José Hernández, de pies a cabeza


Nacido el 10 de noviembre de 1834, en lo que hoy se conoce como Villa Ballester (partido bonaerense de Gral. San Martín), José Rafael Hernández y Pueyrredón colaboró de chico con su padre, capataz de estancia, y con gran capacidad autodidacta pronto se convirtió en instructor del estanciero para quien trabajaba. A los veinte años, se integró a las filas antirosistas de Justo José de Urquiza.

Con posterioridad, en 1870, ya casado y padre de siete hijos, participó de las rebeliones federales junto a Ricardo López Jordán. Luego de un breve exilio en Brasil, trabajó como periodista en El Río de la Plata, El Nacional Argentino y La Capital de Rosario, entre otros, y más adelante alcanzó a defender las ideas federales como diputado y senador. En sus notas, discursos y poemas, abordó la cuestión del indígena y del gaucho y criticó las ideas “civilizadoras” de Sarmiento. Matraca -como le decían, por ser corpulento y de voz resonante- buscó a través de sus escritos conectar la “cultura culta” y la popular.

El hombre por quien cada 10 de noviembre se festeja el Día de la Tradición, fallecería a los 51 años, el 21 de octubre de 1886. ¿Cómo recordar a José Hernández? Muchísimo es lo que se ha escrito sobre su persona, mucho más sobre su gran creación, ese paradigma de la literatura gauchesca que es Martín Fierro, con lecciones de vida que no perecen. Pero pocas obras han ingresado tanto en el personaje histórico como el trabajo de Roque Aragón y Jorge Calvetti, encargado por Eudeba, allá por los años 70.

Premiado con el primer reconocimiento en el Concurso centenario del Martín Fierro, en 1972, el trabajo nos enseña las flaquezas y las virtudes de un hombre de acción. Pero mucho más, el fragmento que acá presentamos nos describe al hombre entero, de pies a cabeza, nos los muestra comiendo, escribiendo, fumando… He aquí el auténtico José Hernández.

Fuente: Roque Raúl Aragón y Jorge Calvetti, Genio y figura de José Hernández, Buenos Aires, Eudeba, 1972, págs. 54-59.

José Hernández (…) es un hombrón hecho y derecho. (…) Ha estado en los campos de batalla, ha hecho periodismo, también de batalla, se ha mezclado en la vida política, ha ocupado posiciones que le permitieron hallarse cerca de los hombres eminentes del país y alternar con ellos.

Es alto, aunque no lo parezca tanto a causa de su corpulencia. Un amigo dirá, tratando de precisar: “tenía, más o menos, el cuerpo de dos hombres… Era un coloso”. Y una señora que conservaba su imagen entre los recuerdos de su infancia, exageraba un poco: “el hombre más grueso que tengo conocido”. “Cabeza poderosa”, implantada sobre un cuello taurino; pelo negro, lacio, espeso y echado hacia atrás; la frente, clara; los ojos, algo oprimidos por la gordura, miran con serenidad, bondad y firmeza; casi no se le ve la boca, de labios enérgicos, a causa del bigote que cae sobre ella; usa barba redonda; la tez tira a moreno. Las recias cabriadas del pecho cierran un torso esbelto, no obstante su volumen. Los brazos se mueven en amplios ademanes. Ligeramente estevado, como para que la mole parezca más leve.

Es un gordo macizo, de una fuerza descomunal. Dicen que cuando llegó a Paraná y andaba sin trabajo vio frente a un negocio un carro con grandes cajones. El dueño protestaba porque necesitaba dos hombres para descargarlo y sólo tenía uno. Hernández se detiene, se saca el sombrero y la levita y se pone a bajar los cajones como si nada. El dueño, asombrado, entra en conversación con él y lo emplea como contador. (Era el catalán Puig.) Su hermano cuenta que domando potros los apretaba con las piernas hasta que se caían (hay que tener en cuenta que eran animales criollos, más chicos que los afrisonados que se usan hoy, y que el peso del jinete les debía aflojar las rodillas en los corcovos). Martínez Estrada observa que Martín Fierro recibe la fuerza de su autor y es capaz de cargarse un negro ensartado en el cuchillo.

Después de la figura, impresiona la voz: “voz de órgano”, “voz de trueno”, “voz pura y potente”, “llena, sonora y vibrante, como la de Aristóbulo del Valle”, voz que “dominaba las asambleas tumultuosas”.

Le encantan la vida en sociedad, las tertulias, el diálogo ingenioso. Es muy discreto, de espíritu jovial, dado a las bromas y juegos. En los carnavales juega y se disfraza y lo seguirá haciendo cuando ocupe posiciones espectables (sic). Una vez mostró su propio reloj a un amigo un poco pánfilo para que le dijera la hora, simulando no saberla, y lo tuvo una semana dándole clases arduas, hasta que resolvió “aprender”. Rápido en las respuestas, chispeante, gracioso, conversa horas enteras con una locuacidad inagotable. Le gusta decir versos y también improvisarlos. Tiene ocurrencias originales, como ésa de hacerse retratar de frente y de espaldas y formar con las dos fotografías un medallón para recuerdo de su novia (una vasca necia, anterior a Carolina 1, que, como vio primero el de la espalda, lo tiró al suelo). Pero lo que más llama la atención es su memoria de elefante. Le dictaban hasta cien palabras, cuenta su hermano, y él “las repetía al revés, al derecho, salteadas y hasta improvisando versos y discursos sobre temas propuestos, haciéndolas entrar en el orden en que habían sido dictadas”. Recordaba páginas enteras de memoria. Cuando sea legislador hablará muchas veces sin apuntes, barajando citas y números con una precisión desconcertante. Si le preguntaban una cifra, respondía en el acto, como una computadora. No sería difícil que la memoria haya cubierto las lagunas en sus primeros tiempos de taquígrafo. Le gusta la historia y la poesía. Ha leído clásicos y conoce bastante bien la literatura gauchesca.

Domina el difícil arte de ser firme y cortés. Nunca hiere a las personas y, en un malentendido, pide disculpas. Es temperalmente (sic) franco y sostiene con gallardía sus opiniones. No soporta la mentira. De una gran llaneza en el trato, sabe darse su lugar sin necesidad de desplantes. La ironía sólo le sale cuando está a la defensiva, como cuando, años después, en Buenos Aires, se encontró con un amigo al subir a un tranvía; como él sacara dos boletos para ocupar todo el asiento, el otro le dijo: “Usted siempre doble, ¿no?”. Y le contestó: “Y usted, ¿siempre simple?”. Es bondadoso y amable con las personas humildes. No sólo bondadoso, sino bueno. Dardo Rocha contará, después que él haya muerto, que en vísperas de los combates del 80 le mostró las provisiones que había hecho en su casa en previsión de las escaseces que causaría el sitio de la ciudad. Él, considerando que Hernández era un hombre de pocos recursos, le observó que había demasiadas cosas. “¿Y los pobres del barrio, amigo?”, fue la respuesta.

Le gustan los hombres del campo, su manera de hablar, su filosofía. Suele ir al mercado a escuchar a los carniceros, que son criollos puros, y se hace contar sus andanzas y las viejas campañas guerreras en que han intervenido. La gente lo ve pasar por la calle conversando animadamente con ese vozarrón que Dios le ha dado y le pone de apodo “Matraca”, que le quedará hasta que lo empiecen a llamar “Martín Fierro”.

No es nada ceremonioso. Tiene alergia por el boato y los cumplidos convencionales. No es siquiera formal. De soltero, se hacía llevar la comida a la mesa donde escribía,  y apartaba los papeles para volver sobre ellos en seguida. Jamás usó alhajas, ni siquiera una cadena de reloj, que remplazaba por una cinta de género. Es austero. El juego –los gallos o la baraja- sólo le atrae como pasatiempo. Fuma bastante, armando sus cigarrillos con tabaco negro. Los apaga para comer, los deja a un lado y los sigue después. Si se despierta de noche, aprovecha para fumar.

¿Es un hombre religioso? Aparentemente sí, aunque no haya religiosidad en su carácter. Probablemente sea como tantos hombres de su tiempo, para quienes el dogma es una segunda naturaleza, aunque sean remisos al culto. Da la impresión de que no se hace problemas con la fe: conserva la que ha recibido y la respeta en los demás, como un objeto común del espíritu. Es probable también que el incremento cientificista de la época lo aleje de la historia sagrada. Una parienta suya nos dirá que más tarde practicaba el espiritismo. No hay rastros de que creyera en él como creía su hermano, que era un adepto. Consultaría a las mesas con esa mezcla de superstición y juego con que lo hace tanta gente, buscaría un sucedáneo del misterio, como Ricardo Güiraldes buscó el hinduismo. Está convencido, eso es seguro, de que la religión es necesaria para ordenar las costumbres del pueblo y de que la Iglesia debe ser reverenciada. Cuando el Senado inaugure sus sesiones en La Plata procurará que se trate sobre tablas el proyecto de constituir la casa de un párroco, porque le parece “justo y tal vez de buen augurio” que ése sea el primer voto público emitido en la nueva ciudad. Sea por convicción o por hábito, sus costumbres son católicas.

¿Es culto? En cierto sentido lo es, por su costumbre de alternar con la gente, por el afán de informarse, por su curiosidad en cuestiones morales e intelectuales. Pero con la vida trajinada que llevó no ha podido adquirir una cultura humanística. Sus errores de ortografía demuestran que no conocía el latín. Quizás ha retenido o perfeccionado el francés que recibió en la escuela. Sabemos que desde chico fue un gran lector, aunque debe suponerse que desordenado. En sus escritos y discursos parlamentarios, donde no abundan las citas, aparecen los nombres de Jenofonte, Platón, Aristóteles, César, Confucio, Epicteto, Dante, Cervantes, Tasso, Montesquieu, Cadalso. Ángel Azeves ha demostrado cómo algunos proverbios de Séneca están versificados en el Martín Fierro. Más tarde leerá obras de temas económicos y técnicos. Entiende de pintura. En música es un analfabeto. Tiene muy buena información histórica, sobre todo argentina.

Su gran pasión es la política. La lleva en la sangre y es una consecuencia de su generosidad. Ama a la patria en el pueblo. Quiere la justicia. Le indignan los abusos, los atropellos que se cometen con el desvalido, el egoísmo de los poderosos. Pero sabe ceder y amoldarse a las situaciones con tal de salvar lo principal de lo que pretende. Es caballeresco con el adversario y moderado en el lenguaje. Los únicos que lo sacan de las casillas son Mitre y Sarmiento, a los que considera los grandes culpables de los peores males que ha sufrido el país. Sin embargo, con el tiempo llegará a perdonarlos, a justificarlos quizá. Todo en su vida gira alrededor de la política, aunque ésta se reduzca a los temas inmediatos; salvo lo que pensó sobre colonización o educación, no hay doctrina en su obra. Inclusive el Martín Fierro será un acto militante. Esta pasión llega a ofuscarlo y hasta a hacerlo incurrir en algunos excesos…

Referencias:
1 Alude a Carolina González del Solar, sobrina nieta del virrey Pedro de Cevallos, con quien se casó el 8 de junio de 1863.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar