Retrospectiva de la anarquía en el Dogma Socialista, de Esteban Echeverría


El 9 de julio de 1816, el Congreso que se había reunido en Tucumán en marzo de aquel año dio un paso trascendental y declaró la independencia “del rey Fernando VII, sus sucesores y metrópoli”. Aquella declaración no era la culminación pacífica de un proceso de unión y concordia entre los pueblos allí representados. Era más bien, como sostenía Mitre en su Historia de Belgrano y de la Independencia argentina, “la última esperanza de la revolución”.

Tan grande era el peligro de disolución y anarquía, que los congresales enviaron el 1º de agosto de 1816 un extenso manifiesto que decía: “El estado revolucionario no puede ser el estado permanente de la sociedad: un estado semejante declinaría luego en división y anarquía, y terminaría en disolución. (…) La desunión rompe los vínculos de correspondencia social, los de sangre y familia, las relaciones de común interés, las afecciones de amistad. (…)Legiones valientes, que malgastáis vuestro espíritu sirviendo a la anarquía que nos destruye, dad un empleo más digno al furor que os anima, y llevad vuestras iras donde los agravios del enemigo común empeñan nuestra venganza”.

En efecto, los representantes de aquel congreso debían hacer frente a una amenaza más ominosa que los ejércitos que Fernando VII enviaba desde España: la desunión, la discordia, la anarquía y las rivalidades, que desde hacía seis años se dirimían a golpes de mando, encarcelamientos, exilios y campañas militares. De hecho, vastas regiones del ex virreinato no estaban representadas en el Congreso: Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes y la Banda Oriental decidieron no enviar representantes. Tampoco asistirían diputados de Paraguay y del Alto Perú, con excepción de Chichas o Potosí, Charcas (Chuquisaca o La Plata) y Mizque o Cochabamba.

El panorama era desolador. Así describía Bartolomé Mitre aquel histórico Congreso: “Heroico y paradójico Congreso de Tucumán,producto del cansancio de los pueblos; elegido en medio de la indiferencia pública; federal por su composición y tendencias y unitario por la fuerza de las cosas; revolucionario por su origen y reaccionario en sus ideas; dominando moralmente una situación, sin ser obedecido por los pueblos que representaba; creando y ejerciendo directamente el poder ejecutivo, sin haber dictado una sola ley positiva en el curso de su existencia; proclamando la monarquía cuando fundaba la república; trabajando interiormente por las divisiones locales, siendo el único vínculo de la unidad nacional; combatido por la anarquía, marchando al acaso, cediendo a veces a las exigencias descentralizadoras de las provincias, y constituyendo instintivamente un poderoso centralismo, este célebre Congreso salvó sin embargo la revolución, y tuvo la gloria de poner el sello a la independencia de la patria”.

La desunión, los enfrentamientos, la falta de un consenso mínimo, la profunda división en la sociedad que se conformaba fueron escollos que caracterizaron aquel período, cuya sombra se proyecta hasta nuestros días. Compartimos en esta ocasión los fragmentos finales del Dogma socialista, de Estaban Echeverría, publicado en 1846, que rastrean en el pasado los orígenes de las divisiones que desgarraban a la sociedad.

Fuente: Esteban Echeverría, Dogma Socialista, en José Carlos Chiaramonte, Ciudades, provincias, Estados: Orígenes de la Nación Argentina (1800-1846), Buenos Aires, Ariel, 1997, págs. 623-626.

La Revolución de Mayo se dividió al nacer, y ha continuado dividida hasta los actuales días: armada de sus dos manos, como la Revolución Francesa, con la una de ellas ha llevado adelante la conquista de la libertad, en tanto que con la otra, no ha cesado de despedazar su propio seno: doble lucha de anarquía y de independencia, de gloria y de mengua, que ha hecho a la vez feliz y desgraciado el país, que ha ilustrado y empañado nuestra revolución, nuestros hombres y nuestras cosas.

La anarquía del presente, es hija de la anarquía del pasado: tenemos odios que no son nuestros, antipatías que nosotros hemos heredado. Conviene interrumpir esta sucesión funesta, que hará eterna nuestra anarquía. Que un triple cordón sanitario sea levantado entre ambas generaciones, al través de los rencores que ha dividido los tiempos que nos han visto crecer. Es menester llevar la paz a la historia, para radicarla en el presente, que es hijo del pasado, y el porvenir, que es hijo del presente.

Facción Morenista, facción Saavedrista, facción Rivadavista, facción Rosista, son para nosotros voces sin inteligencia; no conocemos partidos personales; no nos adherimos a los hombres: somos secuaces de principios. No conocemos hombre malo al frente de los principios de progreso y libertad. Para nosotros la revolución es una e indivisible. Los que la han ayudado son dignos de gloria; los que la han empañado, de desprecio. Olvidamos no obstante las faltas de los unos para no pensar más que en la gloria de los otros.

Todos nuestros hombres, todos nuestros momentos, todos nuestros sucesos presentan dos faces: una de gloria, otra de palidez. La juventud se ha colocado cara a cara con la gloria de sus padres, y ha dejado sus flaquezas en la noche del olvido.

Vivamos alerta con los juicios de nuestros padres acerca de nuestros padres. Han estado divididos, y en el calor de la pelea más de una vez se han visto con los ojos del odio, se han pintado con los colores del desprecio. A dar ascenso a sus palabras, todos ellos han sido un puñado de bribones. A creer en lo que vemos, ellos han sido una generación de gigantes, pues que tenemos un mundo salido de sus manos. Ahí están los hechos, ahí están los resultados, ahí está la historia: sobre estos fundamentos incorruptibles debe ser organizada toda reputación, todo título, todo juicio histórico. No tenemos que invocar testimonios sospechosos, tradiciones apasionadas y parciales. Somos la posteridad de nuestros padres; a nosotros compete el juicio de su vida. Nosotros le pronunciaremos en vista del proceso veraz de la historia y de los monumentos. Cada vez, pues, que uno de nuestros padres levante la voz para murmurar de los de su época, implorémosle el silencio. Ellos no son jueces competentes los unos de los otros.

Cada libro, cada memoria, cada página salida de su pluma, refiriéndose a los hombres y los hechos de la revolución americana, deben ser leídos por nosotros con la más escrupulosa circunspección, si no queremos exponernos a pagar alguna vez los sinsabores gloriosos de toda una existencia con la moneda amarga de la ingratitud y del olvido.

Todos los periodos, todos los hombres, todos los partidos comprendidos en el espacio de la revolución, han hecho bienes y males a la causa del progreso americano. Excusamos, sin legitimar todos estos males; reconocemos y adoptamos todos estos bienes. —Ningún periodo, ningún hombre, ningún partido, tendrá que acusarnos de haberle desheredado del justo tributo de nuestro reconocimiento.

Todos los argentinos son uno en nuestro corazón, sean cuales fueren su nacimiento, su color, su condición, su escarapela, su edad, su profesión, su clase. Nosotros no conocemos más que una sola facción, la patria, más que un solo color, el de mayo, más que una sola época, los treinta años de revolución republicana. Desde la altura de estos supremos datos, nosotros no sabemos que son unitarios y federales, colorados y celestes, plebeyos y decentes, viejos y jóvenes, porteños y provincianos, año 10 y año 20, año 24 y año 30: divisiones mezquinas que vemos desaparecer como el humo, delante de las tres unidades del pueblo, de la bandera, y de la historia de los argentinos. No tenemos más regla para liquidar el valor de los tiempos, de los hombres y de los hechos, que la magnitud de los monumentos que nos han dejado. Es nuestra regla en esto como en todo: a cada época, a cada hombre, a cada suceso, según su capacidad; a cada capacidad, según sus obras.

Hemos visto luchar dos principios, en toda la época de la revolución, y permanecer hasta hoy indecisa la victoria. Esto nos ha hecho creer que sus fuerzas son iguales, y que su presencia simultánea en la organización argentina, es de una necesidad y correlación inevitables. Hemos inventariado el caudal respectivo de poder de ambos principios unitario y federativo, y hemos obtenido estos resultados:

ANTECEDENTES UNITARIOS
Coloniales
La unidad política.
La unidad civil.
La unidad judiciaria. La unidad territorial. La unidad financiera. La unidad administrativa. La unidad religiosa. La unidad de idioma. La unidad de origen. La unidad de costumbres.

Revolucionarios
La unidad de creencias y principios Republicanos.
La unidad de formas representativas.
La unidad de sacrificios en la guerra de emancipación.
La unidad de conducta y de acción en dicha empresa.
Los distintos aspectos de unidad interrumpidos; congresos, presidencias, directorios generales que con intermitencias más o menos largas se han dejado ver durante la revolución.
La unidad diplomática, externa o internacional.
La unidad de glorias.
La unidad de bandera.
La unidad de armas.
La unidad de reputación exterior.
Unidad tácita, instintiva, que se revela cada vez que se dice sin pensarlo: República Argentina, territorio argentino, nación argentina, patria argentina, pueblo argentino, familia argentina, y no santiagueña, y no cordobesa, y no porteña. La palabra misma argentino es un antecedente unitario.

ANTEDECENTES FEDERATIVOS
Las diversidades, las rivalidades provinciales, sembradas sistemáticamente por la tiranía colonial, y renovadas por la demagogia republicana.
Los largos interregnos de aislamiento y de absoluta independencia provincial durante la revolución.
Las especialidades provinciales, provenientes del suelo y del clima, de que se siguen otras en el carácter, en los hábitos, en el acento, en los productos de la industria y del suelo.
Las distancias enormes y costosas que las separa unas de otras.
La falta de caminos, de canales, de medios de organizar un sistema regular de comunicación y transporte.
Las largas tradiciones municipales.
Las habitudes ya adquiridas de legislaciones y gobiernos provinciales.
La posición actual de los gobiernos locales en las manos de las provincias.
La soberanía parcial que la revolución de mayo atribuyó a cada una de las provincias, y que hasta hoy les ha sido contestada.
La imposibilidad de reducir las provincias y sus gobiernos al despojo espontáneo de un depósito, que, conservado un día, no se abandona nunca, —el poder de la propia dirección, —la libertad.
Las susceptibilidades, los subsidios del amor propio provincial.
Los celos eternos por las ventajas de la provincia capital.

De donde nosotros hemos debido concluir la necesidad de una total abnegación, no personal, sino política, de toda simpatía que pudiera ligarnos a las tendencias exclusivas de cualquiera de los dos principios, lejos de pedir la guerra, buscan ya, fatigados de lucha, una fusión armónica, sobre la cual descansen inalterables las libertades de cada provincia, y las prerrogativas de toda la nación: solución inevitable y única que resulta toda de la aplicación a los dos grandes términos del problema argentino, la Nación y la Provincia; de la fórmula llamada hoy a presidir la política moderna, que consiste como lo hemos dicho en otra parte, en la armonización de la individualidad con la generalidad, o en otros términos, de la libertad con la asociación.

Esta solución, no sólo es una demanda visible de la situación normal de las cosas argentinas, sino también una necesidad política y parlamentaria, vista la situación de los espíritus; porque de ningún modo mejor que en la armonía de los dos principios rivales, podrían encontrar una paz legítima y gloriosa los hombres que han estado divididos en los dos partidos Unitario y Federal.

1º de mayo de 1851

Fuente: www.elhistoriador.com.ar