Olympe de Gouges y la Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana


(Fragmento del libro Joan Wallach Scott, Las mujeres y los derechos del hombre. Feminismo y sufragio en Francia, 1789-1944)

El 8 de marzo se conmemora el Día de la Mujer. Ese día se reafirma “la plena participación, en condiciones de igualdad, de la mujer en la vida política, civil, económica, social y cultural”. Fue en 1914, hace más de cien años, que las mujeres del mundo lanzaron un llamado de fraternidad universal y fijaron el 8 de marzo como fecha dedicada a la mujer luchadora.

Pare recordar esta fecha, hemos seleccionado un fragmento del libro Las mujeres y los derechos del hombre. Feminismo y sufragio en Francia, 1789-1944, de Joan Wallach Scott. El libro se propone repensar la historia del feminismo a través del examen de las campañas realizadas por los derechos políticos de las mujeres en Francia entre 1789 y 1944, año en que, tras más de un siglo y medio de luchas, las mujeres obtuvieron en Francia el derecho a votar.

El libro analiza los escritos y acciones de distintas feministas en momentos clave de la historia francesa -Olympe Gouges, Jeanne Deroin, Hebertine Auclert y Madelaine Pelletie-, procurando brindar una perspectiva alejada de la historia evolucionista predominante, heredada de las feministas del siglo XIX y dando cuenta de las paradojas que caracterizaron el discurso feminista que terminó revalidando la diferencia sexual.

A continuación incluimos un fragmento del capítulo dedicado a Olympe de Gouges, destacada luchadora que en plena Revolución Francesa bregó por la obtención de los derechos civiles y políticos de las mujeres, y que en 1791 publicó la Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana, “probablemente, el reclamo de derechos para las mujeres más amplio de ese período”. Al repasar su trayectoria, su lucha y su biografía, el capítulo aborda también las discusiones vigentes en aquella época, como los conceptos de ciudadanía activa y pasiva, la individualidad, los significados políticos y filosóficos de la representación, etc.

El capítulo da cuenta del contexto ideológico de la época, en su mayoría poco propicio a conceder derechos políticos a las mujeres, aunque con algunas excepciones, como uno de los líderes girondinos, Marie-Jean-Antoine Nicolas de Caritat, marqués de Condorcet, que sostenía: “Sería difícil probar que las mujeres son incapaces de ejercer los derechos de la ciudadanía. ¿Por qué los individuos expuestos a los embarazos y otras indisposiciones pasajeras serían incapaces de ejercer derechos que nadie ha soñado con negar a las personas que sufren de gota todo el invierno o que se resfrían con facilidad?”

Luego de la consolidación del gobierno jacobino, Olympe defendió el federalismo. Fue apresada en julio de 1793 y ejecutada en noviembre del mismo año por manifestarse abiertamente en contra del centralismo que defendían los radicales. El informe de su muerte, publicado en La feuille du salut publique, decía: “Olympe de Gouges, nacida con una imaginación exaltada, confundió su delirio con una inspiración de la naturaleza. Quería ser un estadista. Hizo suyos los proyectos de los pérfidos que quieren dividir a Francia. Parece que la ley ha castigado a esa conspiradora por haber olvidado las virtudes que corresponden a su sexo”.

Fuente: Joan Wallach Scott, Las mujeres y los derechos del hombre. Feminismo y sufragio en Francia, 1789-1944, Buenos Aires, Siglo XXI, 2012, pág. 39-82.

Cuando anunciaron los principios de su revolución en una sonora Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, en el otoño de 1789, los arquitectos de la Revolución francesa tenían conciencia del peligro que implicaba un pronunciamiento tan universalista, dado que seguro entraría en conflicto con los detalles prácticos de cualquier constitución que se elaborase finalmente. Honoré Gabriel Mirabeau y Pierre Víctor Malouet, ambos ex nobles y diputados por el Tercer Estado, lo explicitaron en la Asamblea Nacional. Aconsejaron cautela y no informar al pueblo sobre sus derechos antes de decidir con exactitud cuáles serían esos derechos, cómo se implementarían y a quiénes corresponderían.32 Sin embargo, las preocupaciones de ambos diputados fueron desestimadas por la mayoría, que consideró que una declaración de principios enseñaría a la nación a amar la libertad, que era suya por derecho, y podría servir para movilizar el apoyo que se necesitaba con urgencia para sustituir el Antiguo Régimen por un gobierno basado en la soberanía del pueblo y “el orden natural de las cosas”. La Declaración tuvo éxito en cuanto a agrupar patriotas para la Revolución, pero también despertó -tal como habían advertido Mirabeau y Malouet- el descontento entre todos aquellos que quedaron excluidos de la ciudadanía (entre ellos, las mujeres, los esclavos y los hombres de color libres) por la nueva Constitución, sancionada dos años más tarde.

La conciencia de algunos revolucionarios de un conflicto inevitable entre los principios y la práctica, entre los derechos de los individuos abstraídos de cualquier contexto social y la necesidad de una política pública que tomara en consideración las diferencias sociales, es un punto de partida adecuado para la historia del feminismo en Francia. Aunque hay complicaciones adicionales. La Revolución muy pronto concedió derechos civiles a las mujeres, en especial en el terreno del matrimonio. En 1791 se lo definió como un contrato civil, y en 1792 el divorcio se convirtió en un derecho legal de las dos partes. Así, esos legisladores, todos de género masculino, aprobaron leyes con efectos contradictorios para las mujeres, haciéndolas a la vez objeto de preocupaciones legislativas y sujetos de derechos civiles. Ese estatus ambiguo, es decir, su reconocimiento como agentes civiles y su exclusión de la política, fue lo que generó el feminismo.1

En 1791, mientras se debatía la Constitución, Olympe de Gouges publicó su Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana, documento que insistía en que las mujeres, por naturaleza, tenían los mismos derechos que los hombres (también ellas eran individuos), a la vez que sus necesidades específicas hacían tanto más urgente el ejercicio de esos derechos. (…) Es, probablemente, el reclamo de derechos para las mujeres más amplio de ese período, ya que toma literalmente el universalismo de la Revolución y denuncia su carácter incompleto en sus propios intentos paradójicos de presentar a las mujeres como individuos abstractos, llamando la atención sobre las diferencias que encarnaban.

El desafío de De Gouges -presentar a las mujeres como ciudadanas- se articuló con una discusión inquietante y de vasto alcance entre los revolucionarios acerca de los significados políticos y filosóficos de la representación. ¿Los representantes elegidos por el pueblo constituían la nación o eran sólo un sustituto imperfecto de esta? ¿Qué relación existía entre la voluntad general y los que supuestamente la expresaban? Si la ciudadanía era un atributo de individuos abstractos, ¿podía representar también a las personas en sus existencias concretas? ¿El ciudadano representaba en realidad a un hombre o era la concesión de la ciudadanía lo que creaba su posibilidad de ser un individuo político? (Si era lo último, entonces evidentemente la ciudadanía era la clave de la representación para las mujeres.) Todas esas cuestiones se referían no sólo a la prudencia y la practicidad de delegar la autoridad para los fines del gobierno, sino también a la naturaleza de la relación entre el signo y el referente. Después de todo, ¿a qué entidades reales podían referirse en efecto conceptos visiblemente abstractos como «nación», «pueblo», «individuo portador de derechos», «ciudadano», «voluntad general»?

(…)

Una de las estrategias de De Gouges -característica del feminismo- era llevar hasta el límite la ambigüedad de la representación, jugando con la relación entre el signo y el referente, utilizándolos como intercambiables para establecer la realidad. De Gouges lo hizo no sólo en sus muchos escritos (además de la Declaración produjo abundantes obras de teatro, panfletos y folletos), sino en la construcción de sí misma. De hecho, sus esfuerzos en ese terreno dificultan la tarea de trazar su biografía en forma convencional, como es evidente en la lucha de uno de sus primeros biógrafos por separar la verdad de la ficción.

Léopold Lacour dedicó muchas páginas de su obra de 1900 a tratar de determinar los hechos de la vida de De Gouges: la fecha exacta de su nacimiento en la ciudad de Montauban (en general se considera que fue en 1748, aunque ella la fue cambiando para rejuvenecerse a medida que envejecía); las fuentes del nombre que adoptó (al nacer era Marie Gouzes y se cambió el nombre después de enviudar, en 1764); si abandonó a su marido, Louis Aubry, para irse a París antes de que él muriera o fue después; la ocupación precisa de ese marido, con el que estuvo casada du­rante un breve período, a los dieciséis años (¿era cocinero, proveedor de comidas o de artículos alimenticios para el intendente -administrador provincial- de Montauban?); la cantidad de hijos que tuvo (sólo hay registro de uno, Pierre Aubry, pero Lacour considera que la referencia de De Gouges en 1793, después de ser arrestada, a dos «embarazos anteriores» puede indicar la posibilidad de otro hijo vivo); el número y el nombre de sus amantes (vivió en París como cortesana en los años previos a la Revolución); y la identidad de su padre (en el registro de nacimientos aparece un Gouzes, carnicero, pero hubo reiterados rumores -que ella negaba- de que ella era una hija bastarda de Luis XV, así como historias -que aparentemente ella misma originaba- de que era hija ilegítima del marqués Le Franc de Pompignan).2

Las minuciosas especulaciones de Lacour sobre estos asuntos no aportan ninguna prueba concluyente y pasan por alto la importancia histórica del hecho de que De Gouges trató de controlar la representación de sí misma. Al rechazar los nombres de su padre y su marido, en realidad estaba afirmando su autonomía, rechazando la posición secundaria que la ley patriarcal asignaba a las mujeres. Ningún nombre más que el que ella misma se había dado podía designar -y definir- su existencia. Ella era única: su ser se originaba en ella misma. No había ningún sujeto preexis­tente, ninguna materia maleable en la que grabar una impresión; más bien De Gouges, a través de la representación, producía un ser que no tenía un antecedente. Por consiguiente, en los términos de su época, era un ciudadano activo, equivalente e incluso idéntico al «hombre nuevo» de la Revolución.

(…)

De Gouges entendía su capacidad de representarse a sí misma como un atributo de su imaginación. Fue por medio de la imaginación que se representó como poseedora de los derechos de «hombre y ciudadano» y explicó sus intervenciones en política en un momento en que los derechos políticos de las mujeres eran resistidos. (…)

Que una mujer afirmara poseer la fuerza de la imaginación creadora a fines del siglo XVIII resultaba a la vez plausible e inconcebible en los términos de los debates en curso. La imaginación era un concepto cada vez más inquietante, a medida que los filósofos luchaban con sus ambigüedades, sin conseguir resolverlas.

(…)

La ambigüedad de la imaginación la hacía, a la vez, atractiva y peligrosa como forma de justificar el propio comportamiento. Por un lado, De Gouges afirmaba poseer imaginación para alinearse con las grandes mentes creativas. En realidad, su identificación más fuerte era con Rousseau, a quien calificó de «padre espiritual».3
(…)

De Gouges reclamó con insistencia la plena emancipación, en contra de los que la negaban y los que preferían postergar la discusión. «Este sexo, demasiado débil y oprimido por demasiado tiempo, está listo para arrojar de sí el yugo de una vergonzosa esclavitud». «[…] Yo me he colocado a la cabeza de él.»4 Recordaba a sus lectores que no se tomaba suficientemente en serio a las mujeres, a pesar de que, como demostraban sus propias prudentes sugerencias, podían ser fuente de ideas políticas inteligentes y dignas de encomio. Sus escritos intentaron combatir, en forma directa y mediante el ejemplo contrario, la idea de que las mujeres eran demasiado vagas y tornadizas para algo tan serio como el gobierno. Era verdad, reconocía, que algunas mujeres vivían excesivamente consagradas al luxe, pero hasta las más coquetas podrían reducir sus compras una vez que se instaurara el fondo patriótico, «porque la belleza no excluye la razón ni el amor por el país».5

En este aspecto, se basaba en las ideas asociadas, durante ese período, a la facción girondina de los republicanos, y en especial a Condorcet, quien escribió que «los derechos del hombre derivan simplemente del hecho de que son seres sensibles, capaces de adquirir ideas morales y de razonar de acuerdo con esas ideas. Las mujeres, que poseen las mismas cualidades, necesariamente deben poseer los mismos derechos».6(…)

(…)

De Gouges asumió el papel reservado a los hombres en forma instrumental, para ponerlo a disposición de las mujeres. Esa representación desafiaba las definiciones de las cualidades masculinas y femeninas, poniendo de manifiesto la naturaleza necesariamente contradictoria de la asociación exclusiva de «hombre» con «ciudadano» activo, pero también podía ser vista como falsa (como ocurrió en 1793), porque era una identificación errónea y, por lo tanto, una confirmación de las razones de la exclusión.

(…)

Al adoptar la posición de un ciudadano activo, De Gouges desafiaba la definición -que la Revolución seguía aceptando- de las mujeres como ciudadanos pasivos, y ampliaba así el debate que giraba casi por completo en torno a los derechos de los hombres para incluir los de las mujeres. La distinción entre ciudadanos activos y pasivos se basaba en las teorías opuestas de los derechos naturales, que se habían desarrollado mucho antes de 1789. Los que gozaban de derechos activos eran considerados agentes individuales, capaces de hacer elecciones morales, de ejercer la li­bertad y hablar en su propio nombre (literalmente, de representarse a sí mismos). Eran aquellos cuyos intereses comunes como propietarios les permitían realizar el interés social, la base sobre la que podía apoyarse una nación unificada. Los que disfrutaban de derechos pasivos, en una división funcional del trabajo, eran protegidos y cuidados por otros, y tenían «el derecho a que otros les dieran o les permitieran algo».7 (…)

En el debate de la Asamblea sobre la Constitución de 1791, la posición de la minoría (que De Gouges apoyó) fue expresada por el diputado Camille Desmoulins: «Los ciudadanos activos son los que tomaron la Bastilla».8 Sin embargo, la mayoría rechazó la idea de que la acción política establecía la ciudadanía y, en cambio, definió dos categorías de ciudadanía. Los ciudadanos activos eran los hombres de más de veinticinco años que fuesen independientes (no podían ser senadores domésticos) y poseyesen una riqueza considerable (tenían que pagar un impuesto directo equivalente a tres días de trabajo). El prerrequisito era la propiedad en forma de tierra, dinero, y uno mismo. Después de la caída de la monarquía, en 1792, prevaleció una interpretación más incluyente de la ciudadanía: se concedió el voto a todos los hombres mayores de veintiún años, que se mantuvieran por sus propios medios, y se lo negó explícitamente a las mujeres. (…)

A diferencia de las distinciones basadas en la riqueza, las de género eran consideradas naturales y, por lo tanto, quedaban fuera de la esfera legislativa. (…)

De Gouges tomó la definición de la ciudadanía activa de Desmoulins y se lanzó a la batalla. Encarnando la «opinión pública», pasó a la letra impresa, a las calles y al foro de la Asamblea Nacional. (…)

La elocuencia de sus discursos suscitó la admiración de sus con­temporáneos, pero para ella la forma más importante de intervención política era la escritura. Esta es la forma más asombrosa porque, al parecer, la llevaba a cabo con gran dificultad, dictando sus textos a una secretaria. Sentía que el gasto y el esfuerzo valían la pena porque la escritura, a diferencia de los discursos, era una forma más perdurable de comunicar sus ideas, de mantener lo que de otro modo sería apenas una relación pasajera con sus oyentes. El discurso requería un público físico, mientras que la pa­labra escrita se podía transmitir a un sector mucho más vasto, cuyo número y variedad no tenía más límite que el de su imaginación.9

(…) Bajo la legislación revolucionaria, las mujeres no tenían los derechos de los autores, los de individuos poseedores de su propiedad intelectual, porque no eran consideradas ciudadanos activos. Por lo tanto, para De Gouges, ser reconocida como autora significaba ser admitida como individuo y como ciudadana. Al hacer referencia a sus obras de teatro, que según ella eran la prueba de que el género no impedía el talento, las llamaba sus «propiedades», resultado de un trabajo productivo y creativo. «¿Acaso no es un activo mío?, ¿no es mi propiedad?», preguntaba retóricamente.10

(…)
En la versión de De Gouges, la naturaleza nada tiene de la jerarquía que los hombres han creado; en cambio, se caracteriza por una confusión anárquica pero armoniosa: «Mira, busca y después distingue, si puedes, los sexos en la administración de la naturaleza. En todas partes los encontrarás confundidos [ronfondus], en todas partes cooperan armoniosamente en esta obra maestra inmortal».11 Del mismo modo, sobre el asunto del color, De Gouges sostenía que la naturaleza no ofrecía ningún modelo de aquellas distinciones que los hombres inventaban: «El color del hombre es matizado, como todos los animales que la naturaleza ha producido, así como las plantas y los minerales. ¿Por qué la noche no rivaliza con el día, el sol con la luna y las estrellas con el firmamento? Todo es variado, y esa es la belleza de la naturaleza. ¿Por qué entonces destruir su obra?».12 (…)

Cuando se trataba de la imaginación, De Gouges se negaba a aceptar los límites del género. Igual que Condorcet, sostenía que la razón y la capacidad de imaginar no reconocían las fronteras del sexo.

(…) De Gouges (…) hizo campaña por los derechos de los hijos ilegítimos y esbozó un prototipo para una nueva forma de contrato matrimonial, en el que cada uno de los padres re­conocía a los hijos, «de cualquier cama que provenieran», como legítimos.13

En la Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana insistía en que la libertad de palabra entrañaba el derecho de las mujeres a revelar la identidad de los padres de sus hijos, «sin verse forzadas por ningún prejuicio bárbaro a ocultar la verdad». Todas esas propuestas aceptaban la inevitabilidad del deseo de los hombres y de las mujeres, e intentaban volver inocuas sus consecuencias sociales y personales. (…)

De Gouges buscó activamente alternativas a la subordinación política de las mujeres. Cuando reclamaba los derechos del hombre para las mujeres, buscaba realizar su individualidad, sin rechazar la diferencia sexual, sino igualando sus operaciones. Para ella, la identificación imaginativa de la mujer con el hombre no implicaba la reestructuración de la propia identidad sexual, sino la ampliación de sus posibilidades sociales y políticas.

La Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana fue un paso en esa dirección. Allí, intentó crear las bases sobre las cuales pudiera concederse la ciudadanía activa a las mujeres. Los diecisiete artículos que la componen eran exactamente paralelos a los de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, en la mayoría de los casos reemplazando el singular «Hombre» por la frase «la Mujer y el Hombre», pero también con una enérgica defensa del reconocimiento del derecho de las mujeres a expresarse como clave para conquistar su libertad. El documento es a la vez compensatorio, por cuanto incluía a las mujeres donde habían sido excluidas, y un desafío crítico a la universalidad del término «hombre». (…)

En los artículos X y XI, De Gouges repetía las garantías de libertad de opinión y libre expresión de las ideas de la Revolución y agregaba razones explícitas para reconocer que esos derechos pertenecían también a las mujeres. «La mujer tiene derecho a subir al patíbulo, debería tener igualmente el derecho de subir a la tribuna.»14 «Subir a la tribuna» [monter á la tribune] no sólo significaba hablar en público, sino específicamente dirigirse a la Asamblea de representantes delegados de la nación. Si las mujeres estaban sujetas al poder coercitivo de la ley, argumentaba aquí De Gouges, debían ser también sujetos de la ley, es decir, participantes activas en su formulación. El artículo XI definía el derecho a la libre expresión como el más precioso para las mujeres… (…)

El artículo XI de De Gouges (…) hace del embarazo un problema epistemológico antes que natural e insiste en que la maternidad es una función social y no natural. El artículo se mueve entre los registros de la universalidad y la particularidad; da nombre al interés específico que las mujeres tienen en el ejercicio de la libertad de expresión y al interés específico de los hombres en negarles ese derecho. Con ello, queda viciada la idea misma de universalidad, al demostrar que no es más que una pantalla que encubre un interés particular (el masculino). La especificidad del artículo, además, denuncia y refuta la razón implícita para excluir a las mujeres de las filas de los ciudadanos activos: su papel en la reproducción. En la Declaración de De Gouges, los agentes de la reproducción son las mujeres y los hombres, y en cuanto tales, ambos tienen derecho a una voz pública. De Gouges rechazaba las oposiciones –entre público y privado, productivo e improductivo, razonable y sexual, político y doméstico- con las que los revolucionarios trataban de justificar el relegamiento de las mujeres a las filas de los ciudadanos pasivos. Apelando a la posibilidad de que el género no fuera una diferencia que tuviese relevancia en política -posibilidad que todavía estaba vigente en las proposiciones de Condorcet y algunos miembros de la Gironda-, escribió: «El principio de toda soberanía reside en la Nación. No es otra cosa que la reunión [la reunión] de la Mujer y el Hombre».

Al final de la Declaración, concibe esa reunión de la mujer y el hombre como una nueva forma de «contrato social». Los revolucionarios habían incluido en la Constitución de 1791 la afirmación de que el matrimonio era un contrato civil, principalmente para separarlo del control de la iglesia. Pero esa medida de laicizar el matrimonio en esos términos abrió el camino para las leyes de divorcio de septiembre de 1792 -que permitían a cualquiera de los cónyuges disolver un matrimonio insatisfactorio o desdichado-y para propuestas como las de De Gouges, tendientes a re-formular los términos del contrato mismo.15 Planeado para reemplazar el matrimonio, «tumba del amor y la confianza», el contrato matrimonial de De Gouges declaraba la completa igualdad de los esposos. Desde luego, había diferencias entre ellos; de lo contrario, la idea de unión sería innecesaria. Pero esas diferencias no implicaban una jerarquía ni la exclusión social y política de las mujeres. Los miembros de la pareja eran «unidos, pero iguales en fuerza y virtud»; la unión no subordinaba uno al otro ni eliminaba la visibilidad o la función de la mujer. En cambio, los asociados tenían discreción individual para la transmisión de propiedad; los hijos podían llevar el nombre del padre o el de la madre; y todos los hijos eran legítimos, ya fueran producto de esa unión o de otras alianzas.

Las familias pasaban a ser unidades de amor y afecto, que trascendían los deseos particulares de los socios conyugales, considerados inconstantes. Sobre todo, el «contrato social» de De Gouges ponía fin a la subordinación de las mujeres al negar a los maridos la autoridad discrecional sobre la propiedad y los hijos. Además, la eliminación del nombre del padre como significante legal de la familia aniquilaba el poder patriarcal.16

De Gouges consideraba que sus propuestas para una reforma del matrimonio estaban dentro de los límites de la ley universal en que se basaban las sociedades. En su opinión, ofrecían un nuevo ordenamiento de las relaciones entre los hombres y las mujeres similar a otros ordenamientos creados por la Revolución. Si era posible sustituir la jerarquía de los estamentos sociales por una Asamblea Nacional, si se podía conceder la soberanía al pueblo, ¿por qué no hacer planes para acabar con la esclavitud y modificar los vínculos legales del matrimonio? Esos planes, sostenía, no sólo conciliarían las leyes francesas con los principios de la ley universal, sino que además mejorarían la moral y harían más virtuosas a las mujeres.17
(…)

La consolidación del dominio de los jacobinos desde fines de 1792, sin embargo, trajo aparejada una mayor rigidez de la relación entre la ley, el orden, la virtud masculina y la diferencia sexual, y, por ende, el intento del estado de controlar la expresión, si no la experiencia, de la imaginación.

(…)

El tema de los derechos de las mujeres se había planteado muchas veces en el curso de la Revolución, pero en 1793 fue repetidamente agitado y debatido. Ese año, durante la discusión sobre una nueva Constitución -que nunca se implementó-, el diputado por Ile-et-Vilaine, Jean Denis Lanjuinais, informó a la Convención que, pese a varias peticiones en contrario, su comité mantendría la negación del voto a las mujeres. Aun en el futuro, argumentó, «es difícil creer que las mujeres sean llamadas a ejercer los derechos políticos. No consigo imaginar que, todo considerado, los hombres o las mujeres puedan ganar algo bueno con ello».18

Después de la ejecución de María Antonieta, el 16 de octubre, los ataques al papel político de las mujeres se volvieron más vehementes. Aprovechando la ocasión de un alboroto callejero entre mujeres del mercado y miembros de la Sociedad de Mujeres Revolucionarias Republicanas, la Convención declaró fuera de la ley a todos los clubes y asociaciones populares de mujeres y, para justificar esa medida, invocó argumentos rousseaunianos. «¿Es que las mujeres deben ejercer derechos políticos e intervenir en asuntos de gobierno?», se preguntaba André Amar, representante del Comité de Seguridad General. “En general, podemos responder que no. […] Porque eso las obligaría a sacrificar los cuidados más importantes a las que la naturaleza las llama. Las funciones privadas a las que están destinadas las mujeres por su propia naturaleza están relacionadas con el orden general de la sociedad; ese orden social es resultado de las diferencias entre el hombre y la mujer. Cada sexo está llamado al tipo de ocupación adecuado a él; su acción está circunscripta por ese círculo que no puede romper, porque la naturaleza, que ha impuesto esos límites al hombre, ordena imperiosamente y no acepta ninguna ley.”19

Una articulación aún más explícita de esos hechos presuntamente naturales fue enunciada por Chaumette. En nombre de la Comuna de París, Chaumette rechazó indignado un pedido de apoyo de mujeres que protestaban contra el decreto de la Convención: “¿Desde cuándo está permitido renunciar al propio sexo? ¿Desde cuándo es decente ver a mujeres abandonar los piadosos cuidados de sus hogares, las cunas de sus hijos, para acudir a lugares públicos, a oír arengas en las galerías, a la tribuna del Senado? ¿Fue a los hombres que la naturaleza confió las tareas domésticas? ¿Nos ha dado pechos para alimentar a nuestros hijos?”20

Igual que muchos de sus colegas políticos, Chaumette apelaba a las reglas de la naturaleza para justificar su visión de la organización social. Según él, la naturaleza era el origen tanto de la libertad como de la diferencia sexual. La naturaleza y el cuerpo eran sinónimos; en el cuerpo se podían discernir las verdades en las que debía basarse el orden social y político. Mientras que Condorcet -y De Gouges con él- insistía en la separación entre la biología y la sociedad política, los jacobinos proponían una visión totalizadora. Constantin Volney, que había representado al Tercer Estado de Anjou en la reunión de los Estados Generales de 1788 y 1789, sostenía en su catecismo de 1793 que la virtud y el vicio «siempre pueden referirse, en última instancia, […] a la destrucción o preservación del cuerpo». Para Volney, las cuestiones de la salud eran cuestiones de estado: «la responsabilidad cívica es un comportamiento tendiente a la salud».21 La enfermedad individual implicaba un deterioro social; una madre que no podía amamantar a su hijo constituía un rechazo del diseño corporal natural y, en consecuencia, un acto profundamente antisocial. El mal uso del cuerpo no sólo tenía costos individuales, sino también efectos sociales, puesto que el cuerpo político era, para Volney, no una metáfora sino una descripción literal.

El cuerpo, por supuesto, no era considerado un objeto singular, ya que la diferencia sexual era vista como un principio fundador del orden natural y, por consiguiente, social y político. Para establecer distinciones entre los hombres y las mujeres, la diferencia genital era fundamental: la masculinidad o la femineidad constituían toda la identidad de los machos y hembras biológicos. Ya antes, el doctor Pierre Roussel había expresado la visión que adoptaron los jacobinos: «La esencia del sexo no está limitada a un solo órgano sino que se extiende, pasando por matices más o menos perceptibles, a todas las partes».22 (…)

(…) una caricatura monárquica que muestra a un revolucionario pariendo una Constitución (que sale de entre sus piernas) alude a la vergonzante usurpación del papel de las mujeres por parte de los revolucionarios. Pero esa usurpación no se llevó a cabo excluyendo el cuerpo de las mujeres, sino todo lo contrario. La ocultación de su cuerpo social se realizó a través de la proliferación de imágenes de su cuerpo físico. A medida que las mujeres eran excluidas de la política, sus cuerpos eran representados con una frecuencia obsesiva, típicamente como madres en el acto de amamantar.23 (…)

Las diferencias entre los hombres y las mujeres eran consideradas irreductibles y fundamentales, existían en la naturaleza y, por lo tanto, no podían ser corregidas por la ley. Se consideraba que la complementariedad funcional del hombre y la mujer era asimétrica: la asociación de la masculinidad con la virtud, la razón y la política dependía, para su realización, del contraste con la femineidad, definida como tortuosa, sensual, vana, dada al artificio y a los caprichos de la moda, y por esas razones necesariamente restringida a funciones domésticas y modestas.

(…) De Gouges (…) en 1793 (…) Cuando predecía un futuro sombrío para la Revolución insistía en que sus pensamientos eran un reflejo de la realidad de «la moral depravada» de los dirigentes de Francia y no el producto de su «imaginación exaltada».24Con mordaz sarcasmo, escribió a Robespierre que sus discursos sobre la moralidad le habían devuelto el sentido y le habían hecho tomar conciencia de la necesidad «de reprimir en mí misma esos movimientos de exaltación de los que un alma sensata siempre debe desconfiar, y que los sediciosos saben explotar tan bien».25 En esa andanada, atacaba igualmente la falta de virtud en él y el egoísmo de su conducta, además de condenar los excesos de su «patriotismo extraviado» [patriotisme égaré] en nombre de «la verdad». (…) En todo caso, su ataque a Robespierre no hizo más que confirmar su destino como una mujer cuyas fantasías privadas invadían la vida pública en forma inaceptable. En julio de 1793 fue arrestada y, poco después, condenada a muerte, por haber tapizado los muros de París con un cartel que anunciaba su folleto Les trois urnes, ou Le salut de la patrie, donde abogaba por el federalismo, posición asociada a los girondinos y sus teorías de la representación.26 (…)

Finalmente, De Gouges fue ejecutada en noviembre, como traidora al centralismo jacobino (equivalente a la preservación de la integridad de la República). En julio, cuando había sido arrestada, la amenaza del desmembramiento nacional estaba latente no sólo en forma de guerra civil e invasión inminente, sino también como transgresión del sexo y disolución personal. La respuesta jacobina consistió en intensificar el control y, como el control político y el personal eran equivalentes, evaluar uno en los términos del otro.27 Es bajo esa luz que debemos leer el informe de la muerte de De Gouges publicado en La feuille du salut publique. “Olympe de Gouges, nacida con una imaginación exaltada, confundió su delirio con una inspiración de la naturaleza. Quería ser un estadista. Hizo suyos los proyectos de los pérfidos que quieren dividir a Francia. Parece que la ley ha castigado a esa conspiradora por haber olvidado las virtudes que corresponden a su sexo”.139

Era un epitafio particularmente apropiado para una mujer que, al denunciar rencorosamente a Robespierre, le había dicho que ella era «plus homme que femme” y había intentado exonerarse señalando que ella era «un grand homme» mientras que él era un vil esclavo.28

Referencias:
1 Elisabeth G. Sledziewski, Révolutions du sujet, París, Méridiens Klinck-sieck, 1989, en especial la segunda parte, “La femme, sujet civil et impossible sujet civique”, págs. 63-128.
2 Léopold Lacour, Les origins du feminism contemporain. Trois femmes de la Révolution: Olympe de Gouges, Théroigne de Méricourt, Rose Lacombe, París, 1900, págs. 6-29. Para un tratamiento biográfico, véanse Oliver Blanc, Olympe, de Gouges, Paris, Syros, 1981; Benoît Groult, «Introduction: Olympe de Gouges, la première féministe moderne», en Olympe de Gouges: Ouvres, Paris, Mercure de France, 1986 (cit. en adelante como Oeuvres); E. Lairtullier, Les femmes célèbres de 1789 à 1795 et leur influence dans la Révolution, Paris, 1840; y Hannelore Schröder, «The Déclaration of Human and Civil Rights for Women (Paris, 1791 ) by Olympe de Gouges», History of European ideas 11, 1989, págs. 263-271. «Mémoire de Madame de Valmont» (1788), de De Gouges, es la única fuente que menciona que era hija ilegítima del marqués (cit. en Oeuvres, págs. 215-224).
3 Cit. en Carol Blum, Rousseau and the Republic of Virtue: The Language of Politics in the French Revolution, Ithaca, Cornell University Press, 1986, pág. 208.
4 Olympe de Gouges, Le Bonheur primitive de l’homme, Paris, 1788, pág. 104.
5 Ibíd. pág. 27.
6 Condorcet, “On the Admission of Woman to the Rights of Citizenships” (1790), en Keith Michael Baker (comp.), Selected Writings, Indianápolis, Bobbs-Merrill, 1976, pág. 98.
7 Richard Tuck, Natural Rights Theories: Their Origin and Development, Cambridge, Cambridge University Press, 1979, pág. 54. Véase también el tema en William H. Sewell. Jr., “Le Citoyen/La Citoyenne…”, ob. Cit.; Pierre Rosanvallon, Le sacre du citoyen: Histoire du suffrage universel m France, Paris, Gallimard, 1992, págs 41-101.
8 Cit. en M. J. Sydenham, ob. Cit., pág. 67.
9 Béatrice Slama, “Ecrits de femmes pendant la Révolution”, en Brive, ob. Cit., vol. 2, págs 291-306.
10 Sobre estas cuestiones, véase Jacques Derrida, Of Grammatology, ob. cit. También, Jonathan Culler, On Deconstruction: Theory and Criticism after Structuralism, Ithaca, Cornell University Press, 1982.
11«Cherche, fouille el distingue, si tu le peux, les sexes dans l’administration de la nature. Partout lu les trouveras confondus, partout ils coopèrent avec un ensemble harmonieux à ce chef-d’ œuvre immortel» (Olympe de Gouges, Déclaration des droits de la femme, dédiée à la Heine [1791], en Oeuvres, pág. 101).
12 «La couleur de l’homme est nuancée, comme dans tous les animaux une la Nature a produits, ainsi que les plantes et les minéraux. Pourquoi le jour ne le dispute-t-il pas à nuit, le soleil à la lune, et les étoiles au firmament! Tout est varié, et c’est là la beauté de la Nature. Pourquoi donc détruire son Ouvrage?»(Olympe de Gouges, Réflexions sur les hommes nègres [1788], en Oeuvres, págs. 84-85).
13 Léopold Lacour sostenía que esa propuesta era un error porque legitimaba el adulterio en nombre de la moralidad y la atribuía a influencias aristocráticas en su pensamiento (Léopold Lacour, ob. cit., págs. 87-88).
14 Déclaration, págs. 99-112. Para una lectura diferente de este documento, véase Ute Gerhard, « Droits de l’homme-Droits de la femme en 1789 », en Liliane Crips et al., Nationalismes, féminismes, exclusions. Mélanges en l’honneur de Rita Thalmann, Frankfurt y Paris, Peter Lang, 1994, págs. 421-435.
15 Francis Ronsin, Le contrat sentimental: Débats sur le mariage, l’amour, le divorce, de l’Ancien Régime a la Restauration, Paris, Aubier, 1990; Roderick Phillips, Family Breakdown in Late Eighteenth-Century France: Divorces in Rouen, 1792-1803, Oxford, Oxford University Press, 1980; Phillips, Putting Asunder: A History of Divorce in Western Society, Cambridge, Cambridge University Press, 1988; James F. Traer, Marriage and the Family in Eighteenth-Century France, Ithaca, Cornell University Press, 1980.
16 Otra manera de decirlo sería empleando el concepto de contrato sexual de Carole Pateman. De Gouges denuncia y desbarata el contrato sexual (el acuerdo entre hombres sobre el intercambio de mujeres) que subyace al contrato social e inevitablemente impide a las mujeres alcanzar la igualdad en sus términos (Carole Pateman, TheSexual Contract, Stanford, Stanford University Press, 1988). Véase también Gail Rubin, «The Traffic in Women: Notes on the Political Economy of Sex», en Rayna R. Reiter (comp.), Toward an Anthropology of Women, Nueva York, Monthly Review Press, 1975, pp. 157-210. [Hay una traducción del artículo de Rubin en Nueva Antropología, nº 30, México, noviembre de 1986].
17 Sobre la virtud de la mujer, relacionada sobre todo con la castidad y la fidelidad femenina, véanse Dorinda Outram, The Body and the French RevolutionNew Haven, Yale University Press, 1989, pág. 126, y Outram, «Le Langage mâle de la Vertu: Women and the Discourse of the French Revolution», en Peter Burke y Roy Porter (comps.), The Social History of Language, Cambridge, Cambridge University Press, 1987, págs. 120-135. Sobre el concepto de virtud más en general, véase Carol Blum, Rousseau and the Republic of Virtue: The Language. of Politics in the French RevolutionIthaca, Cornell University Press, 1986.
18 Archives parlementaires 63 (1781-1799), 564.
19 Cit. en Darline Gay Levy, Harriet Branson Applewhite y Mary Durhanm Johnson, (comps.), Women in Revolutionary Paris, 1789-1795, Urbana. University of Illinois Press, 1979, pág. 215.
20 Cit en Darline Gay Levy, Harriet Branson Applewhite y Mary Durhanm Jonhson, pág. 219.
21 Cit en Ludmilla J. Jordanova, “Guarding the Body Politic: Volney’s Catechism of 1793”, en Francis Barker et al. (comps.) 1789: reading Writing Revolution. Proceedings of the Essex Conference on the Sociology of Literature, Julio de 1981, University of Essex, 1982, pág. 15.
22 Cit. en Londa Schiebinger, “Skeletons in the Closet: The First Illustrations of the Female Skeleton in Eighteenth-Century Anatomy”, Representatios 14, primavera de 1986, pág. 51. Véase también Thomas Laqueur, “Orgasm, Generation, and the Politics of Reproductive Biology”, Representatios 14, 1986, pág. 3.
23 Aquí estoy en desacuerdo con la interpretación de Gutwirth y otros que entendieron el pecho en esas representaciones como fálico.
24 Oeuvres de la citoyenne de Gouges, s.f., pág. 15.
25 “A réprimer en moi ces mouvemens d’exaltation dont une âme sensible devroit toujours se défier, et dont les factieux suels savent si bien tirer parti” (Réponse à la justification de Robespierreadressée à JérômePélion, Paris, 1792,pág 1).
26 Los cargos y las pruebas están registrados en «Procès d’Olympe de Gouges», en Alexandre Tuetey, Répertoire général des sources manuscrites de l’histoire de Paris pendant la Révolution française, vol. 10, Paris, Imprimerie Nouvelle, 1912, págs. 156-164.
27 Dorinda Outram, The Body in the French Revolution, ob. cit., y François Furet, «The Logic of the Terror», Interpreting the French Revolution, Cambridge, Cambridge University Press, 1981.
28 Olympe de Gouges, Réponse à la justification de Robespierre…, ob. cit., pág. 8, y De Gouges, Compte moral rendu et dernier mot à mes chers amis, Paris, s.f., pág. 5.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar