Historia del Espejo, por Sabine Melchior-Bonnet


El espejo, esa superficie mágica, cautivante y a veces aterradora, que duplica nuestra existencia y el entorno que nos rodea, es también un fiel reflejo de la fascinación que el hombre de las distintas civilizaciones ha tenido y tiene por la imagen. Su fabricación rudimentaria se remonta a miles de años atrás. En Anatolia, actual Turquía, fueron hallados los fragmentos más antiguos de estas superficies que proveen reflejos. Se trata de espejos hechos de obsidiana pulida, una roca volcánica negra y transparente, de unos seis mil años de antigüedad.

Más tarde, egipcios, etruscos, griegos y romanos fabricaron espejos de piedra y de metal. Estos últimos se obtenían utilizando una aleación de cobre y estaño. Otros metales, como el bronce, el oro y la plata, también fueron empleados en la confección de este preciado objeto.

La antropóloga francesa Sabine Melchior-Bonnet traza una fascinante historia del espejo recorriendo las diversas técnicas utilizadas a lo largo de la historia, desde la piedra hasta los primeros usos del metal, el paso del soplado al vidrio fundido y las dificultades del plateado.

Melchior-Bonnet rescata testimonios que dan cuenta de la obsesión de las diversas culturas lo que fue durante largo tiempo un artículo de lujo. Un escandalizado Séneca se refería en estos términos al gusto de las romanas por este símbolo de estatus: “¡Por uno solo de esos espejos (…) las mujeres son capaces de gastar el importe de la dote que el Estado provee a las hijas de los generales pobres!”.1 También en el siglo XVII una mujer podía pagar un precio exorbitante por un espejo: “Yo tenía una porción de tierra que no nos daba más que trigo. La vendí y a cambio conseguí este bello espejo. ¿No hice un trato excelente? Del trigo a este bonito espejo”.2 Un siglo más tarde, una dama de la alta nobleza al ser arrestada en plena Revolución Francesa “tomó, casi sin pensarlo, un pequeño espejo enmarcado en cartón y un par de zapatos nuevos”.3

Además de recorrer la historia de la técnica, en su libro Historia del Espejo, Melchior-Bonnet se embarca en el significado que el espejo tuvo en las diferentes culturas, con sus dimensiones filosófica y moral, desde la relación asignada a los espejos con el bien y con el mal, la relación entre la esencia y la apariencia, o su significación psicológica que puede resumirse en lo que Jacques Lacan en 1949 denominaba “la función del espejo en la construcción del yo”.

El desarrollo de la industria del espejo es también la historia de uno de los pilares de la riqueza de la República de Venecia. Desde la segunda mitad del siglo XV, los vidrieros de Murano lograron fabricar un vidrio tan puro, blanco y fino, al que denominaron “cristalino”. El monopolio y el proteccionismo que la República de Venecia impuso a esta industria fue tan feroz que los obreros tenían prohibido emigrar e incluso comunicarse con el extranjero. Quienes intentaran fugarse eran perseguidos como “traidores a la patria”. Sus bienes eran confiscados y las represalias se extendían al resto de sus familias: “Si algún obrero o artista transporta su arte a cualquier país extranjero y no obedece la orden de volver, se encerrará en prisión a sus familiares más cercanos, y si a pesar del encierro de sus padres se obstinara en querer permanecer en el extranjero, encargaremos a algún emisario que lo mate, y sólo después de su muerte sus padres serán liberados”.4

Compartimos aquí un fragmento de Historia del Espejo que rescata esta apasionante ofensiva de espionaje industrial, desatada cuando Jean-Baptiste Colbert, el ministro del rey de Francia Luis XVI, instaló la Compañía Real de Cristales y Espejos resuelto a quitarles a los venecianos el monopolio de esa redituable técnica. Como veremos, las amenazas a las vidas de los obreros que pusieran su arte al servicio de otros gobiernos se harían realidad.

Fuente: Sabine Melchior-Bonnet, Historia del Espejo, Buenos Aires, Edhasa – Club Burton, 2014, pág. 71-88.

Capítulo 2

La Compañía Real de Cristales y Espejos 
Un asunto de espionaje industrial

El proyecto de Colbert

Dos cadáveres en tres semanas: cosas extrañas sucedían en los talleres de la calle Reuilly. El primero, encontrado en enero de 1667, es el cuerpo de un pulidor veneciano, que muere luego de sufrir una fiebre apremiante por varios días. El segundo cadáver, también veneciano, es el de un obrero soplador particularmente hábil en la preparación de la pasta de vidrio, que perece a causa de males de vientre. La joven Compañía Real de Cristales y Espejos fundada por Colbert pierde así a dos de sus mejores artesanos. Sus muertes paralizan el funcionamiento de la fábrica. Se pidió una autopsia, y Dunoyer, responsable de la Compañía, no tardó en concluir que detrás de estos accidentes brutales estaba la mano de la República Veneciana. Tal es así que el archivista Elphège Frémy, que examinó los documentos diplomáticos de Venecia compuestos por sesenta telegramas y cartas (el Archivo di Stato-Inquisitori in Francia, los Dispacci dagli ambasciatori in Francia y los Lettore agli ambasciatori in Francia) relató, sobre el final del último siglo, los diferentes capítulos de esa novela de espionaje industrial que enfrentó a la flamante Compañía con los maestros vidrieros de Murano. No podemos resistirnos a describir las peripecias. 5

Francia había buscado a través de su embajador la cooperación de los artesanos de Murano, mientras que el gobierno veneciano hacía todos los esfuerzos posibles para bloquear los progresos de la competencia francesa. Luego de veinte meses en funcionamiento, la joven Compañía no había registrado ningún resultado importante. Surgieron las primeras huelgas; algunos obreros murieron y otros regresaron a su patria. Sin duda, Frémy sobreestima la importancia de los esfuerzos de Dunoyer a expensas de otros intentos más oscuros realizados en suelo francés, y este episodio pintoresco de la historia de Saint-Gobain es un reflejo de ello. Pero Frémy también señala la inutilidad de la ayuda veneciana y describe los difíciles comienzos de la Compañía Real.

Entre 1665 y 1670, las importaciones de espejos aumentaron masivamente en Francia y la demanda de consumo no paró de crecer. En 1665 ingresaron a las dependencias de las “Cinq Grosses Fermes” doscientas dieciséis cajas de espejos de Venecia dirigidas a la cuenta de nueve comerciantes. Y en los seis primeros meses de 1666, sesenta y dos cajas. Esta locura por los espejos desató una verdadera hemorragia financiera, que resultó catastrófica en tiempos de penuria monetaria. El reino destinaba al menos 100.000 escudos por año a los espejos de Venecia (monto tres veces superior al de los encajes). El rey encabezaba la lista de los clientes insaciables: en 1665 les compró a los venecianos varios miles de libras en espejos.

¿Cómo podía consentir la República de Venecia que su monopolio sobre los espejos (base de su fortuna) perdiera poderío frente a un competidor francés? La República había instalado, desde hacía largo tiempo, una barrera de protecciones en torno de sus obreros y les había reservado excelentes ventajas (como el derecho a la ciudadanía, excepción de impuestos y autorización para casarse con hijas de la nobleza). También había obrado con amenazas preventivas. Murano estaba resguardada de las miradas y los obreros tenían prohibida la emigración o comunicación con el extranjero. Si eran sorprendidos fugándose o eran denunciados por presunta fuga, el “tribunal terrible” los consideraba perjudiciales para la seguridad del Estado y los perseguía como “traidores a la patria”. Sus bienes eran confiscados y las represalias se extendían al resto de sus familias, que eran utilizadas como rehenes. Los siguientes reglamentos datan de hace varios siglos: “Si algún obrero o artista transporta su arte a cualquier país extranjero y no obedece la orden de volver, se encerrará en prisión a sus familiares más cercanos, y si a pesar del encierro de sus padres se obstinara en querer permanecer en el extranjero, encargaremos a algún emisario que lo mate, y sólo después de su muerte sus padres serán liberados”. 6

De este modo, el aspirante a prófugo estaba prevenido. Sin duda, los decretos no se aplicaban siempre, ya que en el siglo XIV hubo una importante emigración hacia Anvers, Hainaut o Liège. Pero los precedentes existían: dos obreros venecianos, convocados a Alemania por Léopold I, fueron encontrados asesinados en 1547. En 1589, un tal Antonio Obizzo fue condenado, en rebeldía, a cuatro años de cadenas por haberse unido en Anvers a un maestro vidriero, y se ofreció una recompensa de 100 libras, a cobrar sobre los bienes del culpable, a quien lo atrapara. Colbert no ignoraba estos decretos, de modo que los acercamientos franceses eran prudentes y clandestinos. Duraron dos años, costaron mucho dinero y trámites. Podemos dimensionar estas actividades a través de la correspondencia secreta que Colbert intercambió con sus embajadores, y la correspondencia entre los embajadores y sus emisarios que tenían la responsabilidad de reclutar a obreros italianos con promesas maravillosas. 7

Las primeras gestiones se remontaban a 1664. El embajador de Francia en Venecia, Pierre de Bonzi, nacido en una antigua familia florentina, recibió la misión de reclutar en Murano a los obreros que aceptasen instalarse en Francia, para ayudar al nacimiento de la Compañía. La respuesta del 8 de noviembre del embajador no es muy esperanzadora: detallaba al ministro las dificultades de la operación debido al reglamento draconiano que protegía al obrero veneciano, tanto que “quien les proponga ir a Francia correría el riesgo de ser tirado al mar”. No obstante, para bien del reino, Bonzi aceptó correr riesgos. La operación se desarrollaría en dos tiempos: primero se trata de localizar a los obreros hábiles y sensibles a las ofertas monetarias de Francia, luego se asegura su traslado hasta París, a espaldas del Consejo de los Diez. Envuelto en incidentes extraños, el asunto, relatado por Frémy, duró varios meses. 8

Para introducirse en Murano, Bonzi primero contó con la cooperación de un vendedor de baratijas –mercante di marzaria– astuto y discreto. Tres meses más tarde, el cómplice anunció que había encontrado maestros vidrieros seducidos por la oferta. Se trataba de desagradables sujetos que la República de Venecia quería sacarse de encima, pero a los que vigilaría de soslayo. Colbert recibe la noticia en abril de 1665 y comienza la operación. En mayo, un tal Jouan, al que se le dio la suma de 2.000 libras para sus gastos y los de los italianos, tuvo la misión de garantizar la seguridad durante el traslado del grupo. En el inicio del verano, tres obreros de Murano (La Motta, Pietro Rigo y Zuane Dandolo), maestros en cristal, llegaron a París sin incidentes. Conforme a su contrato, comenzaron a construir sus hornos en un local provisorio.

Sin embargo, su huida no pasó desapercibida en Venecia. Los maestros de la corporación de los miroitiers, prevenidos, alertaron rápidamente a las autoridades. Se hizo una investigación en los domicilios del agente intermediario, donde fueron encontrados muchísimos billetes, pero era demasiado tarde para detener a los fugitivos. Se advirtió rápidamente al embajador de Venecia en París y éste ordenó a su gente que localizara a los obreros apenas llegasen, de manera de convencerlos para que regresaran a Venecia con un salvoconducto. La investigación llevada adelante por el embajador Sagredo no brinda los resultados esperados y el rastro de los fugitivos se pierde.

Fortalecido por estos primeros éxitos, Colbert se contactó con el maestro vidriero italiano instalado en Nevers, Castellan, para que consiguiera más obreros. Por esta gestión le ofrecía 4.600 libras. Castellan envió a su yerno, Marc de Boniole, que llegó a Venecia en la primavera de 1665. Aunque estas idas y vueltas de los franceses fueron realizadas con discreción, no dejaban de intrigar a la policía veneciana. Un día, cuando atravesaba en góndola un canal, un hombre de Boniole alcanzó a escuchar los fragmentos de una conversación entre dos venecianos que decían “que había llegado a Venecia un hombre de tal pelo y de tal vestimenta con el objetivo de corromper a los obreros del vidrio”, y que las autoridades debían estar prevenidas. Borniole decidió apurar su retorno y convenció al jefe de la pequeña tropa de emigrantes, Antonio della Rivelta, para que acelerara los preparativos. Por suerte, en una taberna de Murano estalló una pelea donde hubo muchos heridos y la policía no pudo controlar los movimientos del gentío. La operación casi fracasó por una cuestión de dinero, pues Borniole no tenía más que veinte doblones en el bolsillo. Finalmente las cosas se arreglaron y por la noche, a las cuatro de la mañana, los hombres subieron al barco después de despedirse de sus familias. Al amanecer ya estaban en Ferrara, donde los esperaban las carrozas que los conducirían a Turín. De Turín partieron a Lyon, pero en este destino ocurrió un nuevo incidente: muchos obreros fueron interceptados y se les ofrecieron 2.000 doblones para que se quedaran en la ciudad. Hubo vacilaciones y discusiones. Algunos se tentaron, y casi sobreviene la violencia en la embarcación que los lleva a Nevers. Finalmente, cuatro obreros decidieron regresar a Lyon, pero fueron interceptados por gente del arzobispo y del gobernador de la ciudad. Detenidos en la prisión de Pierre-Suze por varias horas, luego de su liberación regresaron a Venecia.

El resto del grupo llegó a París y enseguida puso manos a la obra. Afirmaban estar listos para fabricar en poco tiempo ¡espejos de seis a siete pies! Algunas semanas más tarde, por intermedio de un nuevo agente llamado Pierre Flament (a quien se le otorgó una comisión de 400 libras), llegaron nuevos obreros de Venecia. De ese modo, en el otoño de 1665, Colbert se sentía lo suficientemente fuerte como para abrir la Compañía y esperar, en un breve plazo, producir cristales y espejos gracias a un pequeño equipo italiano formado por aproximadamente veinte hombres, bajo el mando de obreros franceses. De hecho, el primer espejo sin defectos salió de la Compañía el 22 de febrero de 1666 y, con gran orgullo, Dunoyer se lo envió a Colbert.

Las dificultades de la Compañía Real
Las cosas no avanzaban. Venecia no dejaba de presionar a los emigrados: promesas, amenazas, agentes secretos o cartas falsas. Todo valía. Durante un año, Colbert y el embajador veneciano intercambiaron insultos y argumentos. Colbert retuvo a los italianos con salarios altos. El 21 de octubre de 1665, se otorgó al maestro principal, Antonio della Rivetta, una pensión de 1.200 libras, y otras pensiones de 800 libras fueron repartidas entre sus principales compañeros, Morasse, Barbini y Crivano. Además, la Compañía recibió 3.000 libras para la manutención de los obreros. Rivelta, sobre cuyo talento se sostenía toda la organización, ganaba 40 doblones por mes, a cambio de los cuales se comprometía a permanecer durante cuatro años al servicio del rey de Francia. Por otro lado, Sagredo, quien recibía a sus compatriotas recién llegados a Francia, los atemorizaba y explicaba los riesgos a los que estaban expuestos sus familiares y sus bienes debido a la fuga. Los artesanos de Murano no se dejaban impresionar demasiado: eran más sensibles a las ventajas que les ofrecían los franceses que a las lejanas amenazas. Venecia mandó a llamar a Sagredo y lo sustituyó por el embajador Giustiniani.

Giustiniani recibió las mismas instrucciones que su predecesor: obstaculizar, por todos los medios posibles los esfuerzos de la Compañía. Se mantuvo informado de las novedades a través de sus agentes secretos. Colbert, por su parte, deseaba que la situación se tornara irreversible. Por esto organizó una visita de la Corte al faubourg Saint-Antoine, con el propósito de darle más notoriedad a la empresa. El 29 de abril de 1666, el Rey, acompañado por el príncipe y varios cortesanos, se detuvo en la calle Reuilly a inspeccionar la vidriería. Paseó por las salas, examinó los instrumentos y expuso sus dudas. Soplaron un cristal delante de él, después lo pulieron y lo platearon. Contento con su visita, y antes de partir, Luis XIV dejó para los obreros 150 doblones de buona mancia.

Sin embargo, las reiteradas presiones y amenazas de Giustiniani fueron efectivas. Muchos obreros angustiados se desmoronaron y demandaron a su embajador un salvoconducto para regresar a Venecia. Felizmente para la Compañía, se trataba de obreros subalternos, pero la deserción demostró la vulnerabilidad del equipo. Con el objetivo de asegurar su permanencia en Francia, Colbert tuvo la idea de llamar a las esposas que permanecían en Murano, para que los obreros pudiesen reanudar su vida familiar en París. Un sobrino de Antonio della Rivetta actuó como intermediario y fue quien recibió las cartas que escribía Antonio para entregárselas a su mujer. Pero la policía veneciana interceptó la correspondencia y, adelantándose al correo, preparó falsas respuestas: las esposas no iniciarían el viaje sin la orden expresa de sus maridos. Además, sería mejor que sus maridos regresaran y se reunieran con ellas para discutir sobre los pasos a seguir.

Giustiniani ordenó a su lacayo que llevase personalmente la carta falsa a la calle Reuilly, que fue leída en su presencia. Luego, el lacayo hizo un informe a su señor sobre las impresiones que había causado. En general, fueron reacciones de escepticismo: los artesanos no se dejaron engañar y advirtieron que la carta había sido escrita por una persona “de saber e inteligencia superiores” y “que no podían darle ningún crédito”. Lamentablemente, el fondo veneciano no posee las cartas que Colbert dirigió a los obreros de Murano y a sus mujeres. Las Mélanges de Colbert permiten suplir parte de ellas.

Esta historia de cartas falsas no termina aquí. La vida en la capital, incluso sin esposas, no carecía de encantos, ya que las hermosas parisienses, cuya curiosidad las atraía hacia el faubourg Saint-Antoine, ofrecía a los obreros una attrativa molto gagliarda. Alojados en lugares interesantes, bien comidos y bien pagos, los obreros adquirieron la costumbre de recibir en sus casas a mujeres poco esquivas y entendían que Francia valoraba su presencia. Los obreros cobraban los favores reales con más exigencia y disipación. En resumen, se convirtieron en personas difíciles, impetuosas, bulliciosas, pero de las cuales por el momento no se podía prescindir; al menos, eso era lo que ellos creían. Colbert, para calmarlos, decidió, en el verano de 1666, retomar el tema de las esposas y se propuso traerlas a París costara lo que costara. Se enviaron a Murano nuevos emisarios secretos, pero Giustiniani ya estaba enterado. La policía veneciana recibió la descripción de estos hombres y redobló la vigilancia. Hizo también averiguaciones en los domicilios de las esposas para asegurarse de que no hubieran abandonado sus hogares. En efecto, allí estaban resignadas, esperando pacientemente el regreso de sus maridos. Una de ellas estaba en cama, gravemente enferma. Otra le pidió al inquisidor que le enviara una súplica a su marido para que regresase “al nido”. Todo parecía en orden. Pero algunos días después, cuando los inspectores procedieron a una nueva inspección, descubrieron con estupor los hogares vacíos. Repentinamente, la mujer enferma recobró su buena salud, las mujeres partieron con el emisario y ya estaban demasiado lejos como para atraparlas.

La policía de la República de Venecia fue engañada y sin duda en ese momento se planteó la determinación de adoptar medidas más radicales contra los scelerati vetrieri. Mientras esperaba una ocasión propicia, Venecia aprovechaba todo lo que ocurría en la calle Reuilly. Hacía correr el rumor de que los vidrios que salían del taller no resistían ni el calor ni el frío.

Colbert, por su parte, no estaba del todo contento. En noviembre de 1666, Dunoyer le entregó un informe oscuro sobre los resultados de la Compañía: financieramente era un pozo sin fondo. Sin duda, “no se cuestionaba la posibilidad de hacer en Francia espejos tan bellos como los de Venecia, siempre suponiendo que los obreros venecianos estuvieran dispuestos a trabajar para conseguirlos”. Pero en términos prácticos, éstos eran desafiantes y celosos de su saber y rechazaban tener a su lado, junto a los hornos, a un obrero francés. De modo que “todo el gasto del establecimiento ascendía a más de 180.000 libras, del cual no se podría recuperar ni un tercio si llegaba a fracasar, dependiendo de los caprichos de estos hombres”.9

De los caprichos y de otras cosas. La Motta, uno de los primeros en llegar, se sintió celoso del éxito de Rivetta, particularmente hábil en “estirar el vidrio”, y la comunidad italiana, alborotada, se dividió en dos grupos. Obviamente, los emisarios de Venecia echaban leña al fuego. La rivalidad pronto condujo a peleas violentas, en las cuales los dos bandos se armaron con fusiles. Sonó un disparo. La Motta resultó herido en el hombro y otro de sus compañeros en una mano. La guardia real se vio obligada a intervenir. Conclusión: varios días de arresto para los obreros y un paro en la producción. Cuando no era una riña, era un accidente de trabajo. En noviembre, el obrero encargado de “poner los cristales en grandes palas” se lesionó una pierna y nadie pudo reemplazarlo… En vano se solicitó a otros obreros que lo intentasen, pero éstos rechazaban el ofrecimiento aduciendo que esa tarea era tan delicada que “debía aprenderse a la edad de doce años”. Los días perdidos costaron mucho dinero y los hornos continuaron ardiendo, pues de lo contrario “se echarían a perder” y su contenido ya no valdría nada, “lo que provocaría una pérdida de más de 20.000 libras”. Se intentó traer de Murano a otro especialista, pero el emisario francés no alcanzó a reclutar más que a dos pulidores, ya que los otros obreros contratados a último momento faltaron al compromiso.

Dunoyer le sugirió a Colbert que quizás, para obtener mejores resultados, se debía tentar financieramente a los obreros italianos, redoblando los incentivos económicos. “Si el rey, que les había prometido cuidado”, escribió Dunoyer, “les ofrecía tierras valuadas en 20.000 escudos, que les pertenecerían con exclusividad y que, después de su muerte, heredarían su viuda y sus descendientes; si aseguraba a los herederos una suerte de pensión de jubilación y… finalmente, si se les otorgaba una considerable prima de 2.000 escudos por formar a un aprendiz francés, tales ventajas podrían acabar con su indisciplina y su falta de voluntad”.

Después de dieciocho meses de pérdidas y de gastos llegó la Navidad de 1666. La Compañía se asfixiaba, pero seguía convencida de que el tiempo trabajaba a su favor. A principios de enero de 1667 murió el primer obrero de Murano, sin el cual era imposible realizar el trabajo de pastas. El 25 de enero sucumbió el segundo, Domenico Morasse. En Murano, los inquisidores redoblaron la vigilancia: cuatro vidrieros, sospechados de querer emigrar, fueron encarcelados en la prisión de Ploms.

En París, la situación de la Compañía era tensa. Los artistas de Murano temían por su vida y las ventajas ya no pesaban tanto frente a los peligros; si alguno cedía a las presiones, todo el grupo lo seguiría. Giustiniani se volvió cada vez más insistente: recurrió a temibles amenazas y, al mismo tiempo, prometió una amnistía. Rivetta, Barbini y Crivano, presionados, decidieron abandonar la Compañía. En los primeros días de abril de 1667 dejaron Francia y llegaron a Besançon, donde el embajador les entregó un salvoconducto y un poco de dinero. Sus esposas se reencontraron con ellos más tarde. Venecia, fiel a su promesa, no los molestó cuando retomaron su trabajo, pero sus colegas de Murano les hicieron la vida tan imposible que, al final, debieron recurrir al Consejo de los Diez.

¿Fue éste el fracaso de la Compañía Real? Sólo a medias. La rebeldía, las pretensiones económicas y el rechazo a cooperar de los italianos había agotado a los socios franceses, y Dunoyer los dejó ir sin lamentarse demasiado. La Compañía tentó entonces otras soluciones. En la primavera de 1670, justo tres años después del retorno a su país natal, los mismos artistas de Murano, dolidos por los malos tratos que les prodigaban sus compatriotas, hicieron una petición a través del embajador en Francia, Saint-André, para volver a trabajar en París. Colbert respondió secamente: “Dieron tantos problemas cuando trabajaron en la Compañía e hicieron surgir tantos contratiempos, que no creo que sea favorable contratarlos por segunda vez”.10

¿Cómo se puede medir el papel de los obreros venecianos en la fabricación de vidrios y espejos en Francia? En 1670, la Compañía registró sus primeros logros, después de distintos experimentos y pruebas. Pudo superar exitosamente las dificultades técnicas: desde antes de 1665, varias tentativas aisladas habían logrado producir un cristal soplado en Francia. Entre ellas se distinguió la cristalería de Tourlaville de Lucas de Néhou, en Normandía. El aporte italiano a la investigación francesa ya se había puesto en duda, lo que no impidió, en 1680, que el embajador italiano se quejase a su gobierno al comprobar el progreso de la industria francesa: “Le repito, Excelencia, que los ojos se me llenan de lágrimas al ver cómo son transportados aquí, con el apoyo de la maldad impune de algunos de nuestros ciudadanos, estas manufacturas que, por un privilegio admirable, la providencia, la naturaleza y la industria nos habían concedido de un modo tan particular a nosotros”.11

De hecho, otros procedimientos distintos del soplado harían que en pocos años la cristalería francesa adquiriera renombre. “A partir de 1666 se empezaron a hacer cristales tan bellos como los de Venecia, que habían abastecido a toda Europa. Pero luego se hicieron cristales cuyo esplendor y belleza no han podido ser imitados en ningún otro sitio”.12

II
Hacia Saint-Gobain
La Galería de los Espejos
Cuando en 1682 se abrió la Galería de los Espejos de Versalles, el público recibió la obra de Le Brun y Mansart con gritos de admiración: “Las cosas más hermosas no son siempre las más fáciles de describir, a veces la grandeza y el brillo deslumbran”, escribió Le Mercure galant en diciembre de 1682. Cada cual lo expresaba a su modo. Los cronistas y los entusiastas de turno no tuvieron suficientes palabras para celebrar “el palacio de la alegría” que encantaba “la vista, el oído, el gusto e incluso el olfato”. “Es un deslumbrante conjunto de riquezas y de luces, mil veces aumentado en otros tantos espejos, y crea perspectivas más brillantes que el fuego, donde entran mil cosas tanto o más resplandecientes. Agréguese a todo esto el brillo que engalana a la corte y el fulgor de las piedras preciosas”.

¿Qué mejor símbolo podía encontrar el reinado brillante del Rey Sol que esta prestigiosa galería donde la corte, adornada con rutilantes joyas, podía mirarse y admirarse de la cabeza a los pies, con todo su esplendor? En diciembre de 1682, el fondo de la galería todavía no se había mostrado al público, pero se había instalado un decorado encargado en 1678 con motivo de las fiestas reales. Para las personas del reino que no tenían la posibilidad de ser invitadas a una de esas brillantes galas de la corte, el Mercure servía de espejo y detallaba los adornos, el engalanamiento y la belleza de la galería, que difícilmente podían concebir aquellos que no tuvieran acceso: “Los espejos actúan como falsas ventanas frente a las verdaderas, multiplicando un millón de veces esta galería que parece no tener fin, aunque sólo se vea un extremo”. Varillas de plata soportaban las pendientes y alternaban con macetones de naranjos plateados, candelabros, arañas y rebordes. Los veladores resplandecían delante de los espejos, que reflejaban la totalidad de las cosas”.13 Todo lo que el arte y el ingenio de los hombres supieron inventar en materia de decoración –la pintura, el mármol, el bronce, los tapices de la Savonnerie, las cortinas de damasco blanco y los espejos– se concentraba en aquella galería para servir a la gloria real.

La Galería se terminó en noviembre de 1684 y los últimos espejos se instalaron en las falsas ventanas durante la víspera de la inauguración. Al descubrir el corredor, en la primavera de 1685, la marquesa de Sévigné no disimuló su admiración: “Este tipo de belleza real es único en el mundo”.14 De hecho, la concepción de la Galería era audaz, aun cuando ya existían algunos gabinetes de espejos. Cada una de las diecisiete ventanas falsas, colocadas frente a las ventanas reales, estaba revestida de dieciocho espejos, uno al lado del otro, sin marcos y unidos por una tira de cobre dorado y cincelado. En total había trescientos seis cristales, que daban la impresión de ser una sola pieza. La estructura de la Galería desaparecía, eclipsada por el resplandor de los muros reflectantes y por las aberturas de luz, y los visitantes tenían la sensación de hallarse dentro de una arquitectura vacía. J.-B. De Monicart escribió, en 1710, un poema durante su encierro en La Bastilla, en el cual enumeraba la hermosura de Versalles. Incluso se divirtió otorgándole palabra a los muebles y a las salas de la Galería. Por ejemplo:

“Mi bóveda, en sus alrededores, parece poco sostenida
Ya que enaltecidos muros de cristal y revestimientos transparentes
Parecen ser los únicos pilares de su enorme extensión
Y el corredor de mis aposentos
Expresa mejor el horizonte de mi vista.”

Como la mayoría de los cronistas, Monicart se refería a la sorpresa que se experimentaba frente al desdoblamiento de los objetos. Señaló también la
“incómoda confusión” del visitante.15

La Galería fue un verdadero golpe de inteligencia propio de un hábil publicista que quería impulsar la Compañía Real de Cristales: Colbert. La gran Galería de Versalles estaba destinada a asombrar a la opinión pública y a dar el empujón indispensable que necesitaba la joven industria. A pesar de que ni las dimensiones de los espejos ni la técnica del vidrio soplado al estilo veneciano eran revolucionarios, el resultado acumulativo produjo un efecto formidable.

Referencias:

1 Séneca, Cuestiones naturales, I, XVII. Los romanos modificaron la aleación del espejo de bronce, aumentando el estaño (65% de cobre, 27% de estaño y 8% de plomo), lo que lo hacía más práctico para el uso, pero menos conveniente a la decoración.
2 Saint-Simon, Mémoires (1699), Pléiade, 1983, t. 1, pág. 652.
3 Mme. de Chastenay, Mémoires, París, 1896, pág. 226.
4 Sobre el reglamento de las vidrierías en Venecia, cf. D. Bussolin, Les Célèbres Verreries de Venise, Venecia, 1847; E. Garnier, quien se refiere a V. Lazari, Notizia delle opere d’arte e d’antiquita della raccolta correr, Venecia, 1859; P. d’Hondt, Venise, L’Art de la Verrerie, histoire et fabrication, París, 1893; A. Gasparetto, Il Vetro di Murano dalle origini ad oggi, Venecia, Neri Pozza, edición 1958; j. Georgelin, La République de Venise au Siècle des Lumières, Mouton, 1978.
5 Principalmente cuatro estudios relatan los comienzos y el progreso de la Compañía de Saint-Gobain. El primero es el de Augustin Cochin, administrador de la Compañía en 1864, La Manufacture des Glaces de Saint-Gobain, París, 1865. El segundo, el de Elphège Frémy, Histoire de la Manufacture royale des Glaces de France, París, 1909, con piezas anexas. Más recientemente, dos tesis han sido sostenidas: la tesis capital de C. Pris, La Manufacture royale de Saint-Gobain, 1665-1839Une Grande Entreprise sous l’Ancien Régime, Lille, servicio de Reproducción de tesis, 1975, y la de J.P.Daviet, centrada en los aspectos financieros de Saint-Gobain: Une Multinationale à la francaise, Saint-Gobain, 1665-1989, Fayard, 1989. Cita igualmente, L. Zecchin, Colbert e gli Specchi, Venecia, 1950. El álbum publicado por Saint-Gobain en la ocasión de su tricentenario, Compagnie de Saint-Gobain, 1665-1965, en H. Hamon, Du Soleil à la terre, une histoire de Saint-Gobain, Lattès, 1988.6 Sobre el reglamento de las vidrierías en Venecia, cf. D. Bussolin, Les Célèbres Verreries de Venise, Venecia, 1847; E. Garnier, quien se refiere a V. Lazari, Notizia delle opere d’arte e d’antiquita della raccolta correr, Venecia, 1859; P. d’Hondt, Venise, L’Art de la Verrerie, histoire et fabrication, París, 1893; A. Gasparetto, Il Vetro di Murano dalle origini ad oggi, Venecia, Neri Pozza, edición 1958; j. Georgelin, La République de Venise au Siècle des Lumières, Mouton, 1978.
7 A. Baschet, Les Archives de Venise, París, 1870, pp. 650-654; G.B. Depping, Correspondance administrative sous le règne de Louis XIV, París, 1852, t. 3, pág. 693; P. Clément, Lettres, Instructions et Mémoires de Colbert, París, 1863, t. 2, pág. 499.
8 E. Frémy, Histoire de la Manufacture…, op. cit., págs. 27-51.
9 A. Baschet, Les Archives de Venise, op. cit., pág. 653, n° 2.
10 P. Clément, Lettres, Instructions…, op. cit., pág. 529.
11 A. Baschet, op. cit., pág. 652.
12 Voltaire, Le Siècle de Louis XIV, cap. 29.
13 Le Mercure galant, diciembre de 1682.
14 Madame de Sévigné, Lettres, 13 de junio de 1685.
15 J.B. de Monicart, Versailles immortalisé par les merveilles parlantes des bâtiments, jardins, bosquets, parcs, statues, París, 1720, t. 1, pág. 293.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar