Tomás Guido y la usurpación de las Islas Malvinas


Acercándose el final de la guerra independentista en el territorio de las nuevas Provincias Unidas, el 6 de noviembre de 1820, el recién asumido gobierno bonaerense de Martín Rodríguez tomó posesión de las Islas Malvinas. Casi nueve años más tarde, el 10 de junio de 1829, exactamente 59 años después de que el gobernador español ordenara el desalojo de los invasores británicos de las Islas Malvinas, la gobernación organizó por decreto su comandancia militar.

La decisión establecía que tanto las Malvinas como las islas adyacentes al Cabo de Hornos serían regidas por un comandante político y militar, que haría observar en dichos territorios las leyes de la República. El gobernador fue Luis Vernet, un comerciante nacido en Hamburgo que partió con una veintena de colonos ingleses y alemanes, y un derecho para usufructuar el ganado de las islas otorgado por una vieja deuda.

La caza de ballenas era la actividad central y en torno al derecho de su práctica, en 1831, surgió un conflicto militar con Estados Unidos, que negaba a las Provincias Unidas el derecho a reglamentar dicha pesca. Intromisión de la diplomacia británica de por medio, la marina estadounidense invadió las islas.

En septiembre de 1832, zarpó desde Buenos Aires el buque de guerra Sarandí, al mando de José María Pinedo. Llevaba al nuevo gobernador interino, sargento mayor de artillería Esteban Mestivier, con instrucciones de restablecer el orden. Llegaron a las islas el 1º de octubre de 1832 y cumplieron su misión, pero sólo temporalmente. Apenas algunos meses más tarde, el 2 de enero de 1833, una fragata inglesa ocupó las islas. Desde entonces, el país reclama su soberanía por los carriles de la negociación, exceptuando la guerra de 1982.

En esta oportunidad, reproducimos una carta de Tomás Guido enviada pocos días después de producirse la invasión británica de 1833.

Guido, protagonista de la gesta patriótica de 1810, quien participó de la campaña libertadora de Chile y fuera más tarde edecán de San Martín, no sólo se refiere en esta carta a los derechos de soberanía de nuestra nación sobre las Islas Malvinas; también señala los motivos que impulsaron a Gran Bretaña a usurpar nuestro territorio: “apoderarse de un punto de observación importante sobre el segundo canal para el comercio del mundo con los establecimientos de la India y con la Gran China” y “tomar las llaves de los mares del Sur para hacerse señora del comercio del Pacífico”.

Además, con aguda visión de futuro, Guido acierta en su pronóstico del lugar que ocuparía el comercio de Gran Bretaña en esta región cincuenta años después de los sucesos de 1833.

Fuente: Ricardo R. Caillet-Bois, Las Islas Malvinas, una tierra argentina, Ensayo basado en una nueva y desconocida documentación, Buenos Aires, Ediciones Peuser, 1952, pág. 412-415.

Carta de Tomás Guido al general Enrique Martínez indicándole cuál debe ser, a su juicio, la actitud del país con Inglaterra

Señor doctor Enrique Martínez

Buenos Aires, enero 21 de 1833

Mi apreciado amigo:

Después de los detalles que he dado a usted anoche para fundar mis opiniones sobre la cuestión de las Islas Malvinas, es excusado repetirle hasta qué punto participo del pesar de ver humillada a nuestra Patria por la preponderancia de un poder con que no podemos combatir con suceso; pero las pasiones individuales, y un entusiasmo irreflexivo jamás deben reglar la conducta de un hombre de Estado. Qué es lo que debe hacerse de acuerdo con el decoro nacional y con los medios que poseemos es lo único que ha de resolverse por una razón tranquila y desembarazada, para no dejarse arrastrar ni por los ímpetus del propio amor ofendido, ni correr el riesgo de estrellarse en escollos insuperables. Juzgando de este modo señalaré a usted francamente el rumbo que, me parece, debe seguirse para hacer sentir a la Inglaterra nuestros agravios y nuestros derechos, después de la violenta ocupación de las islas por las fuerzas de Su Majestad Británica.

Necesario es sentar por principio que desde que hemos sostenido ante el gobierno de Estados Unidos nuestros derechos de soberanía sobre las Islas Malvinas no podemos declinar sin desdoro nuestra pretensión, sea cual fuere la nación que quisiese disputarnos aquel dominio; en este sentido debemos negar a la Inglaterra el derecho de ocupar las islas, y calificar el acto de la posesión última como por la guarnición de la Clío, como una usurpación apoyada meramente en la fuerza. La fórmula usual en semejantes casos es una protesta solemne por el órgano de nuestro ministro en la Corte de Londres.

La soberanía que constantemente ha reclamado la España sobre las Malvinas, el reconocimiento que la Francia hizo de este derecho cuando adhirió a que la Compañía de San Malón desalojase aquel territorio, y vendiese al monarca español su establecimiento, la real orden de 4 de abril de 1774, de la que se deduce claramente que la Inglaterra abandonaba sus pretendidos derechos sobre las islas, la última convención del año 90 entre reyes de España a Inglaterra para la cual a nación alguna era permitido pescar a menor distancia que la de diez leguas de la costa, sin permiso previo del gobierno español, pueden servir de base de la protesta con todas las consecuencias e incidentes que derivan de esos  hechos anteriores; porque nuestro derecho es una emanación natural de los de la metrópoli retrovertidos a la república argentina en virtud de la emancipación política.

La posesión, la existencia de nuestro pabellón, la de nuestras tropas y de nuestros colonos en dichas islas es otro de los argumentos inexcusables en apoyo de la queja por el ultraje que se ha causado a la nación.

Pero, ¿la protesta es suficiente por sí sola para producir la restitución?…. De ningún modo. Tenemos que suponer que la Inglaterra ha sido impulsada a este paso por vastas miras de un inmenso interés; y éstas son cabalmente las que a la república le conviene balancear y cruzar. Para lograrlo, debemos reflexionar primero cuáles son los objetos que el rey de la Gran Bretaña haya tenido en vista para la ocupación de las islas, y cuáles las naciones que puedan ser perjudicadas en la ejecución de aquel plan. Si no me equivoco, dos son los motivos primordiales de aquella conducta; el primero: apoderarse de un punto de observación importante sobre el segundo canal para el comercio del mundo con los establecimientos de la India, y con la Gran China. Esta situación facilita a la Inglaterra una ventaja decisiva sobre las demás naciones después de ser dueña como lo es del Cabo de Buena Esperanza. Colocada sobre estas dos atalayas, la Inglaterra será la árbitra de cortar de un golpe este valioso tráfico a los demás pueblos mercantiles, cuando importe a su conveniencia nacional, o cuando una guerra la autorice a ejercer actos represivos contra sus enemigos.

El segundo es tomar las llaves de los mares del Sur para hacerse señora del comercio del Pacífico. Un ministerio hábil y previsor como el de Inglaterra calcula, con razón, que el mercado de América debe absorber con el tiempo las más ricas producciones de la industria europea; y que si en el día compensa en poco los ensayos del comercio inglés, medio siglo será suficiente para que los cambios de un tráfico activo atraigan inmensas riquezas al seno de la nación que lograse la preferencia en nuestros consumos. Este cálculo quedaba fuera de toda combinación política de Gran Bretaña cuando estos países eran gobernados por las leyes restrictivas de  España porque, obligados por un interés nuestro a reconocer el sistema colonial adoptado por la Corte de Madrid sobre sus establecimientos en el nuevo mundo, nuestros puertos permanecían cerrados para el extranjero; y entonces la posesión de las Malvinas por la Inglaterra no podía influir en pro de su comercio con la América Meridional. Después de que nuestra política ha causado una revolución en las relaciones mercantiles del universo, necesitan también las naciones que se propongan traficar con nosotros de nuevos medios para facilitar y asegurar su intercurso. De aquí es pues que, si Su Majestad Británica abandonó su derecho o no insistió en la conservación de las Malvinas cuando le fue cuestionada por la España, hoy nuevos intereses nacidos de nuestra independencia han despertado en aquel monarca la avidez de un punto que procurará conservar a todo trance.

Mas la perspectiva y utilidad que reporta la Inglaterra es tan obvia y trascendental que no puede dejar de excitar los celos y los cuidados de las demás naciones marítimas, cuya prosperidad depende de la expansión de su comercio, y de la concurrencia de sus flotas a los puertos de América a la par de la Gran Bretaña. La Francia, los Estados Unidos, la Rusia, la Holanda misma no verán sin disgusto la prepotencia de los ingleses y sobre todo la superioridad que les da un punto desde el que pueden poner a tributo toda comunicación con la India por el Cabo de Hornos.

Cuando ninguno que conozca la posición geográfica de las Malvinas se atreverá a poner en duda la evidencia de tales resultados, nuestro fin debe ser llevar este asunto hasta convertirlo en cuestión europea. A este propósito nuestro ministro en Londres deberá ser prevenido de notificar a los embajadores o ministros de las potencias marítimas que residan en aquella corte el último suceso sobre las islas, y la protesta que dirija al ministro británico. Y como es de suponer que la diplomacia inglesa use de arbitrios y de evasiones hábiles, no sólo para justificar su derecho a Malvinas, sino para evadir los cargos de falta de etiqueta y consideración con la república, nuestro ministro debe estar preparado para contradecirlos y para proponer el arbitramiento de una o más naciones poderosas, amigas o neutrales, a cuyo fallo se someta definitivamente la resolución de esta cuestión. De esta línea no debe apartarse un punto nuestro ministro empleando los mejores medios para cercarse de influencias interesadas que traigan al ministerio ingles a la necesidad de obtemperar con este partido. Para ese caso la Francia y la Rusia serían los poderes más indicados, pero si no pudiese recabarse de la última su intervención, la Francia sola bastaría para contrapesar las pretensiones desmesuradas de la Gran Bretaña. Quizá los mismos Estados Unidos, advertidos mejor de sus verdaderos intereses, como nación actualmente más ocupada que otra alguna en el comercio con las Indias orientales, colocasen en la balanza de nuestras pretensiones su saber y su influjo.

Para conseguirlo, no solamente incumbe a nuestro ministro en Londres tocar los resortes que estén a su alcance, sino que, si se llevase a efecto nuestra legación a Norte América, debería ser uno de sus primeros empeños. La opinión ilustrada del pueblo norteamericano no puede ser eludida por las maniobras de su gobierno. El interés del comercio es más elocuente que la voz de todos los ministros y nada sería más fácil a nuestra legación que rodear de luz este negocio para que todos se apercibiesen de las dificultades y quebrantos que amenazaban al comercio de aquella república si las Malvinas permanecen en poder de la Inglaterra.

Como premisa de este programa sería muy útil obtener del actual cónsul general de Francia presentase la cuestión a su Ministerio bajo los colores más favorables a nuestros intereses. Me consta su disposición ilimitada a segundar las miras de nuestro gobierno en esta materia y nadie podrá desconocer la consecuencia de que las observaciones de un agente público del rey de Francia no sólo coincidan con las nuestras, sino que se anticipen a la interpelación que haya de hacerse en Londres por nuestro ministro, cuando llegue el caso del arbitramiento. Por último: de la actividad, de la constancia y de la sagacidad del Ministro a quien toque arrostrar esta lucha honorable en Inglaterra, depende el que el ministro británico o ceda de sus avanzadas pretensiones o tenga que sostenerlas con trabajo y azar.

Interesa también circular el suceso de las Malvinas a todas las repúblicas americanas, anunciándolas que el gobierno argentino a pesar de su situación relativa a la de la Gran Bretaña hará valer sus derechos por los medios que inspira la justicia y el honor nacional. Hecho esto puede darse cuenta a la república por medio de una proclama, en que sin mostrar debilidad, no se pasen los límites de la prudencia. Una palabra inoportuna en la pluma del jefe de una nación basta para producir inmensos trastornos, así como la negligencia desmedida suele causar prescripciones ruinosas.

He dado a usted libremente el dictamen que me pide pero receloso siempre de mis opiniones ruego a usted medite sobre ellas, y consulte a amigos expertos. La materia es complicada y difícil, y tal vez ocurran a talentos superiores a mi inteligencia otras vías más expeditas para salvar nuestro honor y recuperar lo perdido. Ojalá pudiese usted lograrlo de mejores consejos. El acierto es lo que esencialmente deseo a usted. Media la honra de nuestra Patria y la señalada confianza que usted me dispensa; y no puedo corresponderla sino transmitiéndole mi propia conciencia tal cual obraría si ocupase el puesto de usted, de quien queda afectísimo compatriota y servidor.

Q.B.S.M.

Tomás Guido

Fuente: www.elhistoriador.com.ar