Pequeñas grandes historias de la Segunda Guerra Mundial, por Jesús Hernández


El 1º de septiembre Alemania invadió Polonia, provocando la reacción inmediata de Inglaterra y Francia, que vieron amenazados sus intereses y se dispusieron a frenar el avance alemán, dando así comienzo a la Segunda Guerra Mundial. Hasta entonces, Estados Unidos, Inglaterra y Francia –las potencias occidentales más importantes de la época– no habían visto con desagrado la llegada de Hitler al poder. Lo veían como un posible aliado en el control del movimiento obrero y un freno al expansionismo soviético. Incluso hacia el año 1938, cuando ya se conocían las persecuciones de los nazis y los horrores de los primeros campos de concentración, el Primer Ministro Inglés, Lord Chamberlain, viajó a Berlín, se reunió y le reconoció la anexión de Austria y la ocupación de Checoslovaquia. Pero en 1939, cuando Alemania y la Unión Soviética firmaron el pacto de no agresión y acordaron el reparto de Polonia, Inglaterra y Francia declararon la guerra, desencadenando el mayor conflicto bélico del siglo XX.

La guerra se prolongó durante seis años y tuvo lugar en diferentes frentes de batalla: en Europa Occidental, en el frente ruso, en el Norte de África y en el Extremo Oriente. El 2 de septiembre de 1945, tras la rendición de Japón, el último país del Eje en rendirse, concluyó finalmente la Segunda Guerra Mundial.

A continuación, reproducimos fragmentos del libro Pequeñas grandes historias de la Segunda Guerra Mundial, que recoge 250 episodios sorprendentes de aquel conflicto que causó la muerte de más de 50 millones de personas. A lo largo de sus 250 páginas, el historiador español Jesús Hernández rescata estadísticas, curiosidades y anécdotas insólitas que sorprenderán a los más eminentes especialistas en la materia, pero además constituyen un buen punto de partida para quienes tienen apenas un conocimiento superficial del tema.

Descubrimos, por ejemplo, que la mayoría de los soldados que participaron en una batalla no llegó a disparar un solo tiro o que un capitán perdió su submarino por no saber utilizar el inodoro. También nos enteramos de la creación de falsos mártires, ideados para levantar el espíritu de las fuerzas aliadas, o de operaciones de propaganda para convencer a la Gestapo de la existencia de una resistencia en el interior de Alemania dispuesta a colaborar con los aliados. El libro también recoge historias de valentía, como la del capitán del submarino alemán U-154, Oskar Kusch, un oficial fervientemente antifascista que apenas asumió el mando del submarino ordenó descolgar el retrato de Hitler del camarote de oficiales.

Fuente: Jesús Hernández, Pequeñas grandes historias de la segunda guerra mundial, Buenos Aires, Editorial Crítica, 2015, págs. 124-127, 165-166, 174-176, 209-211, 222-223 y 235.

El capitán que descolgó el retrato de Hitler
Oskar Kusch, el capitán del submarino alemán U-154, demostró el valor requerido para hacer la guerra desde una de estas naves, consciente de los enormes riesgos que corría. Pero también tuvo la valentía de mantener contra viento y marea sus propias ideas, sin doblegarse ante el régimen nazi.

Kusch era el oficial que todo marinero querría tener como superior; era comprensivo, experimentado y valiente, pero además era alegre, extrovertido y de trato agradable. Sabía cómo crear un gran ambiente de camaradería, y así lo hizo durante año y medio como oficial de guardia en el U-103. Pero Kusch destacaba también por no tener pelos en la lengua a la hora de criticar a los nazis, desoyendo las recomendaciones de que moderase sus comentarios.

El 8 de febrero de 1943, a Kusch le entregaron por fin el mando de un sumergible, el U-154. Lo primero que hizo al llegar al submarino fue ordenar que descolgasen el retrato de Hitler que presidía el camarote de oficiales, lo que suponía toda una arriesgada declaración de intenciones. En el U-154 Kusch se ganó también el cariño y la admiración de sus hombres, que escuchaban con atención sus charlas, en las que les animaba a pensar por sí mismos y no creerse las mentiras promovidas por la propaganda nazi.

Pero no toda la tripulación sentía esa admiración por Kusch. Algunos de sus oficiales no compartían esa actitud hostil con el régimen por el que, al fin y al cabo, estaban luchando. Su segundo de a bordo, Ulrich Abel, era un nazi convencido; durante meses fue acumulando odio y desprecio contra él, pero prefirió mostrarse leal mientras estuviera a sus órdenes, ya que precisaba de su visto bueno para poder realizar después el curso de mando. Una vez obtenido el informe favorable de su comandante, Abel fue destinado al Báltico para realizar el curso. Viéndose libre de Kusch, el 14 de enero de 1944 le denunció ante sus superiores por sedición y cobardía. Según Abel, Kusch no era apto para el mando de un submarino debido a su fuerte oposición a la dirección política y militar de Alemania.

Tras la denuncia de Abel, la Kriegsmarine actuó rápido. En apenas una semana, Kusch era relevado del mando y el 26 de enero ya se encontraba en Kiel, sometido a un consejo de guerra. El juicio fue una farsa, ya que los miembros de su tripulación, que hubieran podido testificar en su favor, ni tan siquiera fueron llamados a declarar. La prueba de que el régimen nazi ya lo había sentenciado de antemano es que, aunque el fiscal sólo pedía diez años de prisión, Kusch fue condenado a muerte.

El que había sido comandante del U-103 cuando Kusch estaba a sus órdenes, Gustav-Adolf Janssen, intercedió por él ante el jefe de la Kriegsmarine, Karl Dónitz. Aunque Dónitz se comprometió a estudiar el caso, no llegó a mover un dedo para salvarle del pelotón de ejecución. Finalmente, Kusch fue fusilado el 12 de mayo de 1944 en Kiel.

En cuanto a Ulrich Abel, el destino quiso que encontrase la muerte antes que el hombre que él había traicionado. Así, en su primera patrulla como comandante, al mando del U-193, su nave resultó hundida el 28 de abril, en aguas próximas a Nantes, a consecuencia de un ataque aéreo. El caprichoso destino tampoco quiso que la tripulación que había servido a las órdenes de Kusch sobreviviese mucho tiempo a su comandante. Menos de dos meses después de su muerte, el 3 de julio, el U-154 fue hundido al oeste de Madeira por un ataque con cargas de profundidad.

La historia de Kusch fue rápidamente olvidada en la vorágine de la Segunda Guerra Mundial. Pero en 1995, un historiador la sacó a la luz; a partir de ahí comenzaría el reconocimiento hacia aquel hombre que había desafiado al régimen nazi, pagándolo con su vida. En 1996, su nombre fue rehabilitado legalmente y dos años después se le dedicaría una calle en Kiel, contigua al campo de tiro en el que fue fusilado, así como una placa de granito para honrar su memoria.

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El capitán que no supo usar el retrete
El hecho de que se averíe la cisterna del inodoro apenas supone para nosotros una contrariedad, que como mucho puede implicar pagar la factura del fontanero, pero, en el caso de un submarino alemán, un incidente de ese tipo podía provocar consecuencias mucho más graves.

La eliminación de las aguas fecales era una cuestión que los submarinos británicos o norteamericanos y los alemanes resolvían de distinta forma. Mientras que los sumergibles aliados disponían de un tanque séptico, los germanos las expulsaban directamente al mar. En este caso, esa operación sólo se podía realizar en superficie o en aguas poco profundas; cuando las necesidades fisiológicas se producían en aguas profundas, se debía recurrir a cubos o latas para recoger las deposiciones.

Pero la técnica alemana encontró un sofisticado sistema para poder utilizar los inodoros del submarino a gran profundidad, mediante un mecanismo de alta presión. El inconveniente era que el sistema requería seguir meticulosamente los pasos establecidos -abriendo y cerrando sucesivamente una serie de llaves y palancas, a riesgo de que el agua irrumpiese en el interior del submarino; de hecho, había un tripulante especializado, encargado de su manejo.

El 6 de abril de 1945, el U-1206, dotado de ese avanzado inodoro, partió del puerto noruego de Kristiansand con la misión de atacar buques aliados en aguas del Atlántico Norte, a pesar de que la derrota germana era ya cuestión de pocas semanas.

Una semana después de su partida, el submarino se encontraba sumergido a unos 60 metros. Entonces, su capitán, Karl Adolf Schlitt tuvo una necesidad imperiosa de utilizar el servicio. Tras usarlo, viéndose capacitado para expulsar las aguas fecales sin necesidad de llamar al especialista, comenzó a abrir y cerrar las llaves y palancas siguiendo el manual de instrucciones que se encontraba en el lavabo. Sin embargo, el capitán Schlitt se equivocó en la secuencia de movimientos, y fue entonces cuando llamó al especialista. Cuando éste acudió, al desconocer los pasos que ya había dado su capitán, abrió la parte exterior de la válvula mientras la interior estaba también abierta, lo que provocó la entrada de un torrente de agua por el inodoro.

Schlitt dio la voz de alarma y los tripulantes trataron de cerrar las válvulas, pero ya era tarde; el agua que había entrado escurrió al compartimento inferior, en el que se encontraban las baterías de los motores eléctricos. El agua de mar se mezcló con el ácido de las baterías, dando lugar a una nube de cloro que comenzó a extenderse por el submarino, amenazando con envenenar a todos sus ocupantes. El capitán dio la orden de salir a la superficie.

Cuando el U-1206 emergió, frente a la costa escocesa, fue inmediatamente avistado y atacado por la aviación británica. Un tripulante murió por los disparos y otros tres cayeron al agua y se ahogaron. El submarino, gravemente dañado por el ataque, comenzó a hundirse, por lo que Schlitt dio la orden de abandonarlo en botes salvavidas. De ese modo, todos ellos pudieron ser rescatados. El U-1206 se convirtió así en el único navío que acabó en el fondo del mar porque su capitán no supo utilizar el inodoro.

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Riesgo de muerte
El hecho de ser llamado a filas durante la Segunda Guerra Mundial no implicó, al contrario de lo que pueda parecer, un claro riesgo de perder la vida. Aunque es poco científico unificar estadísticas, si tomamos en consideración los ejércitos de todos los contendientes se podría decir que sólo uno de cada catorce soldados participantes resultó muerto o gravemente herido. En general, el destino más peligroso era la infantería, pero aún así, en las unidades que sufrieron un mayor castigo, la mitad de sus integrantes sobrevivieron.

Otro trabajo arriesgado era el de tripulante de los aviones que bombardeaban Alemania, tal como quedó referido en el capítulo dedicado a la guerra en el aire. Durante la primera mitad de esta campaña, que fue la más peligrosa para las tripulaciones aliadas porque los alemanes todavía conservaban capacidad de respuesta, un aviador tenía en cada misión una posibilidad entre veinte de ser derribado. Las misiones de bombardeo se convertían así en una lotería mortal, o más bien una ruleta rusa.

Pero si se pudiera elegir, el último Cuerpo en donde uno desearía servir sería el de los submarinos alemanes. Pese al halo de aventura y heroicidad que emanaba de este destino, el precio a pagar era devastador: de los 39.000 tripulantes de los U-Boote, 28.000 acabaron sus días en el fondo del mar, es decir, casi tres cuartas partes de la fuerza total.

Ser tripulante de un submarino norteamericano tampoco llevaba a disfrutar de una larga vida: por cada marinero de superficie fallecido, murieron seis destinados en los sumergibles. Las posibilidades de no ver el final de la guerra en un submarino eran de un catorce por ciento, lo que superaba incluso a la ratio que sufrían los Marines. En total, 3.505 tripulantes perdieron la vida.

Pero los que piensen que hubiera resultado más relajado formar parte, por ejemplo, de la marina mercante británica están equivocados. El sacrificio de aquellos marineros, gracias al cual Gran Bretaña pudo ser abastecida en los peores momentos de la batalla del Atlántico, fue tan abnegado como admirable: de los 55.800 tripulantes, más de 25.000 murieron ahogados, en un porcentaje cercano a las de las unidades de infantería de primera línea.

Unas cifras similares se dieron en la marina mercante nipona: un 30 por ciento de los marineros murieron víctimas de los ataques de la US Navy. En cambio, la Armada Imperial japonesa ofreció unos datos más amables para sus integrantes: las víctimas mortales no llegaron al 20 por ciento.

Así pues, si al lector se le plantea algún día la posibilidad de retroceder en el tiempo y participar en la contienda de 1939-45, no debe dudar un momento en alistarse en el Ejército de Estados Unidos, puesto que demostró ser el menos peligroso para la integridad física de sus componentes. Tan sólo uno de cada 56 soldados norteamericanos falleció en combate (un 1,8 por ciento, en total 291.557), mientras que cerca de uno de cada 25 (un 4,1 por ciento resultó herido pero logró recuperarse. Por último, uno de cada 143 (un 0,7 por ciento) murió a consecuencia de un accidente o de enfermedad .

Por el contrario, el ejército más peligroso para militar en él era, sin duda, el soviético: un soldado ruso tenía treinta veces más posibilidades de morir en combate que uno norteamericano.

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Koukidis, el mártir griego
Los alemanes invadieron Grecia, a la vez que Yugoslavia, el 6 de abril de 1941. Las columnas germanas irrumpieron desde territorio belga: Aunque los griegos trataron de resistir valientemente con la ayuda de tropas británicas, nada pudieron hacer ante la superioridad germana.

El 27 de abril, tropas alemanas en motocicleta entraron en Atenas, seguidas por vehículos blindados, carros e infantería. La población ateniense ya esperaba la llegada de los alemanes desde hacía varios días y permaneció encerrada en sus casas manteniendo bien cerradas las ventanas. Radio Atenas hizo un llamamiento a no ofrecer resistencia al invasor. A partir de ese día, la bandera del Tercer Reich ondearía triunfante sobre la emblemática Acrópolis.

Durante los días siguientes, entre la población ateniense corrió una inspiradora historia a propósito de la bandera nazi de la Acrópolis. Al parecer, los primeros alemanes que llegaron al histórico lugar exigieron al soldado que en ese momento estaba encargado de la custodia de la bandera griega, el evzón Konstantinos Koukidis, que arriase la bandera griega de su mástil y la reemplazase por la esvástica. El joven soldado obedeció y arrió la enseña de su país, pero rehusó entregarla a los alemanes; Koukidis se enrolló en su interior y se arrojó desde lo alto de la Acrópolis, lo que provocó su muerte, convirtiéndose así en un mártir para los griegos.

Aunque esta historia fue publicada por el Daily Mail londinense, pasando desde ahí a toda la prensa internacional, los intentos posteriores de comprobar la veracidad de la historia, o incluso de demostrar la existencia del propio Koukidis, han resultado infructuosos, por lo que es probable que fuera un episodio inventado, destinado a mantener la moral de resistencia de los griegos. Sea cierta o no la historia, Koukidis cuenta con una placa en su honor en el lugar en el que supuestamente se despeñó por defender el honor de su país.

Todavía habría lugar para otro episodio heroico, aunque en este caso su veracidad está comprobada. El 30 de mayo de 1941, la bandera nazi que ondeaba en la Acrópolis fue robada por dos griegos. Manolis Glezos y Apostolos Santas, en la primera gran acción, aunque fuera meramente propagandística, de la resistencia griega contra los invasores alemanes. Esta hazaña obtendría un gran eco en la prensa aliada, por lo que suponía de desafío a la hegemonía germana en la Europa ocupada, inspirando otros hechos posteriores. Glezos y Santas serían condenados a muerte por los alemanes in absentia. Santas no llegaría a ser atrapado, pero Glezos sí. Tras ser sometido a torturas, logró huir. En abril de 1943 fue capturado por los italianos, pasando tres meses en la cárcel. Una vez libre, fue detenido nuevamente, aunque consiguió huir definitivamente en septiembre de 1944.

Operación Periwig
Una de las operaciones secretas más controvertidas que pusieron en marcha los británicos fue una que se denominó Periwig. El objetivo era crear a los alemanes la impresión de que los aliados estaban en contacto con la resistencia interior alemana, y que ésta estaba dispuesta a colaborar con ellos.

Con esta operación se quería convencer a la Gestapo de la existencia de un importante grupo de resistentes; como eso era falso, los sabuesos de Himmler se enzarzarían en pesquisas inútiles y llevarían a cabo detenciones en masa que les conducirían a callejones sin salida, con el consiguiente dispendio de tiempo y medios. Se esperaba también que ese aumento indiscriminado de la represión hiciera crecer el descontento de la población con el régimen. Además, ese despliegue podría convencer de paso a la propia población de que realmente existían esos grupos, lo que quizás podía alentar el surgimiento de una auténtica resistencia.

Para conseguir crear ese efecto caótico en el aparato represor nazi, el Ejecutivo de Guerra Política (Political Warfare Executive, PWE), dirigido por un imaginativo periodista, Sefton Delmer, ideó en noviembre de 1944 un plan que consistía en enviar a Alemania varios agentes con material y mensajes en código para esos imaginarios grupos de la resistencia interior. Cuando los agentes fueran detenidos por la Gestapo y se les interviniese el material, ya que ése había sido el destino que habían sufrido los agentes que hasta entonces se habían tratado de infiltrar, los alemanes se tragarían el anzuelo.

Pero era necesario encontrar los agentes que se prestasen a esa misión casi suicida. Para ello, los británicos engañarían a prisioneros de guerra alemanes antinazis, que se ofrecerían voluntarios creyendo que realmente iban a contactar con esos grupos de resistentes. Está claro que el PWE, para conseguir el objetivo buscado, no dudaba en dejar aparcado cualquier escrúpulo.

Al plantearse la operación, el Servicio Secreto de Inteligencia británico, el MI6, puso objeciones, pero no por motivos éticos, sino porque ponía en peligro a los agentes y colaboradores que trabajaban en Alemania, que podían caer víctimas de las detenciones masivas que iba a provocar la puesta en marcha del plan. Los obstáculos del MI6 provocarían algún retraso, aunque Periwig seguiría adelante.

Para dar cobertura a la historia de la resistencia interior en Alemania, el PWE tuvo la idea de lanzar previamente en paracaídas algunos contenedores con material de sabotaje, aparatos de radio o mapas, teniendo como destino a esos imaginarios combatientes. Al ser encontrados, la policía germana pensaría que sus destinatarios no pudieron acudir al lugar de la cita por cualquier motivo, pero concluirían que los Aliados estaban proporcionando medios materiales a esos grupos. Los aviones británicos harían cuatro lanzamientos de dicho material, entre el 21 de febrero y el 13 de marzo de 1945.

Puede sorprender que se llevase a cabo una iniciativa de este tipo en la fase final de la guerra, cuando la derrota germana parecía inminente. No obstante, por entonces se temía que el avance a través de Alemania fuera enormemente costoso, por lo que cualquier plan para debilitar la fanática resistencia nazi era bienvenido.

Mientras tanto, media docena de prisioneros alemanes antinazis, ignorantes del sórdido engaño del que eran víctimas, estaban siendo entrenados para participar en la operación. El lanzamiento en paracaídas de la primera pareja de agentes se realizó la noche del 2 al 3 de abril de 1945, en el área de Bremen. Uno de ellos, Gerhardt Bienecke, debía llegar a Berlín para entregar a un supuesto oficial de las SS un paquete de café que contenía códigos secretos. Bienecke consiguió llegar a la capital y trató infructuosamente de encontrar a su inexistente contacto; acabó ocultándose y sobrevivió al final de la guerra. El otro voluntario, Leonhardt Kick, debía contactar con una supuesta célula resistente en Bremen y proporcionarle una emisora de radio: según afirmaría después, fue interceptado por dos agentes de la Gestapo, pero pudo escapar después de disparar a uno de ellos. Kick huyó a Delmenhorst, en donde esperaría escondido la llegada de las tropas aliadas.

La segunda pareja de voluntarios antinazis, formada por Otto Heinrich y Franz Lengnick, fue lanzada sobre Alemania la noche del 18 al 19 de abril, al oeste del lago Chiem, en Baviera. La misión de ambos era entrar en contacto con los imaginarios grupos de resistentes que se refugiaban en los Alpes bávaros. Heinrich y Lengnick sobrevivieron a la misión; más tarde asegurarían que habían contactado con pequeños grupos antinazis y que habían realizado con ellos acciones de sabotaje, aunque esta historia no se pudo comprobar.

La guerra terminaría antes de que le llegase el turno a los otros dos voluntarios. La Operación Periwig no había dado el resultado que esperaban los británicos, que tuvieron que sentirse muy decepcionados al ver que sus agentes no se habían dejado atrapar. En todo caso, aunque la misión hubiera marchado según lo previsto, el final de la guerra estaba demasiado cercano como para poder producir algún efecto apreciable.

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La misteriosa desaparición de las medias de nailon
En octubre de 1942, las mujeres de la costa este norteamericana no conseguían encontrar medias de nailon en ninguna tienda. De esa repentina e inexplicable desaparición llegó a hacerse eco la prensa: “No hay más medias de nailon por más que se quiera comprarlas o se pague lo que sea”, decía el New York Times en su edición del 21 de octubre.

Los responsables de que no hubiera medias en las tiendas eran, al parecer, unos misteriosos compradores que, súbitamente, habían adquirido todas las existencias. Además, habían comprado también cantidades desmesuradas de lencería. Pero esa extraña acción no había sido llevada a cabo, como se podría pensar, por fetichistas compulsivos, sino por compradores clandestinos militares. Aquellos hombres, adquiriendo todas las existencias de medias y ropa interior de encaje, habían estado cumpliendo una misión secreta.

En esos momentos, el ejército norteamericano estaba preparando en el más estricto de los secretos la referida Operación Torch, el desembarco en el norte de África que tendría lugar el 8 de noviembre de 1942 en las costas de Marruecos y Argelia. Para garantizar el éxito de los desembarcos, era muy importante contar con el apoyo de los nativos, o al menos no ser recibidos con hostilidad. Los norteamericanos supieron que, curiosamente, las tribus bereberes concedían un valor inaudito a la lencería y las medias de nailon, por lo que se decidió transportar seis toneladas para comerciar con ellos, lo que obligó a poner en marcha ese insólito plan: vaciar todas las tiendas de lencería de la costa este.

De todos modos, por si había algún nativo que no estaba dispuesto a vender su voluntad tan sólo por un par de medias, la expedición norteamericana decidió también llevar consigo cien mil dólares en monedas de oro, que quedaron a cargo del general George Patton.

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Prisioneros, al zoo
Cuando las tropas británicas tomaron la ciudad belga de Amberes, hasta ese momento en poder de los alemanes, se encontraron con que no disponían de un lugar adecuado para mantener encerrados a los prisioneros. Tras buscar infructuosamente un cine o teatro que pudiera servir de cárcel, los británicos repararon en que el zoológico estaba vacío, ya que, según se decía, la población hambrienta había dado buena cuenta de la mayoría de animales.

Así, el zoo no tardó en llenarse con nuevos ocupantes. Los seis mil prisioneros que debían ser allí acomodados fueron distribuidos por categorías; al recinto de los leones fueron a parar los oficiales, los fascistas belgas y los ciudadanos que habían colaborado con los alemanes. A los prisioneros de otro tipo se les asignaron el foso de los osos, la jaula de los tigres o la casa de los monos. Según describiría un testigo, “los prisioneros permanecían sentados en montones de paja, mirando a través de los barrotes”.

La seguridad que proporcionó el Ejército estadounidense a sus soldados en la Segunda Guerra Mundial tenía un precedente en la Primera Guerra Mundial, en la que tan sólo uno de cada 89 soldados resultó muerto en combate. En los conflictos posteriores, la proporción de bajas disminuiría. Así, en la guerra de Vietnam el porcentaje de fallecidos sería de uno por cada 185 combatientes. La primera guerra del Golfo (1991) resultaría todavía menos mortífera, ya que apenas registró la muerte de uno por cada 3.162 soldados.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar