Para leer al pato Donald. Comunicación de masas y colonialismo, por Ariel Dorfman y Armand Mattelart (Fragmentos del capítulo “El gran paracaidista”)


«Disney expulsa lo productivo y lo histórico de su mundo, tal como el imperialismo ha prohibido lo productivo y lo histórico en el mundo del subdesarrollo. Disney construye su fantasía imitando subconscientemente el modo en que el sistema capitalista mundial construyó la realidad y tal como desea seguir armándola.” La observación forma parte del libro Para leer al Pato Donald, un clásico de los años 70 sobre comunicación de masas y colonialismo publicado en Chile en 1972 durante el gobierno de Salvador Allende. Sus autores, el chileno nacido en Argentina Ariel Dorfman y el belga  Armand Mattelart analizan allí las historietas de Walt Disney para el mercado latinoamericano procurando demostrar el modo en que éstas sirven para difundir la ideología dominante.

Algunos de sus temas centrales todavía siguen vigentes. Por eso en esta ocasión quisimos compartir el fragmento del capítulo “El gran paracaidista”, que contiene reflexiones en torno al valor que el comic asigna al oro, al dinero, a la necesidad incesante de consumo que el comic estimula, a las formas de trabajo que aparecen siempre desvinculadas de la producción, así. En este sentido, los autores señalan: “En el mundo de Disney, nadie trabaja para producir. Todos compran, todos venden, todos consumen, pero ninguno de estos productos ha costado, al parecer, esfuerzo alguno. De los polos del proceso capitalista producción-consumo, en el mundo de Disney sólo está presente el segundo. (…) No podemos entender cómo esta obsesión por la compra puede hacerle bien a un niño, a quien subrepticiamente se le inyecta el decreto de consumir y seguir consumiendo y sin que los artefactos hagan falta. Este es el único código ético de Disney: comprar para que el sistema, se mantenga, botar los objetos (porque nunca se los goza dentro de la historieta tampoco), y comprar el mismo objeto, levemente diferenciado, mañana”.

Fuente: Ariel Dorfman y Armand Mattelart, Para leer al pato Donald. Comunicación de masas y colonialismo, Buenos Aires, Siglo XXI, 2009, págs. 95-113.

Si mi magia negra pudiera fabricar dinero, no estaría en mitad del desierto buscando una olla de oro, ¿no?» (La Bruja Amelia en Tío Rico, Nº 111).

Pero ¿qué buscan de verdad estos aventureros que egresan incesantemente de su ciudad y de su claustrofobia? ¿Cuál es, en última instancia, el motivo de su fuga del centro? Se dice sin rubor. En más del 75% de las historietas leídas se viaja en busca de oro. (En el otro 25% se compite por la fortuna —en forma de dinero o de fama— dentro de la ciudad).

¿Por qué será que el oro, criticado tradicionalmente desde el principio de la economía monetaria como fuente de contaminación que mancha las relaciones entre los hombres y destruye la naturaleza humana, aparece aquí confundido con la inocencia del buen salvaje (niño y pueblo)? ¿Por qué el dinero, que es fruto de la comercialización e industrialización urbana, brota aquí en circunstancias campestres y naturales?

Para responder estás preguntas se precisa examinar el modo en que surgen estas riquezas en este mundo paradisíaco.

Ante todo, el tesoro. Siempre un mapa antiguo, un pergamino, una herencia, un cuadro que destapa, una flecha que dirige mágicamente los pasos hacia el mundo marginal. Después de grandes aventuras, obstáculos, uno que otro ladrón que quiere llegar antes (descalificado como dueño, al no habérsele ocurrido la idea y al ser un parásito de los mapas ajenos), se apropian de ídolos, joyas, corona, perlas, collares, rubíes, esmeraldas, estatuillas, puñales, cascos de oro, etc.

Lo primero que llama la atención es la antigüedad de este objeto codiciado. Ha sido enterrado hace miles de años: dentro de pirámides, cofres, barcos hundidos, tumbas vikingas, cavernas, ruinas, es decir, cualquier lugar donde hubo alguna vez señales de vida civilizada. La distancia temporal separa el tesoro de sus dueños, que han dejado esa única herencia para el futuro. Porque esta riqueza quedó sin herederos, en vista de que los buenos salvajes no tienen interés, aunque son archipobres, por el oro que pulula tan cerca (en el mar, en la cordillera, debajo del árbol, etc.). En realidad, la visión de Disney del término de estas civilizaciones es ligeramente catastrófica. Son todas familias extintas, ejércitos en perpetua derrota, eternamente enterrando su tesoro para..: ¿para quién? A Disney, esta destrucción sin vestigios de la civilización pasada, le sirve convenientemente para cavar un abismo entre los actuales habitantes inocentes y sus moradores anteriores no-antepasados. Los inocentes no son los herederos del pasado, porque ese pasado no es el padre del presente. Es el tío, y quien llegue antes con la genial idea y la pala excavadora, se lleva con toda justicia los billullos de vuelta a su bóveda-dormitorio urbano. Por eso, los inocentes son prehistóricos: se han olvidado del pasado, porque no es suyo. Disney, al quitarles el pasado, les quita la memoria a los buenos salvajes, tal como al niño le quita la genealogía paterna y materna, la posibilidad de imaginarse a sí mismo como un producto histórico.

Además, parecería que estos pueblos olvidados tampoco produjeron esas riquezas. Incesantemente se los describe como guerreros, conquistadores, exploradores; como si ellos se lo hubieran sustraído a otra persona. En todo caso, nunca hay una referencia —¿y cómo podría haberla, ya que ocurrió en tiempos remotos?— a la elaboración, aunque fuera artesanal, de esos objetos. El origen de esa riqueza es un dilema que nunca se plantea. El único propietario legítimo del objeto es el que se le ocurre buscarlo: lo crea a partir de su brillante idea de salir a su encuentro. Antes, en realidad, no existía en ninguna parte. La civilización antigua es el tío del objeto y el padre es el que se queda con él al haberlo descubierto, al haberle rasgado la cobertura del tiempo.

Pero aún así, el objeto mantiene una débil ligazón con la civilización perdida; es el último remanente de rostros que se fueron. Así, quien se lleva el tesoro, debe todavía efectuar un paso más. En las enormes alcancías de Tío Rico (para no aludir a Mickey que nunca almacena nada, y de Donald para qué hablar) no hay jamás la más mínima presencia de un objeto manufacturado, a pesar de que hemos visto que aventura por medio se lleva alguna obra de orfebrería a su casa. Sólo billetes y monedas. Apenas el tesoro sale del país de origen y toca el dinero de Tío Rico desaparece su forma, es tragado por los dólares. Pierde, ese último vestigio que pudiera ligarlo a personas, al tiempo, a sitios. Termina por ser oro inodoro, sin patria y sin historia. Tío Rico puede bañarse sin que las aristas de los ídolos lo pinchen. Todo es alquimizado maquinalmente (sin máquinas) en un patrón monetario único que concluye todo soplo humano. Y para colmo, la aventura que condujo a esa reliquia se esfuma junto con la reliquia misma (de forma por sí débil). Como tesoro en tierra indicaba hacia el pasado por remoto que fuera, y como tesoro en Patolandia indicaba hacia la aventura vivida, por remota que fuera; el recuerdo personal de Mc Pato se borra a medida que se ennubece el recuerdo histórico de la raza originaria. Es la historia la que se funde en el crisol del dólar. Es falso entonces el valor educativo y estético de estas historietas, que se presentan como un viaje por el tiempo y la geografía, ayudando al pequeño lector en su conocimiento de la historia humana (templos, ruinas, etc.). Esa historia existe para ser derruida, para ser devuelta al dólar que es su único progenitor y tumba. Disney mata hasta a la arqueología, esa ciencia de las manufacturas muertas.

(…)

Ahora se entiende por qué el oro se encuentra allá en el mundo del buen salvaje. No puede aparecer en la ciudad, porque  la cotidianidad exige la producción (aunque veremos que Disney elimina este factor hasta en las ciudades). Hay que naturalizar e infantilizar la aparición de la riqueza. Metamos a estos patos en el gran útero de la historia: todo viene de la naturaleza, nada lo produce el hombre. Al niño hay que hacerle creer (y autoconvencerse de paso) que cada objeto carece de historia, que surgió por encanto y sin la mancha de alguna mano. La cigüeña trajo el oro. Es la inmaculada concepción de la riqueza.

El proceso de producción es natural en este mundo y nunca social. Y es mágico. Todo objeto llega en un paracaídas, se prestidigita de algún sombrero, es un regalo de un eterno cumpleaños, se propaga como una callampa. La tierra es la madre responsable: recojamos sus frutos sin sentirnos culpables. No le hacemos daño a nadie.

El oro lo produce algún fenómeno natural, inexplicable, milagroso. La lluvia, un volcán, el cielo, una avalancha, otro planeta, la nieve, el aire, las olas.

“¿Qué es eso que cae del cielo?
Gotas de lluvia endurecidas… ¡Auch! O metal derretido.
Nada de metal derretido. Son monedas de oro. ¡De oro!
¡Yippiiii! ¡Una lluvia de oro! Mira ese arco iris.
Estamos viendo visiones, Tío Rico. Eso no puede ser.”

Pero es.

Como un plátano, como el cobre, como el estaño, como la ganadería: se mama la leche de oro de la tierra. El oro pasa desde la naturaleza a sus dueños sin que medie el trabajo, aunque sí merecen esos dueños esa riqueza, debido a su genialidad o —y de esto hablaremos después— debido a su sufrimiento acumulativo, abstracción del trabajo.

(…) En Patolandia o afuera, es siempre lo natural el elemento mediador entre el hombre y la riqueza.

Nadie podría objetar la afirmación de que todo lo que el hombre tiene en la sociedad real y concreta, surge desde su esfuerzo, desde su trabajo. Si bien la naturaleza provee las materias primas, el hombre debe empeñarse para sobrevivir. Si no fuera así, todavía estaríamos en el Edén.

En el mundo de Disney, nadie trabaja para producir. Todos compran, todos venden, todos consumen, pero ninguno de estos productos ha costado, al parecer, esfuerzo alguno. La gran fuerza de trabajo es la naturaleza, que produce objetos humanos y sociales como si fueran naturales.

(…)

De los polos del proceso capitalista producción-consumo, en el mundo de Disney sólo está presente el segundo. Es el consumo que ha perdido el pecado original de la producción tal como el hijo ha perdido el pecado sexual original que representaba su padre, tal como la historia ha perdido el pecado original de la clase y por tanto del cambio.

Por ejemplo, las profesiones. La gente pertenece siempre a estratos del sector terciario, es decir, los que venden sus servicios. Peluqueros, agencias de propiedades y de turismo, secretarias, vendedoras y vendedores de todo tipo (especialmente objetos suntuarios y de casa en casa), dependiente de almacén, panadero, guardia nocturno, garzones, o del sector de la entretención, repartidores, pueblan el mundo de objetos y más objetos, jamás producidos, siempre comprados. Por lo tanto, el acto que siempre están repitiendo en todo momento los personajes es la compra. Pero esta relación mercantil, no sólo se plasma al nivel de los objetos. El lenguaje contractual domina el trato humano más cotidiano. La gente se ve a sí misma como comprando los servicios de otro o vendiéndose a sí mismo. Es como si no tuvieran seguridad sino a través de las formas lingüísticas monetarias. Todo intercambio humano toma la forma mercantil. Todos los seres de este mundo son una billetera o un objeto detrás de una vitrina, y por lo tanto todos son monedas que se mueven incesantemente.

“Trato hecho», «ojo que no ve… acreedor que no cobra. Tengo que patentizar este nuevo dicho». «Debes haber gastado un montón de dinero para dar esta fiesta, Donald». Ejemplos explícitos, pero generalmente está implícito el girar todo en torno al dinero o al objeto y la competencia por conseguirlo.

(…)

No podemos entender cómo esta obsesión por la compra puede hacerle bien a un niño, a quien subrepticiamente se le inyecta el decreto de consumir y seguir consumiendo y sin que los artefactos hagan falta. Este es el único código ético de Disney: comprar para que el sistema, se mantenga, botar los objetos (porque nunca se los goza dentro de la historieta tampoco), y comprar el mismo objeto, levemente diferenciado, mañana. Que circule el dinero y que vaya al bolsillo de la clase de la cual Disney es miembro y engrose su propio bolsillo.

Por eso, los personajes están frenéticos, por obtener dinero. Utilizando las tan manoseadas imágenes infantiles, Disneylandia es el carrusel del consumo. El dinero es el fin último a que tienden los personajes porque logra concentrar en sí todas las cualidades de ese mundo. Para empezar, lo que es obvio, su capacidad de adquisición de todo. En ese todo está incluido la seguridad, el amparo, el reposo (las vacaciones y el ocio), la posibilidad de viajar, el prestigio, el cariño de los demás, el poder autoritario de mando, la granjería de insatisfacerse  con una mujer, y el entretenimiento (en vista de que la vida es tan aburrida).

Pero ¿quién decide sobre la distribución de este oro dentro del mundo de Disneylandia? ¿Cómo se valida el que uno sea dueño y el otro sea un cesante?

Vamos a examinar varios mecanismos. Entre el dueño potencial, que tiene la iniciativa, y el oro, que espera pasiva y elaboradamente, hay una distancia geográfica. Sin embargo, el espacio raras veces puede generar suficiente tensión para que la búsqueda sea obstaculizada. Quien invariablemente aparece para apropiarse el tesoro es el ladrón.

(…)

La única fuerza conflictiva, que puede negarle el dinero al aventurero, no está problematizada. Existe sólo para legitimizar, por su sola presencia, el derecho del otro a posesionarse de la riqueza.

(…)

Disney no puede concebir otra amenaza a la riqueza que el robo. Esta obsesión por calificar de delincuente a cualquier personaje que infrinja la ley de la propiedad privada, hace observar más de cerca las características de estos malvados. La oscuridad de su tez, su fealdad, el desarreglo de su vestuario, su talla corporal, su reducción a clasificación numérica, su achoclonamiento, el hecho de que están «condenados» a perpetuidad, hace pensar que aquí nos encontramos con el arrinconamiento estereotipado del enemigo del propietario, el que puede en efecto quitarle los bienes.

(…)

El criterio para dividir a buenos y malos es la honradez, su respeto por la propiedad ajena.

(….)
En esta carrera por el oro donde los adversarios —por estar alejados de la metrópoli— están en igualdad de condiciones ¿qué factor decide que uno gane y que el otro pierda? Si bien la bondad-verdad está de parte del «legítimo» dueño ¿cómo se instrumentaliza esta toma de posesión?

Nada más simple (y nada que esconda más): los malos (que no olvidemos se comportan infantilmente) son más grandes, más fuertes, más veloces y están armados; los buenos metropolitanos están contra la pared de su propia inteligencia, y la utilizan despiadadamente. Los malos hurgan desesperadamente en sus pequeños cerebros («Tengo un plan estupendo en la cabeza», dice uno, rascándosela oligofrénicamente. «¿Estás seguro de tener cabeza, 176-716?» (D 446) para alguna idea, y esta siempre es la que conduce al descalabro. Su situación es ideal: si sólo usan piernas, no llegan; si usan sus cabezas, tampoco. Al estar definidos como anti-intelectuales, no podrán jamás tener una idea que desemboque en la riqueza. Mejor no pensar, chicos malos, mejor usar esas piernas y esos brazos, ¿eh? Porque siempre los pequeños aventureros tendrán una idea mejor, más brillante, no se puede competir con ellos. Detentan el monopolio del pensamiento, del cerebro, de las palabras y, por lo tanto, del significado del mundo y de los seres. Es su propio mundo: ¿Cómo no van a conocerlo mejor que ustedes, chicos malos?  La conclusión es unívoca: detrás del bien y del mal, no sólo se ocultan los antagonistas del proceso social, sino una definición de ellos en términos de espíritu versus cuerpo, de alma versus materialidad, de cerebro versus brazos, de trabajo intelectual versus trabajo manual. Es la división del trabajo que no debe ser interrogada. Son los «hechiceros del saber»1 en contra de los brutos que deben someterse a la orden de vender su fuerza de trabajo.

Pero hay más. Al convertir esta fuerza de trabajo en carrera de piernas que nunca llegan a su objetivo, se deja a los portadores de las ideas como los legítimos dueños de esa riqueza. Ganaron en justa lid. Y no sólo eso, sino que sus ideas crearon esa riqueza, re-emprendieron la búsqueda y probaron una vez más que son superiores a la mera fuerza física. Se ha transcrito la explotación justificándola, se ha demostrado que en ese mundo sólo ese poseedor puede seguir creando la riqueza como su dominio exclusivo, y que en definitiva, todo lo que él ha ganado en el pasado se contagia de legalidad. Si los burgueses tienen el capital y son los dueños de los medios de producción ahora, no es porque alguna vez explotaron a alguien o acumularon inválidamente: se afirma, a través del proceso contemporáneo, que el origen de la riqueza del capitalista surgió en idénticas circunstancias, que sus ideas siempre le dieron la ventaja en la carrera hacia el éxito. Y sus ideas lo sabrán defender.

Referencias

1 Según la expresión de Fidel Castro en el Primer Congreso de Educación y Cultura, abril, 1971.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar