Una historia natural de la curiosidad, Alberto Manguel


“Se me ocurrió que, siguiendo el ejemplo de Dante de tener guías para sus viajes —Virgilio, Estacio, Beatriz, san Bernardo—, yo podría elegir a Dante como guía para mi viaje y permitir que sus preguntas me ayuden a marcar el rumbo de las mías”, propone Alberto Manguel en el prefacio de este libro, un paseo singularísimo por preguntas personales del autor que lo llevan a discurrir por temas tan universales como la justicia, las guerras, la vida y la muerte, el amor, la avaricia y tantos otros.

Cada uno de los 17 capítulos que conforman el libro se organiza en torno a una pregunta que funciona como disparador para recorrer diversos mundos. De Homero a Sócrates, Platón y Virgilio, de Santo Tomás de Aquino a Dostoyevski, Galileo, Hume, Goethe, Dickens, Dostoyevski, Joyce, Primo Levi, Borges, Cervantes y Thomas Mann, son solo algunas de los autores con los que Manguel dialoga.

La pregunta ¿cómo razonamos? nos guía por el método de enseñanza escolástico medieval que –dice el autor– sirvió de guía a la curiosidad intelectual entre el siglo XII y el Renacimiento. Compartimos aquí un fragmento de ese capítulo que nos conduce a profundas reflexiones en torno a los filósofos y los sofistas de la antigüedad clásica.

Fuente: Alberto Manguel, Una historia natural de la curiosidad, Buenos Aires, Editorial Siglo XXI, 2016, págs. 86-99.

Desde alrededor del siglo XII hasta el Renacimiento, cuando el humanismo modificó los métodos tradicionales de enseñanza en Europa, la educación en las universidades cristianas era mayormente escolástica. La escolástica (del latín schola, que en su origen quería decir una conversación o debate erudito, y sólo más tarde una escuela o lugar de aprendizaje) surgió como un intento de alcanzar un conocimiento que se adecuase tanto a la razón secular como a la fe cristiana. Los escolásticos, como san Buenaventura, no se consideraban innovadores ni pensadores originales, sino compiladores o tejedores de opiniones aprobadas[1].

 El método escolástico de enseñanza tenía varios pasos: la lectio o lectura de un texto autorizado en clase, la meditatio o exposición y explicación, y las disputationes o discusiones de temas, en lugar de un análisis crítico de los textos en sí. Se esperaba que los alumnos cono­cieran las fuentes clásicas, así como los comentarios aprobados. A continuación se les planteaban preguntas sobre determinados tópicos[2]. Se suponía que todos estos procedimientos no dejaban resquicio a la argucia sofística. 

Esa “argucia sofística” consistía en la capacidad de proponer un razonamiento falso de manera tal que pareciera verdadero (el méto­do por el que se inclinaba Celestina) ya fuera porque distorsionaba las reglas de la lógica, y de la verdad sólo tenía la apariencia, o porque llegaba a una conclusión inaceptable. Tanto el término propio como su sentido peyorativo se derivaban de Aristóteles, que asimilaba a los sofistas a los difamadores y los ladrones[3]. Según el filósofo, los sofistas eran nocivos porque se basaban en argumentos aparentemente lógicos, utilizando sutiles falsedades y llegando a conclusiones falaces, para inducir a error a otros[4]. Por ejemplo, un sofista trataría de lograr que su interlocutor aceptara una premisa (incluso aunque fuera totalmente irrelevante para la tesis) cuya refutación conocería de antemano[5]. 

Gracias principalmente a Aristóteles, Platón y Sócrates, los sofis­tas no han tenido casi nunca un lugar feliz en la historia de la filoso­fía. Entre las restricciones platónicas a lo metafísico y las aristotélicas a lo empírico, los sofistas tomaban en cuenta ambos planos, propo­niendo una indagación empírica en cuestiones metafísicas. Según el historiador G. B. Kerford, esto los condenó a “una especie de limbo entre los presocráticos por un lado y Platón y Aristóteles por el otro, [donde] parecen vagabundear para siempre como almas perdidas”[6].

Antes de Platón, el término griego sophistes tenía una connota­ción positiva, relacionada con las palabras sophos y sophie, que signifi­can «sabio» y «sabiduría», y designaban a un hábil artesano o artista, como por ejemplo un adivino, un poeta o un músico. A los legenda­rios siete sabios de Grecia se los llamaba sophistai (en tiempos de Ho­mero, una sophie era un talento de cualquier clase), como también a los filósofos presocráticos. Después de Platón, el término “sofisma” pasó a significar “un razonamiento plausible, falaz y deshonesto”[7], y el discurso sofístico, un mosaico de argumentos falsos, comparacio­nes engañosas, citas distorsionadas y metáforas mezcladas de manera absurda. Paradójicamente, esta definición del método sofístico presu­ponía el entendimiento de una cuestión mucho mayor. «Platón sabía que podía interpretar al sofista como lo opuesto al filósofo —escribió Heidegger—, sólo si aquél ya estaba familiarizado con el filósofo y sa­bía cómo estaban las cosas con él”.[8] Para Platón y sus seguidores, era más fácil identificar los defectos de aquellos a quienes percibían como sus adversarios que definir los rasgos de su propio sistema. En el siglo II, Luciano de Samosata describió a los cristianos como aque­llos que “adoraban al sofista crucificado y obedecían su ley”[9].

La Europa del Medievo y de principios del Renacimiento heredó ese desprecio, así como las preguntas subyacentes. Cuando, en los si­glos XV y XVI, se hizo necesario etiquetar a los practicantes del razo­namiento silogístico, la retórica pedante y la erudición vacua en uni­versidades y claustros, Erasmo y sus seguidores utilizaron el término “sofistas” para ridiculizarlos. En España, el destacado académico fray Luis de Carvajal, quien primero defendió y más tarde criticó la inter­pretación que hizo Erasmo de las Escrituras, se oponía firmemente a lo que él llamaba la sofística de muchos escolásticos. ”Yo quisiera, por mi parte, enseñar una teología que no sea pendenciera, sofística ni impura, sino libre de toda mezcla[10].”

Aunque los textos de los antiguos sofistas se habían perdido mu­cho antes y sólo sobrevivían sus caricaturas, muchos académicos hu­manistas acusaron a las universidades europeas de albergar a profeso­res ineficientes y a estudiantes mediocres que eran culpables de los mismos pecados sofísticos criticados por Platón y Aristóteles. En el siglo XV, Franςois Rabelais, siguiendo la idea ya establecida del so­fista como tonto, se burlaba de los teólogos escolásticos de la Sorbona retratándolos como “filósofos sofistas”, borrachos, sucios y ava­ros. Su hilarante creación, maese Pichóte de Braguetardo, recita en un francés macarrónico, lleno de distorsiones y citas equivocadas del latín, una oración escolástica por la recuperación de las campanas de Notre Dame, que el gigante Gargantúa ha robado para colgarlas sobre su yegua. Maese Pichóte arenga, con garbo sofista: “Una ciudad sin campanas es como un ciego sin bastón, un burro sin grupera y una vaca sin badajo. Hasta que las hayáis devuelto, no cejaremos en clamar tras vos como un ciego que ha perdido su bastón, de rebuznar como un burro sin grupera, de mugir como una vaca sin badajo”[11].

Se ha señalado que la negativa de Rabelais a someterse a las formas literarias ortodoxas (su Gargantúa es un festín subversivo de seudocrónica, pastiches, catálogos fantásticos y maliciosas parodias) surge de una profunda simpatía por las tradiciones y creencias populares —o,
más bien, por una incredulidad cada vez mayor en una época de crisis
espiritual[12]— y de un conocimiento de lo que se ocultaba bajo la cultura oficial cristiana de las universidades y los claustros. En el siglo XVI, la imagen del orden social, que ya estaba derrumbándose en época de Dante, era la de un mundo al revés donde todo se encontraba en sus opuestos[13]: el burro es el profesor, el perro es el amo. “El oráculo de la botella”, que consultan Pantagruel, el hijo de Gargantúa, y sus Compa­ñeros en el último capítulo del Quinto Libro[14], los conmina a que, una vez que estén de regreso en su mundo, den “testimonio de que los grandes tesoros y las cosas admirables se encuentran bajo tierra. No sin razón”. En la muralla del templo del Oráculo una inscripción afirma que “todas las cosas se mueven hacia su fin”[15]: tanto la curiosidad divina como la humana, parece decir Rabelais, deben seguirse hasta el final. Y la recompensa de nuestra curiosidad no consiste en mirar hacia arriba, en dirección del Cielo, sino hacia abajo, hacia la tierra. “Pues todos los sabios y filósofos de la antigüedad han estimado que, para re­correr con seguridad y tranquilidad el camino del conocimiento divi­no y proseguir la búsqueda de la sabiduría, dos cosas son necesarias: guía de Dios y compañía de hombre”[16].

En siglos posteriores hubo excepciones a este difundido menos­precio de los sofistas, y no todas fueron menores. Hegel llamó a los primeros sofistas “los maestros de Grecia”, quienes, en lugar de limi­tarse a meditar sobre el concepto del ser (como los filósofos de la es­cuela eleática) o de discurrir sobre los hechos de la naturaleza (como los phisiologoi de la escuela jónica), eligieron convertirse en educado­res profesionales. Nietzsche los definió como hombres que se atre­vían a borrar los límites entre el bien y el mal. Gilles Deleuze elogió sus ideas por el interés que despiertan en nosotros. “No existe otra definición de sentido —escribió—. El sentido es lo mismo que la novedad de una proposición”[17]. Sin embargo, no era la novedad lo que buscaban los sofistas, sino más bien cierta clase de eficiencia.

En algún momento de las primeras décadas del siglo V a.C, tal vez durante la frágil paz con Esparta después de 421, llegó a Atenas un prominente filósofo proveniente de una ciudad-estado ubicada al no­roeste del Peloponeso, Elis, conocida por la excelencia de sus caballos y por haber organizado, tres siglos antes, los primeros juegos olímpicos. Su nombre era Hipias, y era famoso por su prodigiosa memoria (podía retener más de cincuenta nombres después de oírlos una vez) y por ser capaz de enseñar, a pedido y por una suma considerable, astronomía, geometría, aritmética, gramática, música, métrica, genealogía, mitolo­gía, historia y, por supuesto, filosofía[18]. También se le adjudica el des­cubrimiento de una curva, la quadratrix, utilizada en los intentos de lograr la cuadratura del círculo, así como el de la trisección de un ángulo[19]. Hipias era un lector voraz y curioso, y compiló una suerte de anto­logía de sus pasajes favoritos con el título de Synagogéo “Compendio”. También redactó declamaciones sobre los poetas clásicos que se ofrecía a recitar siempre que lo justificara la ocasión, producciones poéticas que probablemente se referían a elevadas cuestiones morales. Decimos probablemente porque, de toda la extensa obra de Hipias, nada ha llegado a nuestros días con excepción de unas pocas citas en las obras de sus críticos, Plutarco, Jenofonte, Filóstrato y, sobre todo, Platón[20].

 Platón hizo de Hipias el principal interlocutor de Sócrates en dos de sus primeros diálogos, cada uno titulado de acuerdo con su extensión: Hipias menor e Hipias mayor. En ninguno de los dos el retrato de Hipias es elogioso. Con escasa simpatía por su personaje, Platón hace que Sócrates, de una manera bastante irónica, le pida a Hipias respues­tas a preguntas esenciales sobre la justicia y la verdad, sabiendo bien que Hipias será incapaz de darlas. En sus tentativas de responder, Hi­pias se presenta como un pedante, como un fanfarrón que se jacta de no haber encontrado jamás a nadie superior a mí en nada y como una persona capaz de ofrecerse a responder cualquier cosa que se le plantee (como se dice que hizo en las Olimpíadas)[21]. Según el filólogo W. K. C. Guthrie, Hipias debió de haber sido una persona simpática con la que sería difícil enfadarse. Como enseñaba por dinero por toda Grecia, se lo llamaba sofista, una designación que no denotaba al miembro de una secta o de una escuela filosófica, sino una profesión, la de profesor itinerante. Sócrates despreciaba a los sofistas porque se promocionaban como proveedores de conocimiento y virtud, dos cua­lidades que, según él, no podían enseñarse. Tal vez unos pocos hom­bres, principalmente de noble cuna, podían aprender, y sólo por su cuenta, cómo convertirse en virtuosos y sabios pero, según Sócrates, la mayoría de la humanidad era irremediablemente incapaz de hacerlo.

La separación entre los sofistas y los seguidores de Sócrates era mayormente de clase. Platón era un aristócrata, y menospreciaba a esos pedagogos errantes que se ofrecían en el mercado a la creciente clase media formada por los nouveaux riches. Esta clase estaba compuesta por mercaderes y artesanos cuya reciente riqueza les permitía comprar armas y, enrolándose en la infantería, poder político. Tenían como ob­jetivo ocupar el lugar de la antigua nobleza y para eso necesitaban aprender a hablar con elocuencia en la asamblea. Los sofistas se ofre­cían a enseñarles las aptitudes retóricas necesarias a cambio de un suel­do. “Los sofistas —dice I. F. Stone— son tratados con arrogante des­dén en las páginas de Platón por aceptar honorarios. Generaciones de profesores clásicos lo han repetido ciegamente, aunque pocos de ellos podrían darse el lujo de enseñar sin cobrar”[22]. Sin embargo, no todos los sofistas se quedaban con el dinero que se les daba. Algunos distri­buían la paga entre sus discípulos más pobres, así como otros se nega­ban a enseñar a aquellos alumnos que consideraban poco aptos[23]. Pero debido a que, en gran medida, aceptaban dar clase a casi cualquiera a cambio de dinero, Jenofonte sostenía que los sofistas renunciaban a su libertad intelectual y se convertían en esclavos de sus patrones.

 Debe decirse que Sócrates y sus seguidores no hablaban en tér­minos negativos de todos los sofistas, sino tan sólo de los de su pro­pia época. Contra esos contemporáneos no sólo formulaban obje­ciones sociales y filosóficas, sino también los acusaban de pervertir la verdad. Jenofonte decía lo siguiente: “Me sorprende que la mayoría de los llamados sofistas afirmen que guían a los jóvenes a la virtud, aunque, realmente, los guíen a su contrario […] Son ingeniosos en palabras y no en ideas”[24].

 A los sofistas también se les criticaban sus gestos ostentosos y sus modales artificiosos. En el siglo II de nuestra era, Filóstrato de Lemnos, quien los admiraba y escribió Vidas de los sofistas para exaltarlos, sostenía que un verdadero sofista sólo debía hablar en un ámbito lo bastante prestigioso para su nivel social: un templo era aceptable, un teatro también, incluso una asamblea o algún lugar apropiado para una audiencia imperial. Los gestos y las expresiones faciales debían controlarse cuidadosamente. Tenían que mostrarse contentos y segu­ros de sí mismos, pero serios. La mirada debía ser firme y perspicaz, aunque eso podía variar de acuerdo con el tema de la declamación. En los momentos de mayor intensidad, el sofista podía dar algunos pasos, balancearse de un lado a otro, palmearse el muslo y agitar la cabeza con pasión. Un sofista debía presentarse meticulosamente aseado y ex­quisitamente perfumado, con la barba cuidada, de delicados rizos, y vestido con escrupulosa elegancia[25]. Una generación antes, Luciano de Samosata, en su satírico El maestro de retórica, recomienda que el sofis­ta lleve un “vestido tornasolado o blanco, obra de un taller tarentino, para que se transparente el cuerpo. Zapatos femeninos de tacón del Ática, con muchas hendiduras, o botines de Sición adornados con flecos blancos; muchos acompañantes y siempre, siempre, un libro”[26].

Sócrates, por mucho que pontificara sobre la justicia y la verdad, no aceptaba la igualdad de los seres humanos. Los sofistas sí (aunque debe tomarse la precaución de no atribuir las mismas opiniones a todos los que llamamos sofistas). Algunos, como Alcidamante, llegaron in­cluso a oponerse a la esclavitud, institución que Sócrates y sus discípu­los jamás cuestionaron, como tampoco el derecho de unos pocos ilumi­nados a hacerse con el gobierno. Hipias, por el contrario, creía en una especie de cosmopolitismo práctico, una solidaridad universal que in­cluso daba pie a oponerse a las leyes nacionales en beneficio de una me­jor relación entre todos los hombres. Una de las fuentes de esta creencia pudo ser la tolerancia de los cultos foráneos que se practicaba en Delfos, lo que tuvo como resultado la unidad entre griegos y bárbaros en la era de Alejandro, así como también la disolución de las polis griegas que tanto estimaba Platón[27]. Para Hipias, las leyes que se mantienen vigen­tes sólo debido a la tradición no tienen valor porque pueden ser contra­dictorias y generar situaciones de injusticia; las de la naturaleza, por el contrario, son universales, y por lo tanto siempre pueden funcionar en una democracia. Hipias prefería las leyes no escritas a las escritas y ar­gumentaba que el bien del individuo debía basarse en el bien de la co­munidad. En La república de Platón, donde finalmente no se juzga ideal ninguno de los estados que se consideran, se ve con claridad que Sócrates (el Sócrates de Platón) no creía en una sociedad regida por le­yes democráticas sino en una gobernada por tiranos filosóficos prepara­dos desde la infancia para ser sabios y buenos”[28].

 El medio siglo de Platón e Hipias fue también el de Pericles, quien durante un tiempo breve y milagroso alentó en Atenas un clima poco común de libertad política e intelectual, así como una administración eficaz de gobierno. Hasta es posible que fuese Pericles quien ordenase construir nuevos edificios en la Acrópolis para combatir el desempleo. Después de Pericles, todo ateniense pudo aspirar a tener voz en la organización del estado, siempre que poseyera los dones de la retórica y la lógica. Una sociedad tan bien ideada atrajo a toda clase de inmigrantes de otras ciudades. Algunos llegaban esca­pando a la tiranía, algunos buscando un lugar donde desarrollar sus habilidades, y otros para ejercer su comercio de manera provechosa y libre. Entre estos forasteros se encontraban los sofistas. A diferencia de Atenas, Esparta, con la excusa de preservar el orden moral y los secretos de estado, prohibía regularmente el ingreso de extranjeros. Atenas, por el contrario, jamás se convirtió en un estado xenófobo, aunque sí desterró e incluso condenó a muerte a los que se oponían al estilo de vida ateniense, entre ellos a Sócrates.

En uno de los diálogos del periodo medio de Platón, Protágoras, el sofista de ese nombre, crítico de Hipias y amigo de Pericles, de quien admiraba el régimen que había instituido, le cuenta a Sócrates un mito para ilustrar su noción de un sistema político eficiente. Para explicar cómo hicieron los irascibles humanos para vivir en una sociedad pacífica, Protágoras explica que, en una época en que las constantes riñas amenazaban con destruir a la totalidad del género humano, Zeus mandó a Hermes a la tierra con dos regalos que permitirían a los hom­bres vivir juntos en relativa armonía: el aidos, la vergüenza o el pudor que un traidor podría sentir en el campo de batalla, y el dike, el concepto de justicia y respeto por los derechos de los demás. Hermes preguntó si debía distribuirlos sólo a unos pocos elegidos que estuviesen destinados a esas artes, así como sólo un doctor puede curar a los que no poseen conocimientos de medicina, o si el arte de la política debería otorgárseles a todos. “A todos —fue la respuesta de Zeus—, porque si participan de ellos sólo unos pocos jamás habrá ciudades”. Sócrates no responde al relato de Protágoras. Descarta sarcásticamente el mito llamándolo “una grandiosa y excelente actuación sofística” y ya no vuelve sobre ese tema, sino que se dedica a acribillar a Protágoras con preguntas sobre si cree que la virtud puede enseñarse. No se detiene a considerar la cuestión de la democracia, ni tampoco el significado de la virtud, que supuestamente es el tema del diálogo[29].

 Así como en Protágoras se escamotea una discusión profunda sobre la virtud en sí misma, en el Hipias menor, que en teoría es un diálogo sobre cómo definir a un hombre veraz, jamás se llega a discutir qué es la verdad. Cuando Hipias termina de alabar a los poetas, en especial a Homero, uno de los oyentes le pregunta a Sócrates si no tiene nada que decir sobre un discurso tan magnífico, ya sea para elogiarlo o para señalar sus errores. Sócrates confiesa que, efectivamente, le han surgido algunas preguntas y, en un tono aparentemente cándido, le dice a Hipias que entiende por qué Homero llama a Aquiles el más valiente de los hombres y a Néstor el más sabio, pero no entiende por qué considera que Ulises es el más as­tuto. ¿Acaso Homero no hizo a Aquiles astuto también? Hipias res­ponde que no, y cita las palabras de Homero en las que Aquiles aparece, por el contrario, como un hombre veraz. Ahora sí, Hipias —dice Sócrates—. Creo que entiendo lo que quieres decir. Cuando dices que Ulises es astuto, te refieres a que es mentiroso. Eso lleva a una discusión sobre si es mejor ser falso voluntaria o invo­luntariamente. Sócrates consigue que Hipias admita que un luchador que cae adrede es mejor que uno que cae porque no puede evi­tarlo, y que un cantante que desentona voluntariamente es mejor que otro que lo hace porque no tiene oído. La conclusión a la que llega es el mayor de los sofismas:

“Sócrates: ¿Y cometer una injusticia es hacer mal, y no cometerla es hacer bien? 

Hipias: Sí. 

Sócrates: ¿Y entonces el alma mejor y más fuerte, cuando hace el mal, lo hace voluntariamente, y el alma mala lo hace involuntariamente?

Hipias: Exacto. 

Sócrates: ¿Y el hombre bueno es el que tiene un alma buena, y el hombre malo es el que la tiene mala? 

Hipias: Sí.

Sócrates: ¿Entonces un hombre bueno actúa mal voluntariamente, y el malo involuntariamente, ya que un hombre bueno tiene un alma buena?

Hipias: Efectivamente, la tiene.

Sócrates: ¿Entonces, Hipias, el que voluntariamente hace cosas malas e injustas, si existe alguien así, es el hombre bueno?”

En este punto Hipias ya no se atreve a seguir el razonamiento de Sócrates. Algo más fuerte que la fe en la lógica finalmente lo supera y, en lugar de dar el siguiente y fatal paso en la tortuosa argumentación de Sócrates, se niega a someterse a lo que sabe que es no sólo pérfido sino también, lo que es peor, absurdo. “En este punto no puedo estar de acuerdo contigo”, dice el honesto sofista.

“Tampoco puedo yo —es la sorprendente respuesta de Sócrates—. Aunque sin embargo ése parece ser el resultado de nuestra discusión, por lo que vemos. Pero como decía antes, yo no estoy seguro respecto de estas cosas; siempre me siento perplejo y cambio de opinión. Ahora bien, que yo, o cualquier otro hombre corriente, vacile en su perplejidad, no es de extrañar, pero que vosotros, los sabios, también vaciléis, y que nosotros no podamos recurrir a vosotros para dejar de errar de un lado a otro, es grave tanto para nosotros como para vosotros”[30].

La intención de Sócrates, ridiculizar las pretensiones de sabiduría de Hipias, es clara, como también lo es su propia posición de que la búsqueda del conocimiento de lo que es bueno, verdadero y justo es un empeño continuo sin ninguna conclusión absoluta. Pero el método por el que deja expuesto a Hipias no se condice con su reputada dignidad. Entre los dos, Hipias aparece en el diálogo como el polemista más sólido y más serio. Es cierto que Sócrates se presenta como más astuto, al igual que Ulises comparado con Aquiles, y gracias a eso el debate, paradójicamente, se ha “convertido en una payasada”[31]. Otra cosa que surge, y de una manera muy poderosa, es que, en lugar de que Sócrates demuestre la vaguedad de las enseñanzas de Hipias, es éste quien pone en evidencia que el método socrático de hacer que, mediante una serie de preguntas, el interlocutor descubra una contradicción en sus afirmaciones puede llevar a errores peligrosos. El mismo Sócrates lo reconoce, consciente como debe serlo de la diferencia entre una acción injusta ejecutada justamente y una acción justa ejecutada injustamente.

Montaigne (citando a Erasmo) cuenta que la mujer de Sócrates, al enterarse del veredicto de la corte que lo sentenciaba a ingerir veneno, se quejó de que los jueces lo condenaran a morir injustamente, a lo cual su marido repuso: “Pues qué, ¿desearías más bien que me condenasen justamente?”[32]. Pero en el Hipias menor, más allá del énfasis que Sócrates pone en la ironía, es inevitable deducir que sus argumentos lo han llevado a una conclusión equivocada e inaceptable en términos éticos. Es probable que no fuera ésta la intención de Platón.

Es importante recordar que, así como el hombre llamado Hipias que ha llegado hasta nosotros se debe casi totalmente a la interpretación que Sócrates nos da de él, el Sócrates que conocemos es en gran medida la versión de Platón. “¿Hasta qué punto —se pregunta George Steiner— es el Sócrates de los principales diálogos parcial o mayormente una ficción platónica, quizás superior en su impacto intelectual, con una resonancia tan trágica como cómica, a Falstaff, Próspero o Iván Karamazov?”[33]. Tal vez, así como bajo la corpulencia de Falstaff podemos vislumbrar la sombra de otro príncipe Hal, y bajo el erudito Próspero otro Calibán, e incluso a través del brutal Iván Karamazov (en una idea muy perturbadora) la sombra de su joven y compasivo hermano Alexei, tras el Sócrates de Platón podemos discernir no al Hipias al que el inquisitivo filósofo hostiga y mofa, sino a un pensador lúcido, exigente y curioso sobre la lógica de la curiosidad.

La sociedad creada por Pericles no sobrevivió a los ejércitos macedonios ni, más tarde, a la colonización romana. Como tampoco lo hizo la filosofía de los sofistas, salvo en las citas de sus detractores. Sus libros desaparecieron y también la mayoría de los detalles de sus vidas, pero los fragmentos de sus obras que se han conservado, y el retrato de sus personajes que aparecen en los textos de otras personas, revelan el fuerte deseo de saber más dentro de una compleja constelación de ideas y descubrimientos, de los que no es el menor intento el rechazo a seguir, por un sendero particularmente retorcido, la aparente lógica del hombre que se autodenominaba “la partera del pensamiento”[34].

Referencias:

[1] Buenaventura, Les Sentences II, en Les Sentences; Questions sur Dieu; Commentaire du premier livre de sentences de Pierre Lombard, introduction, traduc­tion et notes de Marc Ozilou (PUF, Paris, 2002), p. 1.
[2] Véase Etienne Gilson, History of Christian Philosophy in the Middle Ages (Random House, Nueva York, 1955), pp. 246-250.
[3] Aristóteles, Topics, Books I and VLII with excerpts from related texts, traducción y comentario de Robin Smith (Clarendon Press, Oxford, 1997), p. 101 (difamadores y ladrones).
[4] Aristóteles, On Sophistical Refutations; On Coming-to-be and Passing Away; On the Cosmos, traducción de E. S. Forster y D. J. Furley (Harvard University Press, Nueva York y Londres, 2001 ), pp. 13-15 especialmente (inducir a otros a error).
[5] Aristóteles, Topics, Books I andVLLI, p. 127 (premisa irrelevante).
[6] G. B. Kerferd, The Sophistic Movement (Cambridge University Press, ( ambridge RU, 1981), p. 1.
[7] Thomas Mautner, The Penguin Dictionary of Philosophy, segunda edición (Penguin Books, Harmondsworth, 2005), p. 583.
[8] Martin Heidegger, Plato’s Sophist, traducción de Richard Rojcewicz y André Schuwer (Indiana University Press, Bloomington e Indianapolis, 2003), p. 169.
[9] Luciano de Samosata, “The Passing of Peregrinus” en Lucian, vol. 5, c. 13, edición y traducción al inglés de A. M. Harmon (Harvard University Press, Cambridge, 1936).
[10] Citado en Marcel Bataillon, Erasmo y España, traducción de Antonio Alatorre (Fondo de Cultura Económica, México D.E, 2007), p. 506.
[11] François Rabelais, Gargantua y Pantagruel (Los cinco libros), prefacio de Guy Demerson, traducción y notas de Gabriel Hormaechea (Acantilado, Barcelona, 2011).
[12] Véase Lucien Febvre, Le problème de l’incroyance au XVI™ siècle, La religion de Rabelais (Albin Michel, Paris, 1942).
[13] Véase Mijail Bajtin, Rabelais and His World, traducción de Hélène Iswolsky (Indiana University Press, Bloomington, 1984), pp. 362-363.
[14] François Rabelais, Gargantua y Pantagruel, libro V, capítulo XLVIII.
[15] François Rabelais, Gargantua y Pantagruel, libro V, capítulo XXXVII.
[16] François Rabelais, Gargantua y Pantagruel, libro V, capítulo XLVIII.
[17] Gilles, Deleuze, Conversaciones, traducción de José Luis Pardo (Pre-Textos, Valencia, 1995).
[18] Véase W. K. C. Guthrie, A History of Greek Phibsophy, vol. 3 (Cambridge University Press, Cambridge, RU, 1969) p. 282.
[19] Véase Kerferd, The Sophistic Movement, p. 38.
[20] The Greek sophists, edición y traducción de John Dillon y Tania Gregel (Penguin, Harmondsworth, 2003), pp. 119-132.
[21] Platon, Lesser Hippias, traducción de Benjamin Jowett, 363 c-d, en The Collected Dialogues of Plato, ed. Edith Hamilton y Huntington Cairns (Princeton University Press, Princeton, 1973), p. 202.
[22] I. F. Stone, The Trial of Socrates (Little, Brown & Co., Boston y Toronto, 1988), pp. 41-42.
[23] Harry Sidebottom, “Philostratus and the symbolic roles of the sophist and the philosopher” en Philostratus, ed. Ewen Bowie y Jas Eisner (Cambridge University Press, Cambridge, 2009), pp. 77-79.
[24] Jenofonte, “De la caza”, en Jenofonte, Obras Menores, y Pseudo Jenofonte, La república de los atenienses, introducciones, traducciones y notas de Orlando Guntiñas Tuñón (Gredos, Madrid, 1984).
[25] Citado en Harry Sidebottom, “Philostratus and the symbolic roles of the sophist and the philosopher” p. 80.
[26] Luciano de Samosata, Obras II, El maestro de retórica, traducción y notas por José Luis Navarro González (Gredos, Madrid, 1988).
[27] Mario Untersteiner, Isofisti [1948] (Mondadori, Milán, 2008), p. 280.
[28] Platón, La república, presentado por Alberto Manguel, traducción de José Manuel Pabón y Manuel Fernández-Galiano (Alianza Editorial, Madrid, 2012).
[29] Platón, Protagoras, trad. W. K. C. Guthrie, en Collected Dialogues of Plato, pp. 319-320.
[30] Platón, Lesser Hippias, traducción de Benjamin Jowett, 376 a-c, en The Collected Dialogues of Plato, p. 214.
[31] I. F. Stone, The Trial of Socrates, p. 57.
[32] Michel de Montaigne, “An Apology for Raymond Sebond”, II, 12, p. 656.
[33] George Steiner, “Where Was Plato?” en The Times Literary Supplement, Londres, 26 de julio de 2013, p. 11.
[34] Platón, Theaetetus, 149A-B, in Collected Dialogues of Plato, pp. 853-854.

 

Fuente: www.elhistoriador.com.ar