Entrevista a Alberto Díaz


Autor: Felipe Pigna.

Alberto Díaz es editor, director editorial de Emecé. Fue hasta 1991 profesor en la Facultad de Filosofía y Letras. Se inició en el mundo editorial cuando se abrió la primera sucursal en Buenos Aires de Siglo XXI. En 1976,  la editorial debió cerrar sus puertas y Díaz se exilió en Colombia. En 1978 se fue a vivir a México, donde se hizo cargo de la editorial Alianza. En 1983, tras el regreso de la democracia, volvió a la Argentina y abrió Alianza en el país. Fue su director hasta 1991. También dirigió la editorial Losada. De allí pasó a formar parte del grupo Espasa Calpe, que más tarde se fusionó con el resto del grupo Planeta. Entre los autores que publicó se encuentran: Eduardo Galeano, Antonio Di Benedetto, Ricardo Piglia, Mario Benedetti, Tulio Halperin Donghi, Jorge Luis Borges, Beatriz Sarlo, Carlos Altamirano, Juan Gelman, Andrés Rivera y Juan José Saer.

¿En qué consiste la tarea del editor? 
Es difícil definir editor. Un amigo, un gran editor español que ya falleció, Javier Pradera, decía que el editor es humo en botellas. Porque a veces se confunde  la tarea del editor con el que termina editando un libro a nivel editorial. En español el término refiere tanto a quien trabaja con un autor un libro como a quien contrata y dirige todo un departamento editorial o toda una editorial. Los ingleses tienen para eso dos términos: editor, que es el que trabaja el texto, el peón, el trabajador, y el publisher, que es un jefe, que manda, que contrata, que define líneas editoriales, pero que por lo general tiene poco contacto con el autor. Creo que el editor es una figura importante.

¿Qué condiciones se necesitan para ser editor?  
Hay una básica: querer a los libros. Eso es fundamental, que les gusten los libros, amar a los libros, y después, la relación con el autor, que generalmente es una relación muy difícil. Hay mucha biografía y muy linda, porque hay muchas peleas, desde Goethe, que decía que los editores eran peores que el diablo. Se los llamaba libreros. En esa época todo lo realizaba una sola figura. El librero era el editor y el que comercializaba. A medida que avanzó el capitalismo y con él la división del trabajo, surgió el editor como algo más abstracto, pero inicialmente era el que ponía la plata y hacía todo.

Cervantes mismo tuvo problemas con su editor…
Todos… Vos nombraste recién a Saer, un gran amigo, gran autor que yo quiero mucho. Falleció desgraciadamente. Yo conocía toda su obra, pero lo conocí volviendo del exilio de México. Un día estaba por Buenos Aires y fui  a la Ghandi, que recién se abría, y él se iba de la librería. Yo lo conocía por fotografía. Nunca lo había visto. Había leído su obra, nada más. Entonces, yo me presenté: “Saer, yo soy Alberto Díaz. Soy editor. En ese momento trabajaba en la editorial Alianza. Y Saer, que era un gran bromista, lo primero que hizo cuando le dije que era editor y trabajaba en Alianza, fue palparse el saco cuidando la billetera para que no le robara. Hay muchísimas anécdotas. También hay autores que están muy agradecidos y han crecido gracias a tener un buen editor. Yo en lo personal siempre cuidé mucho la relación con los autores. Son mi mayor preocupación, porque creo que ese es el capital que tiene un editor, sus autores, que le son fieles o que le responden. Y  después tiene un documento nacional de identidad, que es el catálogo que logra armar. Ahí están su identidad, su personalidad, sus intereses y está cómo piensa el libro o la cultura del libro o la galaxia Gutemberg o como quieras llamarlo, expresado en un catálogo.

¿Cómo llegaste a Siglo XXI?
Bueno, yo a Siglo XXI llegué casualmente. Estudiaba Historia en la Facultad de Filosofía y Letras. Era amigo de un grupo de “marxistones” de la época. Nos oponíamos a la Academia.  Historia era una carrera muy tradicionalista en la década de 1960. Y ahí estaba un amigo, Enrique Tándeter. Era muy culto. Especialista en el Alto Perú, en tema minas. Muy trabajador. También estaba Juan Carlos Garavaglia, que era más amigo mío, hijo de un pintor, muy tano. Ellos dos en un momento hicieron una pequeña editorial llamada Signos, y contratan un  montón de libros, muchos de los cuales después salieron como Siglo XXI. Siglo XXI se formó en México, cuando Orfila, que dirigía el Fondo de Cultura Económica en México, publicó Los hijos de Sánchez, de Oscar Lewis, un antropólogo que cuenta la vida de unos marginados en México. El libro tuvo mucho éxito. Lo sacó por la editorial pública, que era Fondo de Cultura Económica. En ese momento estaba el peor gobernante mexicano durante muchas décadas, Gustavo Díaz Ordaz, el de la matanza de Tlatelolco, en el 68. Es un libro crítico, que deja mal a México y lo echan. Y entonces hubo un movimiento de 500 intelectuales y escritores mexicanos que juntaron plata y le armaron una editorial a Orfila, que tenía una gran trayectoria. Inmediatamente él creó una pequeña sucursal en la Argentina. El hecho es que entré a trabajar ahí y al poco tiempo me designaron Gerente Comercial. Tenía que viajar por toda América y participaba de los comités editoriales. Yo inicialmente estaba más en la parte de edición que en la comercial. Eso me permitió tener una visión más amplia y más completa del negocio del libro. Me encargaba del depósito, de la venta, de la exportación. Viajaba dos veces al año por toda América, y contrataba y editaba libros.

¿Cómo fue que contrataste Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano?
Soy una persona afortunada. Cuando hice un primer viaje a Uruguay,–porque Siglo XXI de México tenía un representante en Uruguay, una gran librería con una distribuidora, de un hombre de izquierda, que vendía sus libros– fui el primer día para ofrecerle cobrar algo y contarle que ya empezamos nosotros a producir. Se puso muy contento de que los libros le llegaran de Argentina. Estuve sólo un día. Almorzamos, me marcó un pedido y cuando me estaba por ir, compré una serie de libros de historia uruguayos. Entonces me dijo: “Te voy a regalar un libro que acaba de salir, que me parece que te va a gustar”. Y sacó Las venas abiertas de América Latina en la edición de la universidad, la primera edición del año 1971. Lo puse en la bolsa, tomé el avión y tenía una hora, y me dije: “voy a ver qué es lo que me dio”. Lo miré, leí la introducción y me enganché. No es que todo lo que estaba ahí no lo supiera, pero en la manera que estaba contado, la indignación con la que yo bajé, las ganas de empezar a matar gachupines cuando llegué a aeroparque… Pensé: Si a mí, que soy más frío en historia, este libro me impacta, me conmueve, tenía que contratarlo. Entonces tuve mi primera intervención en el Comité Editorial y me lo rebotaron. Estaba publicado por la editorial de la universidad, pero yo quería hacer una coedición, pagar los royals, como hacíamos con Paulo Freire.  Entonces me jugué (en esa época no había internet ni nada), puse el libro en un sobre y escribí la dirección: Gabriel Manceras 65, México 12. Atención don Arnaldo Orfila Reinal. Y le mandé el libro con una cartita adentro. El viejo que tenía muy buen olfato, lo vio y lo contrató. Salió en México y yo, que manejaba la parte comercial también, hice una primera importación de 700 ejemplares. Llegaron y no duraron un segundo. Ni siquiera los pude ver. Segunda importación: 1500. Desaparecieron también. La tercera fue una edición local. Y de ahí ese libro es el longseller más grande, que sigue vendiendo cientos de miles. No pierde el ritmo. No sabés quién lo compra pero se vende permanentemente. Galeano nunca supo de esto, porque el que lo contrató fue Orfila. Galeano entonces se vino exiliado por el golpe de Bordaberry. Viene y abre Crisis. Ahí nos hicimos medio amigos. No hemos sido grandes amigos porque nos hemos visto poco. En esa etapa que él estaba exiliado acá nos veíamos todas las semanas porque él venía a cobrar los derechos todas las semanas. Se vendía mucho y como había inflación, él venía y retiraba el pago. Y recuerdo una de sus mayores alegrías. Un día vino y pasó por mi escritorio y me dijo: “Alberto, hoy he recibido la mayor alegría de mi vida. Me leen hasta los porteros. Cuando venía para acá –en ese momento Siglo XXI estaba en Perú 950, en San Telmo–, había un portero en la puerta de su edificio leyendo Las venas abiertas”.

Volviendo al tema del trabajo del editor, ¿cómo es la relación con los autores?
Para el editor es muy importe  la relación con el autor, porque el autor es un personaje muy frágil. No frágil en la vida, pero como autor está solo. Y el editor es el primer contacto que tiene con el mundo exterior. Puede tener amigos que lo leen, pero son amigos. El editor en la práctica es un censor, como decía Santa Teresa: “Son más las plegarias no correspondidas, que las correspondidas”. Uno ahí aparece como un dios. Son más los no que uno dice, que los sí, porque hay más oferta que demanda, si vamos a hablar de mercado. Entonces hay que ser muy delicado. Yo ya llevo 45 años en esta profesión; he rechazado más libros que contratado y no ando con casco por la calle. Trato de no dejar heridas y de explicar la situación. Muchas veces uno rechaza un buen libro, porque no entra en la línea editorial, porque hay muchos, por distintas condiciones que son ajenas al autor o al libro, y otras veces no. Hay libros que uno rechaza con alegraría.

¿Y qué libros se contratan? ¿Los que a uno le gustaría tener en la biblioteca o los que uno piensa que la gente compraría?
Se dice que el buen editor es aquel que no publica su biblioteca, pero yo esto lo completo. Creo que hay parte de verdad en eso, pero para ser un buen editor, hay que tener biblioteca. El problema es que muchos se agarran de ese “no publica su biblioteca” y no tienen biblioteca. No han leído un libro en su vida. Como mínimo hay que leer y querer al libro.

¡Qué lindo y qué complicado debe ser editar a Borges!
Bueno, yo considero que soy editor de un autor cuando le publico un libro, no cuando lo heredo. La gran obra de Borges yo la heredé cuando Planeta compró Emecé. Pero yo tuve la fortuna de contratarle tres libros a Borges. Un libro precioso, que desgraciadamente la heredera no deja circular, que es una antología. No hay antologías personales de Borges. Yo le pedí para Siglo XXI y como estaban los derechos… Yo en ese momento era de izquierda y para la izquierda Borges era horripilante, mala palabra, pero yo siempre tuve un olfato de galleguito, de comerciante, de Manolito. Podía separar ideología y darme cuenta de que había autores que podían no gustarme mucho, pero sabía por olfato, por intuición –algo que también debe tener un editor- que eran buenos. El hecho es que yo pedí para Siglo XXI para México –porque acá no se podía porque estaban los derechos de Emecé– una antología, que es preciosa porque toma los tres temas que trabaja él: poesía, ensayos y ficciones, seleccionadas por él, y un prólogo muy lindo. Y él dijo que si se perdiera toda su obra y quedara esta antología, quedaba lo esencial; que Borges iba a seguir siendo Borges.  Ese fue el primer libro que contraté. El segundo yo ya estaba de regreso del exilio, trabajaba en Alianza, que vendía los libros de él en bolsillo en España y resto de América, que había cedido Emecé, y yo recibía los cheques que me mandaban de Alianza para los derechos y lo llamaba para entregárselos. Cuando yo iba a llevarle el cheque, él me estaba esperando empilchadito y nos poníamos a charlar. Y un día me dijo: “Díaz, ¿qué tal escribe usted?”. “Escribo muy mal”, le dije, pensando que me preguntaba qué tal era yo como escritor, pero no. Él quería saber cómo era mi letra. Entonces, me pidió que fuera a una habitación a buscar un cuaderno y me dictó tres versos; a la siguiente vez, me dictó seis versos… Después me di cuenta que era El libro de los conjurados, el último que publicó en vida en poesía. Me dictó unos versos en donde hablaba de un señor López y un Mr. Ward, que si no hubiese sido por las Malvinas, hubiesen sido amigos…  Entonces, le pregunté por el libro que estaba escribiendo y se lo contraté y salimos con 8.000 ejemplares, que se agotaron. La tapa la hizo Daniel Gill, un tapista extraordinario. El hecho es que después un amigo le había propuesto a Borges publicar por Hyspamérica su biblioteca: los 100 libros preferidos de Borges con un prólogo nuevo. Llegó a publicar 72 libros, que en realidad son 69, porque algunos eran muy grandes y los publicaron en dos tomos. Entonces fui a hablar con el dueño, y le  propuse sacar en un libro los 69 prólogos, con el título, Jorge Luis Borges. Biblioteca personal (prólogos). Entonces, publiqué tres libros de Borges. Y después, ya estando en EMECE-Planeta, continué con los textos recobrados, textos inéditos, hasta que ya completamos casi todo. Ya lo último que venía me parecía que era abusar, porque era la lista del supermercado.

Siglo XXI era muy importante. Publicaba a Thompson, a Duby, a Foucault…
A Barthes y todo el estructuralismo. En América Latina en los 60, se produjo la revolución cubana, que marcó un antes y un después; se puso de moda el continente. Estalló el boom literario: Carlos fuentes, Cortázar, García Márquez, y Vargas Llosa. Son los cuatro emblemáticos. Todo este fenómeno es un producto editorial de Seix Barral en Barcelona, que es una editorial que ahora represento, y que en ese momento era la mejor editorial en ficción, en literatura, tanto en lengua española como en extranjera, pero uno de los libros del boom todavía la industria editorial argentina resistía, que es el más importante, Cien años de soledad, de García Márquez. Se publica en Argentina y se publica en Sudamericana. Tras el boom literario, los editores españoles empiezan a buscar escritores latinoamericanos. Entonces se conocen todos los escritores que habían empezado a publicar a partir de los 50. Es decir, escritores que son precuelas del boom pero que se presentan junto con el boom. Y lo otro, que es un aporte teórico latinoamericano, que es la teoría de la dependencia. En eso Siglo XXI hizo un gran aporte. Dentro de estos autores del boom, porque se pone de moda después del boom la literatura sobre los dictadores latinoamericanos, y simultáneamente en un año salen tres libros: El recurso del método, de Carpentier, El otoño del patriarca, de García Márquez y Yo, el supremo, de Roa Bastos, que es el mejor. Roa Bastos es el que se recupera y se da a conocer al mundo a partir del boom.

Y yendo a siglo XXI, publicar este catálogo tan impresionante tuvo después su costo, ¿no?
Sí. Era muy influyente en toda América Latina. Vendíamos cosas como Los Grundrisse, que son unos borradores de El Capital, que cuesta horrores vender, y vendíamos 3.000 o 4.000 ejemplares en Bolivia, que es un mercado chico. Lo que sacaba Siglo XXI, vendía. Éramos creíbles. Además, teníamos posiciones políticas asumidas; yo trabajaba en la universidad. Me había recibido. Para la segunda feria del libro, finales de marzo de 1976, un viernes yo estaba trabajando en la editorial. Me estaban esperando Aricó, Mangieri y varios amigos en la esquina para ir a la feria. Y yo estaba con mi amigo el negro Tula. Entonces entró la patota con armas largas a los gritos, rompieron la puerta, rompieron todo y nos llevaron. Nos venían a buscar justo a nosotros dos. Después nos enteramos de que fue un grupo de tareas de la Marina. Yo estuve desaparecido más de un mes y medio. No fueron torturas muy fuertes las mías, pero estuve aislado durante un mes y medio en un tubo encapuchado sin poder hablarle a nadie. Me decían que me iban a matar. Mi mujer estaba embarazada de mi hija y no respondían hábeas corpus, pero al mes y medio me soltaron. Y yo me quedé, pero un día vino el único al que le había visto la cara. Yo iba con mi mujer a llevar a la plaza a mi hija Laurita y me dijo: “Sos pelotudo, Alberto. Ya te avisamos. Zafaste una vez. Te vas en una semana. Si no, sos boleta”. Entonces, me fui a Colombia. Ahí también me volvieron a meter preso por estar en un comité de solidaridad con el pueblo argentino, pero esa es otra historia. En Colombia estuve tres años y medio. Después me fui a México, donde me separé de Siglo XXI y pasé a Alianza y regresé al país con Alianza hasta que en 1993 ingresé a Espasa Calpe, que recién la había comprado Planeta, y ahí seguí en el grupo Planeta, manejando algunas editoriales. En algún momento fui director general de todas.

Contáme tu experiencia como editor de Saer.
Es uno de los autores que más quiero. Para mí después de Borges era el mejor escritor argentino de ficción. Tengo el orgullo de haber publicado toda su obra. Él me entregaba la obra impecable. ¿Qué le vas a corregir a Saer? Yo le hacía la contratapa, pero no había que tocar nada. Tenía que frenar a los correctores porque usaba mucho las comas. Mi teoría es que lo hacía porque era asmático y escribía al ritmo de su respiración. Entonces, yo tenía que advertir que no tocaran las comas. La primera vez que mandé a corregir Glosa me sacaron todas las comas. Entonces tuve que rehacer todo. Él escribía a mano y en cuadernos el original y lo pasaba en limpio a máquina. Una vez que se ponía a escribir, ya lo tenía todo en la cabeza, desde la primera página hasta la última frase.

¿Cómo fue la edición de su último libro?
Su último libro se llamó La grande. Él siempre me mandaba el libro cerrado escrito a máquina. Fue el único libro que me fue consultando. Él ya estaba enfermo de cáncer de pulmón. Después se le fue al páncreas.  Esta novela la escribió entre internación e internación, un proceso muy largo con quimioterapia. Le daban la quimio el martes y me decía que el miércoles no llamara. Tenía que llamar el jueves o el viernes. Estaba muy inseguro. Él había dicho en algún reportaje que escribía con el cuerpo. Uno piensa que esas son frases hechas. Pero un día me dijo: “Esta novela me está enfermando. Me va a matar”.  Un día me manda los dos primeros capítulos y me dice: “Quiero que me digas qué opinás”. Los leí, le hice la devolución. Después me mandó cinco capítulos y me dijo: “Rompé los otros dos que van estos cinco”        . Le habían dado de alta. Estaba bien. Yo hablé con él un viernes y me dijo “Ya tengo el último capítulo. Se va a llamar Río abajo. (…) Y también tengo la última frase: Moro vende”. Me dijo: “Va a ser una coda de unas 20 páginas y con eso termino, y después me dedico a flotar”. Pero el sábado me llamó su hijo Jerónimo Saer y me dijo que su papa había muerto. Entonces, hubo que cerrar el libro. Se trabajó de otra manera. Trabajó mucho su mujer Laurence, que es un encanto. Yo le escribí un posfacio.
                                      
¿Cuáles eran las preocupaciones de Saer a la hora de escribir?
Saer no escribió nada en francés, más allá de cartas… A él le interesaba Argentina y el idioma. Se sentía un escritor argentino. Ni latinoamericano, ni español, ni castellano. Y su preocupación cuando hablaba conmigo era saber si se seguían usando algunas palabras, como “cachirulo”. O me pedía que le revisara que no hubiera galicismos. Esa era su mayor preocupación: que no se le infiltraran galicismos. A veces me pedía que le enviara libros, pero no de literatura; me pedía libros de aves del plata o un libro sobre vinos, sobre detalles. Los de literatura ya los tenía leídos. Él tenía un canon muy chiquito de autores: Arlt, Borges, Juan L. Ortiz, el poeta entrerriano que admiraba muchísimo, Di Benedetto, otro que admiraba mucho, Gombrowicz, Macedonio Fernández. Él sostenía que Borges se murió en la década de 1960 porque a partir de allí dejó de escribir su gran obra. Lo mismo que el cine, que él decía que se murió con Antonioni. Luego dejó de ser un arte; pasó a ser un lugar para hacer conversaciones de sobremesa.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar