La Crónica Argentina contra los proyectos monárquicos (fragmento)


El 9 de julio de 1816 el Congreso que había comenzado a sesionar en marzo de aquel año, declaró finalmente la independencia de la dominación de los reyes de España y su metrópoli. Diez días más tarde, a propuesta de Medrano, se agregó a la liberación de España la referente a “toda dominación extranjera”. Era la culminación de un largo proceso que había comenzado a configurarse el 25 de mayo de 1810 con la instalación del primer gobierno patrio. Pero era, al mismo tiempo, el comienzo de un proceso de organización nacional esquivo que tardaría casi siete décadas en consolidarse. Todo estaba por definirse en 1816, desde el espacio territorial de las Provincias Unidas hasta la forma de gobierno y la representación que adoptarían estos pueblos.

Acorde con los vientos de restauración monárquica que soplaban en Europa tras la caída de Napoleón, muchos diputados propusieron una monarquía como forma de gobierno para estas tierras. Manuel Belgrano se sumó a esta corriente de opinión, pero a diferencia de muchos de los congresistas, no pretendía importar a un príncipe del viejo continente, sino entregarle el trono a un descendiente de los incas. Las ideas de Belgrano fueron apoyadas, entre otros, por José de San Martín y Martín Miguel de Güemes; en tanto muchos otros ofrecieron una tenaz oposición, como Tomás Manuel de Anchorena que se espantaba ante la posibilidad de ser gobernados «por un miembro de la casta de los chocolates».

Compartimos aquí un artículo del periódico La Crónica Argentina, editado por Vicente Pazos Silva, una de las voces que más fuertemente se opuso a la adopción de la forma monárquica de gobierno, con reflexiones sobre este tema que dividió aguas en una etapa fundamental de nuestra historia.

Fuente: La Crónica Argentina, Nº 24, 9 de noviembre de 1816, en José Carlos Chiaramonte, Ciudades, provincias, Estados: Orígenes de la Nación Argentina (1800-1846), Buenos Aires, Editorial Ariel, 1997, págs. 412-416.

SSe asombrarían los que han tenido la debilidad de entregarse por un instante a la idea quimérica de la Monarquía de los Incas, si advirtiesen el verdadero origen de que ha partido este proyecto. Nosotros que hemos seguido constantemente el curso de los sentimientos del pueblo, y los ardides de que se han valido sus enemigos para despojarlo de su gloria; nosotros que procuramos siempre internarnos en el carácter de la presente lucha, y que en los argumentos de que se valían los españoles desde el 25 de Mayo, mirábamos las armas con que nos pensaban ofender; hemos descubierto que los primeros promotores de semejante idea han sido los españoles mismos.

No es nuestro intento el hacer valer esta especie en contra de sus nuevos prosélitos en todo el rigor con que podría tomarse. Notaremos sí que los primeros que la produjeron con aparato, para confundir y embarazar a los Patriotas blancos fueron las plumas peninsulares, que justamente debían reclamarla como propia por el título de originalidad. Testigos los escritos emanados de la prensa de Montevideo, durante su oposición a la causa del país, y esos innumerables folletos que la cólera de la tiranía en su despecho nos arrojaba desde Cádiz.

¿Qué respuesta nos dieron siempre a las demostraciones con que hacíamos ver el indisputable derecho, con que nos constituíamos gobierno? Agobiados bajo el peso de tales raciocinios nos procuraron divertir con aparentes concesiones, arrojadas con arte infernal como la manzana de la discordia, y de que los pérfidos estaban seguros nacería la ruina del reciente edificio por la fragilidad de las bases en que permitan levantarlo. Cuando alegábamos la justicia con que en virtud del nacimiento nos señoreábamos de la tierra, nos replicaban que los indios eran sus verdaderos amos, y que a estos y no a los americanos blancos (que según ellos no podían deponer jamás el indeleble carácter de españoles) les pertenecía el gobernarla.

De esta manera en las mismas concesiones que hacían en obsequio de la disputa procuraban separar los intereses de los naturales e indígenas, y deseando que la revolución pasase a manos de estos últimos, caso que no les fuese dable el contenerla de otro modo, intentaban arrebatarla de la clase civilizada, única que por sus luces era mirada con susto por la España, como capaz de sostenerla. También se condenaba a los naturales del país, siendo blancos a no tener patria en ninguna parte del globo, pues por americanos no tenían derecho alguno en la Península, y por hijos de los españoles no lo tenían tampoco en América, la que pertenecía, conforme a aquella doctrina, exclusivamente a los indios.

Nada tiene de extraño que la política de los tiranos, disfrazándose con el político velo de la imparcialidad, se atreviese a sugerir esta falsa idea. Contando con los genios irreflexivos, que por desgracia son en gran número en todos los Estados, y particularmente en los trastornos populares, podían esperar que ganase crédito entre una de ambas clases, y que excitando las aspiraciones de los indios, tanto más temibles cuanto ha sido grande el abatimiento, en que han yacido hasta la época de la revolución, se introdujese la confusión y la discordia en los planes de sus reformadores; se suscitase un nuevo objeto de contienda que no fuese el de la guerra con España; y en fin se despedazasen las castas entre sí para ser devoradas todas después por el encono de ultramar.

Sin embargo por eficaz que pudiese ser su seducción en este asunto delicado, tocamos ya que el suceso ha estado a punto, con respeto a algunas personas, de sobrepasar sus esperanzas. En el año séptimo de la libertad de estos Pueblos ha habido quien nos hable como los españoles el primero: “sería una injusticia el no acordarse de los Incas; a ellos”, y a los Indios por consiguiente que fueron su familia, “les pertenece este terreno que pisamos”. Tal es el derecho público que profesa el autor de la carta impugnada. ¿Y es posible que esta máxima robada de la boca de los peninsulares haya pasado a los labios de un americano? ¿Tanto influjo conservan los tiranos sobre nuestro modo de pensar que nos trasmiten sin conocerlo sus estudiadas opiniones? ¡Ah! No quiera el Cielo que alcanzado este triunfo importante por los sangrientos españoles; no quiera el Cielo que hecha familiar la idea de una monarquía visionaria, cuya conveniencia se quiere apoyar en la costumbre, retrogrademos a la antigua, que es lo que querían los españoles con aquel astuto consejo; y en cuyo favor también está la costumbre verdadera, si es que esta existe, y si es que ha de ser consultada en la nueva constitución, obra de la reforma.

Que nos sea permitido el detenernos todavía en algunos pasajes de la carta tantas veces citada, por el supremo interés que se concibe en la materia. Noluit autem populus audire vocem. Samuelis, sed dixerunt: nequaquam: rex enim erit super nos et erimus nos quoque sicut omnes gentes. El Pueblo de Israel no quiso escuchar los avisos del Profeta Samuel, y dijeron: no importa; tendremos Rey como lo tienen las demás naciones. Esta es la misma razón que se da para elegir un Rey entre nosotros. La Europa toda está por Monarquías constitucionales.

Toda la Europa está por Monarquías. También está por almirantes, por grandes duques, por papas y por emperadores. ¿Por qué no tenemos nosotros almirantes? Por una razón muy sencilla: porque no tenemos escuadras. He aquí el motivo porque no podemos tener rey. Pero esto necesita explicarse. Los que dicen que otra clase de constitución no conviene con nuestras costumbres, nos hacen la injuria más horrenda, porque vienen a decir en sustancia: “Los pueblos del Río de la Plata son viciosos, son corrompidos, inmorales. Sus moradores jamás serán frugales, ni buenos ciudadanos. Sus habitudes anteriores lo prohíben, pues que en verdad antes de la revolución aunque no faltaban algunas almas superiores, tenían todos los vicios de españoles, y de colonos”. Pueblos que prodigáis la sangre más preciosa por adquirir la libertad: ¿sentís bien esta grave ofensa?

Pero estas costumbres de que se habla con tanta ostentación cuando se toca la materia de forma de gobierno, o son anteriores a la revolución, o posteriores. Si lo primero, nuestros principios, nuestros usos, nuestras costumbres han sido monárquico españolas, que vale tanto como si nos dijesen que somos por educación y por principios, ambiciosos, ociosos, bajos, orgullosos, enemigos de la verdad, adulones, pérfidos, abandonados, que no conocemos la virtud, y perseguimos a quien la tiene, o quiere tenerla, y claro está que estos dotes nos volverían a la dominación de Fernando. Si lo segundo: las costumbres son republicanas según lo ha sido nuestro estado, y todos los gobiernos en la revolución hasta el presente. Ellas no pueden pues formar un argumento para llevarnos a la monarquía que se indica.

Más claro: si no hemos podido mudar de inclinaciones también serán vanos los conatos por la reforma: la España dominando en nuestro corazón por la opinión y la costumbre, dejará ilusoria la independencia declarada. Al fin entendemos a los que así discurren: nosotros (nos dicen entre sí) no podremos tener el ascendiente que hemos disfrutado con ellos, si variamos de instituciones y de educación, y se formase por desgracia un Gobierno, como el de los Americanos del Norte: para él se necesitan virtudes, y nosotros no tenemos sino los vicios españoles: por eso es que hasta ahora hemos sido unos enemigos verdaderos de la revolución: para nosotros fue lo más sensible que este funesto acontecimiento viniese a alterar nuestro orden de vida, ya establecido sobre la ignorancia general: Si hubiéramos podido, si hubiera estado en nuestra mano restituir de pronto las cosas a su antiguo orden, ya lo habríamos hecho, y bastante hemos trabajado por conseguirlo: pero no lo hemos podido alcanzar. Sin embargo, no se ha hecho poco en hacernos reconocer por Patriotas, y haber fascinado con un aparente civismo al mismo Pueblo que momentos antes nos insultaba por enemigo: sobre esta base es necesario darles los últimos ataques al espíritu público, y a la libertad; inducir y fomentar más y más la división, y la discordia, lejos de extinguirla; mantener los pueblos en una continua agitación, e irles sustituyendo a las semillas republicanas las mismas ideas de realismo, que tanto se les ha hecho detestar. De este modo lograremos o que se maten unos a otros, hasta que cansados los que queden se entreguen sin resistencia al que los quiera gobernar, y entonces entran nuestros amados Españoles; o cuando consientan pacíficos en nuestras ideas, establecemos nosotros el único gobierno de tiranía, de corrupción, de favor y bajeza en que podemos respirar. (Continuará.)

Sr. Editor de la Crónica Argentina: en esta época interesante, cuando la felicidad de estas provincias depende de las buenas reformas que se introduzcan en nuestro sistema político; ¿qué puede hacer más honor a la imprenta, que el tratar con libertad y denuedo, aquellos puntos que por su mayor importancia merecen la primera y principal consideración? No considero ser de esta clase la disputa que se ha suscitado sobre los derechos de la antigua dinastía Indiana. ¿Al cabo de más de siete años desde la deposición del gobierno Español, se empieza ahora a disentir solo sobre quien ha de estar a la cabeza del nuevo gobierno Americano? ¿Y será imposible que en nuestro sistema se introduzcan aquellas reformas de que es demasiado susceptible, o que se adopte lo más practicable y necesario, porque todavía no se ha podido decidir sobre si un Inca, o un presidente, o jefe de otra denominación ha de ser el principal ejecutor de las leyes constitucionales?

Hemos visto publicadas las instrucciones que los Electores de esta Capital pasaron a nuestros Diputados, y los puntos importantes que fueron sometidos para su discusión; entre las reformas que se recomendó, parece haber algunas de muy fácil adopción, aun cuando no se haya decidido este punto escabroso.

Para reformar los defectos de la jurisprudencia Española; para la promulgación de aquellas leyes que son el baluarte de la libertad; para la publicación de aquellos derechos y privilegios que son la gloria de los hombres libres y el mejor cimiento de la unión y del amor patrio; para abolir en nuestro sistema todo aquello que participa del mal político Español, para que estas reformas se introduzcan, no es indispensable precisión que haya presidido la entronización del Inca. Aunque no estén discutidos todos los puntos sobre que tienen que tratar; aquellos que trabajan la nueva constitución, no puede haber obstáculo a la introducción de aquellas mejoras, que darían nuevo vigor e impulso a nuestros progresos en la gran causa en que nos hallamos empeñados.

No soy de aquellos que creen que aquí se puede adoptar en todas sus partes las leyes de Inglaterra, o de los Estados Unidos, pero no arriesgo en decir, que en las leyes de estas naciones, hay muchos principios dignos de nuestra imitación, ni degradaría a los Americanos del Sud, cuando buscasen ejemplos de buena jurisprudencia y economía política en aquellos códigos, cuya excelencia la experiencia tiene probada. Confieso mi poca capacidad para inventar nuevos modelos que sean mejores que los que las naciones más ilustradas nos ofrecen. Distintas circunstancias requerirán un distinto régimen, pero si somos cegados por la preocupación o intimidados por las dificultades, nunca buscaremos aquel que influya a hacer nuestras circunstancias mejores.

Hemos jurado la independencia y libertad Americana; y deseando constituciones bajo un sistema que asegure al ciudadano en sus derechos, que proteja las personas y propiedades, que haga felices a todas las clases de habitantes, que haga a nuestra situación política la envidia de los otros países, y que atraiga a nuestras riberas una emigración de hombres útiles e industriosos, creo que no erraremos cuando imitemos los actos de aquellos gobiernos, que más han propendido a conseguir estos grandes beneficios.

¿A qué hemos de atribuir los grandes progresos que ha hecho el Norte de América desde su memorable revolución, sino a aquellas instituciones y leyes liberales y benéficas, que han llamado a aquel país tanta emigración de personas y familias de casi todas partes del globo? La protección que allá encontraba la agricultura, el comercio, las artes y ciencias, y todos aquellos ramos que  contribuyen a hacer un estado respetable, ha sido la causa de su asombroso adelantamiento. No escapó a la observación de aquellos sabios políticos, que un país de tan vasta extensión carecía de pobladores: sabían que no bastaban meras proclamas y ofertas halagüeñas, y una ostentada liberalidad, para estimular a los agriculturistas, artesanos, fabricantes y otros hombres útiles, a establecerse en el nuevo mundo. La agricultura mereció su primera atención. Se proporcionó a los cultivadores tierras y herramientas. Las fábricas y todas las artes y ciencias útiles encontraban la mayor protección y fomento; no por la imprudente concesión de monopolios destructivos particulares, sino por el ser exento de contribuciones y derechos los productos y artefactos del país. Así pues una constitución la más libre, y una economía política la más sabia y liberal, ha sido la causa de que se hallen los Estados Unidos en el rango de las naciones más respetables. En pocos años ha duplicado casi su población, y en el día mucho de su comercio consiste en la extracción de aquellos artículos, que antes se importaban de otros países.

Y ¿qué causa ha influido para que a este país, más favorecido de la naturaleza, han concurrido tan pocos de aquellos hombres que en todos los países forman la masa más útil de su población? No nos fascinemos, confesemos la verdad. Cuando se destruyó el gobierno español, no se arrancó su maleza, que tenía raíces envejecidas y difíciles. Aunque es verdad que la destrucción de las preocupaciones es obra del tiempo; pero al paso que la experiencia nos enseña la necesidad de las reformas, progresaremos en la grande obra de nuestra libertad.

Ya el Soberano Congreso trabaja la constitución que nos hará felices, poderosos e independientes. Los naturales del país bendecirán a sus tareas, y cada año se aumentará nuestra población, por la concurrencia de personas y familias de todas partes.

El hombre naturalmente quiere al suelo donde nació, pero más quiere a aquellos privilegios que un buen sistema le dispensa: este amor es aquel que más influye al patriotismo; es aquel que le hace olvidar los sacrificios; que le hace pagar las contribuciones que un gobierno equitativo le impone; y que causa un contento general, que es la fianza mayor de la unión entre los pueblos y estabilidad en el gobierno.

Reservo para otra ocasión ofrecer algunas otras reflexiones; entretanto, no puedo concluir sin hacer una corta observación sobre los argumentos de los partidarios de una Monarquía, bajo un descendiente de los antiguos Incas.

De los derechos de los Indios no se puede dudar y es justo que tengan debida representación en el gobierno nacional: pero tal vez no serían contentos todos los pueblos o distritos de ellos, cuando fuese revestido de la suprema magistratura perpetua, un descendiente del último de aquellos Emperadores que tuvieron su trono en el Cuzco; y menos cuando el último fue un usurpador. Quiero sugerir la probabilidad de que sería más reconciliable con los derechos de los Indios en general, un sistema que permitiese a las varias tribus de ellos, como a los demás distritos del reino, que elijan sus propios respectivos gobiernos locales los más análogos a su situación, y con la libertad de dar el título de Inca o Cacique a su primer magistrado o gobernador, cuando estos lisonjeasen a sus preocupaciones; y este magistrado podía ser de aquellos que se reputen descendientes de sus antiguos jefes. Esta cuestión me parece digna de la atención de aquellos, cuyo mayor argumento a favor del gobierno monárquico, se funda en los derechos que se atribuyen a los descendientes de los antiguos Monarcas Peruanos.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar