Prólogo a La vuelta de Martín Fierro, por José Hernández


Cada 10 de noviembre se conmemora en nuestro país el día de la tradición en recuerdo del nacimiento de José Hernández, quien en 1872 publicó el Martín Fierro, un libro escrito en verso, en estilo gauchesco, en el que se relataba la agitada vida de un gaucho devenido en desertor del ejército, vago (no conchabado por algún estanciero) y criminal. Martín Fierro se llamaba y cantando al viento, entre fogones y guitarras, denunciaba las injusticias a que eran sometidos aquellos que no se adaptaban a las leyes de la cultura dominante.

Esta primera parte del Martín Fierro respiraba rebeldía, su materia esencial era la injusticia a la que estaban sometidas aquellas vidas. Siete años después Hernández había encontrado otros rumbos políticos.

Había hallado su lugar en el Partido Autonomista, por el que llegó a senador, y sintió que el país estaba cambiando, que Fierro debía volver a la «civilización», dejar las tolderías y la marginalidad y aceptar el lugar que le asignaba la nueva Argentina que se acercaba al ’80.

En La vuelta de Martín Fierro, publicada en 1879 en una edición de lujo de 20.000 ejemplares, su protagonista dirá: «El que obedeciendo vive/nunca tiene suerte blanda/más con su soberbia agranda/el rigor en que padece/obedezca el que obedece/y será bueno el que manda».

También en el prólogo del libro, que compartimos a continuación, Hernández destacaba sus deseos de que el libro sirviera de pasatiempo a sus lectores, “pero aconsejando la perseverancia en el bien y la resignación en los trabajos”, “afirmando en los ciudadanos el amor a la libertad, sin apartarse del respeto que es debido a los superiores y magistrados”.

Fuente: 180 años de José Hernández. El Martín Fierro en el siglo XXI, Buenos Aires, Museo de Arte Popular José Hernández, 2014, págs. 88-93.

La vuelta de Martín Fierro

Cuatro palabras de conversación con los lectores 

Entrego a la benevolencia pública, con el título La vuelta de Martín Fierro, la segunda parte de una obra que ha tenido una acogida tan generosa, que en seis años se han repetido once ediciones con un total de cuarenta y ocho mil ejemplares.

Esto no es vanidad de autor, porque no rindo tributo a esa falsa diosa; ni bombo de Editor, porque no lo he sido nunca de mis humildes producciones.

Es un recuerdo oportuno para explicar por qué el primer tiraje del presente libro consta de 20.000 ejemplares, divididos en cinco secciones o ediciones de 4.000 números cada una, y agregaré que confío en que el acreditado Establecimiento Tipográfico del señor Coni hará una impresión esmerada, como las que tienen todos los libros que salen de sus talleres.

Lleva también diez ilustraciones incorporadas en el texto, y creo que en los dominios de la literatura es la primera vez que una obra sale de las prensas nacionales con esta mejora.

Así se empieza.

Las láminas han sido dibujadas y calcadas en la piedra por don Carlos Clerice, artista compatriota que llegará a ser notable en su ramo, porque es joven, tiene escuela, sentimiento artístico y amor al trabajo.

El grabado ha sido ejecutado por el señor Supot, que posee el arte, nuevo y poco generalizado todavía entre nosotros, de fijar en láminas metálicas lo que la habilidad del litógrafo ha calcado en la piedra, creando o imaginando posiciones que interpretan con claridad y sentimiento la escena descripta en el verso.

No se ha omitido, pues, ningún sacrificio a fin de hacer una publicación con las más aventajadas condiciones artísticas.
En cuanto a su parte literaria, sólo diré que no se debe perder de vista al juzgar los defectos del libro, que es copia fiel de un original que los tiene, y repetiré que muchos defectos están allí con el objeto de hacer más evidente y clara la imitación de los que lo son en realidad.
Un libro destinado a despertar la inteligencia y el amor a la lectura en una población casi primitiva, a servir de provechoso recreo, después de las fatigosas tareas, a millares de personas que jamás han leído, debe ajustarse estrictamente a los usos y costumbres de esos mismos lectores, rendir sus ideas e interpretar sus sentimientos en su mismo lenguaje, en sus frases más usuales, en su forma general, aunque sea incorrecta; con sus imágenes de mayor relieve, y con sus giros más característicos, a fin de que el libro se identifique con ellos de una manera tan estrecha e íntima, que su lectura no sea sino una continuación natural de su existencia.
Solo así pasan sin violencia del trabajo al libro; y solo así, esa lectura puede serles amena, interesante y útil.

Ojalá hubiera un libro que gozara del dichoso privilegio de circular de mano en mano en esa inmensa población diseminada en nuestras vastas campañas, y que bajo una forma que lo hiciera agradable, que asegurara su popularidad, sirviera de ameno pasatiempo a sus lectores, pero:

Enseñando que el trabajo honrado es la fuente principal de toda mejora y bienestar.

Enalteciendo las virtudes morales que nacen de la ley natural y que sirven de base a todas las virtudes sociales.

Inculcando en los hombres el sentimiento de veneración hacia su Creador, inclinándolos a obrar bien.

Afeando las supersticiones ridículas y generalizadas que nacen de una deplorable ignorancia.

Tendiendo a regularizar y dulcificar las costumbres, enseñando por medios hábilmente escondidos, la moderación y el aprecio de sí mismo; el respeto a los demás; estimulando la fortaleza por el espectáculo del infortunio acerbo, aconsejando la perseverancia en el bien y la resignación en los trabajos.

Recordando a los padres los deberes que la naturaleza les impone para con sus hijos, poniendo ante sus ojos los males que produce su olvido, induciéndolos por ese medio a que mediten y calculen por sí mismos todos los beneficios de su cumplimiento.

Enseñando a los hijos cómo deben respetar y honrar a los autores de sus días.

Fomentando en el esposo el amor a su esposa, recordando a ésta los santos deberes de su estado; encareciendo la felicidad del hogar, enseñando a todos a tratarse con respeto recíproco, robusteciendo por todos estos medios los vínculos de la familia y de la sociabilidad

Afirmando en los ciudadanos el amor a la libertad, sin apartarse del respeto que es debido a los superiores y magistrados.

Enseñando a los hombres con escasas nociones morales, que deben ser humanos y clementes, caritativos con el huérfano y con el desvalido; fieles a la amistad; gratos a los favores recibidos; enemigos de la holgazanería y del vicio; conformes con los cambios de fortuna; amantes de la verdad, tolerantes, justos y prudentes siempre.

Un libro que todo esto, más que esto, o parte de esto enseñara sin decirlo, sin revelar su pretensión, sin dejarla conocer siquiera, sería indudablemente un buen libro, y por cierto que levantaría el nivel moral e intelectual de sus lectores aunque dijera  naides por nadie, resertor por desertor, mesmo por mismo, u otros barbarismos semejantes, cuya enmienda le está reservada a la escuela, llamada a llenar un vacío que el poema debe respetar, y a corregir vicios y defectos de fraseología que son también elementos de que se debe apoderar el arte para combatir y extirpar males morales más fundamentales y trascendentes, examinándolos bajo el punto de vista de una filosofía más elevada y pura.

El progreso de la locución no es la base del progreso social, y un libro que se propusiera tan elevados fines debería prescindir por completo de las delicadas formas de la cultura de la frase, subordinándose a las imperiosas exigencias de sus propósitos moralizadores, que serían en tal caso el éxito buscado.

Los personajes colocados en escena deberían hablar en su lenguaje peculiar y propio, con su originalidad, su gracia y sus defectos naturales, porque despojados de ese ropaje, lo serían igualmente de su carácter típico, que es lo único que los hace simpáticos, conservando la imitación y la verosimilitud en el fondo y en la forma.

Entra también en esta parte la elección del prisma a través del cual le es permitido a cada uno estudiar sus tiempos, y aceptando esos defectos como un elemento, se idealiza también, se piensa, se inclina a los demás a que piensen igualmente y se agrupan, se preparan y conservan pequeños monumentos de arte, para los que han de estudiarnos mañana y levantar el grande monumento de la historia de nuestra civilización.

El gaucho no conoce ni siquiera los elementos de su propio idioma, y sería una impropiedad cuando menos, y una falta de verdad muy censurable, que quien no ha abierto jamás un libro siga las reglas de arte de Blair, Hermosilla o la Academia.

El gaucho no aprende a cantar. Su único maestro es la espléndida naturaleza que en variados y majestuosos panoramas se extiende delante de sus ojos.

Canta porque hay en él cierto impulso moral, algo de métrico, de rítmico que domina en su organización, y que lo lleva hasta el extraordinario extremo de que todos sus refranes, sus dichos agudos, sus proverbios comunes, son expresados en dos versos octosílabos perfectamente medidos, acentuados con inflexible regularidad, llenos de armonía, de sentimiento y de profunda intención.

Eso mismo hace muy difícil, sino de todo punto imposible, distinguir y separar cuáles son los pensamientos originales del autor, y cuáles los que son recogidos de las fuentes populares.

No tengo noticia que exista ni que haya existido una raza de hombre aproximado a la naturaleza, cuya sabiduría proverbial llene todas las condiciones rítmicas de nuestros proverbios gauchos.

Qué singular es, y qué digno de observación, el oír a nuestros paisanos más incultos expresar en dos versos claros y sencillos, máximas y pensamientos morales que las naciones más antiguas, la India y la Persia, conservaban como el tesoro inestimable de su sabiduría proverbial; que los griegos escuchaban con veneración de boca de sus sabios más profundos, de Sócrates, fundador de la moral, de Platón y de Aristóteles; que entre los latinos difundió gloriosamente el afamado Séneca; que los hombres del Norte les dieron lugar preferente en su robusta y enérgica literatura; que la civilización moderna repite por medio de sus moralistas más esclarecidos, y que se hallan consagrados fundamentalmente en los códigos religiosos de todos los grandes reformadores de la humanidad.

Indudablemente, que hay cierta semejanza íntima, cierta identidad misteriosa entre todas las razas del globo que sólo estudian en el gran libro de la naturaleza; pues de él deducen, y vienen deduciendo desde hace más de tres mil años, la misma enseñanza, las mismas virtudes naturales, expresadas en prosa por todos los hombres del globo, y en verso por los gauchos que habitan las vastas y fértiles comarcas que se extienden a las dos márgenes del Plata.

El corazón humano y la moral son los mismos en todos los siglos.

Las civilizaciones difieren esencialmente. “Jamás se hará, dice el doctor don V. F. López en su prólogo a Las neurosis, un profesor o un catedrático europeo, de un Bracma»; así debe ser: pero no ofrecería la misma dificultad el hacer de un gaucho un Bracma lleno de sabiduría; si es que los Bracmas hacen consistir toda su ciencia en su sabiduría proverbial, según los pinta el sabio conservador de la Biblioteca Nacional de París, en «La sabiduría popular de todas las naciones», que difundió en el nuevo mundo el americano Pazos Kanki.

Saturados de ese espíritu gaucho hay entre nosotros algunos poetas de formas muy cultas y correctas, y no ha de escasear el género porque es una producción legítima y espontánea del país, y que, en verdad, no se manifiesta únicamente en el terreno florido de la literatura.

Concluyo aquí, dejando a la consideración de los benévolos lectores lo que yo no puedo decir sin extender demasiado este prefacio, poco necesario en las humildes coplas de un hijo del desierto.

¡Sea el público indulgente con él! y acepte esta humilde producción, que le dedicamos, como que es nuestro mejor y más antiguo amigo.

La originalidad de un libro debe empezar en el prólogo. Nadie se sorprenda, por lo tanto, ni de la forma ni de los objetos que éste abraza; y debemos terminarlo haciendo público nuestro agradecimiento hacia los distinguidos escritores que acaban de honrarnos con su fallo, como el señor d. José Tomás Guido, en una bellísima carta que acogieron deferentes La Tribuna y La Prensa, y que reprodujeron en sus columnas varios periódicos de la República. El doctor don Adolfo Saldías, en un meditado trabajo sobre el tipo histórico y social del gaucho. El doctor don Miguel Navarro Viola, en la última entrega de la Biblioteca Popular estimulándonos, con honrosos términos, a continuar en la tarea empezada.

Diversos periódicos de la ciudad y campaña, como El Heraldo, de Azul; La Patria, de Dolores; El Oeste, de Mercedes, y otros, han adquirido también justos títulos a nuestra gratitud, que conservamos como una deuda sagrada.

Terminamos esta breve reseña con La Capital, de Rosario, que ha anunciado La vuelta de Martín Fierro, haciendo concebir esperanzas que Dios sabe si van a ser satisfechas.

Ciérrase este prólogo diciendo que se llama este libro La vuelta de Martín Fierro, porque este título le dio el público antes, mucho antes de haber yo pensado en escribirlo; y allá va a correr tierras con mi bendición paternal.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar