con el control de los derechos aduaneros se iniciaba una era de bonanza en la provincia, que en mayo de 1854 jura en la Plaza su Constitución como Estado soberano; las leyendas, ese día, rubricaban nuevamente la coyuntura: desaparece el 11 de Abril urquicista para exaltar exclusivamente a Buenos Aires («La constitución del Estado es la garantía de las libertades pú­blicas»), su 25 de Mayo («Símbolo inmortal del porvenir ame­ricano») y su revolución de Septiembre («11 de Septiembre de 1852, Buenos Aires reivindica sus derechos»). Se bautiza Plaza Once de Septiembre al antiguo Mercado del Oeste y la fecha es declarada fiesta cívica. (…)

Civilizar la Plaza
El proyecto de la élite porteña en el gobierno tenía, por lo menos, dos caras. Una, ubicar a la ciudad, y a su Plaza, en la abandonada senda de la civilización; otra, cortar con su pasa­do, del que Urquiza acusaba públicamente a los unitarios: ha­ber sucumbido sin honor al poder rosista y reclamar «la heren­cia de una revolución que no les pertenece, de una victoria en que no han tenido parte,de una Patria cuyo sosiego perturba­ron, cuya independencia comprometieron y cuya libertad sa­crificaron con su ambición y anárquica conducta».7  Expul­sado ya de la Pirámide el 3 de Febrero urquicista, Buenos Aires intentó suprimir ese pasado. Afirmándose heredera directa de la epopeya de Mayo reconstruyó su filiación unitaria con la re­patriación de dos figuras mayores: en 1856 llegan las cenizas de Rivadavia y en 1858 se decide traer las de Lavalle, enterrado en la catedral de Potosí.

La ciudad no había visto jamás números comparables a los 60.0008  ciudadanos congregados para recibir lo que queda­ba de Rivadavia. Consagrado héroe porteño por oposición al rosismo, se da su nombre a la calle principal y se proyecta le­vantarle una estatua, naturalmente en la Plaza de la Victoria. La iniciativa, escribe Halperin Donghi, respondía al esfuerzo por otorgar a la ciudad y a la provincia un pasado menos obje­table que el cuarto de siglo de identificación con la experien­cia rosista. (…)

La modernización de su Plaza y de su ciudad —ahora con una administración propia— era otra faz del proyecto de las nue­vas autoridades; identificarlo no supone sin embargo subestimar el impacto del crecimiento urbano. Si la Buenos Aires de 1857 era, para Scobie, una «modesta aldea», «una modesta ciudad de provincia en Europa occidental» para Bourdé, sus 100.000 habi­tantes eran suficientes para que el centro urbano abandonara sus formas mercantiles más arcaicas, y así lo dispuso uno de los primeros decretos del nuevo gobierno, prohibiendo a las carre­tas el acceso a las plazas Lorea, Montserrat y de la Concepción, obligadas a dirigirse a las del 11 de Septiembre y Constitución.

La erección de la Recova había sido uno de los primeros sig­nos de este proceso en la Plaza: en 1802 se ordenaba «a todos y a cada uno en la parte que le toque, dejen la plaza desemba­razada de todo puesto, carreta y cualquier otra cosa que sirva de estorbo, comprendiendo expresamente en este mandato a los mercachifles»;9  en 1822 se inauguraba—a dos cuadras de la Plaza de la Victoria— el primer local expresamente consagra­do al comercio y Rosas suprimirá las bandolas, puestos ambu­lantes con chucherías de poquísimo valor, instalados en la ve­reda ancha de la calle Victoria. La superficie de la Plaza de la Victoria quedó progresivamente liberada de sus primitivas fun­ciones mercantiles, que fueron transferidas en buena parte a la del 25 de Mayo, del otro lado de la Recova; de la Recova Vieja, mejor dicho, porque en 1831 se inauguraba la Nueva, una arcada de dos plantas neoclásicas sobre Victoria (…) que terminó alojando tiendas, fondas, cafés, y escribanías estratégicamente situadas al lado de la «Casa de la Justicia» en el antiguo Cabildo. Las Recovas com­ponían un bullicioso centro comercial que ofrecía todo lo ne­cesario. Para los lujos había que desplazarse a las calles adya­centes hacia el sur, a Perú por ejemplo, ese «rincón de París» con las más novedosas sedas de Lyon y cintas de Saint-Étienne que maravillan a Xavier Marnier en 1850 o seguir hasta Bolívar para hacerse un traje en la sastrería inglesa de Coyle. Para clien­tes menos afortunados estaban las tiendas y fondas de la Reco­va Vieja, «punto de reunión de los pocos vendedores negros y de los comentaristas de las escasas noticias del día» 10  y, hasta 1836, las bandolas, donde concurrían, nos dice José E. Wilde, «los sirvientes, gente de color y los hombres de campo que ba­jaban a la ciudad a hacer sus compras».11

Los gobernadores del nuevo Estado de Buenos Aires no re­cibieron una Plaza muy distinta de la legada por Rivadavia, con el Cabildo ya reformado para albergar a los tribunales, la Casa de Policía en uno de sus arcos y en otro, también con vista a la Plaza, la cárcel; ni el reemplazo de su reloj en 1848 ni las suce­sivas modificaciones de su fachada habían alterado su perfil co­lonial. La Catedral, por su parte, con el frente inconcluso, con­servaba la columnata ajena a las reglas del barroco español con la que Rivadavia la había convertido en una suerte de templo cívico. Aunque a mediados de 1840 se embaldosaran casi ente­ramente sus costados este y sur, la Plaza seguía oscura, sin árboles ni bancos, polvorienta o embarrada; pero no desierta: si, se ha escrito, los años rosistas le quitaron mucho a su calidad de centro de la vida social decente —que se habría retraído al do­minio privado—, proseguían los corrillos a la salida y a la entra­da de los oficios, las retretas domingueras, los vuelos aerostáti­cos —pasión universal que los porteños compartían desde 1809— y el ajetreo en las Recovas. Pero es cierto que, poco hospitala­ria para sociabilidades, la Plaza no competía con la Alameda para paseos elegantes.

Las nuevas autoridades pondrán manos a la obra, decididas a recuperar el tiempo cultural perdido. La barbarie quedaba atrás. A través de ese prisma absoluto fueron apreciadas hasta las tropas de la primera parada posrosista. “Enterraban esos trajes que hasta aquí les daban un aspecto po­co conforme con la civilización del país y han podido en aquel día presentarse al frente de la mejor equipada de los pueblos cultos de Europa.”12

La desaparición del color punzó bastaba para ponerlas «en consonancia con la civilización y cultura del heroico pueblo de Buenos Aires». Leitmotiv de la década, esas virtudes eran la con­trapartida del espantado recuerdo de la visibilidad popular: en los 25 de Mayo rosistas, se escribe, las «bandas africanas de vi­les-esclavos por calles y plazas discurriendo iban y digamos después si aquello no eraun meditado ultraje del nuevo Caribe que el sur abor­tó”.13  La vehemencia del corte con ese pasado convertía tam­bién a las innovaciones edilicias en signos culturales: “Un gran teatro, un gran café, un gran salón de baile son ocu­rrencias que parecen de poca consecuencia, cuando quiere pintarse el estado político y social de un pueblo; pero entre nosotros indican súbitas transformaciones del pueblo, que en­noblece sus gustos, y requiere construcciones nuevas que co­rrespondan a la masa de hombres que lo componen”.14

Sin alcanzar el vértigo que se alabará o denunciará en los noventa, el modo de vida se sofisticaba, dejando atrás el clima pueblerino. El 9 de Julio de 1853 los faroles de gas de la Pla­za —las «lámparas solares»—, maravillan a los porteños, y des­de 1856 reemplazan a los de aceite de potro en las calles; gas también en las casas particulares, y a buen ritmo (2 en mayo de 1856, 65 en junio, 51 en julio, 108 en agosto). Se construye ardorosamente (en 1853 más de 500 casas) y Buenos Aires ten­drá su primera exposición de ganadería e industria, su Gasó­metro en Retiro, su muelle de pasajeros. En 1857, cuando se apiñan 30.000 porteños para ver partir a las primeras locomo­toras, nuestra Plaza comienza su vigorosa transformación. Prilidiano Pueyrredón le puso bancos de ladrillos (se agregarán tres de mármol blanco), empedró toda la vereda que la rodea­ba, plantó los primeros árboles, una alameda en la 25 de Mayo y, rodeados por cadenas para que los animales no se los comie­ran, 450 paraísos en la de la Victoria; para las fiestas mayas enlozará el patio de la Pirámide y renovará el pavimento de la Pla­za. Estamos siempre en 1857 cuando «lo más elegante de la sociedad porteña» asiste a la apertura de los nuevos salones del Club del Progreso, convertidos ellos también en signos («han correspondido y representado dignamente la alta civilización a que hoy ha alcanzado Buenos Aires») .120 Frente a la Plaza se estrenaba, con un baile de disfraces y La Traviata, el Teatro Co­lón, con lugar para 2.500 espectadores. Era hora. Hasta enton­ces los porteños tenían que contentarse con los de la Victoria, Garibaldi, el Coliseo, los de drama español, los dos franceses; o el Argentino, donde “[… ] no había en toda la extensión 6 quinqueles encendi­dos a la vez; las señoras parecían unas sombras pálidas [… ] no podíamos menos que hallarnos aletargados, faltos de ai­re en medio de aquél gran cajón deseando que se conclu­yera de una vez para lanzarnos como una bala a la calle a respirar el aire libre”.15  (…)

De los transeúntes
Para que sea un verdadero paseo hay que esperar la prime­ra mitad de los setenta y las comisiones de vecinos encargadas de su cuidado, pero después de Caseros retornaron las activi­dades lúdicas y culturales16  y los alrededores de la Plaza fue­ron el asiento de una incipiente sociabilidad urbana. ¿Para quiénes?

Se contaban en miles los porteños que celebraban con «can­tos religiosos en el templo, músicas militares al aire libre, evo­lución de tropas, fantasmagorías de fuegos de artificio, aerós­tatos que hienden los aires, bailes, himnos, los colores de la libertad…».17  A estar con Sarmiento, las fechas cívicas en la Plaza conservaban su heterogeneidad social: cotejando el «pue­blo, chusma, plebe, rotos» chilenos con la muchedumbre que acude a los fuegos porteños, concluye que «el traje es el mismo para todas las clases, o más propiamente hablando no hay cla­ses»18… (…)

Leemos en 1860 que «de este modo terminaron los días de regocijo para el pueblo de Buenos Aires, los días en que todas las clases de la sociedad y del pueblo se entregan con emo­ción…»19  (…); nada impediría entonces concluir, como-Henry Brackenridge en 1818, que «no hay duda de que estas manifestaciones deben tener poderosos efectos en todas las clases sociales».

Hay, sin embargo, después de Caseros, indicaciones que, al confirmar la heterogeneidad social en las efemérides, sugieren que su uso corriente lo es menos. En la recepción de los restos de Rivadavia, por ejemplo, (…) El Nacional titula «Familias patrias»: “Tal pueden llamarse las dos terceras partes de las que fueron a las funciones patrias a la Plaza de la Victoria. Estas familias casi puede asegurarse que sólo en estos días visitan el centro de la ciudad, despidiéndose de la pirámide de año en año. ¿Quién no habrá observado esas caras nuevas como extranjeras a la ciudad que en tales días inundan todo?”20

Si damos fe a estas por cierto fragmentarias reflexiones se seguiría que la mezcla social en las efemérides contrasta con un acceso selectivo a la Plaza durante el resto del año. Una par­te (¿dos tercios?) la habría abandonado, convirtiéndose de este modo en esas «caras como extranjeras a la ciudad» (…) Si así fue­ra, la Plaza habría perdido buena parte de su calidad origina­ria de centro de cohabitación social; sede de una nueva socia­bilidad, ésta involucraría una fracción de los porteños, no muy diferente acaso de la que paseaba por la Alameda.

Referencias:
1 Tulio Halperin Donghi, Proyecto y construcción de una Nación Biblioteca del Pensamiento Argentino, t. II, Buenos Aires, Ariel, 1995, p. 42.
Juan M. Beruti, Memorias curiosas, en Biblioteca de Mayo, Senado de la Nación, 1960, IV, p. 169, p. 486, y Memorias del librero español Benito Hortelano, en Jorge Fonderbrider (comp.), La Buenos Aires ajena. Testimonios de extranjeros de 1536 hasta hoy, Buenos Aires, Emecé, 2001, p. 130.
3 La Gaceta Mercantil, mayo de 1844.
El Nacional, 22/5/1852.
El Nacional, 24/5/1852.
El Nacional, 24/5/1853.
Vicente F. López y Emilio Vera y González, Historia de la República Argentina, t. vi, Buenos Aires, Sopeña, 1960, pp. 376-377.
La Tribuna, 6/9/1857; El Nacional, 7/9/1857.
Acuerdos originales del extinguido Cabildo, Libro 59.
10 «Buenos Aires a principios de siglo», Caras y Caretas, 20/5/1899.
11 José E. Wilde, La Plaza de la Victoria, en Biblioteca de Mayo, vol. 30, pp. 125-127.
12 El Nacional, 27/5/1853.
13 La Tribuna, 27/5/1857. (Destacado en el original.)
14 La Tribuna, 26/5/1857.
15 El Nacional, 27/5/1853.
16 Pilar González Bernaldo de Quirós, Civilidad y política en los orígenes de la Nación Argentina. Las sociabilidades en Buenos Aires, 1829-1862, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2001, p. 216.
17 La Tribuna, 26/5/1856.
18 Carta a Mariano de Sarratea, Domingo Faustino Sarmiento, Obras completas, Edición Luz del Día, t. XXIV, pág. 32.
19 El Nacional, 27/5/1857 y 27/5/1860 (destacado en el original).
20 El Nacional, 25/5/1862.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar